Los cubitos de hielo enfriaban con duro estoicismo el contenido de la copa. No había cola, solamente ron. Mi temblorosa mano hacía el gesto repetitivo una y otra vez. A pesar de ello, no conseguía olvidar el pasado, a los que me rodeaban, olvidarme de mí mismo. La botella descansaba de pie en la barra del club y conseguía aguantar la verticalidad mucho mejor que yo. Cuanto más vacía estaba ella, más doblado me encontraba yo. Era una ley física de fácil asunción.
Alaska había estado varios días colgada del techo. De no haber aparecido yo, su agonía no habría tenido fin. La llevé al tercer hospital con el que dimos: los otros dos estaban abarrotados, ya que los servicios de urgencia no daban abasto. Había personas tiradas por las aceras y los médicos atendían a los heridos más graves en tiendas de campaña. Aun así, nadie salía por la puerta de atrás.
—¡Un brindis por los que se quedan con nosotros para siempre!
Nadie contestó. Continuaba solo en el club Tokio, como si fuera ese cliente pesado que nunca se marcha.
La dejé allí sola, como siempre había estado en realidad. No nos miramos ni nos despedimos. Pensé que, en el fondo, ella y yo nos parecíamos bastante. Pese al lujo, las buenas compañías, nos hallábamos siempre solos. Además, acarreábamos con el mismo cargo de conciencia. Los recuerdos de Laura siempre eran amargos: venían en los momentos tristes y de recogimiento.
Como en otras cosas, había fracasado.
—Brindaré por lo que he perdido —dije entre susurros cargados de ron—. Por Paula y su hermano. Por el asesino de mi amigo, que estará follando como un cabrón. Y qué coño: ¡por la vida eterna!
Comencé a escuchar una voz que resonaba por los rincones de la calle. No había música, muchas de las puertas del club se encontraban abiertas, así que podía oír un cántico lejano. Con la copa de ron en la mano salí al exterior, no sin antes trastabillar con el mismo taburete en que estaba sentado. No sé qué es lo que más me costaba, si mantener el equilibrio por los pasillos zigzagueantes o abrir los ojos una vez que me hallaba fuera, en los jardines abandonados del local, con los dragones de piedra desparramados por el suelo.
Vi un furgón blindado de color negro. Lo escoltaba un surtido grupo de policías que iban a pie, fusil en ristre. Avanzaba poco a poco, supongo que con la intención de que el mensaje que bramaban los tres altavoces colocados en el techo fuera escuchado claramente por los vecinos del barrio. Aquella voz monótona, sin vida y anodina se propagaba por todas partes:
—… prohibido totalmente salir a la calle a partir de las veinte horas del día de hoy, hasta nuevo aviso. Por favor, quédense en sus casas hasta que la situación se normalice. Los servicios médicos están colapsados. Quédense en sus casas. La situación volverá a la normalidad dentro de unos días. Queda prohibido totalmente salir a la calle a partir de las veinte horas del día de hoy hasta nuevo aviso…
—Brindaré también por eso. —Y volví a entrar al salón del club.
Me quedé dormido en la barra, como hace un buen borracho. El ruido de unos pasos que hacían eco por los pasillos del local hizo que mis ojos se asomaran tímidamente a la luz del fondo. Una figura con camisa y corbata, pero sin chaqueta, comenzó a recortarse entre las tinieblas. Era la de un hombre, no muy alto, pero con paso decidido y firme. Al principio, me pareció escuchar más ecos de pisadas, pero creo que eran los mismos, que llegaban tarde a mis sentidos.
Empujó la puerta con forma de yin-yang que se encontraba entreabierta y que conducía al salón de fiestas. Avanzó un poco más y, a cada paso, aquel rostro de policía me resultaba cada vez más familiar. Una sonrisa tibia punteaba su gesto, como aquel que consigue lo que busca, pero no quiere vanagloriarse en exceso.
Se sentó a mi lado, en un taburete como el mío, y se quedó esperando unos segundos, meditando lo que iba a decir.
—Parece que este sitio ha vivido tiempos mejores —prorrumpió al fin.
—Como todos —contesté con una especie de gruñido.
Después de esperar otro rato más y fingir que todo aquello era lo más normal, se levantó de su asiento y se dirigió detrás de la barra. Buscó por aquí y por allá y al fin dio con lo que buscaba. Una botella de whisky añejo. Se sirvió unos cuantos hielos que encontró en un pequeño congelador situado en un extremo de la barra.
—La última vez que me tomé una copa aquí la compañía no era la misma —dije con los recuerdos un tanto nublados por el alcohol. El hombre esbozó la misma sonrisa apenas perceptible con la que lo vi entrar. Finalmente, se sentó de nuevo a mi lado.
—Lo más probable —dijo al tiempo que se servía el whisky en la copa recién preparada— es que si le digo que he acabado aquí por casualidad no me crea.
Yo lo miraba tan atentamente como podía con los párpados entrecerrados.
—Usted y yo ya nos conocemos. ¿Me recuerda?
Hice el esfuerzo, pero no pude situarlo en mi memoria. Recordaba algunos gestos, algo en la manera de hablar.
—Ni aquella situación ni ésta han sido las ideales —prosiguió—. Noche cerrada, el asiento de atrás de un coche, dos polis…
Los párpados consiguieron abrirse y por fin recordé aquella voz, los ojos nerviosos, aquel rostro reflejado en el espejo retrovisor del Renault Megane. A su lado, en el asiento de copiloto, Héctor.
—Me llamo Marcos. —Nos dimos la mano, aunque creo que ni siquiera lo miré a los ojos. Los hielos anaranjados resultaban cautivadores con aquella luz.
—Mi nombre ya lo sabe, supongo —dije con indiferencia. Su tenue sonrisa fue la respuesta. La siguió un trago de whisky.
—Claro que sí: Esteban Oporto. Tenemos cosas de las que hablar.
—¿Acerca de mí o de otros? —Más bien pensaba que hablaríamos de la sargento García, de su hermano…
—De usted, me temo. —El vaso lo movía sobre la barra, de modo que iba humedeciéndola con cada círculo imaginario. La respuesta me sorprendió en parte, no me veía entre sus prioridades. Creía que venía a preguntarme sobre García, su compañera. Tal vez presumí que tenían mayor relación, como pasaba con Héctor.
—Hablemos, pues. Qué mejor sitio que éste. —Me acerqué al oído de Marcos—: Nadie puede oírnos aquí.
—¿Ha oído las últimas noticias? —preguntó.
—¿Aún hay noticias?
El policía bebió un trago. Apenas se mojó los labios. Al poco tiempo dijo, escondiéndose tras esa leve sonrisa:
—Sí que las hay. Lo que pasa es que hay que saber buscarlas.
—Ya.
—Uno debe ir a otros canales de información.
—Vamos, que debes estar dentro o conocer a alguien —repuse con cierto sarcasmo.
—Es usted agudo, Oporto. A partir de ahora va a haber muchos cambios, y no hablo de cualquier cosa. Grandes cambios. Evolución, si me apura.
Por momentos me daba la impresión de que aquel policía disfrutaba con aquello. Me vino a la mente enseguida la imagen de la sargento García llorando en el coche. Estaba destrozada precisamente por esos cambios de los que hablaba Marcos.
—La gente parece estar desesperada —dije al fin.
—La gente no sabe todavía lo que le conviene. Las cosas han cambiado. Son demasiado obtusos para entenderlo. Necesitan que alguien les guíe, que los lleve por el camino correcto. El único camino, en el fondo.
—¿Y quién llevará tanto peso en sus espaldas?
—El Estado debe asumir el lugar que le corresponde. —Bebió un largo trago de whisky que dejó huérfanos a los cubitos de hielo.
—Ya teníamos uno —objeté con apariencia de sobriedad. A veces podía ser un buen actor.
—Uno más fuerte. Más poderoso. Hoy las cosas serán más normales que anoche. Los ciudadanos de a pie se quedarán tranquilos en sus casas, ya verá. No habrá guerra. Tal vez algún conato, pero nada como lo de anoche. Fue demasiado, lo admito. —Se levantó entonces del taburete y se dirigió de nuevo tras la barra, en busca de la otra copa que lo esperaba. El ámbar brotó otra vez de los labios de la botella. Cuando hubo terminado se quedó allí detrás.
—Las personas no están preparadas para asumir su reciente inmortalidad. —En este punto se quedó pensando unos momentos y pareció desechar una idea con los ojos—. Es bueno que alguien coja las riendas.
—¿Cuánto tiempo? —pregunté no sin cierta inocencia.
—Temporalmente, claro. Temporalmente. ¿Quiere que le ponga algo? ¿Otro ron?
—No, gracias. De momento no.
—No se crea —prosiguió—, yo al principio era bastante escéptico con este tema. Pero estas noches lo he visto bastante claro. Usted mismo se ha dado cuenta, ¿no?
—Sí. Demasiado, por desgracia.
—Toda esa barbarie: la gente tirada por medio de la calle, los coches quemados, el saqueo a las tiendas… Todo eso ya existía, pero nunca a tal escala. Y, además, nunca antes había ocurrido en tantos lugares a la vez.
—Eso es curioso —intervine con la copa de hielos moribundos en la mano—. Hace poco tiempo me planteé esa misma pregunta. Usted que es policía sabrá algo más.
—Muy poco más. Sólo estoy en la parte baja del escalafón. —Marcos hizo un gesto con la mano como si le quitara importancia al asunto—. Esta vez ha coincidido que el mismo problema, o cambio, —puntualizó— ha afectado a millones de personas simultáneamente. El resto de cosas siempre había sido local en mayor o menor medida. Una guerra aquí, otra allí, pocos recursos en una zona, abundancia en otra… Mire, usted al final llegará a la misma conclusión que yo. Es sólo cuestión de tiempo.
—¿Cómo sabe que no comparto su punto de vista?
Mi interlocutor sonrió cínicamente. Durante unos segundos habló con la mirada perdida en el frío del vaso de whisky.
—Desde este lado no parece que lo lleve muy bien. Además, piense que es posible, digo que sólo es posible, que yo a usted lo conozca algo más de lo que cree. Persigue algo, como todas las personas, en realidad.
—Lo hacía. —Me acordé de mis amantes, de mis amigos.
—No, no. No me entiende. Usted persigue a alguien.
Dejé la copa sobre la barra y crucé las manos entre sí.
—Tal vez este tema no le sea muy de su agrado —dijo leyendo mi lenguaje corporal—. El quién no importa. Nosotros le podemos ayudar con el cómo.
—¿Quién coño sois vosotros? ¿De qué va todo esto? —Me levanté un tanto airado, aunque cuando recobré la verticalidad no me vi muy seguro. Estaba algo mareado.
—Calma, calma. Estamos hablando entre amigos.
—Mire, no tengo ni puta idea de qué va todo esto, pero deje ya de fingir. A mí ya no me quedan amigos. ¿Qué es lo que me quiere decir? Si estoy arrestado, póngame las esposas de una maldita vez.
—Se equivoca —dijo en voz baja con un falso tono reconciliador—. En serio vengo aquí para ayudarle.
—¿Se presenta aquí hablándome de un Estado que todo lo puede y ahora me dice que quiere ayudarme?
—Tiene razón, lo admito, vengo interesadamente. No lo voy a engañar: ya somos todos mayorcitos. Pero escúcheme, podemos llegar a un acuerdo usted y yo.
Me quedé muy desconcertado, pues todo aquello me recordaba al pacto al que había llegado con la sargento García. De pronto fui consciente de que todo se había ido repitiendo de una forma retorcida. El acuerdo con Paula no era lo peor, en absoluto. El asalto al apartamento de Jaro, el intento de asesinato, la muerte del Zambo, el propietario cubano de la tienda de discos, el salto desde el noveno piso… Se trataba de una rueda macabra que, al dar la vuelta, me había colocado en el lado opuesto: el de Heredia.
Me había transformado en el monstruo que yo más odiaba.
Tal vez, Marcos, como buen policía, también leía el miedo en mis ojos, mientras permanecía de pie mirándolo. Había hablado del único camino que tenía la humanidad a partir de entonces. ¿Cuál era el mío?
—Señor Oporto, hay muchas cosas que todavía debemos entender. Es posible que no lo hagamos hasta dentro de muchos años, o siglos, incluso. —Extrajo un cigarrillo de una de esas pitilleras con forma de paquete de tabaco y que se usan para ocultar el mensaje acerca de sus peligros. El humo comenzó a inundar el corto espacio que nos separaba, haciendo ondear espirales de color gris sobre un fondo de color negro. No me importaba. Pocas cosas lo hacían ya—. Hace unos días me cambiaron de departamento. Algunos podrían considerarlo un ascenso. No sé, tal vez tengan razón.
—Creo que recuerdo un comentario que hizo a su compañero. Héctor.
—Correcto. —Hizo una pausa y le dio una profunda calada al cigarrillo—. Donde estoy ahora buscamos a gente. A la buena gente. No hacemos como el resto de polis, que van detrás de los chicos malos o de los que rompen escaparates. En absoluto. Buscamos a gente como usted. Un buen hombre que sabe lo que es correcto. Un ciudadano comprometido con su país y con el mundo.
Poco a poco se asomaba el lobo detrás de aquella piel de cordero. Daba a entender con sus palabras que sabía algo más acerca de mí. Algo que muy pocas personas conocían, de hecho. Una de ellas yacía muerta en el noveno piso de Lavapiés. Otra se hallaba en paradero desconocido después de que una turba de enloquecidos la raptara. Había otro hombre más que podía estar al tanto de mi habilidad con las manos. Alguien que me quería como a un hijo y que estaría en su casa de la calle Brasil preguntándose si al final tomaría yo la decisión correcta, como predijo.
—Usted tiene una habilidad… —prosiguió tras aspirar y exhalar a continuación una profunda bocanada de humo.
—Mi segunda maldición —interrumpí enseguida. Ya comenzaba a barruntar por dónde iban los tiros.
—Llámelo como quiera. Nos tenemos que asegurar de que usted halle el buen camino. El único camino, diría yo. Usted debe venir con nosotros. Sería lo más acertado por su parte. Es la manera más digna de ayudar a la humanidad en un momento de crisis como el actual. Además, nosotros le podemos echar una mano en sus asuntos personales.
—Quid pro quo —dije irónicamente.
—¿Cómo dice?
—No importa. Es lo que decía un antiguo profesor mío.
—Tal vez se refiera a Emilio Keller. —El policía se quedó observando el cigarrillo. Tiró la ceniza al suelo.
—No me sorprende en absoluto. Fue él quien les dio la información.
—Está usted en lo cierto.
—¿Y por qué razón? —La respuesta la intuía en el fondo, aunque prefería que me la dijese aquel policía.
—Por su propio bien, claro. El profesor Keller nos habló de usted y de sus habilidades. Estaba muy preocupado, de hecho. Temía que tomase el camino equivocado y que utilizase el poder que se le había concedido de la peor de las maneras.
—¿Hay más como yo? Quiero decir… —Era evidente cuál iba a ser la contestación, pero a pesar de ello me aterraba el pensar que Heredia y yo fuésemos los únicos.
—De no ser así, yo no estaría aquí ni usted tampoco, con toda seguridad. Tengo que encontrar al mayor número posible. Es la tarea que se me ha encomendado.
—Para ayudarlos, ¿no? Para hacer que no se pierdan. Todo desinteresadamente. —Le pegué un trago a la copa, pero lo único que quedaba era un sorbo de agua fría. Marcos sonrió otra vez.
Pasó cierto tiempo sin que ni él ni yo dijéramos nada. El reclutador pareció entonces dedicar toda su atención al cigarrillo que nos envolvía con aquella tímida bruma en un lugar tan exótico como el club Tokio.
—Mire, Oporto —dijo al cabo de unos instantes, habiendo dejado ya el cigarrillo apagado en la barra del bar—, no tenemos mucho más tiempo. Fuera nos esperan. Tengo huevos suficientes como para entrar aquí y hablar cara a cara con usted, pero tengo que reconocer que no podría hacer mucho más. Sería una lucha desequilibrada.
Sacó otro cigarrillo del falso paquete de tabaco. Le dedicó unos segundos de atención antes de prenderle fuego. Tenía todo el tiempo del mundo para decidir si convertirme en un monstruo vengador o en el arma de un incipiente estado totalitario. Podríamos haber permanecido allí por siempre. En ese caso, estoy seguro de que el reclutador hubiese estado fumando un cigarrillo tras otro sin parar. Tal vez, hasta la eternidad.
—¿Cómo pueden ayudarme con mis asuntos personales? ¿Acaso son capaces de resucitar a las personas que han muerto por mi culpa?
—Recuerde que nos dedicamos a esto. —Una sonrisa húmeda iluminó el rostro de Marcos—. Dimos con usted después de un tiempo; no muy largo, tengo que decir. Por cierto, no piense mal de Paula. Ella no nos comentó nada directamente.
—Supongo que una delación es suficiente por hoy.
Levanté la copa de ron vacía y los hielos que aún sobrevivían en su interior tintinearon. Era un gesto triunfal.
—¿Sabe? —proseguí—. No sé qué mierda me va a ofrecer, pero el lugar es idóneo. Seguro que más de un suculento negocio se ha cerrado al calor de las paredes de un burdel. Aunque por lo que me ha comentado también antes, no tengo claro hasta qué punto es una oferta.
—Tenemos a Heredia. Elija el camino correcto y se lo serviremos en bandeja de plata.
Los ojos adormecidos por el alcohol despertaron de pronto. Me imagino que Marcos se percató enseguida, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta las tablas que demostraba en su negocio. Aun así, yo también me había graduado en el mío. En cuanto a conservar amigos o mujeres estaba maldito; pero en el regateo había demostrado tener futuro. Fingí que aquello no me importaba lo más mínimo (al menos es lo primero que pensé). Sin embargo, Marcos sabía a ciencia cierta que en aquellos momentos matar a Heredia era casi la única motivación que me mantenía aún en pie. De haberlo pillado en el cuchitril de la tienda de discos, lo habría estrangulado con las manos, a pesar del cargo de conciencia que me hubiese acompañado siempre.
—No hace falta que diga nada, Oporto. Sé cómo se siente. El nuevo Estado que está en marcha necesita a alguien con capacidades. Hemos capturado a Heredia, pero enseguida nos hemos dado cuenta de que no es apto para el puesto. Es un animal que ahora mismo se siente como un león enjaulado. No puede sobrevivir. Usted sí que puede hacerlo, con nosotros, claro.
Durante varios segundos que parecieron extenderse demasiado en el tiempo, me quedé mirando absorto la copa con la que momentos antes había brindado. Una parte de mí deseaba que el ron volviera a endulzar los hielos que había en ella.
—¿Dónde estaba el boliviano? —pregunté con un tono aséptico.
—Lo cogimos de camino al aeropuerto. Parece ser que allí tenía un contacto, ya que lo iban a colar en un vuelo privado con destino a Sudamérica. —Marcos echó un rápido vistazo al reloj de pulsera—. Debe de tener buenos amigos por allá en Bolivia, porque los aviones de ese tipo son los pocos que funcionan en estos momentos. Apenas podemos controlarlos. Ya sabe, cuestiones diplomáticas y demás.
Marcos volvió a mirar el reloj, como si tuviera que comprobar que las manecillas avanzaban. Le dedicó una última calada al cigarrillo, que se consumió empequeñecido entre sus dedos.
—Le espero fuera. No tarde.
El policía ya sabía que me había convencido. Lo difícil tal vez era conocer cuánto tiempo necesitaba allí solo. Los pasos volvieron a resonar como al principio, pero mi curiosidad se había desvanecido: ni siquiera me di la vuelta para ver cómo se alejaba. Pensé que tal vez desaparecía otra cualidad que me hacía humano.
Me puse otra copa de ron.
En el interior del furgón me acompañaban cuatro policías antidisturbios y Marcos, el único que parecía disfrutar con todo aquello. Su rostro contrastaba con el de sus compañeros (o subordinados, no lo sé). Estaba relajado, como si se hubiera quitado un gran peso de encima. Los antidisturbios, por su parte, miraban al suelo con los ojos perdidos en el infinito. Uno de ellos tenía marcas de humo en la mitad de la cara. La ceja de otro había estallado en algún momento y había dejado un rastro reseco de sangre por toda la mejilla. El tercero, sentado a mi lado canturreaba algún tipo de canción que no conseguí descifrar. El último que quedaba fue el que abandonó el estado de ensoñación para decirme:
—¿Cómo te llamas?
Vi por el rabillo del ojo cómo Marcos se lo quedó mirando con ese mismo gesto relajado.
—Esteban Oporto —respondí tratando de disimular mi borrachera.
—Espero que tengas suerte, Esteban. A algunos se nos ha acabado ya.
No contesté (tampoco el policía esperaba respuesta, puesto que aquellas palabras parecían más bien dirigidas a sí mismo). Por el contrario, me sumergí en mi propia conciencia, densa por el alcohol ingerido, y traté de alejarme del interior del furgón. Un bache repentino me despertó de pronto.
—¿Adónde vamos? —pregunté resignado a Marcos.
—De momento nos dirigimos a una base militar que hay a las afueras de Madrid. No creo que tardemos mucho.
—¿Y luego?
—Luego nos cambiarán la escolta y te diré adónde vamos.
Al cabo de poco más de media hora, el motor del furgón se detuvo y la puerta corredera se deslizó a un lado. Nos encontrábamos en una nave industrial abarrotada de militares cuyos ojos se clavaban en la oscura furgoneta. Los antidisturbios se bajaron y ninguno de ellos me dedicó ni un solo gesto de complicidad. Probablemente desertarían aquella misma noche. Marcos se quedó conmigo esperando unos segundos hasta que al final se levantó de su asiento y me agarró del brazo para bajar. No sé por qué, me imaginé que estaba esposado: daba la impresión de que en lugar de reclutarme me habían detenido.
Me condujo por el lado opuesto de la puerta por la que habíamos bajado. A unos metros se hallaba un camión militar enorme con una hilera de soldados flanqueándolo. Todos ellos estaban preparados para la guerra, pues tenían a punto el arma en posición de descanso. Dentro de la nave eran los únicos que llevaban fusiles (al menos, lo que había visto hasta ese momento).
—Que todo esto no le abrume, Oporto. Cuidarán de usted. Subirá a ese camión y lo trasladarán hasta Alcalá de Henares.
—¿Qué hay allí?
—Una prisión para mujeres que ahora mismo se encuentra inoperativa. —Marcos dudó unos instantes—. En realidad ha cambiado sus funciones. Heredia está allí.
No pensé en lo preparado que estaba todo, simplemente subí al camión por la parte de atrás y esperé, resguardado por la lona de color verde, a que poco a poco los soldados fueran ocupando sus asientos. La película estaba a punto de proyectarse.
El catre no era muy cómodo. A pesar de ello, conseguí dormir unas pocas horas. La intermitencia de mi sueño hacía que el tumbarme en la cama y esperar a que se me cerraran los ojos fuese una experiencia azarosa. En teoría había alcanzado el objetivo que me había propuesto, cazar al boliviano, pero me sorprendió sobremanera no sólo el que pudiera conciliar el sueño, sino también el hecho de estar relajado, sosegado, como si de pronto hubiera alcanzado una paz interior. Hasta ese momento pensaba que Heredia pasaría a engrosar la lista de fantasmas de mi vida. La pregunta que me hacía allí tumbado, con los ojos puestos en el oscuro techo de la celda, era si en realidad importaba ya lo que hiciera con él. A lo mejor era una sombra que me acompañaría siempre, tanto vivo como muerto. Vivo, me obsesionaba; muerto, tiraría de mí hacia mi pasado, cementerio de amigos y seres queridos, como Laura, Ricardo, Valeria. Como Paula.
No se me hizo extraño pasar unas horas metido en una celda (con las puertas abiertas, eso sí). Después de la noche con el de la radio, ya tenía el cuerpo hecho a este tipo de vicisitudes. En la celda había un par de camas con unas sábanas de colores más vistosas de lo que me esperaba. También había un váter aislado parcialmente por una plancha de madera colocada junto a la pared que lo alejaba de las miradas de los curiosos. No quedaba ningún objeto personal, pero sí se notaban las marcas de antiguos pósters en las paredes. En medio de la estancia, una mesa con dos sillas había sido colocada por alguien sin mucho sentido del espacio.
Tardé en reaccionar, puesto que no me di cuenta del momento en que una sombra se plantó en el umbral. Me sobresalté al ver una silueta corpulenta quieta como una estatua. La luz del corredor cumplía su cometido en la distancia, como si tuviera reparos en introducirse en la celda, de modo que no alcancé a ver su rostro.
—Alguien quiere verte —dijo tras comprobar que yo estaba despierto. Se esfumó sin hacer ruido, tal y como apareció.
No sabía la hora. Me levanté (de pronto caí en la cuenta de que me había acostado vestido) y encendí la luz de una lamparita que muy amablemente me habían dejado en el suelo, cerca de la cama. Aquella vez por lo menos no la tiré al suelo.
Escuché unos pasos lentos pero constantes que provenían del corredor. Tuve la corazonada de saber quién quería hablar conmigo. La silueta de Emilio Keller en la entrada de la celda confirmó mis sospechas. No sé si era por el alcohol, por la revelación de Alaska horas antes o por la intuición de que todo iba a terminar pronto, pero no albergué ningún sentimiento de odio en mi interior, dada la indolencia que me invadía.
—¿Puedo pasar?
—Está abierto —contesté.
Emilio renqueó hasta caer pesadamente sobre una de las sillas. Apoyó los codos encima de la mesa y cruzó los dedos, formando un arco por debajo de su blanca barbilla. Yo permanecí mirando la puerta de la celda.
—¿No ha venido Hans? —pregunté al final.
—He querido venir solo. Tenía que hablar con usted, señor Oporto.
—No veo de qué tenemos que hablar. —Apenas aparté la mirada del corredor—. Si estoy aquí es gracias a usted. Todavía tengo que asimilar que contactara con la policía.
—Le entiendo. —La voz del profesor Keller titubeó durante unos instantes—. De hecho, una parte de mí se arrepiente. Aun así, tengo poco tiempo y he de explicarle mis razones.
—Conociéndolo a usted, lo menos que espero es que tuviera algún motivo para delatarme. —Mi lado orgulloso no quería saber nada, pero en realidad me alegraba por no estar solo, aunque fuera por unos minutos.
—Esteban, yo siempre he pensado que el fin no justifica los medios. —Se echó hacia atrás en la silla y ésta crujió—. Pero he de reconocer que el punto de vista es muy diferente cuando se es capaz de… ya sabe, ver el futuro, aunque sea retazos de él.
Aparté la vista del fondo y me quedé mirándolo. No dije nada. Prosiguió diciendo:
—No tengo mucho tiempo. Enseguida van a volver y lo van a llevar ante Heredia.
—Así que es verdad.
—Claro que lo es, Esteban. Pero debe ser consciente de que no le están haciendo un favor. Ya sé que le han dicho que es una prueba de gratitud por unirse a ellos; pero es falso. Quieren comprobar qué ocurre cuando se enfrentan dos…
—Asesinos, dígalo claro.
—Usted no lo es, Esteban.
—Maté al dueño de la tienda de discos y llevo un tiempo buscando a Heredia para hacer lo mismo. Creo que me he convertido en uno. Por no hablar de la gente que ha muerto por mi culpa.
—Entonces, si en realidad es un asesino haga todo lo posible para enmendar su camino. Todavía está a tiempo. Por eso tuve que delatarlo. El fin justificaba el medio en este caso, mal que me pese.
Me levanté de la cama nervioso. Me quedé de pie mirando al profesor.
—Explíquese.
—Están reclutando a todo el que tiene sus habilidades, Esteban. ¿Usted cree que hacen un estudio psicológico para encontrar al candidato idóneo? En absoluto. Si usted se rebelara esta noche y se negara a aceptar su primer trabajo, se lo quitarían de en medio. Utilizarían al propio Heredia, no lo dude, y usted ya sabe de lo que es capaz.
—¿Me está diciendo que tengo que matar a Heredia? ¿Me anima a hacerlo? —repuse un tanto perplejo.
—Usted es bueno, Esteban. Y ahora más que nunca el mundo necesita a buenas personas en la cueva donde usted se va a meter. Es posible que sea uno entre muchos. Yo siempre le apoyaré. Tiene que haber alguien dentro que todavía tenga conciencia. El futuro es muy negro, señor Oporto. Se acabó la democracia tal y como la conocíamos. Hemos entrado en la era del totalitarismo eterno y usted, llegado el momento, puede ser una pieza importante.
—No deberíamos hablar de estas cosas. ¿Y si nos están escuchando?… —Miré instintivamente hacia el exterior de la celda.
—No se preocupe. Esta entrevista privada entre usted y yo me la deben. Fue una de las condiciones que impuse en su momento.
Me senté en la silla que se hallaba enfrente del profesor Keller. Me acerqué a él como si en realidad fuese una especie de confesor.
—¿Quiere que me convierta en un topo? —susurré mirando de reojo al corredor.
—Puede llamarlo así. Ahora bien, debe ser consciente de que alguien infiltrado debe actuar a dos bandas y hacer creer a una de ellas que es fiel a la causa. Esteban, le tocará asesinar hoy a Heredia; mañana, tal vez a alguien inocente. Los de arriba lo quieren como una simple herramienta. Tenga en cuenta que en los tiempos que corren la capacidad de matar a otras personas se ha convertido en un arma poderosísima. Es posible que la única esperanza que nos quede sea aguardar pacientemente y, en un futuro, hacer que un movimiento suyo se convierta en un jaque mate contra lo que nos quieren imponer.
Me sentí abrumado de pronto, y toda aquella pasividad que me había invadido durante las horas previas desapareció por completo.
—Y usted, ¿cómo se encuentra? —pregunté al profesor.
—Parece que a cada uno nos ha tocado una penitencia por los pecados cometidos. Hans cuida bien de mí, no se preocupe.
Me arrepentí de haber engañado a Paula desde el principio con lo de su hermano, quien seguramente se ocultó para impedir que su familia se viera perjudicada por sus tratos con el clan de los búlgaros. Pensé en el absurdo de la existencia y en las piruetas del destino: fue precisamente la desaparición de Jesús García lo que hizo que Paula comenzara a investigar. La pieza que faltaba era yo mismo, quien la arrastró hacia el final que su hermano pretendía evitar.
Emilio Keller se levantó de la silla con bastante torpeza. Parecía haber envejecido unos cuantos años. Se apoyó en la mesa con una mano y extendió la otra para estrechármela. Me levanté yo también y apreté con fuerza, notando cómo uno de los pocos lazos que me unían a la cordura todavía se mantenía firme.
—Nos veremos al final del túnel —dijo.
Emilio volvió por donde había venido y no miró hacia atrás. A los pocos segundos de haber desaparecido de mi vista, se escuchó el sonido metálico de una puerta. Escuché pasos, muchos, por el corredor. Permanecí de pie, delante de la mesa, esperando que mis captores aparecieran ante mí. La comitiva estaba encabezada por Marcos, quien sonreía satisfecho. Aquel día vería algo maravilloso: un hombre quitándole la vida a otro. Todo un privilegio, sin duda alguna.
Me condujeron a través de varios pasillos iluminados por luces que parpadeaban inquietas. Ninguno de los presentes (más de media docena) soltaba una palabra. A uno y otro lado había celdas parecidas a la mía y se notaba que permanecían cerradas desde hacía algún tiempo. Salimos del edificio, aunque tan sólo fueron unos breves segundos en los que, mientras pisábamos una pasarela metálica, noté cómo un ligero viento me refrescaba la cara. Desde ahí podía ver a duras penas el patio, sumergido en la más profunda de las tinieblas, puesto que sólo se veían algunas tenues luces procedentes del módulo al que nos dirigíamos.
Finalmente la comitiva se detuvo en medio de un largo pasillo que terminaba con dos puertas al fondo y sendos soldados custodiándolas que portaban pistolas taser. Marcos se acercó hasta mí y me dijo:
—Ahí lo tienes. Nosotros entraremos por la puerta de la izquierda. Hay un cristal a través del cual sólo verás tu reflejo. Te observaremos desde el otro lado. Heredia está esposado.
Me dio una palmadita en el hombro antes de introducirse por la puerta que me había dicho. El resto desapareció por el mismo sitio poco después. Eché la vista atrás y al fondo parecía haber otro par de soldados más en los que no me había fijado antes. Seguramente iban detrás de nosotros desde que cruzamos por la pasarela. Sólo había entonces una salida: la puerta de la derecha.
A medida que me acercaba sentía cómo se me aceleraba el corazón; pero no tanto por el ansia de acabar por fin con la vida del asesino de Ricardo, sino más bien por los siguientes asesinatos que tendría que cometer después. Abrí la puerta y, efectivamente, un gran panel de cristal cubría buena parte de la pared de la izquierda; era como un gran espejo. Al final había una mesa metálica anclada al suelo de la habitación. Heredia estaba sentado en una silla. Vestía ropas diferentes a las de nuestro anterior encuentro, pero seguía fiel a su estilo: camisa abierta y pantalones andrajosos. De algún modo pensé si aquello también formaba parte de la representación ideada por Marcos. Las dos manos las tenía esposadas a una barra metálica situada por debajo de la mesa. Una mordaza un tanto improvisada le tapaba la boca.
Tuve que sacar fuerzas para ponerme manos a la obra. Enseguida me di cuenta de que, tal y como estaba montado el escenario, yo no podría escapar. El boliviano me miraba con los ojos muy abiertos, como si alguien invisible estuviera tirándole de los párpados. Al acercarme a él percibí que tenía magulladuras por todo el cuerpo. Lo más probable era que se hubiera resistido a su detención. Heredia estaba quieto, aunque se notaba su nerviosismo por las gotas de sudor que le recorrían todo el cuerpo. Me acerqué y le susurré al oído:
—Mataste a mi amigo, lo más parecido a un hermano para mí. —Heredia no se inmutó. Proseguí—: Aun así, esta noche no eres más que un símbolo, una herramienta para acabar con mi pasado. Descanse en paz, Heredia.
Me aparté y me quedé mirando el espejo que daba a la otra habitación.
—Necesito una capucha. ¡Traedme una capucha!
Al cabo de un par de minutos el soldado que custodiaba la puerta apareció con una y me la dio con inexpresividad. La cogí y cubrí con ella la cabeza del boliviano. La puerta a mis espaldas se cerró bruscamente. Mientras, Heredia aguardaba sin inquietarse a que llegara su hora. Eché un último vistazo al espejo que me observaba y traté de penetrar en él para ver los ojos de Marcos. Cuando giré de nuevo la cabeza, la capucha había desaparecido. En su lugar se hallaba el rostro de Nasko, que me miraba con pavor. Le agarré con fuerza inusitada la garganta y comencé a apretar cada vez con más vehemencia. Parpadeé y el rostro volvió a cambiar; esta vez era Marcos, el reclutador de asesinos. A los pocos segundos (y notando cómo los músculos se tensaban por la agonía) estaba estrangulando al camello que se llevó a Laura a aquel descampado. La arteria carótida la sentía a punto de estallar entre mis dedos, pero yo seguía apretando igualmente. En un momento, la cara cambió a la del hombre que lideró la turba que acabó con Paula en el piso de Lavapiés. Transcurrieron todavía muchos segundos más y por fin todo terminó. El cuerpo ya inerte había pasado a mejor vida, después de sufrir unas horribles convulsiones. Me miré las desnudas manos y las tenía temblorosas. Finalmente, me fijé en el último rostro que se había grabado en la capucha y no me sorprendí al percatarme de que era en realidad el mío, que se encontraba en un cuerpo ajeno.