Un grito se alojó en la garganta de Marcail cuando el suelo empezó a deslizarse bajo sus pies. Estaba cayendo al Foso.
Sé fuerte. Céntrate. ¡Piensa!
Su cuerpo se golpeó contra una roca fuertemente y ella luchó por asirse a las piedras y poder trepar. Hizo caso omiso del dolor que sentía en todo su cuerpo y se concentró en no caer. Sus dedos seguían aferrándose a las lisas rocas. La oscuridad la iba alcanzando cada vez más deprisa a medida que se cerraba la puerta del Foso.
Entonces, gracias a todos los santos, encontró un apoyo. Se cogió a él con todas sus fuerzas. Los dedos le dolían por el esfuerzo. Solo quería un instante para orientarse, escalar y salir de allí.
Pero se había olvidado de que los guerreros y los wyrran la estaban rodeando. Demasiado tarde, vio por el rabillo del ojo a un guerrero que se dirigía hacia ella. Sus pies chocaron contra sus costillas y le provocaron un dolor agudo e insoportable.
Los dedos perdieron fuerza y se soltaron de su punto de agarre, a la vez que su mente le gritaba que no se dejara caer.
Y de pronto caía.
Con un ruido sordo, se golpeó contra un costado, lo cual la dejó aturdida y con la cabeza dándole vueltas. No se movía por miedo al dolor que sentiría. Los segundos se transformaron en horas mientras la multitud que había arriba gritaba y bramaba, llena de excitación. ¿Qué era lo que sabían ellos que ella no sabía?
Entonces lo oyó.
No estaba sola en la oscuridad.
Marcail dejó de un lado el dolor que sentía por todo su cuerpo y arqueó una ceja para intentar distinguir algo en la oscuridad. ¿Quién estaba allí? O mejor dicho, ¿qué? Podía sentirlos observándola. Y esperando.
Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando oyó el primer rugido. Se le revolvió el estómago y luego se le hizo un nudo en la garganta cuando el pavor se apoderó de ella. Entonces supo qué la rodeaba. Eran guerreros.
Le dolía todo el cuerpo y estaba convencida de que tenía varias costillas rotas. Sin embargo, no era momento para pensar en ello, no cuando una muerte segura la esperaba.
El primer guerrero dio un paso hacia delante y salió de las sombras. Tenía una piel verde claro, del color de los primeros brotes de la primavera. Se puso en cuclillas delante de ella, con los labios estirados mostrando unos enormes colmillos. Su pelo sin brillo era de un tono indeterminado, lleno de suciedad, que también le cubría el rostro y lo ocultaba prácticamente, excepto unos centelleantes ojos verdes.
Iba a abalanzarse sobre ella y destriparla con sus afiladas garras verdes. Ella había gastado todo su valor con Deirdre. Ahora, lo único que le quedaba era el terror que se desplegaba sobre ella como un pesado manto y que no la dejaba ni moverse ni respirar.
Levántate. Eres una druida. Actúa como tal.
Pero no tenía armas, no tenía nada con lo que defenderse, aparte de su magia, que de poco le iba a servir contra aquellos seres. Quería encogerse en un ovillo y dejar que fluyeran las lágrimas.
¿Qué pensaría tu abuela?
Otro guerrero se unió al primero. Este tenía la piel gris brillante. Ladeó la cabeza y se pasó la lengua por los labios.
Por favor, señor…
Un guerrero de color blanco salió de las sombras y la observó con aquellos ojos blancos como la leche. No parecía tener demasiado interés en ella, como si le importara más lo que los otros guerreros estuvieran haciendo.
Se oyó un profundo y feroz rugido, cargado de muerte y amenaza, a su izquierda, que hizo que los otros guerreros miraran en aquella dirección. Un sudor frío impregnó el cuerpo de Marcail mientras el pánico se abatía sobre ella.
Todo sucedió muy deprisa. Los guerreros se quedaron escrutando un momento la oscuridad y, de pronto, el rugido atronó a su lado y empezó a crecer más y más hasta que a Marcail le dolieron los oídos.
Y entonces algo grande y negro emergió de las sombras y se abalanzó hacia ella.
Marcail ahogó un grito y se abrazó a sí misma, aguardando el dolor que sabía inminente. Solo que no hubo nada.
Algo la cogió por la cintura y la lanzó a las sombras, como si su peso no fuera mayor que el de la hoja de un árbol. El cuerpo ya herido de Marcail se sacudió de nuevo por el dolor que le causó estrellarse contra la pared de piedra. Se dio un golpe en la cabeza con algo duro.
Intentó centrar la mirada, pero todo lo que podía ver era una masa de cuerpos de colores desollándose vivos.
Y entonces la oscuridad se apoderó de ella.
Quinn esperó hasta que los otros guerreros se dieron cuenta de que estaba dispuesto a luchar eternamente si era necesario. Uno a uno se retiraron a sus cuevas. No regresó a las sombras hasta que se quedó solo. Le había costado días luchar contra todos los guerreros del Foso para proclamar su hegemonía sobre ellos cuando llegó.
Aun así, ellos seguían poniéndolo a prueba. Al fin y al cabo eran todos hombres de las Highlands.
Pese a todo, hubo unos cuantos que se unieron a él y le cubrían las espaldas. Sin embargo, no confiaba plenamente en nadie que estuviera en aquel infierno.
Quinn suspiró y se giró hacia donde había lanzado a la mujer. Había podido olerla antes de que Deirdre la hubiera arrojado al Foso. Olía a rayos de sol entre la lluvia. Había sabido lo que Deirdre deseaba de los guerreros tan pronto como la habían puesto frente a la puerta del Foso, pero él les advirtió que se mantuvieran lejos de la druida.
Tampoco le sorprendió ver que los otros guerreros se acercaban a ella. No es que los culpara por ello. Aquella mujer era justo lo que cualquier hombre desearía después de haber estado tanto tiempo en la oscuridad, especialmente con las ansias, tanto físicas como psicológicas, a las que los guerreros tenían que enfrentarse constantemente.
Pero Quinn sabía que no podía ceder a las necesidades de Apodatoo, el dios de la venganza que estaba en su interior. Ahora no, no antes de que sus hermanos hubieran venido a por él.
Los dioses ascendieron de las profundidades del Infierno muchos siglos atrás para tomar posesión de los cuerpos de los guerreros celtas más fuertes y enfrentarse así a Roma y a su gran ejército.
Los druidas no se habían dado cuenta de lo que habían hecho al despertar a los dioses y tampoco es que tuvieran ninguna otra opción. Roma había estado destruyendo Britania poco a poco. Los celtas hicieron lo que tenían que hacer para asegurarse de que su tierra siguiera siendo suya.
Pero, una vez que derrotaron a los romanos, los druidas no fueron capaces de convencer a los dioses de que abandonaran a los hombres. Los celtas entonces se convirtieron en guerreros, hombres dotados con la inmortalidad y con poderes inimaginables. Por muy poderosos que fueran los druidas con su magia, no se podían comparar con los guerreros.
Los druidas, divididos en dos sectas, volcada una en el bien y otra en el mal, como último recurso unieron sus fuerzas para dormir a los dioses dentro de los hombres. Funcionó, pero nadie se hubiera imaginado jamás que los dioses pasarían de generación en generación como herencia de sangre con la esperanza de ser liberados de nuevo.
Y entonces sucedió. Empezando por Quinn y sus hermanos.
Quinn cerró los ojos con fuerza mientras pensaba en aquel fatídico día y en la muerte y la sangre que habían cubierto la tierra que él amaba. Su vida se había visto irremediablemente alterada en un abrir y cerrar de ojos y no había nada que él pudiera hacer para cambiarlo, aparte de luchar contra el dios que llevaba en su interior. Y aferrarse al más mínimo resquicio de esperanza que existiera.
Con tal de conseguir que su dios no tomara el control, Quinn hizo lo que sabía que hubieran hecho sus hermanos, salvar a la mujer.
Dobló los dedos, juntando sus afiladas y mortíferas garras, e hizo una mueca de dolor a causa de las heridas que tenía en el costado y en la espalda. Cicatrizarían, pero no lo suficientemente rápido, no si más guerreros volvían a atacar. Y lo harían. Querían a la mujer.
Pero él también.
Se dirigió hacia su cueva, donde la había tirado, y se detuvo frente a ella. Había sentido su magia tan pronto como ella cayó en el Foso. ¿Pero qué pretendía Deirdre sepultando a una druida en el Foso con los guerreros? Y más importante todavía, ¿por qué no se movía la druida?
¿La había lanzado con tanta fuerza que la había dejado inconsciente? O peor aun, ¿la había matado? Quinn había intentado controlar su fuerza, pero a veces se olvidaba lo vigoroso que lo había hecho su dios.
Quinn se arrodilló al lado de la mujer y le puso un dedo bajo la nariz. Su respiración tibia y regular le acarició la piel negra y entonces él soltó un suspiro de alivio.
—¿Está herida?
Quinn levantó la mirada sobre su hombro y encontró observándolo a Arran, un guerrero blanco que reconoció el nombre de Quinn y se alió con él cuando lo recluyeron en el Foso.
—Todavía respira, pero me temo que la he quitado de en medio con demasiada brusquedad —respondió Quinn.
Arran se dirigió hacia él lentamente, examinando con la mirada las sombras para poder averiguar dónde se escondían y esperaban los otros guerreros. En el Foso, ningún guerrero podía permitirse el lujo de adoptar su forma humana, pues corría el riesgo de ser asesinado.
Quinn miró a la mujer. Había gritado cuando las piedras se movieron bajo sus pies, pero desde entonces no había emitido el más mínimo sonido. Ni siquiera cuando uno de los guerreros de Deirdre la había pateado, y, por la manera en que se había estremecido, sabía que eso tenía que haberle dolido.
—La caída ha sido brutal —dijo Arran—. Debe de haberse roto varios huesos en el descenso.
Quinn asintió con la cabeza. Estaba convencido de ello, pues él mismo se había fracturado un brazo y varias costillas cuando lo arrojaron al Foso. Si se había roto algo, esperaba poder descubrir dónde para intentar ayudarla, pero rezaba con todas sus fuerzas para que no se hubiera roto nada. Ella era mortal y no podía sanar sus heridas como ellos.
—¿Quieres que le eche un vistazo? —preguntó Arran.
Quinn prefería rehusar la oferta de Arran, pues no deseaba que nadie más tocara a aquella mujer. Él la había reclamado como suya en el momento en que la había salvado. Era su obligación cuidar de ella. Quinn sacudió la cabeza y se dio cuenta de que estaba actuando como Lucan cuando su hermano había llevado a Cara al castillo. Era ridículo que Quinn quisiera a la druida solo para él. Pero a pesar de ser consciente de ello, eso no hizo que su ansia por ella disminuyera.
Un ansia que había empezado justo en el instante en que había visto su valentía, su hermosura.
—Puedes ayudarme —cedió.
Juntos, los hombres la inspeccionaron y para alivio de Quinn no encontraron ningún hueso roto. Tenía un golpe de tamaño considerable en la parte de atrás de la cabeza y estaba convencido de que le dolerían las costillas durante una temporada. Aunque no las tuviera rotas, seguro que estaban magulladas e incluso eso sería doloroso y largo de curar.
—¿Qué vas a hacer con ella? —le preguntó Arran mientras se ponía en pie.
Quinn se encogió de hombros y se sentó sobre una gran roca que había al lado de la mujer.
—No lo sé.
—Es evidente que Deirdre la quiere muerta.
—Después del espectáculo que hemos ofrecido, estoy seguro de que creen que lo está.
Arran soltó una risotada.
—Deirdre te quiere a ti, por si te habías olvidado. Se ha mantenido alejada pero ¿cuánto tiempo más crees que pasará hasta que venga a buscarte? ¿Y si entonces encuentra a la mujer?
—No tengo respuestas, Arran. Solo sé que tenía que salvarla. Y seguiré protegiéndola durante el tiempo que pase en el Foso.
Arran levantó las manos frente a él, sus blancas garras brillando en la oscuridad y su largo cabello negro fundiéndose con las sombras.
—Tranquilo, Quinn. Sabes que tienes mi lealtad. Solo espero que sepas lo que estás haciendo. Una mujer aquí abajo, entre guerreros que no han visto ni olido una en años, puede resultar muy complicado.
Quinn se pasó la mano por el rostro. ¿Qué había hecho? Sí, el olor a mujer de la druida era imposible de disimular y sí, ella había hecho que afloraran en él sus instintos de protección. Pero Arran tenía razón. Los otros guerreros del Foso la querrían para ellos y no para descuartizarla. La querrían para satisfacer su lujuria sobre ella.
Y, que Dios lo ayudara, él no podía culparlos.
Su miembro había estado erecto desde el primer instante en que había olfateado su olor a rayos de sol entre la lluvia. A pesar del monstruo que él era y el malvado lugar en el que se encontraban, no podía evitar querer ayudarla.
—Ian y Duncan también te han mostrado su lealtad —dijo Arran—. Ellos nos ayudarán con esto.
—Sí.
Quinn observó a los dos guerreros que permanecían de pie a ambos lados de la entrada de la cueva que Quinn había hecho propia. Los gemelos. Al igual que Quinn y sus hermanos, ellos eran guerreros fuertes, pero cuando luchaban juntos, resultaban letales.
Ian y Duncan lo protegerían. Pero ¿cuánto tiempo duraría aquello antes de que la lujuria se apoderara también de ellos?
La mirada de Quinn se posó sobre la de un guerrero con la piel color cobre que había al otro extremo del Foso. Charon se mantenía alejado. No se había enfrentado ni se había aliado con Quinn, pero lo observaba con frecuencia. Ahora podía ver los ojos cobrizos de Charon fijos sobre la mujer, desbordados de depravación.
Maldita sea.
Quinn soltó un suspiro profundo. La vida era un infierno en el Foso y ahora había añadido más tormentos a su existencia. Se decía a sí mismo que había salvado a la mujer en un acto de pura humanidad, pero lo cierto era que lo había hecho porque una vez había sentido su olor, una vez la había visto, tenía que tenerla para sí.
¿Qué le pasaba? Se suponía que debería estar concentrándose en mantener a su dios bajo control mientras esperaba a que Lucan y Fallon lo rescatasen. Quinn no tenía ninguna duda de que sus hermanos vendrían a por él. Era lo que más deseaba y lo que más temía.
Si Deirdre capturaba a sus hermanos también, estarían condenados de un modo que ni siquiera podía llegar a imaginar.
Quinn se maldijo a sí mismo como había hecho cientos de veces desde que había despertado preso en la odiada montaña de Deirdre. Había salido huyendo de sus hermanos y del amor que ellos le ofrecían solo porque no podía soportar estar cerca de Lucan y su esposa Cara. El amor que ellos compartían le recordaba a Quinn todo lo que nunca había tenido y que nunca tendría.
Pero ahora, lo único que anhelaba era regresar a las ruinas de su castillo y a todos los recuerdos que encerraban las derruidas piedras.
—Podemos mantenerla escondida durante un tiempo.
Quinn hizo una mueca mientras las palabras de Arran penetraban en sus pensamientos.
—Puede. Aquí abajo hay al menos doce guerreros. A la mayoría no los vemos porque se mantienen alejados.
—Después de que dejaras claro ante todos que tú dominabas el Foso… —dijo Arran con un punto de humor en su voz.
Quinn apartó los ojos de Arran y resopló. Dominar el Foso le había costado una semana que había resultado ser espantosa, y no solo por las heridas de su cuerpo, sino porque había tenido que liberar a su dios para poder sobrevivir.
Solo él, Arran y los gemelos sabían que cuando Quinn estaba entre las sombras de su cueva volvía a transformarse en el hombre que era. Suponía un gran riesgo, que Quinn afrontaba cada vez que lo hacía, pero estaba ya tan cerca de ceder ante su dios y permitir que tomara el control, que no podía permitirse que eso llegara a suceder.
No después de haber sobrevivido en esta montaña las últimas semanas.
—¿Has podido oír algo de lo que ha dicho Deirdre? —le preguntó Quinn para apartar sus pensamientos de la desesperanza que se iba apoderando de su alma día a día.
Arran se puso en cuclillas a su lado.
—Estaba observando a los otros para ver qué hacían cuando cayó la mujer. Es una druida, ¿verdad? Puedo sentir su magia.
—Tienes razón, Arran. Es una druida. Pero entonces, ¿por qué no matarla como ha hecho Deirdre con todos los otros druidas? —preguntó Duncan.
Quinn levantó la mirada hacia la derecha y se encontró con el cuerpo azul claro de uno de los gemelos. Detrás de Duncan estaba Ian, que se acercaba para poder escuchar.
—Eso es lo que he estado pensando, Duncan. Deirdre acaba matando a todos los druidas que entran en esta montaña.
—Todavía hay unos pocos que siguen vivos —lo corrigió Arran—. Isla es una de las que Deirdre ha mantenido con vida.
—Sí. —Quinn se rascó el rostro barbudo, deseando poder afeitarse—. Eso hace. Pero ¿por qué procede así con esta?
Ian cruzó los brazos sobre el pecho y observó a la mujer, que yacía a sus pies, con una ceja arqueada.
—¿Qué tiene esta druida para que resulte tan especial?
Quinn les hizo un gesto a sus hombres para que se acercaran. No quería que sus palabras pudieran oírse más allá.
—Debe de haber una razón de peso para que Deirdre no haya matado ella misma a esta druida y utilizado su sangre para aumentar su poder. ¿Alguno de vosotros tiene la menor idea de lo que puede ser?
Los gemelos intercambiaron una mirada entre ellos antes de sacudir la cabeza.
—Nosotros apenas sabemos nada de los druidas, Quinn. Ya lo sabes —dijo Duncan.
Quinn miró a Arran y lo encontró con el ceño fruncido y la mirada perdida.
—¿Arran?
—Yo diría que la druida sabe algo, pero si así fuera, Deirdre simplemente la hubiera matado. No tiene ningún sentido. Tiene que existir una buena razón para que Deirdre no la haya matado para incrementar su magia.
—Tenemos que descubrir cuál es esa razón. —Quinn se puso en pie y se quedó observando sus manos, todavía con las garras negras visibles. Aquellas garras eran lo suficientemente largas y afiladas como para cortar un árbol en dos. No estaban hechas para tratar con la suave piel de una mujer.
Durante los trescientos años que Quinn se había dejado llevar por la rabia de haber perdido a su mujer y a su hijo en la masacre de su clan, había permitido que su dios adquiriese demasiado control sobre él. Ahora, odiaba ver la figura de su dios en la forma que fuera.
—Tendremos que esperar a que se despierte. Hasta entonces, seguiremos vigilando. No quiero que ninguno de los guerreros se acerque a ella —les ordenó Quinn.
Los tres guerreros asintieron con la cabeza y empezaron a moverse para ocupar sus puestos en la entrada de la cueva.
Quinn echó un vistazo al Foso. En el centro había un espacio bastante grande desde el que Deirdre lanzaba a sus víctimas y observaba cómo se desarrollaban las batallas. En las paredes de aquella zona estaban las cuevas donde los guerreros habían hecho sus casas.
O prisiones sin barrotes, como solía pensar Quinn que eran.
La suya era la más grande, pero la había conseguido cuando demostró su hegemonía en el Foso. No había tenido que matar a otros guerreros para lograr la supremacía, y la cueva era lo suficientemente grande para que él y los otros tres guerreros pudieran ocuparla sin sentirse agolpados. A pesar de eso, Arran y los gemelos tenían sus propias cuevas a ambos lados de la de Quinn.
La cueva también tenía una losa en el fondo que Quinn utilizaba para acostarse, pese a que no pudiera dormir. El sueño lo había abandonado desde que lo llevaron a la montaña. De todos modos era lo mejor. En el momento en que cerraba los ojos podía ver o bien los rostros de sus hermanos o bien soñaba que su dios obtenía el control sobre él y se aliaba con Deirdre.
Quinn arrastraba una gran culpa por haber abandonado a sus hermanos y haberlos puesto en el aprieto de tener que liberarlo, de ahí que no quisiese ver sus rostros ni dejar brotar sus recuerdos.
Habían pasado casi trescientos años asegurando el castillo y enfrentándose a cualquier wyrran que se había atrevido a acercarse demasiado a su hogar. Hasta el castillo habían llegado más guerreros dispuestos a enfrentarse a Deirdre en la guerra que estaba por llegar.
¿Y qué había hecho él? Quinn lo había estropeado todo al salir huyendo.
¿Cómo podía haber obrado así con Lucan y Fallon? Después de todo lo que ellos habían hecho por él… Sus hermanos habían estado a su lado incontables veces para convencerlo de que controlara a su dios.
Había sido Lucan el que los había llevado de vuelta al castillo porque había pensado que aquello ayudaría a Quinn; Quinn no había querido ir, pero Lucan tenía razón. La vuelta al hogar había ayudado a Quinn a calmarse de un modo que no podía explicar.
Con un suspiro, Quinn cogió a la druida entre sus brazos y se puso en pie. No pesaba más que una pluma, pero el contacto de su suave cuerpo hizo que Quinn se diera cuenta del tiempo que había pasado sin una mujer.
Mantuvo aquel suave cuerpo y aquellas curvas entre sus brazos más tiempo del que era necesario antes de dejarla sobre la losa que él utilizaba como cama. Ansiaba acostarse a su lado y sentir su calor; deseaba tocar su piel. Anhelaba probar sus labios. Le apartó los enmarañados mechones del rostro y se sorprendió al descubrir unas pequeñas trenzas en el centro de su cabeza y en las sienes.
Quinn sonrió mientras sujetaba entre sus dedos una de las trenzas. Era descendiente de los celtas. La magia cabalgaba por sus venas para que todos pudieran sentirla. Era fuerte, muy fuerte.
Volvió a preguntarse por qué Deirdre no la había matado. Pese a que el Foso estaba mucho más abajo del lugar que Deirdre utilizaba como salón principal, Quinn había podido oír decir a Deirdre que la druida pensaba que los MacLeod podían salvarla.
¿No la había matado porque la druida sabía de su existencia y de la de sus hermanos? No, no creía que aquello pudiera detener a Deirdre. Tenía que haber algo más. Si había algo que Quinn sabía de Deirdre era que estaba dispuesta a cualquier cosa para asegurar su propia supervivencia. Deirdre pensaba sobre todo, ante todo y en primer lugar en ella misma.
Esa era una de las muchas razones por las que había durado tanto tiempo. Y además, porque utilizaba la magia negra que tenía. El odio hacia Deirdre recorrió el cuerpo de Quinn, haciendo que su dios se revolviera y deseara salir libre. Su dios prometía venganza y, por un instante, Quinn estuvo a punto de ceder.
Se concentró en luchar contra su dios y en recuperar el control de nuevo. Cada vez le resultaba más complicado. Quinn no sabía cuánto tiempo más tendría antes de que el dios tomara el control por completo.
Quinn se quedó quieto al oír el gemido de la mujer. Sufriría un gran dolor, pero no había nada que él pudiera hacer para evitarlo. Además en el Foso hacía frío. Estaban en un agujero abierto en las profundidades de la montaña y el agua no cesaba de brotar por las paredes, haciendo que además el Foso fuera un sitio húmedo.
Frotó sus manos contra los desnudos brazos de la mujer y se dio cuenta de lo fría que estaba su piel. Quinn pensó rápidamente qué harían Lucan y Fallon por la mujer. No tenía comida, mantas, nada con lo que ayudarla a soportar el dolor. ¿Había conseguido simplemente prolongar su muerte?
Quinn se recostó en la losa junto a sus piernas y empezó a pensar en Lucan y en la mujer que su hermano amaba. Cara era perfecta para su hermano en todos los sentidos. Se preguntaba si se habrían casado. Suponía que sí, aunque el simple hecho de pensar en la ceremonia sin él, le produjo tal dolor en el pecho que hizo que le costara respirar.
Entonces sus pensamientos se centraron en Fallon. Al ser el mayor, Fallon había sido educado desde su nacimiento para enfrentarse a los deberes de un jefe. Ninguno de ellos podría haberse imaginado que una bruja como Deirdre acabaría con su clan sin dejar el más mínimo rastro de lo que había sido.
Quinn había visto lo difícil que había sido para Fallon tratar con el dios que llevaba en su interior, pero Quinn fue incapaz de ayudar a su hermano, pues aún seguía lamentándose por la pérdida de su mujer y su hijo.
Como siempre, de los tres, Lucan había sido el que los había mantenido unidos. Quinn se odiaba a sí mismo por los celos que sentía hacia su hermano. Lucan había soportado tanto los arranques de ira de Quinn como los sopores etílicos de Fallon. Se merecía encontrar la felicidad.
En lugar de compartir la alegría con Lucan, Quinn se había sentido herido. Quinn envidiaba a Lucan porque Lucan tenía lo que Quinn siempre había buscado: el amor. El amor más puro y verdadero.
Pero Quinn nunca conocería ese tipo de afecto, de eso estaba convencido.
Volvió los ojos hacia la mujer que había a su lado. Era menuda y tan delgada que a simple vista parecía una niña. Hasta que uno se fijaba en su pecho y observaba las curvas de sus senos, turgentes y descarados.
Su vestido era de una tela sencilla, pero las cintas doradas que le sujetaban las trenzas le decían que ella era mucho más de lo que aparentaba. Como todos los druidas.
Incapaz de contenerse, se inclinó hacia ella y volvió a inhalar su aroma. Olía tan bien que casi se imaginó que se hallaba en el castillo, de pie en los acantilados, con la brisa del mar jugueteando con sus cabellos y las gotas de agua del mar humedeciendo su piel.
Quinn volvió la mirada hacia su rostro. Sus largas y oscuras pestañas descansaban sobre sus mejillas, y unas negras cejas enmarcaban sus ojos en un arco perfecto. Tenía curiosidad por saber de qué color serían sus ojos, por descubrir si eran tan exóticos como el resto.
Tenía los pómulos marcados, una nariz pequeña y respingona y una boca que pedía ser besada. Se le tensaron los testículos mientras el deseo hacía que su respiración fuera cada vez más entrecortada. Le puso un dedo sobre los labios antes de poder darse cuenta de lo que estaba haciendo. Eran unos labios tan suaves, tan seductores que estuvo a punto de inclinarse para probarlos.
Para saborearlos. Para disfrutarlos. Para hacerlos suyos.
¡Contrólate!
Quinn cerró la mano en un puño y se levantó de la losa mientras la sangre le corría velozmente por las venas y se centraba en su miembro. Pero no podía apartar la mirada de ella. El tranquilo subir y bajar de su pecho tenía capturada su mirada. Quería arrancarle el vestido y ver su cuerpo desnudo en todo su esplendor.
Quería deslizar su mirada sobre su cremosa piel y sus exuberantes curvas. Quería acariciarla. Quería cogerla. Quería abrazarla.
—¡Por todos los santos! —murmuró mientras una oleada de lujuria invadía su cuerpo.
No es que se hubiera mantenido célibe como Fallon y Lucan. No. Quinn se había abandonado a la urgencia de su cuerpo cuando ya no había podido soportarlo más. Sus hermanos nunca supieron que él había abandonado el castillo. Con alguna parte de su dios siempre a la vista, Quinn salía del castillo por las noches, escondiéndose en las sombras y la oscuridad.
Pero nunca había deseado a una mujer como quería tocar, saborear… o sentir a la druida que yacía a su lado.
La mujer soltó un largo y débil gemido que hizo que la mirada de Quinn saltara de nuevo a su rostro y tuviera que gemir él también. Por el rabillo del ojo pudo advertir que Arran y los gemelos también la observaban.
Ella levantó una mano temblorosa y se tocó la frente. Se le aceleró la respiración cuando el dolor cruzó su mente.
—No te muevas —le susurró como advertencia ante el dolor que estaba a punto de llegar.