Mientras los dos hombres se miraban fijamente, Thea sintió deseos de huir de los dos, de refugiarse en el bosque destruido. Pero no podía escapar por una ladera desnuda. Se frotó cautelosamente el hombro y se puso al lado de Rossi.

—Yo soy mejor partido —se burló el hombre de la policía—. Me llamo Lastly. Puedes llamarme así, perra. No me llames otra cosa.

Ella no dijo nada y miró hacia lo alto de la colina. Rossi le habló dulcemente:

—No lo intentes ahora. Más adelante estaremos a cubierto y le obligaré a pelear.

Ella le miró profundamente sorprendida.

—¿En serio? ¿Lo harás?

Él quería decirle algo más, pero Lastly los separó de un empujón.

—Si no quieres que te haga nada, no murmures delante mío, ¿entendido? Si tienes algo que decir, dilo en voz alta.

—Quiero mear —dijo Rossi.

Lastly volvió a reír.

—Oh, no. De momento no. No vas a dejar un rastro. ¿Está claro?

Rossi se encogió de hombros e inició la larga marcha en dirección a los árboles.

—¿Qué ha sido eso? —Lastly apuntó el cañón de su rifle hacia el sonido que se filtraba entre los matorrales.

El ulular subió de tono y se adentró entre los árboles, solitario y terrible.

—Perros —dijo secamente Rossi—. Están cazando.

Los árboles dispersos parecían apretarse entre las profundas sombras del crepúsculo, rodeando a las tres personas que avanzaban en la penumbra. Se repitió el sonido, más próximo y agudo.

—¿Dónde están?

Thea se volvió a mirarle.

—Lejos todavía. No podrá darles hasta que se acerquen.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Lastly, asustado—. ¿No creéis? Tenemos que buscar un lugar seguro.

Rossi escudriñó el cielo apenas visible.

—Yo diría que todavía podemos seguir durante una hora. Luego, lo mejor será subirnos a los árboles.

—Pero están podridos —protestó Lastly.

—Más vale eso que los perros —le recordó Rossi.

Pero Lastly no le escuchaba.

—Antes había campamentos por aquí, ¿no? Tenemos que encontrarlos. Ningún perro se meterá en un campamento.

—Imbécil —dijo Rossi sin pasión.

—No digas nada. No quiero oírlo.

Lastly agitó el fusil frente a Rossi.

—Entonces lo mejor será que os calléis los dos —terció tranquilamente Thea—. Los perros pueden oíros.

Todos guardaron silencio, al cabo de un instante, Rossi dijo:

—Thea tiene razón. Si no hacemos ruido tal vez consigamos encontrar uno de vuestros campamentos a tiempo.

—Andando, pues —dijo Lastly apresuradamente—. Ahora mismo.

En su tiempo había sido una cabaña de veraneo, cuando la gente todavía tenía cabañas de veraneo. El panorama que se extendía a sus pies había sido de bosques de pinos que fundían con la fértil franja del valle. Ahora se alzaba en un claro rodeado de árboles podridos sobre la creciente contaminación del río. Curiosamente, las ventanas todavía se conservaban intactas.

—Podemos quedarnos aquí —dijo Rossi después de dar una vuelta alrededor de la cabaña—. El porche trasero tiene persianas y podemos sacar la puerta de los goznes.

—Podemos entrar por la ventana —dijo ansiosamente Lastly.

—Si está rota, también podrán entrar los perros. —Rossi esperó a que estas palabras surtieran su efecto y prosiguió—: El porche de atrás es seguro. Podremos protegernos.

—Vosotros dos, abridlo —ordenó Lastly, señalando hacia el porche con el rifle—. Moveos.

Mientras Thea y Rossi forcejeaban con la puerta, Lastly se encaramó sobre los restos de una valla.

—Eh, ¿sabes lo que le hizo Cox a ese mutante en Chico? Le arrancó toda la piel. Cox va a liquidar a todos los mutantes, ya veréis.

—Sí —dijo Rossi tirando de un gozne oxidado.

—¿Sabes una cosa? Montague quería salvarlos. ¿Me oyes, Rossi? ¿Por qué querría savarlos? ¿Eh? ¿Qué hombre de verdad querría salvar a un mutante?

Rossi no respondió.

—Te he preguntado algo, Rossi. Contéstame.

—A lo mejor pensó que eran los únicos que valía la pena salvar.

—¿Y tú que me dices, zorra? ¿Salvarías a un mutante?

Se balanceo sobre la valla, acariciando el rifle.

—Sólo a mí misma, Lastly. A la única que quiero salvar es a mí —dijo Thea con un gesto de absoluto desdén.

—¿Salvarás algo para mí? Yo tengo una cosa para ti…

—La puerta está abierta —le interrumpió Rossi, al tiempo que la arrancaba—. Podemos entrar.

Los ratones habían entrado en la casa y se habían comido los frutos secos y la harina almacenada en la amplia cocina. Pero quedaban algunas latas de alimentos que Thea apenas podía recordar. De la pared colgaban unas cuantas ollas y sartenes, la mayoría oxidadas, pero algunas estaban esmaltadas todavía, podían usarse. La cocina era de leña.

—Mirad —dijo Rossi, regalándose la vista con los armarios y su preciado contenido—. Suficiente para llevárnoslo mañana.

—Demonios, es perfecto. Voy a comérmelo esta misma noche. Comida caliente y un baño, y todo como a mí me gusta.

Paseó una astuta mirada de Rossi a Thea.

—El humo puede atraer a los Piratas —dijo Rossi con una amarga sonrisa—. ¿No lo habías pensado?

—Es de noche. No vendrán hasta la mañana.

Thea había inspeccionado la cocina:

—Además, no hay leña. La mesa es de plástico.

Todos permanecieron inmóviles un momento; luego Lastly anunció:

—Ya has oído a la dama, Rossi. No hay leña. Vas a ir a buscar un poco para ella, ¿verdad?

—Yo iré —dijo rápidamente Thea.

—Oh, no.

—Pero él no puede recogerla con un brazo.

—Si va despacio, sí, perra.

—¿Y por qué no vas tú, Lastly? —preguntó Rossi sin inmutarse—. Estás en buena forma y tienes el rifle.

—¿Y dejar que los dos me dejéis fuera con los perros? No soy estúpido, Rossi. —Se colocó al otro lado de la mesa—. Vas a ir tú, Rossi. A ti te toca—. Le acercó una silla—. Tómate un descanso porque después vas a salir.

—No, si no me acompaña Thea.

Lastly soltó una risita que ahora ya les era familiar.

—La quieres para ti, ¿eh? No va a darte nada. Ella quiere un hombre. No un tipo como tú.

Thea miró a Rossi con ojos suplicantes.

—Deja que me encierre en la habitación de al lado. Luego podéis iros los dos.

—¡Eso es! —dijo inesperadamente Lastly—. La perra tiene razón. La encerramos y vamos a buscar la leña. ¿Qué te parece, Rossi?

—¿Quieres que hagamos eso, Thea?

Ella asintió.

—¿Te veré luego? —le preguntó él, con sus profundos ojos fijos en los de ella.

—Eso espero —respondió ella.

—Ven aquí, perra. Vamos a encerrarte. —La cogió por el brazo y casi la arrastró a través de la pieza principal de la cabaña hasta la habitación contigua—. Ya está —dijo empujándola adentro—. Un tocador para ti. Estarás calentita mientras esperas.

Lastly cerró dando un portazo, al que siguió el sonido característico del cerrojo echado por Thea.

Permaneció sentada en el dormitorio, acurrucada sobre el colchón desnudo, en el centro de la habitación, escuchando los pasos de los hombres. Su intención era huir de ellos, pero ahora se sentía cansada e impotente. Al cabo de un rato empezó a amodorrarse y se deslizó hasta caer dormida en la cama.

—Debías estar preparada. Te dije que te prepararas —dijo una ruda voz sobre su cabeza—. Ya sabías que regresaría.

La volvieron bruscamente boca arriba; y un peso inesperado sobre su cuerpo la obligó a permanecer así tendida.

Todavía medio dormida, Thea se debatió contra el hombre, buscando sus puntos vulnerables con las manos y los pies.

—¡Calla! —bramó Lastly, y le cruzó la cara de un bofetón. Cuando Thea gritó volvió a golpearla—. Escucha, cerda; eres para mí. ¿Crees que voy a dejar que te coja un jodemutantes como Montague? ¿Eh? —Le inmovilizó los brazos a la espalda, atándole las muñecas con un trozo de cuerda—. Él y sus compinches recibieron una lección en Chico. ¿Me oyes? —Tensó la cuerda sobre las tablas de la cama—. Ahora me toca a mí. ¿Entendido?

Thea se abalanzó sobre Lastly con un sollozo de pura furia, mostrando los dientes y agitando las piernas.

—No, no podrás —se burló Lastly. Esta vez su puño le dio en la sien y Thea cayó de espaldas, mareada y con náuseas—. No me crees problemas, cerda. Será peor para ti. —La cuerda pasó por su tobillo izquierdo y después por el derecho; luego quedó atada bajo el colchón. Thea tiró furiosa de las cuerdas.

—No hagas eso —dijo Lastly acercándosele mucho—. Si sigues portándote así voy a hacerte daño. ¿Ves esto? —Le acercó un pequeño cuchillo a la cara—. Lo he encontrado en la cocina. Está muy afilado. Si me creas más problemas, te corto unos cuantos pedazos, hasta que aprendas a comportarte.

—No.

Sin prestarle atención, Lastly empezó a cortarle la chaqueta. Cuando se la hubo arrancado, cortó las costuras de sus pantalones de cuero. Ella se retorció en sus ataduras mientras él se los quitaba.

En el acto estuvo encima de ella.

—Te lo advertí. —Le acercó el cuchillo, colocando un pezón entre la hoja y su pulgar—. Podría arrancártelo, ¿sabes? —Apretó más. El cuchillo se clavó en la carne—. Ni un ruido, cerda. Estate quieta o te lo corto.

El intenso e inesperado dolor hizo bajar el tercer párpado sobre sus ojos. Y Lastly lo vio.

—¡Una mutante! ¡Mierda! ¡Una asquerosa mutante!

En su voz había algo así como una nota de triunfo. Ella gritó mientras él le arrancaba el arrugado trocito de carne. La sangre le cubrió el pecho.

Con un grito, Lastly se bajó los pantalones hasta las rodillas y la penetró con un rápido movimiento. Se introdujo a la fuerza todavía más y riendo le dijo:

—¡Mutante de Montague! Te voy a destrozar.

Cayó de bruces e hincó los dientes en su seno intacto. Él levantó la cabeza.

—Si vuelves a chillar, mutante, te lo arranco con los dientes.

Le golpeó en la boca y en el mismo momento eyaculó.

Un segundo después estaba fuera de ella, arrancado por la fuerza y aplastado contra la pared.

—¡Puerco…! —Rossi, la mano aferrada a los cabellos de Lastly, lo golpeó otra vez contra la pared. Se oyó un claro crujido y Lastly se desmoronó.

Luego se acercó nuevamente a la cama.

—Oh, cielos, Thea —dijo suavemente—. No quería que fuera así. —Se arrodilló a su lado, sin tocarla—. Lo siento Era como si se estuviera excusando en nombre del mundo. La desató dulcemente, sin dejar de hablarle mientras lo hacía. Cuándo él la hubo soltado, Thea se acurrucó en la cama y derramó calladas lágrimas que sacudían todo su cuerpo.

Por fin se volvió hacia él, con una mirada avergonzada.

—Yo te quería a ti. Te quería a ti —dijo, y volvió la cara.

Él se incorporó admirado.

—Tengo un solo brazo y un precio sobre mi cabeza.

—Te quería a ti —repitió ella, sin atreverse a mirarle.

—Mi nombre —dijo él muy despacio— es Evan Montague.

Aguardó, evitando su mirada.

Entonces sintió la mano de Thea sobre la suya.

—Te quería a ti.

Se volvió a mirarla, su mano entre las suyas, sin atreverse a tocarla. Ella le atrajo hacia él, pero luego se apartó.

—Me ha hecho daño —dijo con voz inexpresiva.

—Y yo que quería salvar a todo el mundo y ni siquiera he podido salvarte a ti —susurró él con amargura. La miró, contemplando sus senos ensangrentados y su cara hinchada, los profundos arañazos sobre sus muslos—. Voy a buscar tus medicinas…

—No —ella se aferró frenéticamente a su mano—. No me dejes.

El se sentó, esbozó una sonrisa que más bien era una mueca y le sostuvo la mano mientras ella temblaba y la sangre dejaba de fluir, hasta que oyeron ruido de motores, como un distante enjambre de abejas.

—Le están buscando. O tal vez me busquen a mí —dijo Montague.

Ella asintió.

—¿Tenemos que irnos?

—Sí.

—¿Y si nos quedamos?

—Me matarán. Pero no a ti… Y eres una mutante, ¿no?

Ella comprendió y se puso a temblar espasmódicamente.

—No les dejes hacer eso. Mátame. Mátame. Por favor.

El terror de su cara le alarmó. Se llevó sus dedos a los labios y los besó.

—Así lo haré. Te lo prometo, Thea. —Luego cambió de opinión—. No. Vamos a huir de aquí. Viviremos mientras podamos.

Lastly expiró con un leve suspiro, la cabeza caída en un curioso ángulo.

—Vamos —dijo Montague.

Thea se incorporó con un esfuerzo y se apoyó en su brazo hasta que se le pasó el mareo.

—Necesito ropa.

Él buscó en la habitación, sus ojos se fijaron en el armario atado con cuerdas.

—¿Ahí? —preguntó.

Empezó a abrir los cajones. Eran ropas de niño, pero Thea era lo bastante pequeña como para poder ponerse algunas de ellas. Se enfundó con determinación unos gruesos tejanos de lona, pero se resistió a ponerse un suéter o una chaqueta.

—No puedo —susurró.

—Chisst —dijo él. Oyeron el ruido de los motores, cada vez más próximos.

—¿Qué hora es? —preguntó ella.

—Temprano. El horizonte todavía está gris.

—Tenemos que marcharnos. Mi mochila…

—Déjala —dijo bruscamente él—. Ni tú ni yo podemos llevarla.

—Mi ballesta…

—Está en la cocina. Ponla en mi brazo. Si tú la cargas, yo podré dispararla. —Se puso una chaqueta bajo el brazo—. Te vendrá bien más tarde.

El ruido de los motores se hizo más intenso.

—Pensé que ésa era la manera —dijo irónicamente Montague—. Fui un estúpido. —Se acercó a la ventana y la abrió—. Por aquí. Y rápido, hacia los árboles.

—¡Evan! —exclamó ella cuando el frío aire matutino acarició las zonas desgarradas de sus senos—. ¡Evan!

—¿Podrás caminar? Tienes que poder —dijo él mientras se le acercaba.

—Sí. Pero despacio.

—Está bien. —Le cogió la mano, palpando sus dedos y la ballesta, calientes en medio del frío amanecer—. Iremos despacito durante un rato.

Los ruidos de los motores fueron creciendo a sus espaldas, apagando los sonidos de su huida y obligando a los perros salvajes a escapar aullando, mientras ellos se alejaban montaña arriba, rumbo al bosque moribundo, bajo la fría luz gris que precede al amanecer.