29

Quinn miraba fijamente a la pared de piedra que había frente a él. No se había levantado de los pies de la cama de Deirdre desde que había descubierto que ella sabía de la existencia de Marcail en el Foso.

Lo único en lo que podía pensar era en Marcail, en sus maravillosos y exóticos ojos color turquesa y en sus pequeñas trenzas que le enmarcaban el rostro y que mantenía atadas con lazos de oro. Todavía podía saborear la dulce inocencia de sus besos en sus labios, todavía podía sentir el modo en que sus brazos lo envolvían y cómo él había sido el primero en despertar el deseo en su cuerpo.

Había pensado que permanecería a salvo en el Foso hasta que pudiera liberarla a ella y a sus hombres. ¿Cómo podía haber estado tan equivocado? ¿Quién se lo había dicho a Deirdre?

Y de pronto lo supo. Charon.

Aquel maldito guerrero de piel color bronce se las pagaría por haber puesto la vida de Marcail en peligro. Quinn se lo prometió a sí mismo. Disfrutaría haciendo sufrir a Charon mucho y repetidas veces.

Quinn se pasó las manos por la cabeza y las bajó hasta el pecho. Deirdre lo había dejado solo en sus aposentos, y él estaba convencido de que estaría encerrado bajo llave. Ella no había dicho nada, solo se había dado la vuelta y se había marchado cuando uno de los wyrran le había susurrado algo al oído. No estaba seguro de que Deirdre fuera a dejar libre a Marcail, tal y como le había dicho que haría.

Es posible que él pudiera disuadir a Deirdre para que no la matara. Por lo menos, si Marcail seguía en algún lugar de aquella montaña podría llegar a ella algún día, de algún modo.

Sin embargo, sabía que Deirdre no estaría satisfecha hasta ver a Marcail muerta. La bruja era demasiado perversa como para hacer otra cosa.

Quinn pensaba que no podía odiar más a Deirdre, pero al parecer estaba equivocado. Estaba enfadado, sí, pero la tristeza al pensar en la pérdida de Marcail sobrepasaba con creces a la ira.

Contempló sus manos. No había ninguna garra a la vista y en su piel tampoco descubrió ninguna mancha negra. Era casi como si el dios ya no se hallara en su interior.

La puerta de la habitación se abrió de par en par. Quinn no se giró para mirar a Deirdre. Podía sentir su magia negra y el mal en su interior.

—Marcail está esperando —dijo Deirdre—. Está deseosa por abandonar mi montaña. No entiendo que alguien pueda querer abandonar este maravilloso lugar.

Quinn no se molestó en responder. Se puso en pie y miró a Deirdre a los ojos, agradecido de que Marcail pudiera salir de allí.

—Llévame con ella.

Deirdre arqueó una de sus cejas blancas.

—No intentes hablar con ella, Quinn. Te permito que la veas marchar. Eso debería de ser suficiente.

No lo era, pero si se quejaba era probable que Deirdre decidiera encerrarlo en la habitación.

—Llévame con ella —repitió.

Deirdre se dio la vuelta y abandonó la habitación. Quinn la siguió, sin preocuparse por las escaleras y las puertas por las que pasaba. Tenía la atención fija en Marcail.

Cuando pudo verla fue como si los rayos del sol inundaran su rostro. Era tan hermosa. Simplemente se quedó mirando a aquella mujer menuda, con unas curvas tan perfectas que había reclamado su atención inmediatamente.

Quería ir hacia Marcail y cogerle una de aquellas trenzas que siempre le caían por la cara. Quería abrazarla e inhalar su perfume a rayos de sol entre la lluvia, ese aroma que solo le pertenecía a ella. Pero debería conformarse solo con verla.

Los ojos color turquesa de Marcail se encontraron con los suyos. Ella le ofreció una leve sonrisa antes de seguir al wyrran que la guió hacia unas escaleras que conducían a una puerta abierta.

Quinn dio un paso atrás y tropezó con una de las sirvientes de Deirdre. Ella dio un grito ahogado y Quinn murmuró una disculpa. Estaba perdido en el aroma de Marcail, un olor que sabía que nunca más podría volver a disfrutar.

Él no miró a la sirviente, no ahora que estaba a punto de perder a Marcail para siempre. Tan pronto como Marcail hubo atravesado la puerta, Quinn cogió las escaleras, subió de tres en tres los escalones, y se quedó de pie frente a la puerta.

—Te dije que la liberaría —dijo Deirdre mientras se ponía a su lado.

Quinn asintió con la cabeza y observó a Marcail, que comenzaba a andar por la nevada montaña.

—Y lo has hecho.

—¿Estás preparado para cumplir tu palabra?

Él suspiró y giró la cabeza hacia ella.

—Lo estoy.

—Bien. Regresa a mis aposentos y espérame. Tengo algunas… tengo algunas cosas pendientes que debo atender de inmediato.

Quinn bajó las escaleras y pasó por delante de la sirviente con la que había tropezado. Ella no inclinó la cabeza como las demás hacían y él no pudo evitar sentir como si lo estuviera mirando fijamente.

Todo en la montaña de Deirdre era extraño, así que no pensó demasiado en la sirviente. Regresó a los aposentos de Deirdre y se sentó de nuevo sobre la cama.

Debería estar eufórico por haber logrado que Marcail por fin obtuviera su libertad, pero todavía le pesaba el pecho. Sus hermanos estarían tranquilos y Marcail fuera de la montaña. ¿Era entonces porque sus hombres seguían presos en el Foso? Tenía que ser eso, supuso Quinn. Había conseguido casi todo lo que pretendía de Deirdre.

Ahora, ya solo tenía que enfrentarse a la parte más difícil.

Larena corrió lo más rápido que pudo por el pasillo. Ramsey estaba en lo cierto, era verdaderamente fácil entrar en la montaña de Cairn Toul. Demasiado.

Superado el primer paso y ya en la base de la montaña, Larena se había detenido para escuchar a los guerreros. Los oyó hablar de una druida que, de algún modo, había escapado de Broc.

Larena se preguntó si realmente la druida había huido de él o si Broc la había ayudado. Si esa era la misma mujer a la que había auxiliado Quinn, entonces era lógico que Broc la socorriese ahora. Larena solo deseaba que la druida pudiera mantenerse lejos del camino de Deirdre y pudiera finalmente escapar de aquella montaña.

Por mucho que Larena quisiera ayudar a la mujer, su primera prioridad era Quinn. No podía soportar la idea de regresar junto a Fallon y Lucan y decirles que no había podido liberarlo. Se negaba a imaginar algo así. Si por el camino se presentaba la ocasión de ayudar a Marcail o a alguien más, entonces Larena lo haría.

Redujo la marcha y se detuvo al ver que un grupo de guerreros se dirigía hacia ella. Ellos no podían verla, pero si no se apartaba de su paso, tropezarían.

Larena abrió la primera puerta con la que se topó y entró. La habitación se encontraba vacía, pero había sangre seca sobre las piedras que tenía bajo sus pies.

Cuando los guerreros pasaron por delante de ella, oyó que mencionaban el nombre de Quinn. Se deslizó fuera de la habitación y siguió a los guerreros el tiempo suficiente como para averiguar que Deirdre había convencido a Quinn de que se pusiera de su lado.

Aquella noticia le rompería el corazón a Fallon. Larena sacudió la cabeza, todavía decidida a encontrar a Quinn y a comprobar por sí misma lo que acababa de oír.

Se giró y volvió sobre sus pasos. Ramsey y Galen le habían dicho que era probable que pudiera encontrar a Quinn en los aposentos de Deirdre si ya no lo tenía encerrado como prisionero. Y después de haber oído a los guerreros, era obvio que Quinn ya no estaba enclaustrado en las mazmorras.

Cuando encontrara a Quinn, comenzaría el auténtico peligro. Para poder hablar con él, tendría que estar a solas. Como él no sabía nada de su existencia, cabía la posibilidad de que no la creyera. Pero ella tenía algo que lo convencería.

Deirdre tamborileó con sus largas uñas sobre la pared de rocas. Quinn había creído que había visto a Marcail abandonar la montaña, cuando en realidad todo había sido simplemente magia, magia negra. Si hubiese intentado hablar con Marcail, se hubiera dado cuenta de que no era ella.

Pero descubrir dónde estaba aquella maldita mie era lo que hacía que Deirdre se hubiese puesto tan furiosa y lo que la mantenía alejada de Quinn para poder tener, por fin, todo su cuerpo para ella sola.

—¿No la has encontrado? —le preguntó Deirdre a Broc.

El guerrero alado sacudió la cabeza.

—Estaba magullada de tantos golpes que había recibido y sabía que se le había terminado el tiempo de seguir escondida. Nunca me hubiera imaginado que podría reunir el valor necesario para salir huyendo.

—Sabes que vas a recibir un castigo por esto. Severo.

Broc inclinó la cabeza en una especie de reverencia.

—No espero menos de vos.

—¿Has utilizado los poderes de tu dios, Broc? —preguntó Deirdre.

Él asintió una sola vez con la cabeza.

—Ella sigue en la montaña.

—Pero eres incapaz de encontrarla.

Los ojos azul oscuro del guerrero se contrajeron un instante.

—No os he fallado antes. No os fallaré esta vez.

No se dejó engañar por su humildad. Dentro de Broc estaba fermentando una naturaleza vengativa que hasta el momento ella había podido contener. Pero durante cuánto tiempo más tendría ella control sobre él, no podía saberlo. Comoquiera que fuese, se aseguraría de que permaneciese a su lado tanto tiempo como ella quisiera.

—Ayudarás a William y a los otros. Quiero que registréis esta montaña de arriba abajo. No ha salido todavía de aquí, y me aseguraré de que no lo haga.

—Sí, señora —dijo William, que estaba al lado de Broc, antes de que ambos se marcharan.

William todavía estaba recuperándose de la tortura que había exigido Quinn, pero siempre se mostraba dispuesto a servir a Deirdre.

Deirdre se dio la vuelta para darle órdenes a la sirviente que había visto en pie junto a ellos y descubrió que la mujer había desaparecido.

—¿Dónde está la sirviente que estaba justo aquí hace un instante? —preguntó al resto de los guerreros.

Un wyrran le dio unos tirones a la falda y señaló sus aposentos.

Deirdre contrajo la mirada. Acarició la cabeza del wyrran y se quedó mirando detenidamente hacia donde le indicaba. Divisó a la sirviente junto a la puerta de su habitación. Deirdre se acercó a ella por la espalda y le arrancó el velo de la cabeza.

En lugar de descubrir unos cabellos cortos, Deirdre vio una larga cabellera escondida por el cuello del vestido. Marcail se dio la vuelta, las trenzas que le cubrían la parte superior y los lados de la cabeza saltaron con el movimiento.

—No puedes alejarte de él, ¿verdad? —le dijo Deirdre—. Podrías haber salido de aquí si te hubieses olvidado de Quinn.

—Nunca podré olvidarlo —dijo Marcail entre dientes.

Deirdre soltó una carcajada.

—Y eso, querida, será tu perdición. He planeado algo especial para ti.

Con un chasquido de sus dedos, los guerreros rodearon a Marcail. Deirdre observó a la druida de arriba abajo. No sabía qué era lo que había llamado la atención de Quinn. En cualquier caso, él ya la creía muy lejos de allí. Y ella se aseguraría de que nunca llegase a creer lo contrario.

—Llevadla a la habitación y preparadla —les ordenó Deirdre.

Por mucho que Deirdre quisiera ir con Quinn, primero tenía que ocuparse de Marcail. Si este llegaba a descubrir alguna vez que lo había engañado, nunca accedería a acostarse con ella y no le daría el hijo que necesitaba.

Deirdre siguió a sus guerreros mientras conducían a Marcail lejos de Quinn. Se frotó las manos. Es posible que no pudiera matar a Marcail, pero podía hacer otra cosa casi mejor.

Los guerreros empujaron a la druida dentro de un cuarto y ella cayó de rodillas. Deirdre pudo oler su sangre y la magia que corría por sus venas y sonrió.

—Este lugar es donde mato a los druidas.

Marcail se puso en pie y se quedó mirándola fijamente.

—No puedes matarme.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Si pudieras, ya lo hubieras hecho cuando me trajeron a la montaña. En lugar de eso, me lanzaste al Foso con la esperanza de que alguno de los guerreros que había allí lo hiciera por ti. Y que él fuese quien sufriera las consecuencias de los conjuros de mi abuela.

Deirdre se encogió de hombros.

—Supongo que a estas alturas no tiene ningún sentido negarlo. No, Marcail, no voy a matarte. ¿Sabes? Tu abuela era una druida muy poderosa.

—Lo sé —dijo Marcail.

Deirdre hizo caso omiso de la interrupción.

—Sabía que existía la posibilidad de que yo te capturara, así que se aseguró de protegerte con conjuros. Son muchos y muy poderosos. Si alguien te mata, el responsable de tu fallecimiento sufre una muerte horrible.

—Una lástima que supieras de la existencia de esos conjuros de protección —dijo Marcail—. Mi muerte no importaría nada si con ella se conseguía acabar con tu existencia.

—Vaya, eres una muchacha muy valiente —dijo Deirdre—. ¿Es eso auténtico coraje o un miedo tan atroz que hace que te levantes contra mí y luego, de pronto, te arrodilles a suplicar piedad?

Marcail puso los ojos en blanco.

—He visto lo que puede hacer tu magia negra. He visto la facilidad con la que les quitas la vida a los demás. Hubo un tiempo en que te tuve miedo, pero me has demostrado que, incluso con tanto poder, tienes un punto débil.

—No tengo ningún punto débil.

El rostro de Marcail se iluminó lentamente con una sonrisa.

—Pero sí que lo tienes. El hijo de la profecía, lo quieres. ¿Cuánto tiempo has esperado, Deirdre? ¿Se ha vuelto tu útero un órgano frío y yermo? ¿Puede acaso tu cuerpo albergar vida?

Deirdre se abalanzó sobre Marcail y le dio una bofetada antes de tener tiempo de pensar en lo que estaba haciendo. La cabeza de la druida se giró a un lado con la fuerza del golpe. Deirdre sonrió al ver que había puesto a Marcail en su sitio. Hasta que oyó a la druida riéndose.

—¿Es eso todo lo que puedes hacer? —le preguntó Marcail mientras se tocaba el labio sangrante.

Deirdre abrió la boca para responder cuando un agudo dolor le atravesó el cuerpo. Era un dolor como nunca antes había sentido y supo en aquel mismo instante que se trataba de los conjuros que protegían a Marcail.

Deirdre cerró los ojos para intentar superar aquel punzante dolor, pero las carcajadas de Marcail se hacían cada vez más fuertes. Durante un buen rato, Deirdre no pudo hacer nada más que quedarse allí quieta y luchar contra la agonía que le inundaba el cuerpo. Era como si cientos de diminutos cuchillos se le clavaran y le rasgaran la piel.

Y si no hubiera sido por su magia, que mantenía el dolor bajo control, hubiera caído de rodillas. Cuando por fin pudo soportar el dolor, Deirdre abrió los ojos y vio a Marcail con una sonrisa de satisfacción, observándola.

—Espero que hayas disfrutado, porque allá donde tú vas, no hay nada. ¡Cogedla! —gritó Deirdre.