4

Cuando Marcail volvió a despertarse, se sentía inmensamente mejor. Todavía notaba un apagado dolor en la cabeza, pero pronto desaparecería. Intentó aspirar profundamente y fue recompensada sin ningún tipo de dolor.

A lo lejos podía oír de nuevo el cántico y la música. Por un instante, Marcail pensó que sentía la magia en aquella melodía, pero igual que antes, se desvaneció antes de que pudiera descifrar nada más.

Justo un instante después se dio cuenta de que no estaba sola. ¿Era el hombre con aquella voz que hacía que sintiera mariposas en el estómago? ¿U otra persona u otra cosa?

Marcail abrió los ojos de nuevo a la oscuridad. Pronto fue consciente del constante fluir del agua cerca de donde estaba, y gracias al aire fresco, supo que continuaba en la montaña de Deirdre.

—¿Cómo te encuentras?

Ella giró la cabeza hacia aquella voz familiar. No estaba sentado junto a ella como antes, sino de pie a un lado. Por mucho que lo intentara no podía distinguir más que su silueta en la oscuridad. Quería ver su rostro, saber su nombre.

—Estoy mejor.

—Bien.

Marcail se sentó poco a poco, analizando su cuerpo. Al advertir que las molestias no se convertían en un agudo dolor, bajó las piernas de la losa al suelo. Entonces fue cuando vio que la poca luz que le llegaba, procedía de una antorcha que había en la entrada de lo que parecía una cueva. El Foso.

Al otro lado de la cueva había más cuevas, aunque parecía que eran más pequeñas. Y en medio estaba el gran espacio abierto al que ella había caído.

¡Oh, dioses! Guerreros.

Con ambas manos, se cogió con fuerza a la losa sobre la que estaba sentada, intentando calmar su respiración. Nunca antes había temido a los guerreros hasta que Deirdre la había hecho prisionera. Básicamente porque, según su opinión, no se les podía culpar por lo que había en su interior.

Ahora que había estado en contacto con los guerreros que controlaba Deirdre, tenía una opinión diferente de aquellos hombres.

—¿Eres tú el que me lanzó a un lado cuando caí? —le preguntó al hombre. Él estaba a su izquierda, quieto como una estatua.

Hubo un momento de silencio y luego:

—Sí.

—¿Quién eres?

—¿Qué importancia tiene mi nombre?

Ella se quedó desconcertada por su tono áspero y su ira. ¿Por qué iba a molestarle darle su nombre?

Se oyó un suspiro profundo y entonces una sombra se movió en la entrada de la cueva. La luz de la antorcha iluminó por un instante su piel, pero fue suficiente para que pudiera distinguir su pecho blanco y los pantalones, hechos jirones, ceñidos a sus caderas.

Recordó haber visto ya aquellos ojos blancos, ojos de guerrero. Cuando el dios era liberado y todos podían verlo, la piel del guerrero se volvía del color que el dios hubiera elegido. Además de las garras, sus ojos también cambiaban y el color de su piel ocupaba todo el ojo.

—No tienes nada que temer de nosotros —dijo el guerrero blanco—. Yo soy Arran MacCarrick, y Deirdre me tiene aquí preso hasta que me alíe con ella o bien muera.

—¿Cuántos sois aquí? —preguntó ella, dubitativa.

Otra forma se movió en la entrada. Esta vez, él cogió la antorcha de su anclaje y la llevó hacia ella. Marcail descubrió dos rostros muy parecidos, con una piel azul claro. Llevaban las faldas escocesas iguales. La única diferencia estribaba en que uno llevaba el pelo largo y el otro corto.

—Nosotros somos Duncan e Ian Kerr —dijo el del pelo largo que soportaba la antorcha—. Y ese —señaló al otro lado— es Quinn MacLeod.

Marcail volvió el rostro hacia el guerrero que se escondía en las sombras. Ahora todo tenía sentido. Deirdre había alardeado de que tenía a un MacLeod preso, pero Marcail no la había creído.

—¿No querías que supiera que eres un MacLeod?

Quinn resopló.

—¿Por qué iba yo a querer que lo supieras? ¿Después de que todos te oyeran afirmar que serían los MacLeod los que acabarían con Deirdre aunque uno estuviera preso en su montaña? No es que eso inspire mucha confianza, ¿no crees?

Ahora que la antorcha estaba lo suficientemente cerca, pudo contemplarlo de pie, con todo su poder, los puños cerrados y un aspecto tan fiero como si de un highlander a punto de entrar en batalla se tratara.

Quería verle el rostro con claridad, grabar su imagen en su mente. Lo único que podía apreciar de él, aparte de la camisa de hilo roja y los raídos pantalones, era su cabello. Era de color caramelo y le caía en unas gruesas ondas sobre los hombros y el rostro.

Hasta que no bajó su mirada hasta el final de su cabello no descubrió el torques que llevaba al cuello. El metal estaba entrelazado formando una trenza tan gruesa como el dedo índice. Y a cada extremo del torques había una cabeza de lobo con la boca abierta en un gruñido. La imagen de aquella criatura tan astuta e inteligente parecía encajar perfectamente con el más joven de los hermanos MacLeod.

Marcail se levantó y se quedó mirando a Quinn. Pudo apreciar por un instante su piel, mientras cambiaba del negro más oscuro al color de la piel curtida que tendría un hombre que hubiese pasado mucho tiempo bajo el sol.

Se preguntó por qué no querría que ella lo contemplara en su forma de guerrero, pero acabaría viéndolo tarde o temprano. A pesar de eso, ella ya se había quedado con la parte más importante: el color de su dios era el de la medianoche.

—Gracias por salvarme.

Él sacudió la cabeza y su cabello se movió sobre sus bronceados hombros.

—No estoy seguro de haberlo hecho. Todos los guerreros del Foso quieren hacerte suya.

Ella se preguntó si él también querría hacerla suya. Acompañó sus palabras con una mirada por encima del hombro a los otros tres guerreros. La observaban atentamente. Uno de los gemelos tomó aire profusamente, con las aletas de la nariz muy abiertas, como si estuviera olisqueándola.

Ella se agarró el vestido con las manos, deseando conservar todavía su daga. Pero, aunque contara con una docena de espadas, no había nada que pudiera ayudarla a mantener a los guerreros alejados si realmente se la disputaban.

—Entonces, ¿por qué me has salvado? —le preguntó a Quinn.

Él se encogió de hombros ante sus palabras.

—¿Qué sabes de Deirdre?

—Lo que todo el mundo sabe. Que lleva viva incontables años y que tiene más poder que cualquier druida, mie o drough, podrá tener jamás. Que lleva siglos capturando druidas y matándolos. Y todos saben lo que les hace a aquellos hombres que cree que pueden ser guerreros.

Arran sacudió la cabeza y se desplazó desde su sitio para colocarse al lado de Quinn.

—Deirdre no solamente mata a los druidas, Marcail. Les extrae la sangre y con ella toda su magia. Deirdre los mata ella misma con sumo cuidado para recoger toda la magia de su sangre.

Marcail miró a Quinn, a la espera de que él confirmara su historia. Asintió, y aquello hizo que la sangre se le helara en las venas a Marcail. ¿Cómo era posible que ninguno de los druidas de su aldea supiera aquello? ¿O acaso lo sabía su abuela y se lo había escondido?

Se cogió la falda del vestido con fuerza en un intento por calmarse.

—Entonces, ¿por qué no me ha matado a mí?

—Esa es la pregunta para la que todos buscamos respuesta —le dijo Quinn.

—Entiendo —Marcail puso los brazos en jarras, intentando no temblar—. Deirdre me quiere muerta. Entonces, ¿por qué me ha lanzado aquí para que acabéis vosotros conmigo?

Duncan frunció el ceño y se quedó mirándola.

—¿Y por qué te quiere muerta?

Marcail se pasó la lengua por los labios y se preguntó si debería decírselo. Había guardado su secreto durante tanto tiempo que había empezado a pensar que su abuela le había mentido. Hasta que Dunmore había ido a por ella.

—La mayoría de los druidas pueden trazar su línea de sangre y remontarse hasta los druidas que ayudaron a dormir a los dioses dentro de vosotros. Mi familia es una de esas.

La mirada tranquila de Quinn se posó sobre la suya.

—¿Por qué tal cosa resulta tan importante?

—Porque uno de mis antecesores ayudó a descubrir el conjuro para dormirlos.

El aire se hizo más denso y se llenó de expectativas. Aquella era una de las razones por la que no había querido contárselo. Les daba esperanza. Y ahora ella tendría que matar esa esperanza.

—El conjuro pasó de generación en generación —siguió explicando Marcail—. Mi madre murió cuando yo era muy pequeña y no me lo transmitió. Sin embargo, mi abuela sí que lo hizo.

—¿Cómo es? —preguntó Arran ansioso—. ¿Puedes decirlo ahora?

Marcail sacudió la cabeza y apartó la mirada de los guerreros.

—Mi abuela me lo reveló cuando yo era una niña. Utilizó su magia para esconderlo en lo más profundo de mi mente y que no pudiera recordarlo.

—¿En absoluto? —preguntó Ian.

—En absoluto, lo siento.

Deseaba poder ayudarlos. Lo haría sin pensárselo. Cualquier cosa para vencer a una bruja como Deirdre.

Quinn movió los pies.

—¿Cómo sabes entonces que conoces el conjuro?

—No lo sé. —Finalmente se obligó a mirar a Quinn—. Los druidas con los que vivía asumieron que lo conocía, y yo procedí de idéntica manera. Ellos ayudaban a proteger a mi familia porque esperábamos el día en que yo sería capaz de utilizar el conjuro.

No era que Quinn no la creyera. Él sabía de primera mano que los druidas poseían una gran magia, pero algo no acababa de sonarle bien.

—Dices que tu abuela te transmitió el conjuro.

—Sí.

—¿Cómo?

Marcail se encogió de hombros.

—Me lo dijo.

—¿Recuerdas cuándo te dijo el conjuro?

—La recuerdo haciendo que me sentara a su lado una vez se había puesto el sol. Fue pocos días después de que mi hermano muriera. Mi abuela era toda la familia que me quedaba. Me dijo que tenía algo importante que contarme.

—¿Y entonces te reveló el conjuro? —preguntó Duncan.

—Sí —susurró Marcail—. Puedo recordar cómo se movían sus labios, pero no recuerdo las palabras.

Quinn se dio cuenta de lo excitados que estaban sus hombres. Él había sentido el mismo estremecimiento de ansia ante las palabras de Marcail, tal como ellos.

—Si no puedes recordar el conjuro, ¿cómo ibas a transmitírselo a tu hijo o tu hija?

—No lo sé.

Ella se hizo a un lado entre Quinn y Arran y se dirigió hacia las sombras.

Quinn no iría tras ella a no ser que abandonara la cueva. Ella se quedó en pie mirando a la pared, dándole la espalda a él. Tembló de frío y se cubrió el cuerpo con los brazos, intentando entrar en calor.

Él suspiró e intentó pensar en el mejor modo de acercarse a Marcail. Quería que confiara en él, quería que lo buscara a él para cualquier cosa. Quinn no sabía de dónde le habían venido aquellos sentimientos, pero una vez los había reconocido, ya no podía ignorarlos.

Fue el sonido de su respiración, temblorosa y agitada lo que le hizo acortar la distancia entre ambos. Él inhaló profundamente su aroma y dejó que se apoderara de todo su ser. Aquel aroma lo sacudía de un modo que no podía explicar, pero al sentir su cercanía la urgencia se encendía en sus venas, haciendo que su cuerpo se estremeciera de pura necesidad.

Tenía que controlarse a sí mismo. Quinn sacudió la cabeza mentalmente para despejarse, pero no podía hacer nada con su erección. Mientras Marcail estuviera cerca, él no podría evitar desearla.

—Estamos intentando averiguar por qué Deirdre no te mató con sus propias manos —le dijo Quinn suavemente, desesperado por tenerla más cerca todavía—. No es su estilo y además no deja pasar ni una oportunidad de sumar más poder al que ya tiene. A no ser que exista una posibilidad de acabar ella lastimada.

Y entonces fue cuando la idea le vino a la cabeza.

—¿Qué más te hizo tu abuela, Marcail?

Ella se giró lentamente para mirarlo. Su cuerpo a solo unos centímetros de distancia.

—Era una druida, Quinn. Siempre andaba susurrando algún tipo de conjuro.

Por primera vez, Quinn se permitió mirarla a los ojos. Gracias al poder de su dios, podía ver tan bien en la oscuridad como a la luz del día. Y lo que vio fueron unos ojos color turquesa tan fascinantes que no podía dejar de mirarlos. Dormida era hermosa. Despierta era impresionante.

Todo lo que ella sentía se traslucía en sus movimientos y en sus ojos. Y, justo en aquel instante, lo contemplaba con tal desesperación y sufrimiento que él solo quería cogerla entre sus brazos y decirle que todo iría bien.

La última mujer a la que había estrechado había sido a su esposa; una esposa que no había querido hacer nada con él una vez casados.

Quinn se negó a pensar en Elspeth. En lugar de eso, se dejó arrastrar por la atractiva y menuda druida que había frente a él.

—¿Existe alguna posibilidad de que ella te protegiera de algún modo?

—Si hubieras conocido a mi abuela, sabrías que cualquier cosa es posible. Mantenía que la muerte de mi madre se podía haber evitado, así como la de mi hermano.

—¿Y tu padre? —preguntó Quinn.

Ella apartó la mirada con una pequeña arruga marcándole la frente.

—Mi padre, al igual que mi marido, murieron protegiendo nuestros hogares de los wyrran.

Quinn sintió como si le hubieran dado una patada en los riñones.

—¿Estabas casada?

—Llevaba poco tiempo casada.

—¿Cuánto?

Ella se encogió de hombros.

—Algo más de un año. Fue un matrimonio concertado. Querían al mejor luchador que hubiera para protegerme.

No fue lo que dijo, sino el modo en que lo dijo (con tanto resentimiento), lo que llamó la atención de Quinn.

—¿No te importaba tu marido?

—Rory era un buen hombre. Intenté ser feliz en mi matrimonio.

—¿Y tu gente quería ampararte?

Ella asintió.

—Siempre defendieron a mi familia.

¿Porque ella sabía el conjuro para dormir a los dioses? ¿O acaso había algo más, algo que Deirdre también sabía y que Marcail ignoraba o no podía recordar?

Demasiadas preguntas.

—¿Qué sucederá ahora? —preguntó Marcail.

Quinn no pudo evitar levantar la mano y tocarle la suave piel del cuello.

—Tú mantente con vida.