Montaña Cairn Toul, Highlands de Escocia Julio de 1603
Deirdre estaba de pie en la balconada que daba a la caverna que hacía de su salón principal. No había ninguna majestuosa ventana que dejara entrar la luz del sol, pues se encontraba en las entrañas de la montaña.
En lugar de ventanas había muchos candelabros grandes y ovalados que colgaban del alto techo abovedado y ofrecían su luz a la sala. En aquel profundo espacio, el brillo de los candelabros no podía alcanzar todos los rincones. Y así es como le gustaba a ella.
Los wyrran, con su piel de un amarillo pálido, se mezclaban con los guerreros de todos los colores imaginables. Parecían un arcoíris a sus pies, pero solo ella sabía el magnífico poder destructor que poseían aquellos guerreros. Eran hombres con dioses primitivos en su interior, cada uno con un poder distinto que lo diferenciaba de los otros. Y todos ellos estaban bajo sus órdenes. Los guerreros la miraban, con toda su atención fija en ella mientras esperaban a escuchar el motivo por el que los había convocado.
Escúchame… Siénteme… Tócame…
Incapaz de ignorar la llamada de la montaña, Deirdre cerró los ojos y se dejó llevar por la canción que le contaban las piedras. Se olvidó de los guerreros y de por qué los había citado en su salón principal y posó una mano sobre las rocas que había a su lado. Sucumbió al dulce olvido que le proporcionaron las rocas y que siempre le habían proporcionado. Y que siempre le proporcionarían.
Había sido así desde que tenía diez años. Se había despertado y había oído la llamada de la montaña que le decía que se acercara a ella. Ella había salido de la cabaña y se había quedado observando la montaña lejana, plenamente consciente de que un día haría el viaje hasta su alta cima.
Aquello había ocurrido hacía siglos, pero todavía podía oler el pan que su madre había horneado, todavía podía sentir el azote que le propinaba su padre en el trasero si no decía bien los conjuros. Y todavía podía ver los ojos de su hermana observándola. Siempre observándola.
Incluso a una edad tan temprana, Deirdre ya acaparaba más poder que cualquiera de los drough de su pequeña comunidad. Ella supo esconderlo bien, pues cualquier drough que tuviera un poder demasiado grande era inmediatamente sacrificado. Como los drough estaban de lado del diablo y poseían magia negra, su poder podía llegar a ser inmenso y mortal.
Deirdre tenía planes. Así que esperó y aprendió.
Los druidas se habían dividido en dos grupos poco tiempo antes de que se juntaran para aclamar a los dioses y sacarlos de sus prisiones en el Infierno, pero mientras tanto, los drough no se habían mezclado con los confiados mie. Los mie, con sus charlas sobre la bondad y la magia pura, ponían enferma a Deirdre.
Había unas cuantas comunidades de drough que se habían unido. La de Deirdre había sido una de las últimas. Su pequeño grupo estaba compuesto básicamente por la familia más cercana y los parientes lejanos, pero la lucha por el poder era continua.
En su dieciocho cumpleaños, Deirdre ofreció su sangre en el ritual que la convertiría en drough. Cuando la sangre brotó de los cortes en sus muñecas, un espantoso dolor le atravesó el cuerpo. En aquel preciso instante vio su futuro a la vez que la magia negra y el mal invadían su alma y la reclamaban como suya.
Al día siguiente empezó a buscar los pergaminos que sabía que su tía mantenía ocultos. Algunas noches, había oído a los mayores hablar de los pergaminos entre susurros, como si el simple hecho de nombrarlos pudiera hacer que los mie descendieran sobre ellos con todos sus poderes.
Una vez hubo encontrado los pergaminos que les habían sido robados a los mie, supo por qué los mayores susurraban por si alguien los escuchaba y por qué escrutaban ávidamente con la mirada en la oscuridad. En los trozos de pergamino enrollados había conjuros que se suponía que habían desaparecido. Deirdre sonrió mientras se escondía uno de aquellos pergaminos en la manga del vestido y se disponía a salir de allí.
—¿Cómo te atreves? —gritó su tía desde el umbral de la puerta cuando la descubrió.
Deirdre sonrió para esconder su sorpresa. Había esperado que la cogieran, pero no que fuera su tía. Pero cualquiera le serviría para sus propósitos.
—Yo me atrevo a muchas cosas, tía.
—Las pagarás por fisgonear donde nadie te ha llamado, pequeña víbora —le dijo su tía mientras la saliva se le acumulaba en la comisura de sus finos labios—. Siempre te ha gustado husmear en lo que no es de tu incumbencia.
—¿Y qué opinas al respecto?
Su tía levantó una mano para lanzarle una ráfaga de magia. Deirdre le retorció la muñeca y lanzó a su tía contra la puerta de la cabaña. Su tía tenía los ojos abiertos de la sorpresa al darse cuenta del poder que realmente acumulaba Deirdre.
Sin dudarlo ni un instante, Deirdre sacó la daga que llevaba en la cintura y la clavó en el corazón de su tía.
Era la primera vez que mataba a alguien, pero no sería la última.
Deirdre salió de la cabaña y se giró para observar su montaña. Entonces fue cuando sintió los ojos de su hermana sobre ella una vez más. Se volvió hacia su hermana gemela, Laria. Ambas tenían el mismo pelo rubio y los ojos azules como el cielo, iguales a los de su madre, pero ahí es donde terminaban las similitudes entre ambas.
Como su hermana gemela que era, Laria sabía con frecuencia cuándo Deirdre había hecho alguna maldad. Deirdre no esperaba que su hermana se convirtiera en su aliada, de hecho, era plenamente consciente de que tendría que matarla.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Laria con calma, pero con aquellos ojos tan astutos que lo veían todo.
Deirdre contempló aquellos profundos ojos azules idénticos a los suyos. Trató de sentir lástima por su hermana, pero como siempre, no logró sentir nada. Aun así, Laria era su hermana gemela.
—Esto es el principio de algo maravilloso, hermana. ¿Quieres unirte a mí?
—Sabes que no.
—Una lástima —dijo Deirdre mientras levantaba su daga.
Laria se quedó mirando el arma como si se tratara de una flor en lugar de tratarse de un arma de la que todavía goteaba sangre.
—¿Vas a matarnos a todos?
Deirdre empezó a reír mientras un pensamiento se arraigaba en su mente. Soltó un grito que hizo que todos se acercaran a ver qué sucedía. Mientras su hermana la observaba, representó el espectáculo de su vida.
—Nuestra tía ha adquirido más poder —gritó mientras lloraba unas lágrimas fingidas y andaba a trompicones—. Ha intentado matarme. Ha dicho que ella y nuestro tío gobernarán sobre todos nosotros.
Tal y como Deirdre había esperado, el caos se apoderó del lugar. Ella se quedó observando cómo todos se miraban entre sí y se lanzaban acusaciones. La matanza comenzó. Deirdre se echó atrás, pero sin poder apartar los ojos de tanta sangre y tanta muerte. La visión que tenía delante era horripilante y a la vez impresionaba y alimentaba todo el mal que llevaba en su interior.
Ven a mí.
La montaña. La llamaba incansablemente y ella ya no podría seguir ignorándola por mucho tiempo. Deirdre le dio la espalda a su tribu y se quedó con la vista fija en la montaña que era suya. Había llegado el momento de abrazar su destino.
—Pagarás por lo que has hecho, Deirdre.
Se volvió para mirar por encima del hombro a su hermana gemela. A Laria le brotaba sangre del brazo herido y tenía el labio partido.
—¿Acaso crees que puedes detenerme? Ambas sabemos que yo fui la que recibió toda la magia. Alégrate de que no te corte el cuello, querida hermana.
Deirdre se había dado la vuelta y se había dirigido hacia la montaña. Allí, entre las frías piedras, había encontrado los primeros momentos de felicidad de su vida. No importaba nada más que la montaña y las piedras que la llamaban.
Y pronto aprendió que tenía poder sobre ellas. Podía hacer que las piedras se movieran a su antojo. Así fue como creó su palacio dentro de la montaña. El único hogar verdadero que había conocido.
Unas afiladas uñas le acariciaron el pelo y la hicieron volver al presente. Deirdre abrió los ojos y bajó la mirada. Allí encontró a un wyrran observándola con aquellos enormes ojos amarillos mientras rozaba con reverencia su cabellera.
¿Cuánto tiempo había transcurrido absorta en el pasado? ¿Cuánto tiempo habían estado tirando de ella las piedras esta vez?
Deirdre le acarició la cabeza con dulzura al wyrran. Los wyrran eran su propia creación. Había utilizado la magia negra para crear unas criaturas que solo la sirvieran a ella. Eran sus mascotas, aunque había escuchado que algunos de los guerreros se referían a ellos como sus «hijos».
Observó a William. Él siempre tenía la mirada puesta sobre ella, el deseo que había en sus ojos era difícil de pasar por alto. El guerrero de piel azul marino había estado compartiendo la cama con ella durante un tiempo. Hasta que habían capturado a Quinn MacLeod.
Quinn, por fin te tengo para mí sola.
Una vez Quinn se hubiera recuperado de las heridas sufridas durante su captura, Deirdre esperaba que él le mostrara agradecimiento. Ella debería haber sabido que era un insolente, pero esa era una de las razones por las que lo quería para sí con tanta desesperación.
Los MacLeod habían sido los primeros guerreros que ella había creado. Después de siglos en que los dioses habían permanecido dormidos, ella los había liberado en Fallon, Lucan y Quinn. Desafortunadamente, los hermanos MacLeod habían escapado antes de que ella pudiera realizar sus planes. Un error que nunca más volvería a cometer.
Durante trescientos años había intentado volver a tener a los tres hermanos bajo su control. Para empezar había capturado a Quinn y, por el momento, aquello era suficiente.
Lamentaba la terrible decisión que había tomado de lanzarlo al Foso, pero él tenía que aprender que ella tenía el control. Ella era su señora y él acabaría obedeciéndola en todos sus deseos.
En las últimas semanas se había obligado a estar alejada de él. Lo quería en su cama desesperadamente para que le diera el hijo que había sido predicho que crecería hasta convertirse en la pura encarnación del mal, un mal como nunca antes se había visto.
Para poseer a Quinn tenía que hacer que se desmoronara. Él mantenía la esperanza de que sus hermanos lo rescatarían, pero antes de que lo hicieran, Deirdre debía forzar al dios que Quinn llevaba en su interior a apoderarse completamente de él. Solo entonces podría ser suyo.
Y una vez suyo, sus hermanos caerían pronto.
Deirdre pensó en Fallon y Lucan MacLeod y en las mujeres que habían hecho suyas. Lucan había encontrado a una druida, una druida con sangre de drough en sus venas gracias a sus padres. La druida le hubiera dado un gran poder a Deirdre, pero los hermanos habían luchado y habían ganado aquella escaramuza.
¿Quién se hubiera imaginado jamás que podría haber una mujer guerrero? Y, sin embargo, eso era exactamente Larena Monroe. Y Fallon la había convertido en su esposa.
Deirdre pasó las manos por las piedras. Cuando los hermanos cayeran, sus mujeres caerían también. Todo lo que Deirdre deseaba se haría realidad poco a poco. Solo necesitaba tener un poco de paciencia. La paciencia no era una virtud que Deirdre hubiera practicado antes, pero para llevar a cabo sus planes haría lo que fuera necesario.
Se oyó el roce de unos zapatos y un bufido de ira de una mujer a sus espaldas. Deirdre se giró y se quedó mirando a la druida menuda y con el cabello oscuro que dos guerreros sujetaban. La druida había hecho que sus hombres se enzarzaran en una salvaje persecución por toda Escocia, pero finalmente habían conseguido apresarla.
Deirdre se quedó estudiándose las uñas durante un largo instante antes de decir:
—Es bueno que lo tengas tan profundamente enterrado en tu mente, Marcail.
Con «lo» se refería al conjuro para dormir a los dioses de los guerreros. Después de todo por lo que había pasado Deirdre, después de todo lo que había hecho, de ningún modo estaba dispuesta a permitir que una pequeña druida lo arruinara todo.
Se suponía que el conjuro quedó destruido cuando los dioses recibieron la llamada de poseer a los guerreros originales que lucharon contra Roma por el control de Britania. Pero, al igual que el hechizo para liberar a los dioses, el conjuro había permanecido oculto. Hasta ahora.
Había sido pura casualidad que Deirdre consiguiera la información sobre Marcail y la historia de su familia.
—¡Cómo desearía que no lo estuviera! —exclamó la druida con la voz llena de repugnancia—. Enterraría a los dioses en un instante si pudiera.
Deirdre rió abiertamente y observó a Marcail con nuevos ojos. Le gustaba aquella muestra de coraje. La mayoría de los druidas solo sentían pavor o suplicaban que se apiadara de ellos. Pero esta mie en particular era diferente. No, Marcail había luchado desde el momento en que la capturaron.
Puede que tuviera algo que ver con su familia. No en vano, Marcail descendía de uno de los linajes de druidas más poderosos que había sobrevivido durante siglos. Incluso aunque Deirdre no conociera a la familia de Marcail, el hecho de que la druida llevara las trenzas de los tenedores, era suficiente para Deirdre.
—Sí, pero si el conjuro no estuviera oculto, mataría a cualquiera que hubiera hablado contigo. En lugar de matarte solo a ti. Aunque, lo haré de todos modos solo para asegurarme de que nadie sabe el conjuro. No puedo permitir que destruyas mi elaborado plan, ¿no te parece?
Los ojos azul turquesa de Marcail se clavaron en Deirdre llenos de odio. Se sacudió llena de ira haciendo que las cintas doradas que le sujetaban las finas trenzas de su cabeza chocaran entre sí.
—Pagarás por tus pecados, Deirdre.
Deirdre miró fijamente a la druida. Marcail tenía una belleza clásica con aquel rostro ovalado y los pómulos marcados. Por el modo en que los guerreros la miraban, era evidente que sus curvas llamaban la atención de los hombres.
Pero era la magia que había en el interior de Marcail lo que realmente la hacía resplandecer. Aquella era una de las razones por las que Deirdre odiaba tanto a los mie. Toda aquella bondad la ponía enferma.
—Oh, pobrecita mie, tú y tus ideas de que un día llegará el juicio para todos. De lo que no te das cuenta es de que yo pronto seré una diosa. No hay nadie que pueda vencerme y, una vez domine el mundo, nadie se atreverá a ir en mi contra.
En lugar de echarse a temblar, Marcail soltó una sonora carcajada.
—Tú y tus falsas ilusiones. Puede que yo no esté aquí para ver tu caída, drough, pero llegará el día en que serás destruida.
Por un momento, Deirdre sintió auténtico miedo. Los druidas poseían una magia muy poderosa y algunos incluso podían ver el futuro con gran precisión. Dejó a un lado la aprensión que se había apoderado de ella y arqueó una ceja. Deirdre no había conseguido todo aquel poder cediendo ante las amenazas y el pánico.
—¿Eso crees, mie? ¿Y quién será el salvador del que hablas?
—Los MacLeod, evidentemente.
—¿Los MacLeod? —repitió Deirdre—. ¿Estás segura de ello, pequeña Marcail?
Marcail asintió con la cabeza de ondulados mechones con hileras y más hileras de pequeñas trenzas que le caían por el rostro y los hombros y se mezclaban con los mechones de cabello suelto.
—Se está extendiendo como el fuego por las Highlands. Solo es cuestión de tiempo.
Deirdre observó a los guerreros que retenían a Marcail y sonrió. Los guerreros empezaron a reír con sus corpulentos y musculosos cuerpos sacudiéndose visiblemente.
Deirdre se giró hacia la multitud que había bajo el balcón y levantó la mano para llamar su atención.
—Mi prisionera dice que sus salvadores son los MacLeod.
La risa estalló e inundó aquella gran caverna. Ella esperó a que se calmase el alboroto antes de volverse hacia la druida, la cual albergaba el poder suficiente como para arruinarlo todo.
—¿Acaso no crees que los MacLeod reúnen poder de sobra como para acabar contigo? —preguntó Marcail con aquellos inquietantes ojos, entrecerrados y fijos, sobre Deirdre.
Esta se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea. ¿Por qué no le preguntas tú misma a uno de ellos?
Marcail abrió mucho los ojos mientras los guerreros la arrastraban por las escaleras que llevaban al Foso. Deirdre sonrió y se frotó las manos. Le encantaba asustar a la gente. Aunque con Marcail había sido muy fácil.
Deirdre posó las manos sobre las rocas que hacían de baranda de su balcón y observó a las criaturas reunidas abajo.
—Contempladla —dijo mientras sacaba un brazo en dirección a Marcail y los guerreros que la conducían al Foso.
Los wyrran y el resto de los guerreros se hicieron a un lado para dejarlos pasar. Marcail seguía resistiéndose, incluso dándoles patadas a los guerreros cuando podía. Evidentemente era una luchadora. Si por un momento Deirdre hubiera pensado que podía hacer que Marcail se pusiera de su parte, lo hubiera hecho.
Pero lo que Marcail tenía oculto en el rincón más oscuro de su mente podía acabar con todo lo que Deirdre había logrado hasta el momento, y mucho más. Deirdre ni siquiera podía permitirse el placer de matar a Marcail ella misma, aunque lo deseara.
Marcail provenía de un poderoso linaje de druidas, y Marcail y su sangre estaban protegidos con toda una serie de hechizos y maldiciones. Cualquiera que intentara matarla se encontraría con una desagradable sorpresa.
—Hemos capturado a otra druida —siguió diciendo Deirdre—. Una mie que ha osado desafiarme.
Los guerreros reunidos en la caverna empezaron a hacer ruido con los pies, golpeando contra las piedras como si de tambores se trataran. Marcail levantó la mirada hacia Deirdre cuando los dos guerreros se detuvieron en el centro de la caverna.
Había un resquicio de temor en los ojos de Marcail, pero no el pavor habitual al que Deirdre estaba acostumbrada. Marcail podía ser un problema y por eso iba a lanzarla al Foso. Pocos guerreros sobrevivían en las sombras. No había ninguna posibilidad de que una simple mie pudiera resistir más de un día. Que los guerreros violasen a Marcail o la matasen carecía de interés, lo único que lo tenía es que la druida iba a morir. Obviamente, los guerreros también morirían por haber atacado a Marcail, pero eso a Deirdre no le importaba. Quería centrarse en otras cosas, como en Quinn.
Con un movimiento de cabeza, Deirdre hizo que se abriera la puerta del Foso. Marcail gritó cuando el suelo se deslizó y desapareció bajo sus pies. Los pies de la druida resbalaron. Se agarró a las piedras, intentando evitar la caída hacia la profunda oscuridad que se extendía bajo sus pies.
A Deirdre no le preocupaba que Marcail pudiera escapar. A sus guerreros les complacía asistir a un buen espectáculo y ella no iba a negárselo.
Quería ver lo que Quinn y los otros le harían a la druida, pero sabía que debía esperar par a ver a Quinn, para que el encuentro resultase todavía mejor.
Ya no faltaba mucho, pues estaba sucumbiendo a lo que mejor sabía hacer el Foso: acabar con toda esperanza. Solo un par de semanas más y él sería suyo.
Isla, bien escondida entre las sombras que había sobre Deirdre, observaba con atención lo que sucedía abajo. Como una de las pocas druidas que no habían sido asesinadas, Isla estaba interesada en saber qué había detenido a Deirdre esta vez para no acabar con la nueva druida, Marcail.
A Isla no le había costado mucho descubrir que Marcail tenía enterrado en su mente el conjuro que dormiría a los dioses de los guerreros.
Eso era lo que había provocado que Deirdre llamara a Dunmore, su cazador particular, para que saliera en busca de Marcail. Dunmore había tardado más de lo que Deirdre había esperado en traer a Marcail a la montaña.
Isla había observado que, druida tras druida, todos morían bajo el poder de la magia de Deirdre. Esta disfrutaba derramando su sangre, pues esa sangre le otorgaba más poder del que ya tenía, y prefería hacerlo en la habitación especial, donde podía asegurarse de que la magia no se escaparía. Isla había sentido el poder de la magia de Marcail en el justo instante en que la druida había pisado la montaña, entonces, ¿por qué Deirdre los había reunido a todos en la caverna?
Cuando Isla todavía no había podido procesar la pregunta que acababa de formularse, los guerreros empezaron a arrastrar a Marcail a la entrada del Foso. Isla clavó los dedos en las rocas, provocando que las uñas se le doblaran. No sintió la sangre que brotaba de la sensible piel de debajo de sus uñas mientras observaba la caída de Marcail en el Foso.
Miró hacia abajo, y aguardó a que los guerreros cogieran a Marcail y la despedazaran, como solían hacer con cualquier cosa que tuviera la mala suerte de acabar en la oscuridad. Isla se fijó en el lugar donde, hacía un instante, había estado Deirdre y descubrió que había desaparecido.
Cuando retornó su atención al Foso, advirtió que un guerrero con la piel negra saltaba sobre Marcail. Isla nunca se hubiera imaginado que Quinn MacLeod cedería ante su dios con tanta facilidad. Después de todo lo que había escuchado de los hermanos MacLeod, estaba decepcionada.
Empezaba a darse la vuelta cuando vio a Quinn apartar algo del alcance de los demás, algo que se parecía mucho al cuerpo de una mujer.
Una pequeña sonrisa apareció en la cara de Isla.