A fin de cuentas, un viaje como éste es una oportunidad y detestaría tener que decirles a mis amigas que la he desperdiciado.
—Lo siento —dijo el señor Foringham, paladeando pensativo el último resto de coñac. La verdad es que no sé qué me ha cogido.
LaCount llamó puntualmente a la puerta a las ocho y la señora Foringham salió al vestíbulo a recibirle antes de que Susan pudiera coger su sombrero.
—Temo que vayamos un poquito retrasados —le oyó decir el señor Foringham.
—Entraré a saludar un momento al señor F. —dijo el joven LaCount.
—No se siente muy bien —dijo la señora Foringham—. Estoy segura de que sabrá excusarlo.
Oyó una conversación ahogada y luego la puerta se cerró interrumpiendo las primeras notas de la voz ligeramente risueña de la señora Foringham.
El señor Foringham se acercó a la ventana y miró a la calle. Mientras cenaban había lloviznado un poco y la calzada húmeda todavía relucía bajo el farol de la esquina. Vio las luces encendidas de un taxi que esperaba y la señora Foringham y el joven LaCount aparecieron unos instantes después bajo la marquesina. El conductor del taxi se inclinó para abrir la puerta trasera, mientras LaCount ayudaba a la señora Foringham a instalarse en el asiento. El señor Foringham observó que la tocaba mucho más de lo necesario y que parecía prolongar ese gesto.
Resolló para sus adentros y volvió a desear que ya hubiera concluido ese negocio infernal y se encontraran otra vez en su piso de Londres. ¿Quién habría pensado que a su edad la señora Foringham sería una presa fácil para la temeridad de ese joven? Pero recordó que los americanos no consideraban que uno fuera viejo a los cuarenta y dos, lo cual, afirmó para sus adentros, no hacía más que demostrar su barbarie.
El señor Foringham estaba acostado cuando regresó su esposa. Les oyó charlar un rato en el vestíbulo; luego ella entró en el apartamento, se dirigió al dormitorio y comenzó a desvestirse.
—¿No puedes hacer menos ruido? —preguntó el señor Foringham.
—Lo siento, señor Foringham —dijo su mujer.
—Confío que te habrás divertido.
—Oh, mucho. Richard es un joven encantador.
—Eso diría yo —dijo el señor Foringham.
—Quiere que me fugue con él —dijo ella.
—Bueno, por el amor de Dios —dijo el señor Foringham—, supongo que le has dicho que no.
—Chisst, señor Foringham. Le he dicho que lo pensaría.
—Es una broma de mal gusto, ¿sabes? —dijo el señor Foringham, incorporándose en la cama.
—Bueno, de nada serviría intentar calmarle los ánimos —dijo la señora Foringham con un suspiro—. Estos jóvenes norteamericanos son tan impetuosos —añadió, metiéndose en la cama y tapándose con las sábanas.
—¿Volverá mañana por la noche? —preguntó el señor Foringham.
—Brrr —dijo la señora Foringham—. Hace un poco de humedad. ¿No sería mejor sacar la manta electrónica?
—¿En verano? —preguntó el señor Foringham—. Y no intentes de cambiar de tema.
—Oh, supongo que sí —dijo la señora Foringham, y alargó la mano para apagar la luz—. Ya sabes cuán perseverantes son los norteamericanos.
—Totalmente incivilizados —dijo el señor Foringham en la oscuridad—. Totalmente incivilizados, todos ellos.
—Naturalmente, señor Foringham —dijo la señora Foringham—. Buenas noches —añadió soñolienta al cabo de un momento.
Al día siguiente, cuando el joven LaCount entró en el despacho del señor Foringham, poco después de que tocaran las diez de la mañana, el señor Foringham le dijo:
—Siéntese, señor LaCount.
—Preferiría que me llamase Dick —dijo el joven.
—No soy partidario de los nombres de pila —dijo el señor Foringham.
—Lo siento.
—No se preocupe. Esa es una de las costumbres norteamericanas que preferiría no adquirir, aunque debo reconocer que una de sus mejores cualidades es una cierta franqueza.
—Gracias —dijo Dick LaCount, ruborizándose. Realmente era un tipo bastante bien parecido, tuvo que reconocer el señor Foringham, si no se prestaba atención a su frente bastante entrada, indicio de que probablemente habría perdido la mayor parte de su cabello dentro de diez años. El señor Foringham estaba bastante satisfecho con su abundante mata de cabello.
—Espero, pues —se decidió a decir al fin—, que no considerará demasiado atrevido que le haga una pregunta.
—Desde luego que no —dijo LaCount.
—La señora Foringham me ha dicho que usted la ha invitado a fugarse.
—Estupendo —dijo LaCount con el rostro iluminado.
—¿Perdón?
—Quiero decir que me alegro de que se lo haya dicho. No me gusta actuar a espaldas de nadie.
—Ya veo —dijo el señor Foringham—. Una actitud muy loable, si puedo decirlo.
—Gracias —dijo LaCount con una amplia sonrisa.
—¿Usted comprende, naturalmente, que eso es de todo punto imposible?
—En aquel momento me pareció una idea bastante buena —dijo LaCount.
—Para empezar, ella es mucho mayor que usted.
—No tanto —dijo LaCount—. No es lo que podríamos decir una relación de «mayo y diciembre».
—Pero no puedo permitir que ocurra algo así. Aunque sólo sea por una cuestión de honor.
—Supongo que tiene usted razón —dijo LaCount.
—¿Y supongo que usted dimitirá de su cargo? Me parece lo más deportivo.
—¿Dimitir? —dijo LaCount—. Claro que no. Más bien estaba considerando la posibilidad de eliminarle a usted.
—Supuse que sus ideas podrían seguir ese derrotero —dijo el señor Foringham—. He tomado la precaución de depositar un sobre sellado en mí banco.
Sonrió como disculpándose.
—Es algo bastante melodramático —dijo el señor Foringham—. Espero que sabrá comprenderlo.
—Bueno —dijo LaCount después de reflexionar un instante—, creo que estamos enfocando este asunto de manera totalmente equivocada.
—¿En serio?
—Sí. A fin de cuentas, quien debe decir la última palabra es Hermione.
—¿Hermione?
—Sí. La señora Foringham.
—Oh, claro —dijo el señor Foringham un poco confuso.
—Entonces no hay por qué seguir discutiendo.
—Bueno, verá, yo no he dicho…
—Una actitud muy deportiva por su parte, señor —dijo LaCount, levantándose de un salto y estrechando la mano del señor Foringham.
—Bueno, verá… —empezó a decir el señor Foringham.
—¿Esta noche? ¿A las ocho? —dijo LaCount, y antes de que el señor Foringham pudiera responderle, ya había cruzado la puerta.
—Bueno —dijo el señor Foringham a las paredes—, esto ya es el colmo.
El señor Foringham tuvo grandes dificultades de concentración durante el resto del día. ¿Cómo se había dejado atrapar en esa farsa?, se preguntaba. Era como algo sacado de un malísimo número de music hall y desde luego no tenía la menor intención de representar su papel hasta el final. Imaginaba que todo el asunto debía parecerle bastante divertido a su mujer, pero no estaba de humor para satisfacer ese particular capricho suyo.
Hasta las cinco menos diez no se le ocurrió pensar que, a lo mejor, la señora Foringham se tomaba todo el asunto muy en serio. ¿Cabía tal vez incluso la posibilidad de que ella se sintiera en la necesidad de proceder a la ridícula elección? La idea resultaba bastante inquietante.
El señor Foringham apreciaba a su esposa. Su matrimonio había sido concertado por sus respectivos padres en la época en que la familia del señor Foringham gozaba de una posición bastante desahogada. Pero, el partido laborista había acabado con la fortuna de los Foringham y el señor Foringham se había considerado muy afortunado de que ya hubieran concertado un próspero enlace para él. Llevaban diez años casados y durante ese tiempo le había cogido cariño a la señora Foringham, de la misma manera como se coge cariño a una pipa. Un cariño no exactamente romántico —la señora Foringham nunca le había acabado de impresionar realmente en ese sentido— pero sí cómodo de llevar.
Tenía la certeza de que se sentiría muy trastornado si llegaba a perderla.
A las cinco telefoneó a su apartamento y Susan le dijo que la señora Foringham había salido. Susan también se disponía a marcharse, según dijo, y sólo entonces cayó el señor Foringham en la cuenta de que era jueves y la criada tenía la noche libre. Eso significaba que tendrían que cenar fuera o bien comer en casa una de esas horribles comidas rápidas congeladas.
La idea de la comida congelada le trajo a la mente otra cosa y por una breve fracción de segundo se imaginó en una situación bastante atractiva. Luego la aparto decididamente de su mente y colgó el auricular.
El supermercado Henney-Penny estaba tan vacío como la tarde anterior. El reloj de pared mercaba las seis menos cinco cuando el señor Foringham entro muy decidido. Se ruborizó bruscamente al comprender hacia dónde le habían llevado inconscientemente sus pasos.
El empleado acabó de rociar con agua algunas lechugas para darles un aspecto de recién cogidas y llenas de rocío, y luego se le acercó.
—¿Ha cambiado de opinión, señor? —dijo con una risita.
—¿He cambiado de opinión sobre qué? —le espetó el señor Foringham.
—Sobre las chicas, naturalmente —dijo el empleado, mientras levantaba la tapa de la primera cámara y movía admirativamente la cabeza contemplando el producto cuidadosamente guardado entre las pilas de maíz congelado y comidas preparadas—. Hoy hemos recibido una nueva remesa y solo puedo decirle que la compañía ciertamente se preocupa de ir mejorando su producto.
—La verdad es que no me interesa —dijo el señor Foringham con voz débil, al tiempo que se acercaba para ver mejor. Deberían cambiar, el sistema de embalaje, pensó remilgadamente. Incluso las barras de caramelo venían envueltas en papel de aluminio.
Luego advirtió acongojado que el elemento concreto que había visto el día anterior había desaparecido. Los adorables labios llenos y el cuidado cabello rubio, que se veía tan crujiente y quebradizo ahí en las profundidades del congelador, como si fuera a desprenderse al menor contacto…
—Sólo se vive una vez —dijo el empleado con un astuto guiño.
El señor Foringham se lo quedó mirando fijamente y luego consiguió graznar:
—Soy feliz en mi matrimonio, gracias.
Lo dijo con todo el entusiasmo que se emplea para leer la columna de defunciones en voz alta.
Cuando por fin salió del supermercado, estaba bastante enervado. Tenía las palmas de las manos mojadas y sentía una clara humedad bajo los brazos. Miro el reloj y observó que eran las seis y media. Echó a andar hacia su apartamento, sintiéndose algo tenso.
El señor Foringham no tenía costumbre de tomar bebidas fuertes, pero de pronto sintió necesidad de beber algo que le diera fuerzas para afrontar el resto de la velada. A una manzana de su apartamento había un pequeño bar; entró en el salón débilmente iluminado y tomó asiento en un reservado de la parte de atrás. Cuando acudió el camarero, pidió un whisky con soda; luego cambió de parecer y lo pidió con hielo.
Permaneció sentado con el vaso en la mano e interrogándose sobre el imposible giro que había tomado su viaje a Norteamérica. Era una situación increíble y tendría que advertir a la señora Foringham que no relatara sus aventuras a sus amigos cuando regresaran a Inglaterra. Empezó a masticar un cubo de hielo medio fundido y pensó brevemente en el supermercado Henney-Penny y en la última novedad que acababan de incluir entre sus especialidades. Sus pensamientos vagaron agradablemente y entonces, de pronto, se dio cuenta de que tenía un cubito de hielo en la boca y lo escupió, embarazado.
Después de la segunda copa, se sintió mucho mejor pero todavía un poco vacío. Echó una mirada al reloj. ¡Las ocho y cuarto! Por un instante se admiró de cómo había volado el tiempo. Pagó rápidamente la cuenta y salió del bar. El aire de la calle le pareció sofocante después del interior refrigerado del bar y caminó lentamente hasta el apartamento con objeto de minimizar su tendencia a transpirar.
Abrió la puerta y entró para encontrarse con el apartamento totalmente a oscuras.
—Hola —dijo, y esperó una respuesta.
Sin duda, se dijo, no habrían tenido la indiscreción de… Volvió a llamar pero no hubo respuesta.. Al parecer, realmente se habían ido. Pero sin duda no se habrían marchado tan de prisa, se dijo mientras encendía la lámpara junto al diván y consultaba el reloj de la chimenea. Había llegado sólo con veinticinco minutos de retraso. Esos norteamericanos eran imprevisibles. Sería posible que en un momento de arrebato… Pero no, pensó, esa clase de cosas no les ocurrían a las gentes llamadas Foringham.
Encontró la nota sobre la mesa del comedor. Decía: «Señor Foringham: La cena está en el horno. He puesto un cubierto en la mesa y el postre está en la nevera. Richard y yo nos hemos fugado juntos… Hermione (Foringham).».
El señor Foringham no podía acabar de dar crédito a sus sentidos. Volvió a leer atentamente la nota y luego le dio la vuelta. En el reverso había una postdata que decía:
«En el baño encontrarás algo que tal vez te sirva de pequeña compensación. He sacado la manta electrónica y la he dejado sobre el armario del lavabo junto con el folleto de instrucciones. H. Espero que te guste el postre. Es tu favorito, helado de limón. H».
El señor Foringham dejó la nota sobre el aparador y se fue a la cocina. SE sirvió la cena y empezó a comer lentamente, masticando con gran deliberación cada bocado.
Decidió guardarse el postre para más tarde. En cambio se tomó el coñac en la sala de estar. Sólo entonces se dirigió al cuarto de baño.
El pequeño cuarto estaba muy frío, mucho más de lo que podría justificar incluso el aire acondicionado, y no le sorprendió demasiado encontrarse una criatura del supermercado Henney-Penny en la bañera. El ambiente helado se debía a su presencia. Comprobó que la señora Foringham no había intentado descongelarla y que todavía estaba totalmente rígida.
Cogió el folleto de instrucciones. Entre otros recursos, se sugería la utilización de una manta electrónica del tipo que ellos se habían traído de Inglaterra. Pensó que, a fin de cuentas, la señora Foringham había sido considerada en ese aspecto.
Se acercó otra vez a la bañera y sintió extenderse su primer leve destello de entusiasmo. Las frías pero perfectamente modeladas facciones con leves rastros de hielo sobre las mejillas, el frágil cabello muy corto que relucía húmedo bajo la luz de las bombillas fluorescentes encendidas sobre el lavabo.
Se ruborizó y envolvió la fría figura de la bañera con la manta; luego enchufó el cordón y salió del cuarto de baño silbando una cancioncita ligeramente obscena que casi había olvidado. Incluso empezó a cantar a toda voz mientras hurgaba en el armario para emerger con un bata de terciopelo rojo. La había comprado largo tiempo atrás y olía débilmente a bolas de naftalina pero nunca, pensó, había tenido oportunidad de usarla, nunca había tenido ocasión de hacer el papel de hombre de mundo.
Sólo tardó un instante en poner el champán en hielo y colocarlo sobre el carrito auxiliar.
Retirar el cubrecama y preparar uno de los camisones negros de la señora Foringham le tomó sólo otro instante. Luego se sirvió una copita de coñac, puso en el tocadiscos algo mucho más apropiado que Beethoven y se tendió sibaríticamente en el diván.
Se dijo, contrito, que nunca había apreciado realmente a Hermione. Hasta ese momento, claro.
Saboreó su coñac y se recostó cómodamente a esperar el primer chapoteo en la bañera.