Chelsea Quinn Yarbro
La mayoría de los cuerpos estaban cerca de los silos y los depósitos de almacenamiento, donde finalmente se habían replegado los defensores. Acorralados entre los Piratas y el Sacramento, habían sido diezmados hasta el último hombre. Entre los pocos cuerpos de piratas, Thea descubrió algún que otro uniforme. La bofia al fin se había pasado al otro bando.
Avanzó cautelosamente, con cuidado, entre el hedor de los cadáveres derribados, saqueados. No había sobrevivido durante veintiséis años por temeridad.
Ya anochecido, partió rumbo al este; hacia Chico, o lo que quedaba del lugar. Aquí los Piratas se habían tomado la revancha con las pocas gentes que quedaban en la ciudad.
Había hombres terriblemente mutilados, colgados por los pies en los postes de la luz, girando y balanceándose en el aire. Y había mujeres.
Una de las mujeres todavía no había muerto. Su cuerpo destrozado colgaba desnudo de un rótulo roto. Tenía las piernas muy abiertas y atadas con cuerdas. Sus piernas y su vientre estaban ensangrentados; tenía grandes hematomas en la cara y en los pechos, y la habían marcado con una gran «M», de mutante.
Cuando Thea se le acercó, la mujer se agitó en sus ataduras y emitió una risa chillona que acabó en un sollozo estremecido: «Quiera Dios que nunca me vea así —pensó Thea, observando las espasmódicas sacudidas de las caderas de la mujer—. Así no».
Algo se movió al final de la calle y Thea se quedó paralizada. No podía correr sin ser vista ni podía quedarse para comprobar si eran los Piratas. Avanzó lentamente, confundiéndose con la sombra de un destripado edificio, y desapareció en la oscuridad, siempre en guardia.
Las criaturas que aparecieron eran perros; seres flacos, miserables, con ojos ribeteados de rojo, preparados para la pelea. Thea conocía bastante bien a los perros salvajes para comprender que iban a la caza de carne. Y la encontraron en la mujer. El mayor de los perros se le acercó arrastrándose sobre el vientre, gimoteando un poco. Se acercó un poco y mordisqueó la pierna más próxima a él. Aparte de soltar un largo aullido de risa, la mujer no hizo nada. Envalentonado, el perro avanzó hacia ella e hincó un diente más decidido en la pierna. La respuesta fue una sacudida y un grito, seguido de una risa baja. Los otros perros se envalentonaron. Todos comenzaron a lanzar rápidos, vigorosos ataques, arrancando trocitos de carne de las piernas y los pies de la mujer, cada vez más osados al comprobar que no encontraban resistencia.
Thea lo observaba todo petrificada entre las sombras, mientras ajustaba una punta de flecha en su improvisada ballesta. Luego apuntaló el antebrazo y apretó el gatillo.
La aguda risa sollozante se interrumpió con un burbujeo y un suspiro cuando la flecha penetró en el cuello de la mujer. Luego no se oyó nada, excepto los gruñidos de los perros.
Thea se alejó de los perros envuelta en las profundas sombras del paseo. «No había pensado en esto —se dijo en tono acusador—. Habrá más perros. Y ratas», pensó al cabo de un momento.
Sin detenerse, tensó otra vez la ballesta y le acopló otra punta de flecha.
«Probablemente no era un mutante —reflexionó—. Tal vez sólo era una mujer sana». No quería ni pensar lo que harían los Piratas con la propia Thea, genéticamente modificada como estaba.
El rumor de los perros se extinguió en las sucias calles vacías a sus espaldas. De trecho en trecho descubría montones de cuerpos, algunos muertos en la lucha, otros por causas más siniestras. Muchos estaban marcados con la «M». En dos ocasiones descubrió las señales inconfundibles de la nueva lepra en las caras ciegas, con la piel descamada y con el tinte grisáceo que la asociaba a la antigua enfermedad. Pero a diferencia de la primera lepra, esta nueva variedad era contagiosa. Y los Piratas se la habían llevado consigo.
Se frotó la oscura piel endurecida, a la que el sol había dado hacía tiempo un tinte moreno cobrizo. Hasta el momento había tenido suerte y había logrado resistir a la mayoría de las nuevas enfermedades; pero sabía que, incluso en su caso, algún día acabaría agotándose la buena fortuna. Aun suponiendo que consiguiera llegar al poblado del Gran Lago y ellos la aceptaran.
Llevaba ya más de una hora de camino. Chico había quedado atrás y Thea seguía avanzando hacia el este a través de campos arruinados y tierras cenagosas. Las últimas cosechas habían sido arrancadas del suelo y ahora los tallos pisoteados se entrecruzaban como grandes culebras mojadas. Una densa fosforescencia flotaba sobre la ciénaga, una luz que no iluminaba ni calentaba. Thea conocía la fuente de esa luz, pero esquivó el lugar. El valle había dejado de ser una zona segura desde el desastre del Sacramento, ocurrido cuatro años atrás. Antes de que se hundieran los diques, este valle había sido un refugio contra la polución que lo rodeaba. Ahora, con el delta convertido en un maloliente cenagal químico, el curso alto del río iba cediendo progresivamente al avance de la contaminación.
Tropezó y vio un gato muerto a sus pies. Las alimañas se habían ocupado de él: tenía el pecho desgarrado y las órbitas de los ojos estaban vacías, pero la piel se conservaba en buen estado. Sacudió la cabeza pensando en el despilfarro. Luego se acercó más y observó con sorpresa que las garras delanteras tenían el color tostado-anaranjado del tejido regenerado. Tal vez el animal había experimentado una mutación vírica, como ella.
O tal vez se le estaba contagiando el virus. Sin duda, otras cosas se estaban aferrando al cuerpo. Sacudió otra vez la cabeza y cubrió el pequeño cadáver con tallos podridos, consciente ya en el momento de hacerlo de que era un gesto inútil.
El terreno iba haciéndose más pantanoso a medida que avanzaba, los viejos tallos se habían convertido en una infame masa viscosa y pegajosa. Miró hacia delante en busca de un terreno más firme y descubrió una franja de agua oleosa que se movía morosamente bajo la pálida Luna. Más allá se hallaba la débil pelusa de lo que habían sido eneas. Deslizó el tercer párpado de que estaban provistos sus ojos y avanzó de rodillas, con la ballesta preparada. El río no era un lugar acogedor.
En cierto momento oyó a un cerdo hurgando en la orilla y se detuvo. Los cerdos que aún seguían con vida eran peligrosos y estaban hambrientos. Por fin, el cerdo se alejó margen arriba y Thea siguió vadeando. «Por lo menos el desastre sirvió para algo —pensó con el agua putrefacta agitándose a su alrededor—. Mató a muchos insectos».
Luego llegó hasta las eneas y se ocultó entre ellas. Esa protección le bastaría hasta el alba; después tendría que buscar tierras más altas. Descubrió una hamaca y se acurrucó dentro de ella para dormir un par de horas.
El amanecer atrajo más animales hasta el río y unos cuantos Piratas en busca de presas, que pasaron por allí en sus vehículos descubiertos adaptados. Llevaban rifles y dispararon tres veces cobrando dos piezas: el cerdo de la noche anterior y un viejo caballo con las rodillas rotas.
—¡Súbelos! ¡Súbelos! —gritó el que conducía el vehículo.
—¡Échame una mano, mutante de mierda!
El primero dio un grito.
—Montague dijo que a ti te tocaba subir las piezas esta semana. Y Cox no ha cambiado esa orden. Yo no tenía gusanos en mi mochila.
Soltó un bufido burlón y dio gas al motor.
—Ya sabes lo que te toca si desperdicias la gasolina —dijo alegremente el que estaba subiendo las piezas.
—¡Cállate! —gritó el primero, con voz llena de terror—. No quiero recibir amenazas de ti.
Podría tirarte por la borda ahora mismo.
—Entonces tú tendrías que subir las piezas —le recordó lacónicamente el segundo; luego añadió—: De todos modos, Cox dice que Montague ha muerto.
—El y su guardia —dijo el de la orilla, como si fuera una maldición—. Intentaron detenernos a Wilson y a mi cuando sacamos a ese crío mutante del granero. Dijeron que le dejáramos en paz. ¡Un asqueroso mutante! Montague está loco.
Luego guardaron silencio; sólo se oía el ronroneo de los motores y el rumor de los animales muertos al ser arrastrados por el lodo.
Thea se agazapó entre las eneas, sin atreverse casi a respirar. Había visto a Cloverdale tras el saqueo, antes de que Montague les organizara bajo ese irónico grito de batalla: «¡Sobrevivid!».
—Esta es buena —dijo el primero.
—Chúpatela.
Nuevamente se hizo el silencio, hasta que el que estaba izando los cuerpos exhaló un grito.
—¿Qué pasa? —preguntó el de los vehículos.
—¡Arañas de agua! —gritó el otro, aterrorizado—. ¡Docenas de arañas de agua! —Y emitió un horrible sonido gutural.
Thea lo miraba todo con ojos aterrorizados, agazapada en su escondrijo entre las eneas. Las arañas de agua no eran una broma, ni siquiera para ella. Se agarró a las cañas que la rodeaban y observó el agua, en espera de los duros cuerpos relucientes con las largas mandíbulas ganchudas llenas de veneno paralizante. Tres de ellas podían matar a una persona en menos de diez minutos. Si aparecían por docenas, no había escapatoria.
Los gritos fanfarrones habían desaparecido y pronto pasó un cuerpo flotando a la deriva, con las arañas trepándole por la cara en busca de los ojos. Thea volvió la cara.
Se oyó una tos en la margen del río y el motor zumbó mientras el pirata de la camioneta anfibia se alejaba a excesiva velocidad.
Thea esperó a que el cuerpo se hubiera perdido de vista en un meandro del río y sólo entonces abandonó las eneas. Echó a correr entre los ralos matorrales, sin pararse a mirar si había Piratas o arañas. Las rodillas le temblaban como gelatina y el miedo la volvía irreflexiva. Corrió frenéticamente hasta llegar a una zona más elevada; una vez allí se paró a respirar.
En esos pocos minutos se había alejado casi un kilómetro del río y había dejado un rastro del tamaño de un cortafuegos entre las hierbas. Eso no la preocupaba: podía ser perfectamente el rastro de un animal y no lo inspeccionarían. Pero la expedición de caza significaba que los Piratas continuaban por allí y tal vez habían levantado un campamento. Tenía que alejarse de ellos o acabaría como la mujer de Chico. Se estremeció. «Así no».
Conjeturó que los Piratas debían de estar acampados cerca del río, no muy lejos de Chico, conque puso rumbo al sudeste, siempre al amparo de los árboles. Las encinas bajas habían desaparecido, pero los árboles frutales más resistentes crecían desenfrenadamente. Thea sabía que en caso extremo podía trepar a los árboles y derribar a los piratas uno a uno con su ballesta, hasta que la mataran. Eso les llevaría un tiempo. Y Thea necesitaba tiempo.
Hacia mediodía había interpuesto varios kilómetros entre ella y los Piratas. El río se extendía muy abajo, una grasienta mancha marrón. La confluencia oriental del Sacramento yacía moribunda.
Entonces descubrió el silo provisional. Algún granjero de las colinas, tal vez uno de las antiguas comunas, había construido un silo para almacenar su grano, y ahí estaba: inclinado, oxidado, pero seco y seguro. Un refugio para la noche, tal vez, una base para un par de días. Sería un buen lugar al cual regresar después de explorar las colinas en busca del mejor camino para llegar a la sierra y el lago Dorado.
Cautelosamente, dio una vuelta alrededor del silo, en busca de la puerta y de la casa de campo de la que antes debió formar parte. La casa resultó ser un cascarón quemado.
El silo era lo único que quedaba de lo que había sido una casa con gallineros y un establo. Meneó la cabeza y abrió la puerta de un golpe.
Al instante inició la retirada.
—¡Estúpida! —exclamó en voz alta—. Estúpida.
En el silo había un hombre que blandía algo en su dirección. Echó a correr, furiosa y frustrada.
—¡No! ¡No! —gritó la voz tras ella—. ¡No huyas! ¡Espera! —El grito se hizo más fuerte—. ¡Esto es mi brazo!
Thea se detuvo. Su brazo.
—¿Qué? —gritó a su vez.
—Es mi brazo. Me lo cortaron. —Las palabras resonaron de una manera extraña en las paredes onduladas del silo—. La semana pasada.
Ella retrocedió en dirección al sonido.
—¿Quién lo hizo?
—Los Piratas. En Chico. —Estaba urdiendo fuerzas y las palabras brotaban entrecortadas—. He podido llegar hasta aquí.
Ella le miró desde el umbral.
—¿Por qué lo has conservado?
El inspiró profundamente.
—Buscaban un hombre con un solo brazo. De modo que me cosí éste a la chaqueta. No puedo continuar si alguien no me ayuda —concluyó.
—Bueno, lo mejor será enterrarlo —le dijo ella, echando un vistazo a la cosa.
Él la miró a los ojos:
—No puedo.
Thea le examinó atentamente. Tenía diez o quince años más que ella y un cuerpo fornido, enflaquecido por el hambre y el dolor. Su ancho rostro era melancolía y lo surcaban profundas arrugas. Las ropas que vestía estaban sucias y en harapos, pero se notaba que en su tiempo habían sido caras.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó Thea.
—Tres días, creo.
—Oh. —Por el estado en que se hallaba el brazo debía ser aproximadamente cierto. Thea señaló el muñón—. ¿Cómo lo tienes? ¿Infectado?
Él arrugó la frente.
—No lo creo. No mucho. Me pica.
Ella aceptó de momento sus palabras.
—¿A dónde ibas? ¿Tienes algún lugar donde ir?
—Quería intentar llegar a las montañas.
Thea reflexionó, y su primer impulso fue salir corriendo, dejar a ese hombre para que se pudriera o sobreviviera según quisiera la fortuna. Pero vaciló. El lago Dorado estaba muy lejos y seria duro llegar hasta allí.
—Tengo medicinas —dijo, tomada ya una decisión—. Puedo darte un poco. No todo, pues, son mías y tal vez luego las necesite. Pero te daré un poco.
El la miró con expresión de desconcierto en la ajada cara.
—Gracias —dijo; estaba poco acostumbrado a esas palabras.
—Tengo parapenicilina y un poco de esporomicina. ¿Qué prefieres?
—La penicilina.
—Tengo unas cuantas tabletas de ácido ascórbico para más adelante —añadió Thea, mientras miraba pensativa el muñón de su brazo, entrando ya en el silo. Había sufrido una infección, pero se estaba curando y la piel tenía el tinte tostado anaranjado del tejido regenerado—. ¿Eres zurdo?
—Sí.
—Has tenido suerte.
Después de destensar la ballesta y guardarse la punta de flecha en el bolsillo, se despojó de la mochila y la depositó cuidadosamente en el suelo, no demasiado cerca del hombre. Todavía le quedaba un brazo sano y era zurdo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó mientras hurgaba en la mochila.
—Seth Pearson —dijo él con un leve titubeo.
Ella le miró con ojos penetrantes.
—Tus placas ponen David Rossi. ¿Cuál de los dos es el verdadero?
—No importa. El que tú prefieras.
Thea apartó la vista.
—De acuerdo. Así lo haremos, Rossi. —Le alargó un paquete, gastado pero intacto—. Ésta es la penicilina. Tendrás que tragártela, no tengo aguja. —Luego añadió—: Tiene un sabor horrible. Toma. —Le dio una corta barrita plana de charqui—. Es venado, duro. Te ayudará a quitar el mal gusto. —Colocó la mochila entre los dos y se sentó en el suelo. Cuando el hombre consiguió tragarse la pasta blanca, ella le dijo—: Mañana partiré hacia el este. Puedes venir conmigo si eres capaz de seguir mi ritmo de marcha. Todavía nos falta cruzar un mal río y tal vez tendrías que atravesarlo a nado. Es rápido y rocoso.
Conque lo mejor será que decidas algo esta noche.
Luego sacó otros dos trozos de charqui de su mochila y se los comió en cauteloso silencio.
El viento del norte les penetraba las carnes mientras caminaban; lucia un sol brillante pero frío. Poco a poco, la suave pendiente fue haciéndose cada vez más escarpada y empezaron a subir más lentamente, sin decir palabra y con mirada desconfiada y fija en los matorrales que cubrían las laderas. Mediada la tarde empezaron a avanzar entre los descompuestos troncos de altos abetos caídos, víctimas de la niebla malsana. El polvo de los árboles muertos se arremolinaba a su alrededor, escociéndoles los ojos y obligándoles a estornudar. Pero continuaron subiendo.
La marcha se hizo progresivamente más lenta hasta que hicieron un alto al amparo de un enorme tronco tronchado. Rossi se apoyó con el hombro bueno y extendió su raída chaqueta como protección contra el viento.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Thea cuando consiguió recuperar el aliento—. No tienes buen color.
—Sólo un poco jadeante —dijo él con un gesto afirmativo de la cabeza—. Todavía… estoy débil.
—Sí —dijo ella, y miró el muñón de soslayo. El color era ahora más intenso—. Te estás curando.
Sus pies se deslizaron de pronto sobre la tierra movediza y se agarró a ella para no caer.
Ella retrocedió.
—No hagas eso.
Cuando hubo recuperado el equilibrio, él la miró con una cierta sorpresa.
—¿Por qué? —le preguntó suavemente.
—No me toques.
Ella cogió su ballesta y se puso a la defensiva.
El frunció el ceño, con mirada confusa; luego su frente se relajó.
—No lo haré.
En esas palabras había una gran comprensión. Conocía el mundo en que vivía Thea tan bien como ella misma.
Ella ajustó las correas de la ballesta a su brazo con gesto de desafío, sin apartar ni un instante la mirada del hombre.
—Soy muy rápida disparando, Rossi. No lo olvides.
Cualquiera que fuese su respuesta, nunca llegó a pronunciarla.
—No te muevas —dijo una voz a sus espaldas.
Aparte del rápido intercambio de miradas asustadas, no hicieron ni un movimiento.
—Así me gusta. —Se levantó una nube de polvo, luego otra, y al fin un joven que vestía un raído uniforme de policía se plantó frente a ellos, con un rifle entre los brazos—. Sabia que os atraparía —dijo para sí mismo en voz alta—. Os he estado siguiendo toda la mañana.
Thea se acercó más a Rossi.
—Venís de Chico, ¿verdad? —preguntó blandiendo el arma que llevaba.
—No.
—¿Y tú? —le preguntó a Thea.
—No.
Miró otra vez a Rossi con una desagradable sonrisa en la cara.
—¿Y tú…, Rossi? ¿Seguro que no has pasado por Chico? Oí que habían matado a un tipo llamado Rossi en las afueras de Orland.
—No sé nada de eso.
—Dijeron que estaba intentando salvar a Montague cuando Cox se apoderó del mando. ¿Sabes algo de eso, Rossi?
—No.
El hombre joven se rió.
—Eh, no me mientas, Rossi. Miénteme y te mataré.
En la sombra, Thea puso lentamente una flecha en la ballesta, disimulándola cuanto pudo:
—Vas a matarnos de todos modos, conque ¿qué más da que mintamos? —preguntó Rossi.
—Escúchame —empezó a decir el tipo de la policía—. ¿Qué es eso? —exclamó, mirando furioso a Thea—. ¿Qué haces? —Alargó la mano, la agarró por el brazo y la hizo caer al suelo—. ¡Condenada! —Le pateó salvajemente el hombro, sólo una vez. Entonces Rossi se interpuso entre los dos—. ¡Apártate!
—No. Tendrás que matarme si quieres que me aparte. —Luego le dijo a Thea, sin volverse a mirarla—. ¿Te ha hecho daño?
—Un poco —reconoció ella—. No será nada.
—¿Es tu mujer? ¿Lo es?
Rossi se incorporó poco a poco e hizo retroceder al hombre con el rifle.
—No. No es la mujer de nadie.
Al oír eso el otro hombre soltó una risita.
—Apuesto a que lo necesita. Apuesto a que está hambrienta.
Thea cerró los ojos para ocultar, la indignación que la embargaba. Si iba a violarla, a hacer uso de ella… Abrió los ojos cuando la mano de Rossi lo tocó el hombro.
—Intenta hacer otra vez una tontería de esas, bruja, y todo habrá terminado. ¿Entendido?
—Sí —murmuró ella.
—¿Y qué dirá Cox cuando descubra lo que has hecho? —preguntó Rossi.
—¡Cox no dirá nada! —El hombre de la policía escupió las palabras.
—Conque eres un desertor, ¿eh? —Rossi hizo un gesto de asentimiento al ver la cara culpable del hombre—. Ha sido una estupidez.
—¡Cállate! —Se inclinó hacia ellos—. Vais a sacarme de aquí, iré con vosotros a donde sea. Si alguien nos descubre, o si nos atrapan, haré con vosotros una carnicería. ¿Entendido?
—Hueles mal —dijo Thea.
Por un instante los jóvenes ojos endurecidos la miraron airados, luego le cogió la cara con una mano.
—Todavía no, todavía no. —Apretó con fuerza—. Si quieres un poco de eso, vas a tener que pedírmelo de rodillas. Vas a tener que chupármela. ¿Entendido? —Miró desafiante a Rossi—. ¿Entendido? —repitió.
—Suéltala.
—¿La quieres para ti?
—Déjala en paz.
—De acuerdo —dijo el otro con un leve gesto de asentimiento. Se apartó de ella—. Más tarde, ¿eh? Cuando te lo hayas pensado.
Rossi miró al hombre de la policía.
—Yo andaré cerca, Thea. No tienes más que llamarme.