Error genético

Harvey L. Bilker

A las cuatro de la mañana, en el solario de un hospital de Filadelfia, un hombre joven aplastó nerviosamente su septuagésimo tercer cigarrillo y se hundió aún más en un sillón de cuero rojo. Ojeroso, con la vista nublada, vio aparecer un médico vestido de blanco entre un par de puertas giratorias.

El doctor se detuvo, apartó la máscara de su cara y se quitó un guante de goma.

El hombre, fatigado, con olor a nicotina, se levantó vacilante. Mostrando la clásica expresión del futuro padre, se acercó al doctor y le miró a los ojos con tensa expresión.

—¿Es un chico? —preguntó.

El médico se quitó el otro guante.

—No.

El joven espiró, sonrió orgulloso y se perdió en un extasiado abandono.

—Entonces es una niña…

El médico se secó pausadamente el sudor de la frente con el antebrazo doblado.

—No.

El joven fijó nuevamente los ojos en el ginecólogo y abrió la boca para hablar. Pero no le salió ni un sonido. Volvió a intentarlo y oyó su propia voz, débil y desconocida, que preguntaba tragando saliva:

—Entonces… ¿Qué es…?

El médico se rascó la cabeza, incómodo, y frunció el entrecejo.

—No lo sé.

A esa misma hora, en un hospital de Nueva York, otra pareja —sin ningún parentesco con los padres de Filadelfia— pasaba por una experiencia parecida. Cuándo las enfermeras presentes en el quirófano de emergencia interrogaron sobre el desusado acontecimiento al desconcertado interno que había atendido el parto, éste emitió un sonoro bufido de superioridad, como si quisiera poner de relieve la ingenuidad de las enfermeras. Con una sonrisa burlona sugirió que lavaran con cuidado al bebé y lo examinaran mejor; él no tenía por qué revelar el sexo de la criatura si ellas no ponían más cuidado. El joven interno y una de sus enfermeras se desmayaron cuando, una vez cumplidas estas órdenes, no cupo ya la menor duda de que le faltaban los genitales.

Un médico anciano, que por casualidad se encontraba en el hospital a esa hora, tuvo que acudir a hacerse cargo del bebé y también del interno.

El futuro médico tuvo que ser asistido de un grave shock.

En cuanto al recién nacido, un detenido examen reveló que su estado de salud era bueno, aunque se creía que no tardaría en morir porque la vejiga, naturalmente, no podía evacuar su contenido dada la carencia del equipo excretor que normalmente se da por descontado. Sin embargo, como pronto descubrió el médico, la naturaleza, por un proceso tan milagroso como la producción de un feto de sexo neutro, había conectado la vejiga al extremo inferior del conducto intestinal.

—Muy ingenioso, ciertamente —dijo el sorprendido investigador, frunciendo irónicamente su arrugado rostro.

Un veloz periodista, el primero de los muchos que acudieron presurosos al lugar después de recibir una serie de misteriosos comunicados telefónicos, tomó nota de esas palabras.

A las siete de la mañana, las agencias internacionales de noticias habían transmitido el caso a todos los puntos del planeta y se difundía en todas las lenguas.

Una hora después, la humanidad estaba informada.

Locutores de radio y televisión anunciaron la noticia con voces tensas a los sorprendidos norteamericanos de ojos legañosos, recién levantados de sus calientes camas. Los pasajeros de los trenes de cercanías leyeron entre bostezos detalladas descripciones bajo titulares que anunciaban tajantemente: ¡NACE UN NIÑO SIN SEXO!… ¡NIÑOS ASEXUADOS!… Un diario sensacionalista anunciaba ¡NACEN CRÍOS FALLIDOS! Y otro: ¡DOS MUJERES CIERRAN LA HISTORIA DE SU FAMILIA!

Los periódicos comenzaron a recibir solicitudes de pensadores de fama mundial, dirigidas a los famosos progenitores. La mayoría de los mensajes eran del tenor de uno remitido por un profesor de filosofía de un instituto del medio Oeste de Estados Unidos, que escribía: «Prestarán ustedes un gran servicio a la humanidad si permiten que sus hijos sean examinados hasta la pubertad, suponiendo, naturalmente, que alcancen esa fase. En cualquier caso, sea cual sea la transformación, cuando los niños alcancen la madurez la ciencia podrá oír de este modo una opinión imparcial sobre las debilidades del hombre».

Varias organizaciones de estudios médicos convocaron reuniones de urgencia y de ello resultó la decisión de telegrafiar a Europa solicitando a los mejores cerebros en el campo de la endocrinología y otros afines.

De pronto, un periódico ruso publicó un artículo en el cual se aseguraba que tres niños de esas características habían nacido en la Unión Soviética, en 1940.

Los habitantes del mundo entero estaban ávidos por conocer nuevas noticias sobre los casos, por escuchar opiniones cualificadas que tal vez pudieran explicar el fenómeno.

Pero las autoridades de los hospitales que habían admitido a las desafortunadas madres se negaron a hacer públicas ulteriores observaciones, temerosas de que ello pudiera afectar al bienestar de los niños. Una vez dadas de alta, decían, los padres podrían hacer lo que quisieran con sus «hijos o hijas, o lo que sean».

La familia de Nueva York, que ya había pensado los posibles nombres en cuanto tuvieron noticia de la concepción, había decidido bautizar al niño con el nombre de Richard o Jeanette. Pero, ya que ni uno ni otro parecían aceptables, recurrieron a una combinación: Richette.

En Filadelfia, el nombre escogido fue Sylvestigail: la fusión de Sylvester y Abigail. Pero como a las Abigail a veces se las llama Abbie, Sylvestigail acabó reducido a Sylvestie.

Una vez finalizada su estancia en el hospital, las familias regresaron a lo que esperaban sería la quietud sus hogares. Pero se vieron acosados por reporteros, fotógrafos, llamadas telefónicas, cartas y telegramas. Caóticas multitudes histéricas se habían reunido frente a las dos pequeñas casas, pisoteando verjas y setos. Al principio, las respectivas ciudades enviaron policías como una atención; más tarde lo harían por necesidad. El gentío estaba formado en su mayoría por mujeres temerosas que preguntaban preocupadas qué alimentos habían tomado las famosas madres durante el embarazo.

Los padres de Richette (y también los de Sylvestie) tuvieron que resolver el problema de cómo vestir a su hijo: si de rosa o de azul. Ya que su padre deseaba un varón, se decidió arbitrariamente que Richette sería un chico, o al menos causaría esa impresión.

Pero con una condición: puesto que la madre de Richette hubiera querido tener una niña, más adelante podría efectuarse un cambio de sexo con el consentimiento de ambos padres. También se consideró la posibilidad de cambiar el sexo una vez al año.

Los padres de Sylvestie se enteraron de esta decisión al día siguiente por los periódicos de la mañana. Movidos por una inconsciente necesidad de simetría, organizaron la apariencia superficial de su hijo para presentarlo como si fuera del sexo opuesto.

El primer hombre con una formación erudita que recibió autorización para examinar a los dos recién nacidos fue el doctor Klingdorfendorff, profesor de anatomía en una de las principales facultadas de Medicina de Estados Unidos. Se tendieron cuerdas para mantener a raya a la prensa y otros espectadores mientras el doctor Klingdorfendorff visitaba la casa de Filadelfia. Dos horas más tarde, el doctor salía estupefacto y decía estas palabras para la posteridad:

—Esto es imposible.

Un famoso psiquiatra, a quien trajeron en avión desde el Oeste contra su voluntad (creía que se trataba de una broma), declaró a los periodistas:

—He observado a los niños y pienso que cabe la posibilidad de una atrofia de los genitales o de su regresión a la fase de blástula. Sin embargo, su id funciona normalmente, sin ningún indicio de traumas psíquicos prenatales.

A ulteriores preguntas sobre el significado de la malformación, el psiquiatra replicó:

—¡Cómo demonios voy a saberlo! (Esta información no se hizo pública). Al fin llegaron los fisiólogos, farmacólogos, patólogos, cardiólogos, biofísicos, endocrinos, ginecólogos y un proctólogo, procedentes de Europa. Su presencia fue acogida con agrado en los medios periodísticos. Cada uno de sus pasos merecía un titular en primera página. Los diarios informaban de sus recorridos por las ciudades, sus visitas a instituciones científicas, los banquetes a los que asistían, las listas de sus lecturas y los itinerarios que les había preparado el Gobierno.

Pero las quejas del público pusieron fin a sus goces.

Se distribuyó a los científicos en dos equipos y se los envió, con los gastos pagados, a Filadelfia y Nueva York, donde tenían reservadas habitaciones en los mejores hoteles. Se trasladaban en taxi desde estas residencias oficiales para efectuar sus revisiones diarias a los niños. Los confusos padres, huelga decirlo, estaban agradecidos de recibir gratuitamente esa atención médica especializada.

Las revistas nacionales fueron mantenidas al margen durante todo este tiempo. Los padres y los médicos sólo hacían declaraciones muy simples, y únicamente a los periódicos; las revistas querían reportajes completos, que hubieran exigido una exposición más detallada de la causa de las preocupaciones de los desgraciados padres. Un comité especial del Congreso había decidido que ello podría resultar inoportuno. Su explicación:

«Consideramos que algunas mentes licenciosas podrían relacionar de algún modo el error de la naturaleza con una relación dudosa».

Los científicos continuaron realizando intensos estudios. Pero al cabo de dos meses comprobaron que no habían llegado a ninguna conclusión. En una reunión, desesperados, acordaron abandonar el caso. Después de pedir excusas a sus benefactores, solicitaron ser devueltos a sus respectivos países. Su petición fue concedida calladamente.

Antes de embarcar en un trasatlántico de lujo en el puerto de Nueva York, un investigador declaró a la prensa:

—Ha sido revigorizante disfrutar de unas generosas vacaciones en este espléndido país. Realmente, ha sido una oportunidad maravillosa de presenciar los métodos de laboratorio de los científicos norteamericanos, para no citar los musicales de Broadway.

Me han gustado especialmente los perros calientes.

Cuando le preguntaron por sus estudios sobre la progenie anómala, se encogió de hombros y empezó a subir la pasarela, con la cabeza tristemente gacha.

Los desconcertados padres, que por fin podían estar a solas con sus hijos, descubrieron los primeros momentos de intimidad en casi tres meses. Prácticamente habían olvidado esa sensación. Y ahora, una vez reanudada su soledad, la encontraron absolutamente deliciosa, a pesar de la deprimente situación que había pasado a formar parte de sus vidas y en la que en adelante se verían implicados. Pero incluso esta pacífica quietud duró poco, siendo como era un compromiso ante la catástrofe. Las revistas volvieron a clamar pidiendo entrevistas, que les fueron denegadas.

Sin arredrarse, las publicaciones apelaron al Tribunal Supremo. La vista del caso requirió tres días de encarnizado debate y constituyó una publicidad en primera página para las revistas. El tribunal dictaminó que éstas tenían todo el derecho de informar al público de cualquier hecho que constituyera noticia.

A pesar del nuevo dictamen del alto tribunal, los padres no concedieron la autorización a las revistas. Pero ello no frenó sus esfuerzos. Ofrecieron cheques por cantidades cada vez más elevadas. Como era inevitable que ocurriera, en un momento de debilidad los padres de un niño, Sylvestie, cedieron ante la oferta de un contrato sumamente tentador.

Los progenitores de Richette, firmes y decididos a no rendirse, habían creído —a pesar de no haberse encontrado nunca con la otra familia— que en cierto modo existía una especie de pacto tácito y no escrito de preservar las vidas privadas de sus hijos. Pero ahora que el mundo de Sylvestie se había abierto a las miradas de la curiosa ciudadanía, todo lo que hasta entonces había sido sagrado estaba ya perdido. Y, en consecuencia, también Richette fue ofrecido a la observación de los legos.

Escritores y fotógrafos se precipitaron sobre los dos hogares. Hubo preguntas, cámaras, luces, flashes. Los padres, después de ser explotados, se convirtieron en personajes secundarios del drama y fueron relegados a segundo plano. Enfermeras privadas, contratadas por las publicaciones, pasaron a ser madres sustitutas, excepto para dar de mamar a los niños; en esos momentos, por necesidad, las reemplazaban las madres verdaderas. Sin embargo, el amamantamiento se realizaba bajo la estricta supervisión de un especialista cuyo deber era cuidar de que las criaturas mantuvieran constantemente un aspecto fotogénico.

Los niños fueron expuestos por primera vez ante las cámaras como nunca lo habían sido antes: desnudos. Los disparadores cliquetearon excitados, y fueron amontonándose los rollos de película. Se fotografiaron las anatomías de las criaturas desde todos los ángulos.

La emulsión impresionada se llevó corriendo a las salas oscuras, se reveló, se encuadró, se fotograbó. Las máquinas de escribir teclearon a altas horas de la noche bajo las luces fluorescentes de las oficinas. Se prepararon velozmente los originales. Y, en un plazo de pocos días, los distribuidores dejaron caer los paquetes de revistas en todos los quioscos del país.

El público examinó las fotos, leyó los textos y reaccionó. Las cartas, a favor y en contra, llovieron sobre las redacciones de las revistas. Una de ellas, representativa de muchas otras, decía: «¡Esas fotos son indecentes! Aunque los niños no tengan órganos, ¡esa no es razón para exhibir esa desagradable zona del cuerpo! ¿Es que redactores inteligentes y educados como ustedes no tienen ningún sentido de la decencia? Sírvanse anular mi suscripción«. La firmaba: «Una mujer que, por la gracia de Dios, es hembra».

Otro comentario, remitido por un religioso, se quejaba así: «Han mostrado las nalgas, una zona erótica. Esto es un pecado, como exhibir las partes reproductoras (aunque no sean reproductoras), sobre todo teniendo en cuenta que, en este caso, la citada superficie puede resultar más significativa», a lo cual un psicólogo replicaba en el siguiente número:

«Yo pensaba que las personas religiosas como usted no creían en las teorías sobre la fase anal del desarrollo».

Los padres de Nueva York fueron entrevistados en la pantalla. Consiguieron una audiencia del 98,2%, la mayor jamás registrada, aunque las preguntas no se emitieron en su totalidad. Cuando le preguntaron a la madre cuál podía ser, en su opinión, la causa del extraño fenómeno, replicó inocentemente:

—No lo sé. Mi marido y yo hicimos lo mismo que hace todo el mundo para tener hijos.

Tal vez la posición…

Se interrumpió la emisión del programa. Transcurrieron varios meses antes de que fuera posible convencer a la Comisión Federal de Comunicaciones de que su declaración era normal dadas las condiciones.

A consecuencia del programa televisado, dos enanitos varones ofrecieron donar, a su muerte, sus cuerpos a un banco de órganos, a fin de que pudiera hacérseles un trasplante a los niños. Uno de los donantes fue rechazado por impotente.

En un rasgo publicitario, unos grandes almacenes de Nueva York ofrecieron un contrato para emplear a los niños como maniquíes humanos en el plazo de quince años.

No se prestó atención a la oferta, pero al mes siguiente, las ventas de la empresa habían aumentado en un 15%.

Varios meses después del nacimiento comenzó a calmarse la excitación. Los policías fueron retirados y las familias de las curiosidades humanas intentaron llevar una vida lo más razonable posible dentro de las circunstancias.

De vez en cuando, en alguna revista aparecía un artículo con una nueva ocurrencia.

Uno de ellos se titulaba: «¿Qué debo decirle a mi hijo sobre el sexo, si no tiene sexo?».

Pasó un año, luego dos.

Los padres fueron abordados por agentes teatrales que deseaban organizar una tournée con sus vástagos, ahora que podían caminar. Su oferta fue rechazada. A pesar de ello, muchas organizaciones religiosas, enteradas de la oferta, emitieron prontamente declaraciones como ésta: «La comercialización de esta catástrofe exigiría un exhibicionismo del cuerpo desnudo: un pecado«. "¡Y qué! —replicó un airado joven comentarista de Nueva York—. No tienen nada de qué avergonzarse. ¡Podrían comer del árbol de la sabiduría y seguir siendo ignorantes! A lo cual replicaron rápidamente los teólogos: «¡Ello es una advertencia del cielo para que pongamos fin a nuestros pecados!».

Transcurrieron otros dos años, durante los cuales algunos influyentes grupos de censores argumentaron que los niños estaban llegando a una edad en que empezaba a ser indecente seguir fotografiándoles sin ropas. Presionaron hasta conseguir que su petición tuviera éxito. Se prohibieron las fotografías de los niños desnudos. Aumentó el valor de las revistas atrasadas.

Inmediatamente después de cesar la publicación de fotos de los niños, un grupo de California distribuyó, a precios exorbitantes; dos millones de fotografías supuestamente de uno de los niños sin sexo. Resultaron ser un fraude. El Departamento de Correos localizó a una madre soltera que para no morirse de hambre había permitido que su hija —una niña de dos años que poseía un sorprendente parecido con el original— sirviera de modelo para una fotografía trucada. La madre fue detenida finalmente, superada ya la fase de desnutrición, en una suite nupcial de cinco habitaciones de un lujoso hotel de Hollywood.

Una organización internacional de noticias se anticipó al mundo del periodismo y firmó un contrato con ambas parejas de padres por el cual se les concedía la exclusiva de los relatos sobre sus hijos durante diez años. Fueron descritos todos los aspectos de interés humano de las vidas de Sylvestigail y Richette. El público devoraba los reportajes.

El primer día de Sylvestie y Richette en la escuela fue noticia de primera página. Los fotógrafos pasaron toda la mañana registrando cada uno de sus movimientos, el más importante de los cuales fueron las dudas de sus maestros sobre qué lavabo debían usar los nuevos alumnos.

En la escuela de Sylvestie, decidieron que «ella» utilizaría el lavabo de las niñas, dada la manera en que habían decidido vestirla sus padres.

Los maestros de la escuela de Richette también decidieron que «él» debía utilizar el lavabo de las niñas, pero en este caso debido a que la similitud anatómica posiblemente les pasaría inadvertida a sus pequeñas compañeras. De todos modos, en ambos casos, se previó que ningún otro niño podría estar en el lavabo junto con ellos.

Los primeros planos de las caras de los niños sin sexo, al salir por primera vez de los lavabos de la escuela, revelaban extrañeza por su aislamiento y sorpresa ante las multitudes de fotógrafos, alumnos y maestros que aguardaban su histórica aparición.

Cuando por fin expiró el contrato con la organización internacional, éste fue prorrogado al doble del precio anual anterior por exigencias del agente recién contratado para las niños.

Exactamente el día del decimotercer cumpleaños de los niños —el cual marcaba su teórico acceso a la pubertad—, los diarios rusos publicaron un artículo sobre su propio Homo cipherens. La noticia decía que los científicos soviéticos habían conseguido implantar quirúrgicamente con éxito sistemas reproductivos en los cuerpos antes asexuados. Habían creado, eso decía la noticia, un varón, una hembra y un hermafrodita, que podía funcionar en uno u otro sentido, a fin de que si uno de los otros no sobrevivía pudiera crearse una pareja para el superviviente a base de aplicar una simple serie de inyecciones. Según el Departamento de Estado de Estados Unidos, esta declaración era una jugada política.

Los cineastas decidieron aprovechar el caso de Sylvestie y Richette. Iniciaron negociaciones con el agente de los niños para la filmación de un largometraje en el cual una haría el papel de chica y el otro el de chico.

—Sabemos que puede parecer raro que hagamos aparecer a estos chicos en un relato normal —declaró el presidente de los estudios a los periodistas—, pero a los espectadores no les importa el vehículo empleado para presentar a esas estrellas Lo que quieren es ver a esos chicos.

Un periodista que había iniciado una campaña contra el proyecto desenterró unos datos archivados en una pequeña ciudad de Alabama y que hacían referencia al agente de los niños. El periodista descubrió un viejo expediente de depravación moral. Los padres consideraron de cara a la sociedad que el pasado del agente podría perjudicar la reputación de sus hijos. Sentían tener que deshacerse de su representante, declararon, pero era preciso.

Aun así, se firmó el contrato para que los niños hicieran la película. (Los padres donaron el equivalente de los honorarios que habría cobrado el agente a una fundación recién creada para el estudio de la mutación genética).

Camino de Filmilandia, las dos familias fueron arrolladas por la prensa en el Aeropuerto Kennedy. Tras unas breves cuatro horas y media de pacífico vuelo, fueron asaltados otra vez a su llegada a Los Ángeles, donde tuvieron que abrirse paso a través de una masiva concurrencia para refugiarse en un elegante y destacado hotel ya reservado.

Al día siguiente se inició el rodaje.

Pero las extrañas manifestaciones comenzaron a aparecer en los niños al finalizar la primeras escenas de rodaje. Lo que les apareció en la mano derecha no podían denominarse propiamente llagas; eran más bien como excrecencias sensibles: una especie de conductos.

Estas poco naturales modificaciones fueron haciéndose más aparentes cada día. Al principio se pensó que debían ser erupciones causadas por una alergia o producto del nerviosismo que provocaba el rápido ritmo de la filmación.

Finalmente, fue imposible seguir ignorando las erupciones. Por algún motivo que los niños no sabían explicar, una inconsciente timidez les hacía ocultar sus manos derechas.

El director de la película perdió la paciencia y les explicó a las dos estrellas que la producción estaba costando dos millones de dólares y que más les valdría sacar las manos del bolsillo si no querían ser expulsados del estudio y tener que pagar además una multa. Cuando al fin mostraron las manos, sus caras encendidas destacaban demasiado en la película en color, en medio de las aglomeraciones. Ello creó interminables problemas al departamento de maquillaje para uniformar el tono de sus mejillas y cubrir con crema los extrañas orificios de sus manos derechas.

Finalmente, una vez terminada la película, y ya sin el impedimento de los gastos, se siguió la recomendación del médico del estudio quien había aconsejado consultar a un especialista.

El médico acudió a la consulta, examinó detenidamente las erupciones y sugirió la presencia de un endocrino.

Vino el endocrino. No cabía la menor duda, diagnosticó, casi sin acabar de creérselo él mismo; se habían formado órganos genitales en las manos de los niños.

Sylvestigail era varón.

Richette era hembra.

Los periódicos se inundaron otra vez de reportajes:

La noche en que debía celebrarse el estreno de la película de Sylvestie y Richette, las celebridades asistentes —rodeadas de focos— fueron interrumpidas por el ulular de sirenas y centelleo de luces rojas de la policía, que se abrió paso hasta el local llamativamente decorado y secuestró la película. Varios poderosos grupos de censores habían presionado para impedir la exhibición de la «vergonzosa» película.

Pero los estudios no se desanimaron. En una noche, sin reparar en gastos, trasladaron en avión a Hollywood a los representantes de la censura de las más importantes ciudades de Estados Unidos y les hicieron ver la película en cuestión.

Pese a una gran cena gratis con champán, los censores opinaron que los primeros planos revelaban con demasiada claridad las partes intimas de las manos. No, dijeron, escarbando los restos de filet mignon que se les habían quedado entre los dientes y eructando burbujas de champán, no podían permitir que el pueblo norteamericano presenciara un espectáculo tan obsceno. Pero era imposible cortar las escenas «licenciosas», argumentaron los productores, pues casi todos los planos mostraban las manos. La respuesta fue negativa.

—Muy bien —dijo el presidente de los estudios—. Repetiremos el rodaje. Ahora llevarán guantes.

Los censores volaron a sus casas con los estómagos llenos, orgullosos de haberse mostrado inflexibles.

Cuando el público tuvo noticia del compromiso, comenzaron a llegar a los estudios sacas llenas de cartas quejándose de que era absurdo tapar unas manos. ¿Cómo demonios podía ser lascivo ese espectáculo?, protestaban.

En cambio, una mujer de 92 años, miembro de la SCAEBKPNN (Sociedad Censora de Abuelas de East Burgeville, Kansas, Para la Protección de Nuestros Nietos), decía: «Si cubren las manos, no veo razón alguna para impedir que los niños aparezcan desnudos puesto que ello tiene un significado distinto para ellos. A fin de cuentas, la película ha de tener algún atractivo«. Ello hizo aflorar una sospecha que sus colegas abrigaban desde hacía años, a saber, que poseía acciones de la compañía cinematográfica. Se investigaron sus antecedentes, se descubrió que era accionista y fue expulsada de la SCAEBKPNN. «Pravda» anunció rápidamente que había interpretado mal las declaraciones de sus científicos. A los niños rusos no se les habían implantado órganos reproductores; éstos habían aparecido naturalmente en sus manos, en ambas manos, a decir verdad, a diferencia de la progenie norteamericana.

La película no resultó ser un éxito de taquilla tan importante como se esperaba. Por alguna razón, como coincidieron en señalar los hombres de Wall Street, había algo asexuado en el hecho de que los niños llevaran guantes, En el acto, la organización internacional de noticias que detentaba los derechos en exclusiva de los artículos sobre Sylvestie y Richette votó por la extinción del contrato.

Siguieron varios meses sin noticies. Gradualmente, fue hablándose cada vez menos de los niños malformados. Con el tiempo pasaron casi inadvertidamente al anonimato.

Richette y Sylvestigail se casaron al cumplir los veintiún años: no tanto porque estuvieran enamorados —aunque se tenían afecto— como por necesidad. ¿Quién les hubiera querido si no otro de su misma especie?, razonaban.

Resurgió un débil interés por ellos y el hecho apareció en los periódicos.

Una romántica velada, mientras hacían manitas con Sylvester (se había cambiado el nombre), Jeanette (nombre también cambiado) quedó encinta.

El mecanismo de su concepción podría compararse con el maíz y su pelusa, analogía en la cual el brazo sería el tubo que comunicaba con el óvulo no fertilizado. El factor masculino fue trasladado al lugar donde debía estar la matriz, y sin duda estaba, y el niño fue tomando forma.

Pero durante el último mes de su embarazo, el cuerpo de Jeanette se fue transformando gradualmente (debido a una modificación fisiológica del equilibrio estrogénico) en lo que generalmente se considera un cuerpo femenino normal. («Maldita sea, cómo me gustaría que Walt Disney hubiera filmado a diario, fotograma a fotograma, la película de la metamorfosis», se quejó su médico al director de un suplemento dominical). Jeanette dio a luz un niño normal de tres kilos trescientos. La mañana siguiente, su padre besó a la madre (recibiendo, según concluyeron los endocrinos, una hormona desconocida a través de su saliva); esa noche se acostó con fiebre y al día siguiente, al despertar, descubrió que comenzaba a aparecer un aditamento en su anatomía.

Nuevamente el mundo tuvo noticia de las vidas de Sylvester y Jeanette, esta vez de su mutación a la normalidad. La humanidad lanzó un suspiro de alivio.

Veinticuatro horas más tarde, Rusia declaraba que el fenómeno norteamericano era un truco. Decían que el crédulo público norteamericano había sido engañado. «Hace veinte años —bramaba Moscú— tuvieron noticia de nuestros partos asexuados a través de sus espías y no quisieron ser menos. De modo que inventaron todo el asunto de Sylvestergail y Richette, con fotos y anécdotas incluidas. Ya les habíamos derrotado en la carrera espacial y estaban desesperados pero no quedar atrás otra vez, ni aun tratándose de casos patológicos».

El Departamento de Estado norteamericano replicó diciendo: «Es evidente que, a base de realizar innecesarias pruebas nucleares en su continente, los rusos han provocado una aberración irreversible en sus propios niños asexuados».

Finalmente, todo el mundo acabó olvidando el asunto, y también lo olvidaron Sylvester y Jeanette, quienes en lugar de guantes, usaron calzoncillos y bragas, respetuosamente y respetablemente.