Thomas N. Scortia
Ni siquiera su muy proclamada convicción de que los americanos estaban rematadamente locos podría haber preparado al señor Foringham para lo que descubrió esa sofocante tarde del martes en la sección de alimentos congelados del supermercado Henney-Penny próximo a su apartamento.
—Te lo digo yo, señora Foringham —le dijo esa noche a su mujer durante la cena—, los norteamericanos están locos.
La señora Foringham, que tenía un nombre de pila, aunque habían transcurrido tantos años desde la última vez en que la habían llamado por él que con frecuencia tenía que pararse a pensar para recordar cuál era, exhaló un bufido y dijo:
—Francamente, ¿no te parece que podrías prescindir de ese comentario? Acabarás ofendiendo a alguno de nuestros amigos norteamericanos.
—Sin embargo —dijo el señor Foringham—, es una verdad indiscutible. Esto jamás podría haber ocurrido en Sussex.
—Está bien que mi padre lo diga, pero me parece de muy mala educación repetirlo sin cesar.
El padre de la señora Foringham, un vizconde, era el propietario de Victoria Minerals Ltd., empresa de la cual era vicepresidente ejecutivo el señor Foringham.
La señora Foringham diseccionó la chuleta de cordero que tenía en el plato y cortó una fina tajada de jalea de menta del cubito situado junto a la chuleta.
—¿Qué es lo que jamás podría haber ocurrido en Sussex? —preguntó al fin.
—Una inmoralidad sin tapujos —dijo el señor Foringham—. Y además en un supermercado.
—¿Una inmoralidad? —dijo la señora Foringham—. ¿En un supermercado?
—En el supermercado Henney-Penny de la otra manzana. En la sección de productos congelados para ser exacto.
—Pero seguro que incluso los norteamericanos son más discretos —dijo la señora Foringham.
—¿A qué te refieres? —preguntó el señor Foringham, y luego se sonrojó—. Oh, no, no ha sido eso. Eso ya sería el colmo. No, quiero decir en el congelador.
—Parece un lugar muy curioso para hacerlo —murmuró la señora Foringham—, aunque no sería peor que este apartamento con su terrible aire acondicionado. He estado pensando en desembalar nuestra manta electrónica.
—Creo que tergiversas deliberadamente mis palabras —dijo el señor Foringham algo irritado.
—En fin —dijo la señora Foringham—, no estás hablando demasiado claro.
—Había una mujer en el congelador.
—¿Estaba acompañada? —preguntó la señora Foringham procurando no dar muestras de aburrimiento.
—No, no —dijo el señor Foringham—. Eso es lo que estoy intentando decirte. Estaba sola.
—¿Por qué te preocupas, entonces, señor Foringham?
—Estaba congelada.
—Tenía que ocurrir algún día —dijo la señora Foringham—. Con la cantidad de tiempo que pasan esos compradores con la cabeza metida en la sección de productos congelados.
—No, la habían congelado a propósito.
—¿A propósito? —la señora Foringham depositó el tenedor junto al plato y frunció el ceño mirando a su marido—. Bueno, tienes quo dar parte a las autoridades.
—No estaba muerta —dijo el señor Foringham—. El dependiente así me lo ha asegurado.
Se puede descongelar, ha dicho…, igual que una bolsa de guisantes.
—¡Qué raro! —dijo la señora Foringham.
—Estaba en venta —dijo el señor Foringham.
—Señor Foringham —dijo la señora Foringham, ya un poco exasperada—, sabes muy bien que incluso los norteamericanos tienen leyes que prohíben el tráfico de seres humanos.
—Bueno, verás, no era humana. El empleado ha dicho que era sintética. Fabricada por una compañía que se llama Especialidades Androideas. —La cara del señor Foringham se puso todavía más encarnada—. Era un modelo especializado, eso ha dicho el dependiente.
—Seguro que has estado tomando demasiado el sol estos días —dijo la señora Foringham, e hizo sonar la campanilla junto a su asiento, cerrando definitivamente el tema.
El señor Foringham se quedó cavilando en silencio mientras Susan, la mujer de mediana edad que servía de criada para todo, llegaba de la cocina. A fe suya que no lograba comprender por qué los norteamericanos no observaban más atentamente las normas de urbanidad. Era una de sus más desalentadoras cualidades, esa manera desenfadada de actuar… Un hombre de Eton simplemente no pensaba en esos términos.
—Ya puede servir el postre —le dijo la señora Foringham a la criada. Luego se volvió hacia el señor Foringham con una apretada sonrisa—. Tu postre preferido, cariño…, limón helado.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, el señor Foringham dijo:
—No he podido dormir en absoluto. ¿Dónde crees que acabará?
—¿De qué me hablas? —preguntó la señora Foringham con voz soñolienta.
Normalmente dormía hasta las nueve, pero aquélla era la mañana en que Susan no llegaba hasta las diez y, como proclamaba tan a menudo la señora Foringham, una mujer tenía sus obligaciones para con su marido.
—He dicho: ¿dónde acabará?
—Pues, desde luego no después de abril. Padre espera que estemos de regreso por esas fechas.
—No, no, señora Foringham. Me refiero a esa…, eeh…, esa persona de la sección de congelados.
—Bueno, yo diría que ha sido un proceso lógico —dijo la señora Foringham con aire aburrido.
—¿Lógico? —exclamó el señor Foringham ligeramente horrorizado.
—Naturalmente. Ahora se encuentra de todo en los supermercados: productos de belleza, artículos domésticos, medicamentos, cosméticos. Parece lógico que el próximo paso haya sido ofrecer lo último en artículos de consumo.
El señor Foringham miró escandalizado a su esposa.
—Bueno, a fin de cuentas —dijo ella—, no puedes esperar que los norteamericanos llevaran hasta ese extremo su manía del «hágalo usted mismo», al menos pudiendo evitarlo.
—Confío seriamente que estés hablando en broma —dijo el señor Foringham con un hilo de voz.
En el metro que le conducía a las oficinas de Victoria Minerals Ltd., el señor Foringham estuvo meditando sobre el nivel de moralidad capaz de permitir cosas tales como la presencia de la rubia en el congelador de Henney-Penny. Decidió escribir al «Times» lamentándose de esas costumbres. «The Times» tomó nota mentalmente, separándolo con cuidado en su cabeza de su más rufianesco homónimo neoyorquino.
El señor Foringham tuvo un día particularmente desgraciado. Parecía imposible lograr hacer nada con rapidez y eficiencia en esta tierra bárbara. Pasó la mayor parte de la mañana encerrado con los abogados de la compañía en Nueva York, intentando encontrar algún sentido a un conjunto de regulaciones aduaneras que, según concluyó finalmente el señor Foringham, debían haber sido promulgadas con la deliberada intención de hacer perder a una empresa extranjera la mitad de su capital líquido en honorarios de abogados.
Cuando tocaron las doce, profirió un suspiro de alivio y aceptó la invitación del joven Richard LaCount para almorzar juntos.
—Esto me recuerda las cosas que solían suceder cuando el señor Attlee era Primer ministro —dijo el señor Foringham mientras tomaba el té.
Richard LaCount, su ayudante administrativo interino, sonrió mirando su taza de café y replicó:
—Sí las cosas son un poco liosas.
—¿Decía usted?
—Quiero decir que las cosas son un poco confusas.
—¿Confusas? —dijo horrorizado el señor Foringham—. Yo diría que son del todo opacas.
—¿Vendrá con nosotros esta noche? —preguntó el joven LaCount.
—Oh, usted y la señora Foringham no pensarán ir a otra de esas comedias musicales, ¿verdad?
—No, esta noche toca mambo.
El señor Foringham contuvo un estremecimiento.
—Supongo que no le importará —se apresuró a decir LaCount—. Su esposa parece disfrutar con estas salidas. Dice que en Inglaterra es todo tan distinto…
—Ciertamente lo es —dijo el señor Foringham, pasando por alto la pregunta. A decir verdad empezaba a estar un poco cansado de LaCount, a quien culpaba de la creciente americanización del lenguaje y maneras de pensar de la señora Foringham.
—Ciertamente lo es —repitió—. Vamos, ¿creerá usted…? —El señor Foringham inició una detallada descripción del descubrimiento que había hecho el día anterior en HenneyPenny.
—Pues es toda una idea —dijo LaCount entusiasmado—. Justo lo que uno espera de ese tipo de compañía. Tienen imaginación.
—Pero usted no estará de acuerdo, ¿verdad? —preguntó el señor Foringham.
—Verá, personalmente no me interesaría comprar algo así —reconoció LaCount—, pero no me importaría poseer un paquete de acciones de una compañía avanzada como ésta.
—Francamente —dijo el señor Foringham, apurando su taza y haciéndole una señal a la camarera.
—Francamente —repitió por lo bajo cuando salían del restaurante.
No hubiera podido decir con seguridad qué le había impulsado a bajarse del autobús una parada antes de la suya. No lo descubrió hasta que sus pasos le hicieron pasar por delante de Henney-Penny. Era casi la hora del cierre y sólo vio dos compradores en la tienda, y los dos estaban pagando en una de las cajas más alejadas. Los empleados habían abandonado las ocho cajas excepto dos y los dos que allí quedaban le miraron con un cierto fastidio cuando entró. Cogió una barra de pan de un estante y pasó a la sección de productos congelados. Un dependiente estaba cubriendo el aparador con un paño cuando él se detuvo junto al mostrador de «Especialidades Androideas» y contempló el cartel que decía con relucientes letras rojas:
«EL HUMANOIDE QUE OFRECE LA MÁS PERFECTA IMITACIÓN DE LA REALIDAD.
NO ACEPTE SUCEDÁNEOS».
—Me pregunto… —dijo mientras miraba la pálida criatura dentro de la cámara—. ¿Alguien compra realmente… estas cosas?
—Her-ma-no —dijo el dependiente, arrastrando las sílabas—. Hoy hemos vendido veintiséis.
—Doce a prueba —se apresuró a rectificar—, pero ya pueden darse por vendidos.
El señor Foringham meneó la cabeza y volvió a dirigir la mirada al congelador. Tuvo que reconocer que el espectáculo era de lo más provocativo a pesar de que la chica…, la cosa (¿cómo debía llamarla?), estuviera fría y callada. Quienquiera que hubiera diseñado ese cuerpo, era un artista.
No un artista literal, como cayó pronto en la cuenta, enrojeciendo ligeramente, aunque las exageraciones de ciertas proporciones eran…, bueno, no exactamente de buen gusto…, ajustadas, diríase, al ideal en boga.
Desde luego, la criatura no se parecía a la mayoría de mujeres inglesas que él había conocido. La señora Foringham no había sido ciertamente nunca así, ni siquiera antes de cumplir los veinte. Debía ser la influencia italiana, pensó. Eran artistas consumados cuando se trataba de llamar la atención sobre ese tipo de cosas.
—¿Puedo servirle en algo? —preguntó el dependiente.
—No, no, no —se apresuró a declarar el señor Foringham.
—Bueno, es hora de cerrar.
—Sí, claro —dijo el señor Foringham, y se humedeció los labios.
—¿Por qué no se lleva uno a casa? —dijo el dependiente haciéndole un guiño.
—Francamente —dijo el señor Foringham irguiéndose en toda su estatura—. Debo decirle que soy muy feliz en mi matrimonio.
—Sin ánimo de ofenderle —dijo el dependiente—. Aunque muchos clientes están casados —añadió.
—¿En serio? ¿Cómo lo sabe?
—Bueno, si he de serle franco —dijo el dependiente con cierta vacilación en la voz—, en general suelen comprarlos sobre todo las esposas.
El señor Foringham se quedó mirando fijamente al hombre.
—Para sus maridos, ¿sabe? —dijo el dependiente—. Probablemente así evitan que salgan a callejear. La cosa tiene su lógica si uno se para a pensarlo.
—Yo ciertamente no tengo intención de pararme a pensarlo —dijo el señor Foringham, y dio media vuelta.
Esa noche el señor Foringham tomó su cena sumido en un profundo silencio introspectivo. La señora Foringham, a quien una larga experiencia le permitía captar su estado de ánimo no intentó iniciar una conversación, hasta que se hubieron retirado a la sala de estar y el señor Foringham se encontró con la mirada fija en su coñac e imaginando ciertas escenas que le hicieron reaccionar con un sobresalto algo culpable cuando su esposa le habló.
—Me gustaría que salieras un poco —dijo la señora Foringham—. Te haría muchísimo bien.
—No tengo absolutamente ningún interés en aprender danzas tribales primitivas como el mambu —dijo.
—Mambo —le corrigió la señora Foringham—, y no es en absoluto primitiva. Es un baile muy sofisticado y de lo más encantador.
—Supongo que debe serlo, con el joven LaCount —dijo el señor Foringham pensativo—. Realmente tendré que hablar de ese joven con tu padre cuando regresemos a casa.
—Señor Foringham —dijo secamente la señora Foringham—, esto es muy impropio de ti.