La novia mecánica

Gerald Arthur Alper

Salió de un profundo sueño, demoníaco, convencido al fin —diez mil razones subconscientes así se lo murmuraban— que su amada era mecánica, como todas las demás. No era una cosa demasiado extravagante. Según sus recortes de periódicos, en Manhattan se habían descubierto ya tres casos. Aunque en cada uno de ellos había sido precisa una autopsia, solicitada por el engañado aunque nada receloso amante, para descubrir el fulgurante secreto.

—¿Por qué no tiene hijos? —se lamentaba, prisionero ahora de su idea, mientras se paseaba miserablemente por el bonito dormitorio del segundo piso: una de las nueve atrevidas habitaciones de la casa de campo rococó con chimenea, completada con una esplendorosa escalera, grandes vitrinas, relucientes revestimientos de espejos y un augusto patio, que un muro separaba del tráfico.

—¿O por qué está tan maravillosamente contenta? ¿Y por qué también le visitaban a él sonidos prohibidos en sus sueños: distantes aullidos de sirenas, o fuertes maullidos de gato, el tañido de una apagada campana, a veces un melodioso zumbido ascendente? Recordó un remoto sueño difuso en el cual se imaginaba a su amada, con los brazos extendidos frente a ella, el rostro congestionado y azul, babeante en su sueño, sólo que su voz chillona era, repulsivamente, la de un juguete. «¿Había sangrado alguna vez ante sus ojos? —se preguntaba—. ¿Había presenciado él alguna vez su vivo flujo de sangre?».

Sumido en tal perplejidad, apartó el florido y pesado edredón del torso de su amada —la que durante dos años había reposado serenamente así cada noche, hundida de manera parecida entre los almohadones de satén— y con ansiedad casi metafísica, la examinó desde diversos ángulos: ricitos de cabello rubio como la miel que caían desde las sienes, suaves como las de un niño, hasta los frágiles hombros, sus vehementes labios entreabiertos, una lozanía reluciente en las mejillas, brillantes párpados surcados de venitas, una piel lisa, fresca y resplandeciente.

Impetuosamente le desabrochó el kimono, bajo los reflejos de las extrañas luces de la ciudad que penetraban por la enorme ventana del dormitorio, apretó la oreja debajo del sonrosado montículo de su exquisito seno, en busca del latido de su corazón, y permaneció así tanto rato —sin oír nada excepto su propio jadeo— que por fin ella se despertó.

Perfectos ojos azules, ahora, que se abren como flores, un cuerpo sinuoso que salta carnalmente a la vida y morenos brazos ronroneantes que le atraen hacia ella, que deja desarmado a Zorn; Zorn, el napolitano, embrillantinado, jocundo idolatrador de la espontaneidad, quien, feliz de olvidar, ahoga su compulsión en la letalidad del más bestial amor de toda una noche.

Pero a la mañana siguiente, en ruta hacia la casa de Flacon el Aristócrata, cruzando en monorrail por el Manhattan blanco cabrío, manchado, suavizado con luminiscencias, moteado de minaretes, futurista, volvió a renacer su demonio de dudas pellizcándole una y mil veces. Era absurdo, pero se había estremecido como atacado de parálisis al oír cierto cloqueo en la garganta y un gruñido en el estómago, jamás advertido hasta entonces, que acompañaba la ingestión del desayuno de su amada; después palideció como la harina ante el espectáculo doméstico de su amada lavando un solo plato (sus dedos se habían movido a una velocidad demasiado borrosa para su gusto); quedó trastornado más allá del límite de lo tolerable por lo que hasta entonces le había seducido: su apariencia de muy celebrada, modelada pulcritud de muñeca. Y lo más significativo de todo: a primera hora de la madrugada había explorado, centímetro a centímetro, su epidermis que le había parecido porosa y bastante viable; pero además había descubierto algo con lo que nunca había topado antes en sus recorridos amorosos: en la base de la columna, grabada con el más tenue tatuaje, la palabra «Jane», una anomalía que ella imputó rápidamente a un impulsivo acto infantil que no volvería a repetir.

Todo esto y mucho más le comunicó Zorn, en su animado estilo italianizado, a Flacon, el anciano aristócrata burlón de finos labios. Conversaban sentados en monstruosas sillas mecánicas que, por medio de un botón, podían sobrevolar las innumerables escaleras que jalonaban ese fantástico reino: la superhumana proliferación de surrealistas juegos mecánicos (en realidad, un inmenso taller), esculpida en las entrañas de la vieja Casa de la Risa de Coney Island, con Flacon al frente como capataz. ¿Recuerdan esa antigua cúpula de placer con cara de bufón, la del gigantesco tobogán, el oculto chorro de aire que hinchaba las faldas y el voluble espejo burlón que fascinó a las tristes multitudes del siglo XX? ¿Y quién salvo unos pocos habría profetizado que cien años más tarde se habría cerrado el circulo completo, al menos en este curioso aspecto particular: esto es que las masas desnervadas, arruinadas por los incesantes opiáceos emotivos, se tornarían impotentes, incluso en la ejecución de su prerrogativa de voto; que, correlativamente, el Superestado de Occidente y su presidente adquirirían carácter de dioses en su hegemonía sobre el postrado proletariado; la cual culminaría en la autoproclamación no discutida por nadie de nuestro reciente emperador; su inusualmente indiscutida y pacífica designación de unas clases sociales inflexibles; con aristócratas terratenientes con título nobiliario, tales como Flacon, en la cúspide y, en el lugar más bajo, esclavos como las altas lesbianas marimachos vestidas con chaquetas que ahora flanquean y atienden a Flacon y, curiosamente, embotan el espíritu de Zorn; la conjunción de ambas clases, la más alta y la más baja, contribuiría a hacer realidad el último capricho del emperador: esto es, la creación de un metafórico y estético Coney Island; más concretamente, la conversión de los sucesos soñados al estilo Alicia-en-elPaís-de-las-Maravillas en juguetes y construcciones con una terrible realidad mecánica, para dejarlos correr sueltos por Manhattan?

—Sus ojos podrían ser receptores electrónicos de luz pintados y recubiertos de caucho… Su piel, un trasplante. Su corazón, esto es fácil, una bomba corriente que serviría… su cabello, una fina peluca injertada, tal vez incluso de fibra…

Al llegar aquí, Flacon interrumpió, su enumeración e, incontrolablemente seducido por estas ironías estalló en una risa crecientemente aguda que, repetida atronadoramente por el eco, fue trepando por las vigas de la cavernosa bóveda vampiresca: más allá de las plataformas-escenario, intercaladas y adosadas a las empinadas escaleras, donde lesbianas mecánicas con gafas y blandiendo soldadores martilleaban cuerpos de maniquíes sin cabeza, vadeaban a través de extravagantes embrollos de exóticas marionetas, soldaban pequeños animalitos robotizados o perversas máquinas de guerra leonardescas, o simplemente inyectaban elementos nutritivos a extrañas masas celulares, que hacían pensar en cerebros humanos en embrión.

—Pero tu temor es absurdamente improbable, inconcebible —le tranquilizó Flacon, que había ahogado apresuradamente su risa. A fin de cuentas, ¿no quería a Zorn, ahora petrificado? ¿No había recogido hace años a ese campesino mediterráneo bajo su protectora ala de petimetre? ¿Y no le había ayudado a alcanzar lo mejor que podía conseguir, un importante cargo en una de las principales fábricas subterráneas del emperador, como bien pagado y despreocupado remachador?—. Los tres casos que me citas —prosiguió fríamente Flacon—, revelan una mentalidad de maníaco. Vas más allá, mucho más allá, de las más extremas fantasías de nuestro adorado emperador. Sin embargo, sigues dudando. ¿Y su cerebro es una computadora?, te preguntas, con sus recuerdos transistorizados y almacenados. Ella no tendría alma, luego, ¿es esto lo que te atormenta? En ese caso debes ponerla a prueba, Zorn, para descartar cualquier posibilidad. Podrías pasarla por los rayos X. Sería difícil. Humm. ¿Cómo podrías averiguarlo?

En el arrugado aplomo da Flacon apareció un aire de enternecida astucia, como si estuviera explorando los más recónditos pozos de su fabulosa experiencia en busca del arcano del alma.

—Hazle oír música, una música majestuosa, cortesana. ¿Cómo podría apreciarla? Obsérvala intensamente. Ella supuestamente no es humana, ¿recuerdas? Finalmente, la querida sangre de su corazón, sobre todo la que fluye por la aorta, no podría ser falsa de ningún modo. Aunque podría resultar peligroso para ti. Pero yo te daré la señal.

Y Zorn, esclavo ahora de la obsesión de que su amante era mecánica, siguió los consejos de su mentor. ¿No soñaba nunca Jane? Convertido en vigilante de sus sueños, cada noche le ponía electrodos en los párpados y en las sienes. Hasta que, finalmente, un día se despertó cuando su amante le conectaba los cables, emitió un aullido tan largo y penoso que Zorn renunció a su experimento, pidiéndole perdón. ¿Sería traidora su piel, de la que más sospechaba cuanto más la examinaba? ¿Estaría rellena de grasa o sostenida por varillas de alambre? A petición suya, con una elaborada excusa, Jane, que opuso vigorosas quejas fue sometida a un examen múltiple por rayos X. Y sus huesos, más rectos y más compactos de lo que él hubiera deseado, solidificaron su duda.

Para tender una emboscada a su espíritu, el ardiente napolitano dedicó sus ahorros a adquirir una estética trova: una grabación con varios siglos de antigüedad de un maestro violinista ejecutando el más sublime y fantástico solo. ¿Qué música, por Dios, podría conmoverla?, gimoteaba Zorn, pues sus ojos azules permanecían estáticos sin vida mientras sonaba la grabación.

Siete noches después de hablar con Flacon y de realizar su desconcertado experimento, Zorn estaba en su patio, bajo una humeante franja de luna de Manhattan, de pie junto a un níspero partido y ennegrecido, que, fantásticamente, había sido herido por un rayo. Sabía que ese año marcaba el otoño de su amor, que de no ser por su esfuerzo se habría saciado, ineludiblemente, de Jane. Lo cual era la razón de que ahora, más que nunca, le dejara desconsolado pensar que tal vez jamás la había poseído. Mirando el árbol, hizo memoria: meses atrás; mientras sus manos acariciaban la corteza, la alada descarga de un relámpago estival había destrozado maravillosamente el níspero y, en ese ocre resplandor llameante, el brillo fosforescente de la cara de Jane le pareció animado de una inefable belleza sobrenatural. Ahora, hombre condenado, se preguntaba si el rayo no habría brotado del suelo, atraído por algo metálico y macizo en su cuerpo.

Sumido en un doloroso y monótono trance, Zorn comenzó a deambular sin sentido por su pequeña mansión de escaso gusto, adquirida en busca de belleza. Jane había llamado a su puerta tres años atrás, para pedirle huevos y mantequilla; y a él desde el principio le encantó la dulce armonía de su cara y de su cuerpo, y se compadeció de su desventurada y desolada infancia, de la que ella no se dignaba hablar.

Por inercia, Zorn subió la flamante y encumbrada escalera, dando vueltas en vano a estos pensamientos; y una espantosa premonición afloró veloz de su subconsciente y bramó en su conciencia: «No tiene madre». Y le impulsó hacia el pesado libro de pergamino guardado en el armario en lo alto de la escalera: el álbum de familia de Jane, que por algún motivo nunca le había mostrado.

Ahora, mientras pasaba rápidamente las paginas; Zorn recordó: sus huesudas groseras hermanas con sus anchas sonrisas y amables, ansiosos, apretones de manos; todavía podía sentir su viscoso contacto; su persistente sospecha de que eran lesbianas, ambas.

Pero la fotografía de su padre estaba rasgada a la altura de la cabeza y no había ninguna página dedicada a su madre.

Zorn inició una frívola, histérica, ahogada risa cuando vio de reojo la puerta de su dormitorio, varios centímetros abierta; y en el acto supo que Jane se había levantado sonámbula —algo que hacía raras veces, con los brazos extendidos—: su punto de destino, como en otras ocasiones, era el enorme armario donde estaban guardadas, en forma de abanico, las muñecas de porcelana y de plástico que tanto adoraba Jane y que Zorn le compraba devoto con su paga de remachador. Como en otras ocasiones, Jane estaba sentada en el suelo, meciéndose suavemente, mientras iba amontonando con reverencia, uno sobre otro, los diminutos maniquíes en su regazo. Salvo que esta vez sus ojos —lo cual desde entonces atormentó a Zorn—, ni azules ni cerrados, eran pequeñas claras de huevo vueltas hacia arriba y su rostro aparecía animado por la más extraña, más prostituida sonrisa, que lo hacía monstruoso. Un primitivo instinto de protección impulsó a Zorn a tapar la boca de Jane con su mano callosa cuando ella se disponía a hablar. Pues en ese momento, aquella pipeante vocecita de muñeca que poblaba sus pesadillas le habría desquiciado definitivamente.

La presión despertó a Jane, pero sólo parcialmente. Sus brazos seguían hipnóticamente extendidos como si quisieran atraerle o atraparle; y le obligaron a retroceder a través de unas puertas francesas hacia una encantadora terraza descubierta, rociada ahora por la serena luz de la luna que se cernía sobre su patio.

Zorn, con la cabeza echada hacia atrás, al fin apaciguado, inspira profundamente. Ha decidido, con gran dolor, que debe descubrir la verdad. Arriba, como para contrarrestar su coraje, dos grandes águilas, bañadas de fosforescencia —éste es uno entre la multitud de mandatos del nuevo emperador— glorifican los cielos nocturnos.

Ahora suena el desgarrado silbido chillón que dirige a Zorn hacia lo que ha estado anhelando: la figura encapuchada y vestida de rojo de Flacon, montada a horcajadas sobre el níspero, se señala el corazón con un dedo descolorido y brilla llena de astucia senil.

Casi simultáneamente, Zorn arroja el hacha, que encuentra a punto ya a su lado, en busca del corazón de su bella, su amor, su Jane, cuyos dedos y uñas se aferran a su estómago, con una fuerza que él jamás sospechó. Zorn retrocede y, con borrascosa furia de toro, los angelicales rizos de Jane en el puño, tira de sus cabellos, que se separan de una brillante calva desnuda como una fina peluca implantada. Del hacha, clavada en su pecho, brota un chorro azul eléctrico; sus dientes castañetean. Y ahora, con esa voz de pesadilla, los brazos y las piernas estremeciéndose en enloquecidos espasmos —de su corazón de muñeca solitaria, ahora verdaderamente desdeñada por su amante— brota una triste, femenina, última voluntad:

—Baila, mi amor.

Y Zorn, más locamente enamorado que nunca, estrecha su espléndido cuerpo, llena de besos su cráneo, sus dientes, su herida. Y juntos bailan una danza desenfrenada a través de la enorme casa. Hasta la habitación de los mil espejos.

Suena la música; majestuosas trompetas suenan como si quisieran animar su danza todavía en pleno auge. Sí, y Flacon y otros aristócratas trompetistas entran en imponente desfile, cada uno de ellos gloriosamente encapotado y cubierto con una cabeza de cabra, de lobo, de zorro o de león. Ahora se hace un silencio de muerte. Los aristócratas apuntan al unísono sus trompetas, como rifles, sobre Flacon, cuyos ancianos ojos echan chispas, fijos en Jane, que a su vez le devuelve una intrigante sonrisa.

Pero ahora Zorn, con ayuda del muy evidente y benigno paternalismo de la mirada de Flacon, recuerda lo que siempre supo: el maravillado niño de diez años acurrucado junto a su protector mientras introducía las gelatinosas tripas de Jane en el armazón de acero de su torso. Sus ojos se desvían tristemente de Flacon y este recuerdo lleno de dolor, y se posan en el alto espejo situado diagonalmente frente a él. Y así, desprevenidamente, por fin acaba descubriéndolo todo: ve sus brazos y sus piernas retorciéndose en enloquecidos espasmos bailoteantes bajo su cara napolitana, llorosa, de robot.