Isla estaba en pie frente a la entrada, pero no podía ir más adelante. Ya había descendido a las profundidades de la montaña, muy por debajo del Foso y del resto de las mazmorras.
Pero todavía la esperaban muchas más escaleras. Aquellas llevaban solo hacia un lugar, un lugar que ella evitaba visitar hasta que ya era obligatorio hacerlo. Esta era una de esas veces.
Isla vio los dos primeros escalones, luego la oscuridad lo engulló todo. Oscuridad y silencio. Los sonidos que la rodeaban procedían de arriba. Ella oyó los gritos de los torturados, los lamentos de los moribundos y los rugidos de los guerreros.
Pero al fondo de aquellas escaleras todo era diferente.
Ya había superado el punto en el que aún le importaba que Deirdre le pudiera imponer un castigo. No había ningún castigo que Deirdre pudiera infligir que no hubiera experimentado ya el cuerpo de Isla.
Isla se recogió la falda con una mano y empezó a bajar las escaleras. No se molestó en hacerse con una antorcha. Conocía el camino, pero era más que eso. Si resbalaba y caía por las escaleras, sería justamente por lo mucho que se lo merecía.
Continuó bajando. Todavía quedaban un millar de escalones antes de llegar a su destino. Ella intentaba contarlos en cada ocasión, pero no le resultaba una tarea fácil.
De pronto llegó al final. Isla se detuvo un momento antes de girar a la izquierda para observar la prisión que había al fondo. Como siempre, su corazón se partió en mil pedazos al pensar en el hombre que había encerrado allí, porque aquel hombre estaba preso por su culpa.
Él mostró sus largos y afilados colmillos en cuanto ella se acercó, aunque no podía hacerle ningún daño. No solo estaba encadenado por las muñecas con unas gruesas cadenas que mantenían sus brazos separados a ambos lados del cuerpo, Deirdre también había utilizado su magia para evitar que él pudiera dañarse o dañar a los demás.
—Hola, Phelan —dijo Isla.
Él gruñó y tiró de sus cadenas, que repiquetearon contra las piedras.
Hubo un tiempo en que Isla había intentado hablar con él, pero pronto había descubierto que resultaba inútil. Ya no era aquel pequeño niño con el pelo oscuro y unos ojos color castaño. Ante ella había un guerrero que no quería otra cosa que verla morir entre sus manos.
Ella esperaba que algún día él le arrebatase la vida. Era lo mínimo que podía hacer para ayudarlo.
Isla levantó la mano para mostrar el cáliz de oro que había llevado consigo y que había mantenido oculto entre sus faldas. Si verla a ella allí abajo ya hacía que saltara su ira, ver aquel cáliz hizo que se enfureciera casi al borde de la locura.
Tiró tan fuerte de las cadenas que ella temió que llegara a arrancarlas de las paredes, pero ni toda la fuerza del mundo ni toda la magia del mundo podría liberarlo de aquellas cadenas a no ser que Deirdre lo quisiera.
—Por favor, Phelan —suplicó Isla—. No hagas esto más difícil de lo que ya es.
Ella dio un paso hacia su brazo extendido y desenvainó la daga que llevaba atada a la cintura. Había algo en la sangre de Phelan que podía curarlo todo. A pesar de que la sangre de la mayoría de los guerreros podía sanar a otros guerreros, la de Phelan podía sanar a cualquiera y a cualquier cosa.
Y Deirdre había desarrollado cierta predilección por ella.
Ya era suficientemente horrible mantener a Phelan encadenado en las profundidades de aquella montaña, pero quitarle también la sangre le parecía más que cruel. Deirdre sabía lo que sentía Isla al respecto y esa era la razón por la que la enviaba siempre a ella.
—Te mataré un día de estos —dijo Phelan entre dientes.
Isla levantó la daga sobre su muñeca. Como guerrero, tanto su piel como sus ojos eran del más profundo de los dorados. Ella se encontró con sus ojos y asintió con la cabeza.
—Lo sé.
—¿No temes a la muerte?
De hecho, seria una bendición.
—En absoluto.
—Confié en ti.
Isla tragó saliva y bajó la daga. Aquello era lo máximo que Phelan le había dicho desde que ella lo había llevado a la montaña.
Se retrotrajo a aquel lejano día. Deirdre ya había empezado a utilizar a la hermana de Isla como vidente. Lavena ayudaba a Deirdre a encontrar a guerreros potenciales, que era como habían localizado a Phelan.
Isla había ignorado la orden de Deirdre de conducir al niño a la montaña. Ya había perdido a Lavena, pero había pensado equivocadamente que su sobrina estaba a salvo. Entonces fue cuando Deirdre le había dado a elegir entre la muerte de Grania o el aprisionamiento de Phelan. De ningún modo estaba Isla dispuesta a ver morir a su querida sobrina, así que había salido a buscar a Phelan.
—¡Confié en ti!
Isla se estremeció ante el grito de Phelan. Abrió la boca para responder cuando un atroz dolor de cabeza sacudió su cuerpo. Isla dejó caer el cáliz y la daga y se cogió la cabeza entre las manos mientras iba a trompicones hacia atrás, hasta chocar contra la pared. Se deslizó hasta el suelo a medida que el dolor crecía y crecía.
Sabía perfectamente lo que era aquel dolor. Lo sabía e intentaba resistirse a él. Porque aquel dolor era Deirdre.
—Estás poniendo a prueba mi paciencia, Isla —dijo Deirdre en su mente—. No me gusta que me hagan esperar. Necesito esa sangre.
—Se la estoy sacando, tal y como habéis ordenado —consiguió gruñir entre tanto dolor.
La risa de Deirdre resonó en su cabeza.
—Sé que has bajado ahí abajo tú sola, así que ni se te ocurra mentirme. Serás castigada cuando regreses. Ahora cumple con tu obligación.
Isla se dobló sobre sí misma hasta que su cabeza tocó el suelo. Se quedó horrorizada al ver que las lágrimas que no habían brotado de sus ojos en cientos de años empezaban a correr por sus mejillas.
Todas aquellas personas por las que tanto había luchado por proteger, Lavena y Grania, las había perdido. Y aunque intentara escapar de Deirdre, estaba tan encadenada a ella como Phelan.
—¿Isla?
Ella parpadeó al escuchar la suave voz de Phelan y levantó la cabeza. Él se encontraba en cuclillas, observándola con el ceño fruncido. Ya era malo estar llorando, pero que la vieran llorar era lo peor que le podía suceder.
Isla giró la cabeza y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. Se puso en pie sobre sus temblorosas piernas, con el dolor todavía martilleándole la cabeza. Se apoyó con las manos en las rocas para mantener el equilibrio y se giró hacia Phelan. La habitación se movía a su alrededor. Los vestigios del dolor de cabeza durarían días, lo sabía perfectamente.
—Cuéntame lo que acaba de suceder —pidió Phelan.
En algún momento a lo largo de los años aquel inocente niño se había convertido en un hombre, y en un guerrero. Ella se inclinó para recoger el cáliz y la daga, respirando por la boca para evitar las náuseas que aquel simple movimiento le había causado.
—No importa.
—Sí que importa —insistió él. Sus dorados ojos de guerrero la atravesaron—. Has sufrido un gran dolor.
Isla no quería hablar de eso, pero sobre todo, estaba alerta ante el repentino cambio de actitud de Phelan. Un momento antes de que Deirdre invadiera su mente, él había querido matarla. Ahora, su tono se había suavizado y ya no gruñía.
Ella se pasó la lengua por los labios secos y tragó saliva.
—¿Puedo acercarme a coger tu sangre?
Phelan suspiró e hizo un gesto con la cabeza. Isla no dudó ni un momento en aproximarse al guerrero y cortarle la muñeca. Una sangre rojo oscuro empezó a brotar del corte y se derramó en el cáliz.
Isla sostuvo el cáliz con cuidado. Una vez, se le cayó por accidente, lo cual significó tener que volver a cortar a Phelan. De ningún modo podía regresar ante Deirdre sin el cáliz lleno con la sangre del guerrero.
—Era Deirdre, ¿verdad? —preguntó Phelan.
Isla se quedó mirándolo a los ojos.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Todo lo que sé es lo que escucho a través de las piedras de esta maldita montaña. Sé que Deirdre es más malvada de lo que nadie más puede ser, pero lo que no sé es a quién tiene enjaulado y quién está deseando trabajar con ella.
Su herida había cicatrizado antes de que el cáliz quedara colmado, pero Isla se negó a volver a cortarlo. Ya iba a ser castigada. ¿Qué importaba que el castigo fuera un poco más severo?
Isla apartó a un lado el cáliz y la daga y se quedó mirando a Phelan. Deirdre le había dicho que hablara con él, así que eso es lo que haría. Si Isla pudiera quitarle las cadenas o volver atrás en el tiempo y cambiar el pasado…
—Deirdre es una druida malvada del clan de los drough. Está acumulando poderes que le permitirán dominar el mundo.
Phelan apretó la mandíbula.
—¿No hay nadie que se enfrente a ella?
Abrió la boca para hablarle de los MacLeod pero aquello le daría esperanza, una esperanza que no podía permitirse.
—Algunos lo intentan, pero es inútil.
—Hay otros… como yo, ¿verdad?
Asintió con la cabeza.
—Ya has visto a algunos que han venido hasta aquí.
—He visto a uno. Su piel es azul marino.
—Ese es William. Haría cualquier cosa por Deirdre.
Phelan se encogió de hombros y movió los pies mientras asimilaba sus palabras.
—Los otros guerreros, ¿son como yo?
Isla se reclinó contra la pared de roca y contrajo los hombros.
—De algún modo. Todos los guerreros cambian, igual que tú. Cada uno es de un color diferente debido al dios que albergáis. Los guerreros que no están del lado de Deirdre solo dejan libre a su dios cuando se enfrentan a ella. ¿Cómo es posible que no sepas eso después de todos estos años?
—Nunca había preguntado y nadie me había dicho nada.
Si Isla ya se sentía terriblemente mal antes de hablar con Phelan, ahora se sentía mucho peor. Ella se había mantenido a distancia de él de manera intencionada, pues solo verlo hacía que siempre se acordara del día en que él había acudido a ella creyéndola una amiga y había acabado encadenado y mirándola con un odio mortal en los ojos.
—Hay cosas que debes saber —dijo ella—. Cada guerrero tiene un poder diferente, dependiendo del dios que lleve en su interior.
Tan pronto como las palabras salieron de su boca, la oscura y tenebrosa habitación desapareció y ella se vio rodeada de la luz del sol. Estaba en pie, en lo alto de una colina, la hierba, alta, se movía con el viento y el aroma del brezo y el cardo inundó sus sentidos. Levantó la mirada para encontrarse con un cielo azul claro, sin ninguna nube, y un sol que entibiaba su cuerpo.
Sabía que Phelan había hecho aquello de algún modo. No sabía cómo, y lo estaba disfrutando demasiado como para molestarse en preguntar.
—¿Los otros guerreros también pueden hacer esto? —preguntó él.
Ella giró la cabeza y parpadeó. Las cadenas que lo sostenían habían desaparecido. Su piel dorada, sus colmillos y sus garras de guerrero también se habían esfumado. Ella pudo vislumbrar en aquellos ojos castaños que la miraban a la joven que había sido.
El hombre que estaba en pie ante ella, con unos cabellos oscuros que colgaban por sus hombros, era tan atractivo que no podía mirarlo. Su cuerpo era esbelto y bien proporcionado. Podía ver cómo se definían sus músculos en su tronco y, aunque no era tan musculoso como muchos de los guerreros, podía sentir la fuerza que desprendían sus miembros.
—¿Cómo lo haces? —preguntó ella.
—Este —dijo él abriendo los brazos— es mi poder.
Isla cerró los ojos.
—Por favor, para.
—¿Por qué? ¿Acaso prefieres la oscuridad?
Ella prefería la luz del sol, y estar bajo ella, aunque solo fuera por un instante, le hacía echarla de menos más y más.
—Te lo suplico —imploró.
—Abre los ojos, Isla.
Cuando por fin se atrevió a abrirlos, la oscuridad la envolvía de nuevo. Soltó aire temblorosa. Hasta que sus dedos no empezaron a dolerle, no se había dado cuenta de que estaba agarrando con todas sus fuerzas las rocas que tenía a su espalda.
—Así que cada guerrero disfruta de un poder diferente —dijo Phelan—. ¿Cuántos hay?
—Hay muchos. Algunos se han unido a Deirdre. Los que se oponen a ella se encuentran presos en las mazmorras.
Phelan sonrió, dejando sus colmillos a la vista.
—Pero no todos están presos, ¿verdad? Hay algunos que han conseguido escapar y esquivar a Deirdre y a sus wyrran.
Era cierto, y aunque ella no quería mentirle, no estaba segura de poder confesar la verdad.
—Tu silencio es respuesta suficiente —dijo él—. ¿Por qué sirves a Deirdre?
—Porque no tengo otra opción.
—Siempre hay otra opción.
Isla se echó a reír y sacudió la cabeza.
—Ojalá las cosas fueran tan sencillas. Sospecho que pronto empezarás a recibir más visitas. Ve con cuidado, Phelan. Deirdre tiene planes para utilizarte en su plan para dominar el mundo.
Ella recogió el cáliz y la daga y se dirigió hacia las escaleras.
—Cuídate tú también —gritó Phelan tras ella.