El mundo bien perdido

Theodore Sturgeon

Todo el mundo les llamaba pájaros de amor, aunque desde luego no eran pájaros, sino humanos. En fin, digamos que eran humanoides. Bípedos sin plumas. Su permanencia en la Tierra fue breve, un prodigio de nueve días. Cualquier prodigio que resista nueve días sobre una Tierra de trideoespectáculos orgásmicos, píldoras para congelar el tiempo, campos sinápsicos de inversión que permiten transformar una puesta de sol en perfumes o un masoquista en un acariciador de pieles y mil euforizantes más…, en fin, un prodigio que dure nueve días sobre una Tierra así, es un auténtico prodigio.

La peculiar magia de los pájaros de amor surcó la superficie de la Tierra como una inesperada primavera. Se crearon canciones sobre los pájaros de amor y bisutería, sombreros y agujas de sombrero, pendientes y colgajos, monedas y bebidas y galletitas con ese tema. Pues los pájaros de amor tenían algo que cautivaba profundamente. Nadie puede sentir este curioso deleite al escuchar una descripción de los pájaros de amor.

Muchos son inmunes incluso a una solidografía. Pero contemplad a los pájaros de amor, sólo un instante, y veréis qué pasa. Es la sensación que tuvimos cuando teníamos doce años, y estábamos empapados de sol, y besamos por primera vez a una chica y comprendimos lo que era quedarse sin aliento de una forma que sin duda no volvería a repetirse. Y realmente no se repetirá…, a menos que uno contemple a los pájaros de amor. Entonces uno entra en trance durante cuatro callados segundos y de pronto todo el corazón se retuerce, unas lágrimas incrédulas queman los ojos y permanecen allí; y el primer movimiento que uno hace a continuación, lo hace de puntillas, y dice su primera palabra en un susurro.

Esta magia se transmitía muy bien a través del trideo y todo el mundo tenía trideo; de modo que durante un breve periodo la Tierra quedó embrujada.

Sólo había dos pájaros de amor. Descendieron del cielo en un solo destello de bronce y bajaron de su nave cogidos de la mano. Sus ojos estaban llenos de admiración, cada uno admiraba al otro y los dos juntos admiraban el mundo. Parecieron quedar paralizados en un momento lleno a rebosar de descubrimiento; se cedían el paso gravemente y con cortesía, miraban a su alrededor y, por el mero acto de mirar, se ofrecían presentes el uno al otro: el color del cielo, el sabor del aire, las presiones de las cosas que crecían y se encontraban y cambiaban. Nunca hablaban. Simplemente estaban juntos. Observarlos era conocer la manera amedrentada con que subían las escalas de las notas musicales de los pájaros, la manera como cada uno conocía el calor del otro mientras su carne absorbía calladamente la luz del sol.

Bajaron de su nave y el más alto la espolvoreó con un polvo amarillo. La nave se desmoronó y se convirtió en un montón de escombros, que se deshicieron en un montón de brillante arena, la cual se apisonó hasta convertirse en polvo y luego en una emulsión suspendida tan fina que el mismo movimiento browniano la elevó, la dispersó y la hizo desaparecer. Saltaba a la vista de todos que su intención era quedarse. Bastaba observarlos para comprender que, después del admirado deleite del uno en el otro, lo más importante para ellos era su deleitada admiración de la propia 'Tierra, con todas las cosas y todas las gentes que la poblaban.

Ahora bien, si la cultura terrestre fuera una pirámide, en su cúspide (donde está el poder) se sentaría un hombre ciego, pues estamos hechos de tal forma que sólo una paulatina ceguera nos permite elevarnos por encima de nuestros semejantes. El hombre de la cúspide está inmensamente preocupado por el bienestar de todos, pues considera que éste es la fuente y estructura de su elevación, lo cuál es cierto, y una extensión de sí mismo, cosa que es falsa. Y fue un hombre como éste quien, ante la inconmensurable evidencia, decidió encontrar una manera de defenderse contra los pájaros de amor e introdujo las matrices y coordenadas de su imagen en la calculadora más maravillosa jamás construida.

La máquina absorbió los símbolos y los trasladó de un lado a otro, los comparó, esperó, los equiparó y se quedó quieta mientras su abultada memoria, célula tras célula, permanecía callada, callada…, y de pronto resonó en un apartado extremo. Cogió esta resonancia con fórceps hechos de matemáticas, la extrajo (traduciendo furiosamente mientras la extraía) y emitió una febril lengua de papel con esta palabra mecanografiada:

DIRBANU

Y esto cambió por completo el orden de las cosas. En efecto, las naves terrestres habían recorrido el cosmos a lo largo y a lo ancho, topando con pocos obstáculos. Y fue posible salvar todos estos obstáculos excepto uno, y ése era Dirbanu, un planeta transgaláctico que se rodeaba de impenetrables campos de fuerzas cada vez que una nave terrestre se aproximaba a él. Había otros mundos capaces de obrar así, pero en todos los casos las tripulaciones conocían el porqué de ese proceder. Tras su descubrimiento, Dirbanu había prohibido desde el principio cualquier aterrizaje hasta que pudieran enviar un embajador a Terra. A su debido tiempo, éste llegó (así informaba la calculadora, que era la única entidad que recordaba el episodio) y resultó patente que la Tierra y Dirbanu tenían mucho en común. Pero el embajador manifestó un desdén sumamente desusado hacia la Tierra y todas sus obras, frunció las labios regresó a casa sin decir palabra, y desde entonces Dirbanu se había cerrado a cal y canto a las exploraciones terranas.

En razón de ello, Dirbanu adquirió valor, se convirtió en una presa legítima, pero nada pudimos hacer para romper la blanda superficie de sus defensas. A medida que esta impenetrabilidad se iba corroborando una y otra vez, Dirbanu fue evolucionando en nuestra mente colectiva a través de las fases habituales de la existencia: la Curiosidad, el Misterio, el Desafío, el Enemigo, el Enemigo, el Enemigo, el Misterio, la Curiosidad, y finalmente Eso-que-está-demasiado-lejos-para-darle-importancia, o lo Olvidado.

Y de pronto, después de todo ese tiempo, la Tierra albergaba a dos auténticos nativos de Dirbanu, quienes tenían cautivada a la población y no ofrecían ninguna información.

Esta intolerable circunstancia comenzó a dejarse sentir en todo el mundo; pero poco a poco, pues esta vez el clamor del hombre ciego quedaba amortiguado y absorbido por la magia de los pájaros de amor. Podría haber sido preciso mucho tiempo para convencer a las gentes de la amenaza que tenían entre ellos, de no haberse producido un hecho verdaderamente sorprendente.

Se recibió un mensaje directo procedente de Dirbanu.

El impacto colectivo del material sobre los pájaros de amor que emanaba de los transmisores de la Tierra había atraído la atención de Dirbanu, que se apresuró a informarnos de que los pájaros de amor eran efectivamente súbditos suyos y que además eran fugitivos, y que Dirbanu no vería con buenos ojos que la Tierra se ofreciera como un refugio para los criminales de Dirbanu pero, en cambio, estarían sinceramente complacidos si la Tierra accedía a su extradición.

De modo que saliendo de las profundidades de su encantamiento, Terra se encontró en situación de poder calcular un curso de acción. Por fin se le ofrecía una oportunidad de confraternizar amistosamente con el gran Dirbanu que, como poseía unos campos de fuerzas que la Tierra era incapaz de reproducir, con seguridad debía tener también muchas otras cosas que podrían ser útiles a la Tierra; el poderoso Dirbanu ante el cual podíamos arrodillarnos suplicantes (con bombas sólo-para-la-defensa escondidas en los bolsillos) con las cabezas inclinadas (invisible el cuchillo entre nuestros dientes) y mendigar las migajas de su festín (a fin de extrapolar la localización de sus cocinas).

De este modo, el episodio de los pájaros de amor pasó a ser un ejemplo más dentro de la fatigosa procesión de pruebas de que la muy razonable intolerancia de Terra es capaz de conquistarlo prácticamente todo, incluida la magia.

Sobre todo la magia.

Conque los pájaros de amor fueron detenidos, se adaptó el «Starmite 439» como nave prisión, se seleccionó una tripulación muy cuidadosamente escogida para manejarla, y la nave partió rumbo a las estrellas con el cargamento que nos permitiría conquistar un mundo.

Dos hombres componían la tripulación: un pintoresco gallito y un torazo sombrío. Se llamaban, respectivamente, Rootes, que era capitán y miembro del Estado Mayor, y Grunty, que era brigadier del ejército interior. Rootes era descarado, saltón, pálido y quebradizo. Tenía el cabello castaño, al igual que los ojos, y estos tenían una mirada dura. Grunty era un hombre de paso vacilante con grandes y suaves manos y gruesos hombros cuya anchura era la mitad de la estatura de Rootes. Debería haber vestido un capuchón y un hábito atado con una cuerda. Tal vez debería haber vestido un albornoz.

No llevaba ni lo uno ni lo otro, pero el efecto persistía. Sólo él conocía el hecho de que las palabras y las imágenes, los conceptos y las comparaciones formaban un eterno torbellino en su cabeza. Sólo él y Rootes conocían el hecho de que tenía montones de libros, y a Rootes no le importaba que los tuviera o no. Desde que aprendió a hablar le habían llamado Grunty (Gruñón), y con ese nombre le bastaba, pues las palabras que tenía en la cabeza se resistían a dejarle, excepto en grupos de una o dos a la vez; con largos intervalos entremedio. De modo que había aprendido a condensar sus mensajes verbales reduciéndolos a temblorosos gruñidos, y cuando no lograba condensarlos, no decía nada.

Los dos eran hombres primitivos, es decir, que eran hombres de acción en tanto que el hombre moderno es un pensador o un hombre de sensaciones. Los pensadores componen nuevas variaciones y permutaciones de euforia y los hombres de sensaciones les corresponden reaccionando ante sus inventos. El hombre moderno no tenía cabida en las naves y sólo muy raras veces hacia uso de ellas.

Los hombres de acción son capaces de cooperar como la palanca y el álabe, como la rueda dentada y el trinquete, y esta relación crea un fuerte vínculo. Pero Rootes y Grunty eran un caso único entre todas las tripulaciones por el hecho de que en su caso se trataba de piezas mecánicas no intercambiables. Cualquier buen capitán puede dirigir cualquier buena tripulación en circunstancias equivalentes. Pero Rootes no quería y no podía navegar con nadie excepto Grunty y éste manifestaba la misma dependencia. Grunty entendía el lazo que los unía y sabía que la única forma de que tal vez se rompiera sería que él se lo explicara a Rootes. Rootes no lo entendía, pues nunca se le había ocurrido intentar comprenderlo, y de haberlo intentado, no lo habría conseguido pues estaba inherentemente mal dotado para esa tarea. Grunty, sabía que ese vínculo exclusivo era una cuestión de vida o muerte para él. Rootes no lo sabía y habría rechazado violentamente la idea.

De modo que Rootes trataba a Grunty con tolerancia y un moderado regocijo. La moderación venía de una percepción no articulada en palabras de la absoluta dependencia de Grunty. Grunty trataba a Rootes con…, bueno, con la incesante y callada confusión de palabras que tenía en la mente.

Además de la armonía de las funciones y del otro vínculo que sólo Grunty comprendía, había un tercer elemento que explicaba su fenomenal eficiencia como tripulación. Era algo orgánico y estaba relacionado con la propulsión estelar.

Los reactores habían quedado olvidados hacía tiempo. El llamado propulsor de arrastre sólo se utilizaba de forma experimental en ciertas naves de guerra donde lo prioritario era la caída y los costes de operación no intervenían como factor determinante. El «Starmite 439», como la mayoría de las naves interestelares, estaba accionado por una planta ER.

Como el transistor, el generador de Estatismo Referencial es de construcción muy simple y realmente muy difícil de explicar. Sus matemáticas rozan la mística y su teoría contiene algunas imposibilidades de las que se prescinde en la práctica. Su efecto consiste en desplazar de un punto de referencia a otro la zona de estatismo de la nave y todo lo que ésta lleva dentro. Por ejemplo, la nave en reposo sobre la superficie de la Tierra permanece estática en relación al terreno sobre el cual reposa. Si se dirige el estatismo de la nave con referencia al centro de la Tierra, el vehículo adquirirá en el acto una velocidad efectiva igual a la velocidad superficial del planeta en torno a su núcleo, alrededor de mil millas por hora. Un estatismo referido al Sol hace que la Tierra se mueva debajo de la nave a la velocidad orbital de la Tierra. El estatismo EG «mueve» a la nave a la velocidad angular del Sol con respecto al Eje Galáctico. Puede utilizarse la referencia galáctica, al igual que cualquier otro centro de masa simple o complejo en este universo en expansión. Hay resultantes y hay multiplicadores, y las velocidades efectivas pueden ser enormes. Sin embargo, la nave está constantemente en posición estática, de modo que nunca interviene un factor de inercia.

El único inconveniente del propulsor ER es que los desplazamientos de un punto de referencia a otro invariablemente hacen perder el conocimiento a la tripulación, por razones psiconeurales. El período de inconsciencia varía ligeramente de un individuo a otro y oscila entre una y dos horas y media. Pero alguna anomalía en el gigantesco corpachón de Grunty hacia que sus periodos de inconsciencia duraran sólo de treinta a cuarenta minutos, mientras Rootes siempre estaba inconsciente durante dos horas o más.

Grunty tenía esa necesidad vital de unos momentos de aislamiento, pues un hombre tiene que poder ser él mismo alguna vez y Grunty no podía serlo en compañía de nadie. Pero después de cada desplazamiento del punto de referencia estático, Grunty disponía aproximadamente de una hora para él solo, mientras su comandante yacía paralizado y despatarrado sobre la litera y dedicaba ese rato a comuniones de su propia creación. A veces eso significaba sólo un buen libro.

Ésta era, pues, la tripulación escogida para manejar la nave prisión. Llevaban más tiempo juntos que ninguna otra tripulación del Servicio Espacial. Su expediente revelaba una eficiencia métrica y una resistencia a la debilitación física y psíquica sin precedentes en una profesión en la cual al confinamiento en un espacio reducido durante viajes prolongados había llegado a considerarse un riesgo profesional. En el espacio, los desplazamientos iban sucediéndose monótonamente y la caída en los planetas se efectuaba según el horario previsto y sin incidentes: una vez tocaban puerto, Rootes corría a los lugares de placer, donde se revolcaba ruidosamente hasta una hora antes del despegue, mientras Grunty buscaba la oficina comercial primero, y luego una librería.

Les alegraba haber sido escogidos para el viaje a Dirbanu. Rootes no sentía ningún remordimiento por estarle arrebatando, a la Tierra su nuevo placer, pues era uno de los poquísimos que eran inmunes a él. («Bonitos», comentó al verlos por primera vez). Grunty se limitó a gruñir, lo cual, a fin de cuentas es lo que hizo todo el mundo. Rootes no advirtió, y Grunty no comentó, el obvio detalle de que aun cuando su expresión de atónita admiración por la presencia del otro no había variado en absoluto, más bien si acaso se había intensificado, los pájaros de amor habían perdido su extremo deleite en la Tierra y las cosas de la Tierra se habían desvanecido. Estaban encerrados, a buen recaudo pero cómodamente, en la cabina de popa, de modo que podían vigilar todos sus movimientos desde la cabina central y el panel de mandos. Permanecían sentados muy juntos, abrazados, y aunque en ningún momento disminuyó su radiante satisfacción con el contacto, sobre su placer se proyectaba una sombra, y aquél tenía una belleza lacrimosa como la desgarradora música del muro de las lamentaciones.

El propulsor de Estatismo Referencial tocó la Luna y salieron dando tumbos. Cuando Grunty salió de su coma lo encontró todo muy tranquilo. Los pájaros de amor seguían abrazados, con un aire muy humano, a excepción del pliegue de sus párpados cerrados que se corría hacia arriba en vez de hacia abajo como en el caso de los terranos. Rootes estaba inerte sobre la otra litera y Grunty hizo un gesto de satisfacción al verlo. Apreciaba profundamente el silencio, pues Rootes había llenado la cabina con una grosera cháchara sobre las conquistas que había hecho en el puerto, con pelos y señales, durante dos buenas horas antes del despegue. Era una rutina que a Grunty le resultaba particularmente fatigosa en parte debido a su contenido, que no le interesaba en absoluto, pero sobre todo porque era inevitable. Grunty había observado hacía tiempo que esas peroratas, pese a todos los detalles, tenían más connotaciones de sed que de saciedad.

Había sacado sus conclusiones al respecto y se las había guardado para sí mismo, como era característico en él. Pero por dentro, sus torbellinos de palabras podían organizarse muy bien para expresarlo, y lo hacían. «¡Y cómo jadeaba ella! —exclamaba Rootes—. ¿Y del dinero qué? Incluso me ha dado dinero. ¿Y qué he hecho con él? Pues he comprado un poco más de lo mismo. «¡Y lo que podrías comprarte con un ciclo de ternura, mi príncipe!" canturreaban sus mudas palabras—. Por el suelo y en la alfombra hasta que, maldita sea, creí que íbamos a subirnos por la pared. ¡Como una cuba, Grunty, chico, te lo digo yo, estaba como una cuba! «Pobre pequeño —decían los acallados susurros—, tu pobreza es tan grande como tu alegría y una décima parte de tu ruido». Uno de los mayores placeres de Grunty se debía al hecho de que este tipo de cháchara se limitaba al primer día después de la partida y apenas se escuchaba otra palabra sobre el variado tema hasta el siguiente despegue, por muchos meses que éste tardara en repetirse.

«Háblame del amor, ratoncito querido —reían sus palabras—. Levántate sobre tu queso y mordisquea tu sueño. —Luego, tristemente—: Pero, ¡oh, este tesoro que llevo es una carga demasiado pesada, con toda su plenitud, para que así tire de él tu ruidoso vacío!».

Grunty se levantó de la litera y se acercó a los controles. Las trayectorias coincidían con los indicadores. Tomó nota en el libro de bitácora y fijó el control de búsqueda para localizar un cierto nexo de masa en la nebulosa de Cáncer. Tocaría un timbre cuando lo tuviera. Colocó en posición la palabra de cambio junto al botón que tenía al lado de su litera y se fue a esperar a popa.

Se puso a mirar a los pájaros de amor porque no tenía nada más que hacer.

Yacían muy quietos, pero estaban tan impregnados de amor que sus mismas poses lo expresaban. Sus cuerpos fláccidos se tendían el uno hacia el otro y la mano del más alto parecía fluir hacia los dedos de su amado, y luego retroceder, como los jirones desgarrados de un tejido desgarrado se esfuerzan por unirse otra vez. Y puesto que en su ánimo también había una tristeza, su pose, la de cada uno y la de ambos, unidas y por separado, la expresaban, y cada uno hablaba individualmente y en silencio a través del otro, expresando la pérdida que habían sufrido y cómo ésta anticipaba mayores pérdidas por venir. El cuadro fue impregnando lentamente el pensamiento de Grunty y sus palabras lo recogieron, lo penetraron y lo alisaron, y por fin murmuraron: «Sacudid el polvo de tristeza del futuro, brillantes seres. Bastante tristeza tenéis ya por el momento. El dolor sólo debe vivir una vez realmente ha nacido, y no antes».

Sus palabras cantaban:

Ven, llena la copa y al fuego de la primavera tu ropaje invernal del arrepentimiento arroja.

El ave del tiempo tiene poco espacio para aletear; y el ave está volando.

Y añadió: «Omar Khayyám, nacido hacia 1073», pues ésta era también otra función de las palabras.

Y luego quedó paralizado de horror; sus grandes manos se levantaron convulsivamente y se aferró al cristal que los aprisionaba…

Le estaban sonriendo.

Le sonreían y en sus caras y en sus cuerpos no había tristeza. ¡Le habían oído!

Miró convulsivamente la figura inconsciente del capitán a sus espaldas, luego otra vez a los pájaros de amor.

Que se recuperaran tan rápidamente del sopor era, cuando menos, una intrusión; pues esos momentos de soledad eran preciosos y más que preciosos para Grunty, y de nada le servirían bajo el escrutinio de aquellos ojos enjoyados. Pero eso era secundario comparado con lo otro, con el terrible hecho de que le hubieran oído.

Las razas telepáticas eran poco corrientes, pero existían. Y lo que ahora estaba experimentando era lo que invariablemente les ocurría a los humanos cuando se topaban con una de ellas. Sólo podía emitir; los pájaros de amor sólo podían captar. ¡Y no debían captarle! Nadie debía hacerlo. Nadie debía saber quién era, qué pensaba. Si alguien se enteraba se produciría un intolerable desastre. Sería el fin de los vuelos con Rootes. Lo cual, naturalmente, significaba el fin de los vuelos con quien fuera. ¿Y cómo viviría?, ¿adónde iría?

Se volvió hacia los pájaros de amor. Tenía los labios pálidos y contraídos, y gruñía de pánico y de furia. Durante un interminable minuto sostuvo su mirada. Ellos se apretaron más el uno contra el otro y al unísono le lanzaron una radiante, ansiosa, amable mirada que le hijo crujir de dientes.

Entonces sonó el localizador en el panel de mandos.

Grunty se alejó lentamente de la puerta transparente y se dirigió a su litera. Se acostó y colocó el dedo sobre el botón, a punto de apretarlo.

Detestaba a los pájaros de amor y no había ninguna alegría en él. Apretó el botón, la nave se deslizó a una nueva referencia estática y Grunty perdió el conocimiento.

Pasó el tiempo.

—¡Grunty!

—¿Eh?

—¿Les has dado de comer después de este desplazamiento?

—No.

—¿Y después del otro?

—No.

—¿Qué demonios te pasa, pedazo de imbécil? ¿De qué esperas que vivan?

Grunty lanzó una mirada de odio hacia popa.

—De amor.

—Dales de comer —le espetó Rootes.

Sin decir palabra, Grunty comenzó a preparar la comida para los prisioneros. Rootes permaneció de pie en el centro de la cabina, con sus puños pequeños y duros en las caderas, la reluciente cabeza rojiza inclinada hacia un lado, vigilando todos sus movimientos.

—Nunca he tenido que recordarte las cosas —masculló, medio pendenciero, medio preocupado—. ¿Estás enfermo?

Grunty movió negativamente la cabeza. Retorció las tapas de dos latas y las puso a calentar, luego sacó los succionadores de agua.

—¿Les has cogido tirria a esos dos tórtolos o qué?

Grunty apartó la mirada.

—Vamos a llevarlos a Dirbanu sanos y salvos, ¿me oyes? Si enferman, tú también enfermarás, válgame Dios. Ya me encargaré yo de eso. No me crees problemas, Grunty.

Te lo haré pagar. Nunca te he azotado hasta ahora, pero lo haré.

Grunty se llevó la bandeja a popa.

—¿Me oyes? —le gritó Rootes.

Grunty asintió sin mirarle. Oprimió un botón y una pequeña ventanilla de comunicación se abrió en la pared de vidrio. Deslizó la bandeja a través de ella. El pájaro de amor más alto se acercó y la cogió ávidamente, con elegancia, y le lanzó una deslumbrante sonrisa de agradecimiento. Grunty emitió un gruñido salido del fondo de su garganta, como el de un carnívoro. El pájaro de amor se llevó la comida a la litera y empezaron a comer, metiéndose el uno al otro pequeños trozos en la boca.

Se produjo otro estatismo y Grunty salió debatiéndose del coma. Se sentó bruscamente y echó un vistazo a la nave. El capitán estaba despatarrado sobre los almohadones, con su cuerpo compacto y el brazo extendido con la lasitud elástica, desbordada que normalmente sólo tienen los gatos dormidos. Los pájaros de amor, incluso en su profunda inconsciencia, yacían como partes separadas de un todo, el pequeño en la litera, el más alto sobre la plataforma, postrados, anhelantes, suplicantes.

Grunty bufó y se levantó. Cruzó la cabina y se detuvo mirando a Rootes desde lo alto.

«El picaflor es una avispa —dijeron sus palabras—. Zumba y se lanza sobre el blanco, sisea y se aleja veloz. Rápido e hiriente, hiriente…».

Permaneció allí un momento, con los grandes músculos de los hombros en tensión, temblándole la boca.

Miró a los pájaros de amor, que todavía continuaban inmóviles, y entrecerró lentamente los ojos.

Sus palabras daban tumbos y trepaban, y luego se ordenaron:

Tres cosas me ha enseñado el amor, que trae dolor, pecado y muerte.

Pero día a día mi corazón desafía la vergüenza y el dolor, la muerte y el pecado…

Y obedientemente añadió: «Samuel Ferguson, nacido en 1810».

Lanzó una airada mirada a los pájaros de amor y se golpeó la palma con el puño, produciendo un sonido parecido al de un bastón contra un hormiguero. Otra vez le habían oído, y ahora no sonreían, sino que se miraron a los ojos y luego se volvieron a mirarle a él, asintiendo gravemente.

Rootes estaba hurgando entre los libros de Grunty, hojeándolos y descartándolos. Era la primera vez que los tocaba.

—Un montón de basura —dijo en son de mofa—. El jardín de Plynck. El viento en los sauces. Cosas de críos.

Grunty se acercó renqueando y pacientemente recogió los libros que el capitán había arrojado a un lado, colocándolos otra vez en su sitio, uno tras otro, acariciándolos como si se hubieran hecho daño.

—¿No tienes nada con fotos?

Grunty le miró un momento sin decir nada y luego extrajo un gran volumen. El capitán se lo arrebató y lo hojeó.

—Montañas —masculló—. Casas viejas. —Siguió hojeando—. Malditos barcos. —Arrojó el libro contra la cubierta—. ¿No tienes nada de lo que quiero?

Grunty esperó atentamente.

—¿Tengo que hacerte un dibujo? —bramó el capitán—. Me ha cogido la vieja comezón, Grunty. Pero tú qué sabes. Tengo ganas de ver fotos, ¿entiendes?

Grunty se lo quedó mirando con rostro totalmente inexpresivo, pero en lo más profundo de su ser le acechaba el pánico. El capitán nunca, nunca, había actuado así en plena travesía. Y la cosa iba a agravarse, como comprendió Grunty. Se agravaría mucho. Y pronto.

Lanzó una mirada perversa, llena de odio, en dirección a los pájaros de amor. Si ellos no estuvieran a bordo…

Imposible esperar. Ahora no. Era preciso hacer algo. Algo…

—Vamos, vamos —dijo Rootes—. Por todos los santos, Godfrey, incluso una mosca muerta como tú ha de tener algo excitante.

Grunty le volvió la espalda, apretó con fuerza los ojos durante un torturador segundo, luego se recompuso. Recorrió los libros con la mano, titubeó, y por fin extrajo uno, grande, pesado. Se lo alargó al capitán y se fue hacia el panel de mandos. Allí se derrumbó sobre el archivo de cintas de la computadora y fingió estar ocupado.

El capitán se dejó caer en la litera de Grunty y abrió el libro.

—Miguel Ángel, qué demonios —masculló con un gruñido parecido a los de su compañero de tripulación—. Estatuas —dijo casi en un susurro, lleno de seco desdén. Pero por fin se puso a mirar y pasar las páginas y se calmó.

Los pájaros de amor le miraron con triste ternura y luego ambos lanzaron al unísono suplicantes miradas a la espalda del airado Grunty.

La matriz de Terra se deslizó entre los dedos de Grunty y de pronto comenzó a pasar con furia la cinta una y otra vez. Era un lugar asqueroso, Terra. «No hay nada como el conservadurismo del libertinaje», pensó. Cread una cultura de sibaritas con una selección infinita de incentivos mecánicos, y tendréis un pueblo con una inquebrantable y persistente formalidad, un pueblo con escasos pero macizos tabúes, un pueblo propenso a escandalizarse, estrecho de miras, mojigato, obediente de las normas —incluidas las normas de sus calculadas depravaciones— y protector de sus preciadas y especializadas beaterías. En un grupo así hay palabras que uno no puede usar por temor a sus risas mordaces, colores que uno no puede lucir, gestos y entonaciones que uno debe descartar, so pena de ser hecho trizas. Las normas son complejas y absolutas, y en un lugar así el corazón no puede cantar por temor a que su cálida y despreocupada alegría nos deje al descubierto.

Y si uno necesita alegrías de esa naturaleza, si uno tiene que ser libre para poder ser su propio aprisionado yo, entonces debe partir al espacio…, a la reluciente y negra soledad. Y dejar que pasen los días, que pase el tiempo, esconderse bajo su impenetrable tegumento y esperar, esperar, y alguna vez, muy de tarde en tarde, uno disfrutará de ese momento de solitaria conciencia sin nadie cerca para espiarle; y entonces podrá dar rienda suelta a todo y podrá bailar, o llorar, o mesarse el cabello hasta que se le inflamen los ojos en las órbitas, hacer cualquiera de las cosas que exige su naturaleza.

Grunty había necesitado media vida para alcanzar esa libertad: ningún precio sería demasiado grande para intentar conservarla. Ni unas vidas, ni la diplomacia interplanetaria, ni le Tierra misma merecían pagar por ellas esa terrible pérdida.

La perdería si alguien se enteraba, y los pájaros de amor ahora lo sabían.

Apretó las pesadas manos enlazadas hasta que le crujieron los nudillos. Dirbanu, enterándose de todo a través de las ardientes mentes de los pájaros de amor; Dirbanu, transmitiendo las noticias a través de las estrellas; el rugido de la reacción, y después Rootes, Rootes, cuando recibiera el enorme y desagradable impacto…

Conque ya podía ofenderse Dirbanu. Terra ya podía acusar a esa nave de negligencia, incluso de traición, cualquier cosa antes que permitir que se conocieran los embarazosos hechos que le habían robado los pájaros de amor.

Un nuevo estatismo y el primer pensamiento de Grunty al volver a la vida en la nave silenciosa fue: «Tiene que ser pronto».

Se incorporó de la litera y lanzó una intensa mirada a los pájaros de amor inconscientes. Los desamparados pájaros de amor.

Les aplastaría la cabeza.

Pero Rootes… ¿Qué le diría a Rootes? ¿Que los pájaros de amor le habían atacado, habían intentado apoderarse de la nave?

Meneó la cabeza como un oso en un panal de abejas. Rootes jamás lo creería. Aun cuando los pájaros de amor pudieran abrir la puerta, que no podían, era más que ridículo imaginar a esas dos vivarachas y frágiles criaturas atacando a nadie, sobre todo a un contrincante tan corpulento y desapacible. ¿Veneno? No. Las eficientes e infaliblemente beneficiosas reservas de alimentos no contenían nada que pudiera servirle.

Su mirada se posó en el capitán y se quedó sin aliento. ¡Claro!

Corrió al armario personal del capitán. Debía haber sabido que un pequeño perro bravucón como Rootes no podría vivir, no podría contonearse y pavonearse como lo hacía a menos que poseyera un arma. Y era el tipo de arma que previsiblemente escogería un hombre así…

Mientras buscaba advirtió un movimiento.

Los pájaros de amor estaban despiertos.

No tenía importancia.

Se rió de ellos, con una risa fugaz, desagradable. Ellos se acurrucaron muy juntos y sus ojos brillaron intensamente.

Habían comprendido.

Advirtió que de pronto parecían muy atareados, tan atareados como él. Y entonces encontró la pistola.

Era un pequeño objeto, muy manejable, discreto e íntimo en su mano. Era exactamente lo que había intuido, lo que había esperado encontrar… precisamente lo que necesitaba.

Era silenciosa. No dejaría rastro. Ni siquiera era preciso apuntarla con cuidado. Un simple contacto de sus radiaciones ferales bastaría para que los axones de todo el cuerpo se resistieran de pronto a propagar los impulsos nerviosos. Ningún pensamiento saldría del cerebro, no volvería a producirse la más mínima contracción del corazón o los pulmones, nunca jamás. Y luego no quedaría rastro de que se había utilizado un arma.

Se acercó a la ventanilla con la pistola en la mano. «Cuando él despierte estaréis muertos —pensó—. No conseguisteis salir del coma estático. Una desgracia. Pero nadie tiene la culpa, ¿eh? Es la primera vez que transportamos gentes de Dirbanu. ¿Como íbamos a saberlo?».

En vez de temblar, los pájaros de amor se habían acercado a la ventanilla, con rostros implorantes, gesticulando y haciendo signos con las delicadas manos, en un esfuerzo desesperado por comunicarle algo.

Apretó el botón y se abrió el panel.

El pájaro de amor más alto levantó algo como para protegerse. El otro lo señalaba con el dedo, con apremiantes afirmaciones de cabeza, mientras le lanzaba una de esas condenadas, obsesivamente dulces sonrisas.

Grunty alargó la mano para apartar el objeto, y luego se contuvo.

Era sólo una hoja de papel.

Toda la crueldad humana bulló dentro de Grunty. «Una especie que no es capaz de protegerse no merece vivir». Levantó la pistola.

Y entonces vio los dibujos.

Económicos, precisos y, pese a su tema, ejecutados con la inefable gracia de los propios pájaros de amor, los dibujos representaban tres figuras:

El mismo Grunty, tosco, impasible, con los ojos encendidos, las piernas como troncos de árbol y los hombros encorvados.

Rootes, en una pose tan característica y tan bien reproducida que Grunty se quedó sin aliento. Vigorosa y limpia, la figura de Rootes tenía un pie apoyado en una silla, con los dos codos sobre la rodilla levantada, la cabeza mirando un poco hacia atrás. Los ojos relucían límpidos sobre el papel.

Y una chica.

Era bonita. Estaba de pie con las manos en la espalda, los pies ligeramente separados, la cabeza un poco gacha. Tenía una mirada profunda, pensativa, y al mirarla uno se quedaba silencioso, aguardando que aquellos párpados caídos se levantaran y rompieran el embrujo.

Grunty arrugó el ceño y vaciló. Trasladó su mirada sorprendida de aquellas exquisitas representaciones a los pájaros de amor y topó con la súplica, con la seria ansiosa y esperanzada expresión de sus caras.

El pájaro de amor acercó un segundo papel al cristal.

Eran las mismas tres figuras, idénticas a las anteriores en todos los aspectos, excepto por un detalle: las tres estaban desnudas.

Se preguntó cómo era posible que conocieran tan meticulosamente la anatomía humana.

Sin darle tiempo a reaccionar, apareció otra hoja de papel.

Esta vez los dibujos representaba los pájaros de amor, el alto y el bajo, cogidos de la mano. Y junto a ellos, una tercera figura, con un cierto parecido, pero diminuta, muy redonda y con unos brazos grotescamente cortos.

Grunty miró las tres láminas, una tras otra. Tenían algo…, algo…

Y entonces el pájaro de amor exhibió el cuarto dibujo y lenta, lentamente, Grunty empezó a comprender. En el último dibujo aparecían los pájaros de amor exactamente como antes, pero desnudos, al igual que la pequeña criatura a su lado. Nunca había visto un pájaro de amor desnudo. Posiblemente nadie lo había visto.

Despacio fue bajando la pistola. Se echó a reír. Metió la mano por la ventana y apretó las manos de los dos pájaros de amor entre la suya, y ellos se pusieron a reír con él.

Con los ojos cerrados, Rootes se desperezó satisfecho, apretó la cara contra la litera y se volvió. Dejó caer los pies al suelo y bostezó con la cabeza entre las manos. Sólo entonces advirtió que Grunty estaba de pie justo frente a él.

—¿Qué te pasa?

Siguió la dirección de la apesadumbrada mirada de Grunty.

La puerta de cristal estaba abierta.

Rootes se levantó de un salto como si la litera se hubiera puesto al rojo vivo.

—¿Dónde…? ¿Qué…?

La accidentada cara de Grunty miraba hacia la mampara de estribor. Rootes se volvió hacia allí girando sobre la punta de los pies, como si estuviera boxeando. El rojo resplandor de la lámpara que colgaba sobre la cámara de aire iluminó su rostro bruñido.

—El bote salvavidas… ¿Quieres decir que han cogido el bote salvavidas? ¿Han escapado?

Grunty asintió.

Rootes se llevó las manos a la cabeza.

—Oh, estupendo —gimoteó. Luego se volvió velozmente hacia Grunty—: ¿Y dónde demonios estabas tú mientras esto ocurría?

—Aquí.

—Bueno, en nombre de Dios, ¿qué ha ocurrido? —Rootes se estremecía al borde de una espumeante histeria.

Grunty se golpeó el pecho.

—¿No irás a decirme que tú les has dejado escapar?

Grunty asintió y esperó… no demasiado.

—Voy a quemarte vivo —rugió Rootes—. Voy a hacerte caer tan bajo que te pasaras doce años trepando antes de que te dejen barrer un barracón. Y cuando haya terminado contigo te denunciaré al Servicio. ¿Qué crees que van a hacer contigo? ¿Qué crees que van a hacer conmigo?

Se abalanzó sobre Grunty y le lanzó un duro y seco golpe en la mejilla. Grunty mantuvo los brazos caídos y no intentó esquivar el puño. Permaneció impertérrito y esperó.

—Es posible que no fueran criminales, pero en todo caso eran ciudadanos de Dirbanu —rugió Rootes cuando pudo recuperar el aliento—: ¿Cómo vamos a explicárselo a Dirbanu? ¿Te das cuenta de que esto podría significar la guerra?

Grunty negó con la cabeza.

—¿Qué quieres decir? Sabes algo… Será mejor que hables ahora que todavía puedes hacerlo. Vamos, luminaria… ¿qué vamos a decirles a los de Dirbanu?

Grunty señaló la celda vacía.

—Muertos —dijo.

—¿Y de qué nos servirá decir que están muertos? No lo están. Algún día volverán a aparecer y…

Grunty negó con la cabeza. Señaló el mapa de las estrellas. Dirbanu era el cuerpo estelar más próximo. No había ningún otro planeta habitable en miles de parsecs.

—¡No han ido a Dirbanu!

—No.

—Maldita sea, sacarte algo es como arrancar un clavo remachado. O bien se dirigen a Dirbanu en ese bote salvavidas, lo que no harán, o bien se alejan, tal vez durante años, rumbo a las estrellas fronterizas. ¡No tienen otra opción!

Grunty asintió.

—¿Y crees que Dirbanu no les perseguirá, no les derribará? ¡Tienen naves!

—No tienen naves.

—No.

—¿Te lo han dicho los pájaros de amor?

Grunty asintió.

—¿Quieres decir que sólo tenían la nave en que ellos vinieron y que ellos destruyeron y la que utilizó el embajador?

—Sí.

Rootes fue hasta el fondo de la nave y volvió.

—No lo entiendo. No lo entiendo en absoluto. ¿Por qué lo has hecho, Grunty?

Grunty permaneció inmóvil un momento, observando la cara de Rootes. Luego se acerco a la computadora. Rootes no tuvo más remedio que seguirle. Grunty desplegó los cuatro dibujos.

—¿Qué es esto? ¿Quién ha hecho estos dibujos? ¿Ellos? Quién iba a decirlo. ¡Diablos! ¿Quién es la tía?

Grunty le indicó pacientemente el conjunto de los dibujos. Rootes le miró desconcertado. Miró uno de los ojos de Grunty, luego el otro, meneó la cabeza y volvió a concentrar su atención en los dibujos.

—Esto ya está mejor —murmuró—. Ojalá hubiera sabido que eran capaces de dibujar así.

Grunty volvió a llamar su atención sobre el conjunto de los dibujos, desviándola de la única figura que le tenía fascinado.

—Ese eres tú, ése soy yo. ¿Correcto? Y después está la tía. Bien, aquí estamos de nuevo, todos en cueros. Maldita sea, qué cuerpo. Bueno, bueno, ya sigo. Y éstos son los prisioneros, ¿correcto? ¿Y quien es este gordito?

Grunty le señaló la cuarta lámina.

—Oh —dijo Rootes—: Aquí están todos también desnudos.

De pronto lanzó un chillido y acercó más la cabeza. Luego, con la mirada, recorrió rápidamente las cuatro láminas, una tras otra. Se le sonrojó la cara. Examinó larga y detenidamente el cuarto dibujo. Finalmente señaló con el dedo el boceto del redondo extraterrestre pequeñito.

—Esto es…, un…, un Dirbanu…

Grunty asintió.

—¡Conque era eso! —Rootes temblaba claramente de rabia.

—¿Quieres decir que hemos estado navegando todo este tiempo con una pareja de condenados maricas? ¡Si lo sé, los mato!

—Sí.

Rootes alzó la mirada hacia él con creciente respeto y bastante divertido.

—¿Y te los has quitado de encima para que yo no los matara y no lo enredara todo? —Se rascó la cabeza—. Bueno, que me cuelguen. Sabes pensar, después de todo. Si hay algo que no puedo soportar, es un mariquita.

Grunty asintió.

—Cielos —dijo Rootes—, la cosa cuadra. Realmente tiene sentido. Sus hembras no se parecen en nada a los machos. Comparadas con ellas, nuestras mujeres son prácticamente idénticas a nosotros. Conque el embajador viene y descubre lo que parece ser un planeta lleno de invertidos. Sabe que no es así pero no puede soportar esa imagen. Conque regresa a Dirbanu y le cierran la puerta en las narices a la Tierra.

Grunty asintió.

—Entonces estos mariquitas huyen a la Tierra, pues imaginan que allí estarán a sus anchas. Y casi lo consiguieron, por cierto. Pero Dirbanu los hace volver, pues no desea que gentes como ellos representen a su planeta. No se lo reprocho en absoluto. ¿Cómo te sentirías tú si el único terrano que hubiera en Dirbanu fuera un invertido?. ¿No querrías sacarle de allí cuanto antes?

Grunty no dijo nada.

—Será mejor que comuniquemos la buena nueva a Dirbanu —dijo Rootes.

Se acercó al comunicador.

Le costó sorprendentemente poco comunicar con el bien guarecido planeta. Dirbanu respondió y mandó un saludo en clave. El descodificador del panel de mandos imprimió este mensaje para ellos.

SALUDOS STARMITE 439. ESTABLECIDA ÓRBITA. ¿PUEDEN DEJAR CAER LOS

PRISIONEROS SOBRE DIRBANU? NO SON PRECISOS PARACAÍDAS.

—Huy —dijo Rootes—. Una gente simpática. Hey, ¿has notado que no nos invitan a acercarnos? Nunca tuvieron intención de dejarnos aterrizar. Bueno, ¿qué les decimos de sus perfumados muchachos?

—Muertos —dijo Grunty.

—Sí —dijo Rootes—. Eso es lo que quieren de todos modos.

Transmitió rápidamente.

Al cabo de unos minutos el descodificador mecanografiaba la respuesta.

ESPEREN REGISTRO TELEPÁTICO. DEBEMOS COMPROBAR. LOS PRISIONEROS

PODRÍAN FINGIRSE MUERTOS.

—Oh, oh —dijo el capitán—. Ahora se descubre el pastel.

—No —dijo serenamente Grunty.

—Pero su localizador detectará… Oh, ya veo a donde quieres ir a parar. No hay vida, no hay señal. Igual como si no estuvieran aquí en absoluto.

—Sí.

El descodificador traqueteó.

DIRBANU AGRADECIDO. CONSIDEREN MISIÓN CUMPLIDA. NO QUEREMOS

CUERPOS. PUEDEN COMÉRSELOS.

Rootes sintió ganas de vomitar.

—Es su costumbre —dijo Grunty.

El descodificador siguió traqueteando.

AHORA PREPARADOS PARA PACTO MUTUO CON TERRA.

—Regresaremos a casa con una aureola de gloria —dijo Rootes radiante. Transmitió:

TERRA TAMBIÉN DISPUESTA. ¿QUÉ SUGIEREN USTEDES?

El descodificador hizo una pausa, luego:

TERRA NO MOLESTA A DIRBANU Y DIRBANU NO MOLESTARÁ A TERRA. ESTO

NO ES UNA SUGERENCIA. ENTRA EN VIGOR INMEDIATAMENTE.

—¡Ese atajo de cerdos!

Rootes insistió con el codificador y aunque estuvieron cuatro días dando vueltas en torno al planeta, a una distancia respetuosa, no recibieron más respuesta.

La última cosa que dijo Rootes antes de establecer el primer estatismo camino de regreso a casa fue:

—En fin, me reconforta pensar en esos dos maricas, alejándose lentamente en ese bote salvavidas. Ni siquiera tienen la posibilidad de morirse de hambre. Se pasarán años ahí enjaulados antes de llegar a algún lugar donde al menos puedan sentarse.

Sus palabras todavía resonaban en la mente de Grunty cuando salió del coma. Miró la partición de cristal de popa y sonrió lleno de reminiscencias.

—Años —murmuró. Sus palabras se enroscaron y giraron, y dijeron: …Sí; el amor requiere el espacio focal del recuerdo o de la esperanza, donde poder medir su propio alcance.

Pronto, demasiado pronto viene la muerte y demuestra ¡que amamos más profundamente de lo que creemos!

Luego, obedientemente, siguieron las palabras: «Coventry Patmore, nacido en 1823».

Se incorporó lentamente y se desperezó, regocijándose en su preciosa intimidad. Se acercó a la otra litera y se sentó al borde de ella.

Permaneció un rato contemplando el rostro inconsciente del capitán leyendo en sus facciones con gran ternura y la máxima atención, como hace una madre con un niño.

Sus palabras decían: «¿por qué debemos amar donde el azar nos indica y no donde nosotros decidimos?».

Y luego añadieron: «Pero me alegra que seas tú, pequeño príncipe. Me alegra que seas tú».

Alargó las grandes manazas y acarició los labios dormidos, con un toque leve como una pluma.