Paula escondía su cara de rasgos duros tras un velo de lágrimas que yo, hasta ese momento, hubiese creído imposible en ella. Ni siquiera lloró al encontrar a Héctor tirado en el suelo de la calle, junto al portal que ambos vigilaban. Al contrario: había actuado rápida y fríamente, como un médico que atiende con profesionalidad al herido de urgencia. Tampoco su voz había titubeado cuando mencionaba la desaparición de su hermano.
—¿Qué coño es esto, Dios mío? ¿En qué nos estamos convirtiendo? —dijo entre sollozos silenciosos que no llegaban al exterior, fuera del coche de policía. Le pasé el brazo alrededor del hombro y apoyé su cabeza junto a la mía. Me conmovió ver llorar a una mujer así. Supongo que siempre es más emotivo cuando ves llorar a alguien a quien nunca has visto hacerlo o del que nunca lo esperas. Pude haberle dicho algo, pero opté por arrullarla como si solamente fuera una niña desconsolada.
—¿En qué nos estamos convirtiendo? —volvió a decirse a sí misma, y nuevamente lo único que se me ocurrió fue mantener el contacto físico, sin palabras. El brazo bajó hasta el cuello rozando los despeinados cabellos de la sargento y noté el cálido contacto de su piel, temblorosa, suave y húmeda como la sal de mar. Los sollozos se detuvieron y mi corazón se aceleró desbocado, presa del pánico. El interior del coche, el amargo olor del sudor: todo era igual a aquel Ford Fiesta en que pasé más de una noche con Laura en el asiento de atrás. Los cabellos de Paula se enredaban entre mis dedos y todo lo escuchaba en silencio, como si alguien hubiese quitado el volumen a la escena que debería ser romántica, pero que no lo era, ya que yo estaba aterrado porque cada vez era más consciente de mis deseos.
Los ojos de la sargento hacían un alto en el camino junto al río de lágrimas y buscaban el refugio que, mucho antes de ser consciente de lo que podría pasar, yo le había ofrecido para que se olvidara de aquel mundo que se venía abajo para todos: para la sargento, que veía cómo los protectores dejaban de proteger; para los creyentes que dejaban de creer; los ateos que terminaban creyendo; para los asesinos, que dejaban de matar y los que mataban no habiendo asesinado nunca a nadie.
Por fin pude deshacerme de aquel hechizo. En contra de lo que muchas veces había pensado, no se trataba de la influencia que las mujeres ejercían sobre mí, sino justo al contrario. Por fin averigüé, justo a tiempo, qué es lo que me provocaba tal estado de ansiedad. No eran ni los remordimientos, ni el pecado adúltero disfrazado de culpa. Se trataba del destino que acompañaba a todas las mujeres que me habían amado; de lo que le esperaría a Paula al día, mes o año siguiente, tal y como le había sucedido a Laura. No podía permitir que eso sucediese. No debía ocurrir otra vez.
Al final desvié la cara y esquivé el beso.
Pasaron varios segundos de silencio antes de que Paula se recompusiera de la tentativa que en las otras noventa y nueve veces le habría salido bien. Al cabo, se apartó de mí tal vez con el orgullo algo herido, aunque tratase de ocultar su vergüenza secándose las lágrimas de los ojos, como si aquello fuera tan normal como quitarse una pestaña del ojo. Enseguida comenzó a hablar de lo que realmente la había herido aquella noche, de la sensación horrible que le causaba ver a los policías actuando de ese modo tan violento e irracional. ¡Habían disparado a simples ciudadanos a sangre fría!
—Nunca me ha gustado la policía —contesté mientras le dedicaba un gesto franco de complicidad. Tuve suerte al lograr que esbozara una tímida y amargada sonrisa, aunque sincera al mismo tiempo.
Mientras hablábamos de lo que estaba pasando aquella noche, casi logramos abstraernos de lo que realmente íbamos a hacer: entrar por la fuerza en el piso de Lavapiés. Creo que los dos prolongábamos aquellos minutos en el interior del coche tratando de retrasar lo máximo posible la tarea pendiente.
—No te culpes por lo que hacen algunos de tus compañeros —dije tratando que su mundo de valores no se viniera abajo.
—Yo sé que las circunstancias no son las normales, pero ese ensañamiento…
—Lo que hemos visto no era una lucha entre ciudadanos buenos y polis malos. El uniforme era lo de menos. Probablemente, de no llevarlo, muchos de tus compañeros estarían lanzando piedras y cócteles Molotov sin ningún tapujo, como el resto. Sólo es el uniforme. En el interior somos lo mismo: animales con miedo a la oscuridad. Todos estamos asustados, salvo que mucha gente está optando por la sensación de control que otorga la simple destrucción. Tú no eres como ellos, Paula.
Hizo un gesto de asentimiento a mis palabras, que trataban de consolarla. Al poco tiempo repuso:
—¿Y tú? ¿Cómo eres? ¿Formas parte del rebaño o eres también un lobo vestido de cordero?
—Soy un preso con ganas de alcanzar la libertad. —No sé si llegué a aparentar que su anterior comentario no me había afectado—. Y soy el que quiere cazar al hijo de puta.
—A Heredia.
—Ese mismo. —Dije una verdad a medias.
La sargento parecía algo más calmada al igual que la calle. El petardeo de las balas disparadas quedaba ya lejos. No se escuchaban ni ambulancias, ni gritos, ni botellas rompiéndose. La paz que se respiraba en aquellos benditos metros de asfalto difícilmente la podríamos haber hallado en cualquier otro rincón de la capital.
—Me pregunto si los vecinos de por aquí se habrán enterado de lo que está pasando en el resto de la ciudad —comenté mientras avanzábamos dejando atrás una sucesión idéntica de portales viejos. Habíamos dejado el coche a una distancia prudencial de la portería.
Por fin llegamos hasta el número veintisiete, que colgaba sobre una vacilante chapa azul. El edificio era de los más altos de la zona, pues tenía diez plantas, y los diminutos balcones se multiplican por toda la fachada como si de una gran cuadrícula se tratase. Desde arriba hasta abajo parecía que alguien hubiese arrancado tiras de papel, ya que se veían multitud de desconchados. La puerta de entrada se veía endeble, pero no lo suficiente para llegar a forzarla sin hacer algo de ruido, lo cual no nos lo podíamos permitir dado el silencio que impregnaba toda la calle.
—Sólo tenemos la dirección —dijo de pronto Paula, mientras oteaba el edificio tal vez en busca de algo anómalo—. Nada de piso ni escalera, ¿verdad?
—Sólo la dirección, sí.
Paula se quedó un buen rato observando el portal con los brazos en jarras, de forma que la pistola que guardaba enfundada en el cinturón, por detrás de la espalda, se quedó un tiempo visible, al igual que parte de la piel que la camisa no alcanzaba a cubrir.
Se sacó de la tobillera oculta el revólver que días antes ya me había mostrado. Tenía el color frío y desalmado de los objetos metálicos, y su tacto no me dejó indiferente. Sin embargo, me di cuenta de lo inútil de aquel instrumento. De pronto, sentí la necesidad de tener un machete y no una pistola de juguete con balas de plastilina.
—¿Esto nos servirá?
—Lo dudo —respondió fríamente, también—, pero algo de tiempo ganaremos. No sabemos qué nos vamos a encontrar. Si encontramos algo, claro. ¿Estás nervioso?
—No, qué va —contesté tratando de disimular y aparentar justamente lo contrario.
Paula se quedó unos segundos pensativa, tras los cuales me dijo que teníamos dos opciones. La primera era entrar por la fuerza en el portal. No parecía una puerta muy resistente, así que una o dos patadas certeras en el punto exacto (me lo señaló con el cañón de la pistola) la echarían abajo sin muchos problemas. Claro, otra cosa era el ruido. No sería una mala solución si fuésemos a tiro fijo, pero no sabíamos a qué piso teníamos que ir. La otra opción consistía en llamar a algún vecino y pedirle que dejara paso a la autoridad, cosa muy improbable dadas las circunstancias de la vida en aquellos momentos. Y, además, podría darse el caso de que llamásemos justo al piso sospechoso, lo cual podría suponer una situación un tanto tragicómica.
—¿Y tú no sabes forzar una cerradura de éstas? —pregunté con cierta dosis de desesperanza—. ¿No os enseñan en la academia?
—La mitad de las cosas que nos enseñan en la academia no nos sirve de mucho en el día a día. Conozco a compañeros que saben, pero lo han aprendido por su cuenta.
—Ya. Autodidactas.
No me había dado cuenta antes, pero en uno de los balcones del edificio de enfrente había una señora ya mayor que nos observaba con mucho detenimiento tratando de ocultarse tras la suavidad de una cortina blanca y con numerosos encajes. Su reacción al verme fue algo lenta y pausada y desconozco si en realidad lo hizo adrede o tardó realmente tanto tiempo en ocultarse entre la oscuridad de sus luces apagadas. La visión me resultó algo fantasmagórica. Podría haber sido una vieja cualquiera con la que uno se podría encontrar al salir de misa. Su silueta era borrosa e inquietante, como el silencio que nos amparaba en aquella trágica noche.
—¿Me escuchas? —preguntó con cierta insistencia la sargento. Me costó un tiempo centrarme y saber de qué estábamos hablando.
—Sí, claro. Tal vez lo mejor sea darle un golpe al cristal. No parece muy resistente.
—Eso mismo es lo que te acabo de decir, Esteban.
Sin mediar más palabras, envolví la culata del revólver que me acababa de dar Paula en un pedazo de la camiseta que me sobresalía del pantalón vaquero. Con tres golpes secos y certeros, el cristal amarillento se resquebrajó en unas pequeños y afilados triángulos que cayeron al suelo.
Entramos sin ningún problema y las paredes nos devolvieron el olor rancio de la humedad. Los cetrinos muros estaban desconchados y junto a los buzones había una pared de ladrillos sin pintar.
Casi me había olvidado de que tenía una pistola en la mano. La miré extrañado nuevamente. Paula me hizo entonces un gesto con la mirada: sus ojos me señalaban los buzones. Echamos un vistazo, pero no había nada útil. Ningún nombre en ellos; solamente restos de números mezclados con letras. No había manera de saber dónde tendríamos que comenzar nuestra búsqueda en aquel maloliente bloque de pisos. Creo que la sargento y yo llegamos a la misma conclusión. La única forma de alcanzar algo de valor era subir las escaleras e investigar lo poco que nos ofreciera el rellano.
Cuando llegamos a la primera planta, el olor a humedad remitió un poco; aunque, por contra, aumentó la sensación de oscuridad. Las luces del exterior que entraban a través de los cristales del portal se quedaban tímidamente en aquel pequeño refugio que ya se encontraba bajo nuestros pies. Mientras subíamos con cuidado por las escaleras, comenzamos a escuchar el agudo sonido del llanto de un bebé. Llegaba a nuestros oídos desde lejos, como un susurro constante, pero Paula no le concedió importancia.
Alcanzamos el segundo piso y allí algo nos llamó mucho la atención. A diferencia de la planta de abajo, en la segunda las puertas de los dos pisos estaban abiertas. Mejor dicho, no había puertas. Paula enseguida me hizo un gesto para que la siguiera al interior de una de aquellas bocas de lobo. Corría una brisilla reconfortante, teniendo en cuenta el calor de aquella larga noche de verano. Iba a ser aún más larga.
No había nada ni nadie en el interior. Los ecos del llanto parecían remolonear en el rellano de la escalera, así que no escuchábamos al niño. Una de las ventanas del piso abandonado se encontraba abierta, de ahí la corriente de aire que circulaba de lado a lado. No quedaba nada en la vivienda, salvo los marcos de las puertas.
El de enfrente no era muy distinto. Todavía sobrevivían las cañerías y algunos grifos; pero no había ventana abierta ni aire que pasara a través de ella. Ambos pisos descansaban eternamente uno enfrente del otro, como la triste imagen de un muerto en mitad de una sala de espejos. Al salir nuevamente al rellano de la escalera, la brisa que hacía tan sólo unos segundos me parecía reconfortante, se transformó justo en lo contrario e hizo que me inquietara.
Le hice un gesto a Paula para que continuásemos.
Al subir hasta el tercer piso, las baldosas que pisamos temblaron y emitieron un sonido como el de un plato que está a punto de romperse. La ventana del rellano que daba al patio de luces se hallaba abierta y se movía por acción de la corriente de aire que comunicaba aquel piso y el de abajo con un hilo invisible. Las dos puertas estaban cerradas esta vez. A sus pies descansaba un montón de cartas. «No vamos a encontrar nada», pensé, un tanto desesperanzado. Aun así, yo trataba de encontrar cualquier excusa que me permitiera seguir adelante y olvidar el pasado. En realidad, lo que hacía que avanzara un piso detrás de otro dentro de aquel mísero edificio era la vaga idea de lo que podría hacer con el asesino de Ricardo, si es que lo encontraba allí.
El llanto de aquel niño invisible que había escuchado hacía sólo unos minutos había cesado. Era lo único que rompía la monotonía de los pasos silenciosos un piso tras otro, un escalón tras otro. En las cinco plantas superiores no encontramos siquiera algo que mereciera la pena recordar. Lo importante se encontraba en el noveno piso. Lo intuía.
He de reconocer que aquella figura imponente que se levantaba ante nosotros como un enorme coloso de ébano permaneció en mi retina unos segundos antes de que fuera yo consciente de lo que estaba a punto de suceder. Más tarde me daría cuenta de que al negro en realidad lo había conocido antes, aunque fuera a través de las palabras de Jaro en su apartamento. Se trataba de una especie de Barry White hormonado con unos brazos como troncos de árbol y unos ojos blancos que resplandecían en la oscuridad de aquel penúltimo piso. Parecía mirar en realidad a través de los dos cañones de la escopeta de caza que nos apuntaba tanto a la sargento como a mí, a una especie de vacío ambiguo entre ambos, un lugar indeterminado que en mejores tiempos habría supuesto la diferencia entre la vida y la muerte. Pero ahora no existía y a pesar de ello, al igual que cuando el boliviano estuvo a punto de afeitarme con su machete, sentía cada una de las décimas de segundo de una escena a cámara lenta, paralizado por la sucesión de imágenes en las que el Zambo era el protagonista, sentado cómodamente tras el mostrador de su tienda de discos retro, mientras dedicaba una de sus mejores sonrisas a la clientela trasnochada. Mientras todo esto pasaba por mi cabeza, el negro imponente cumplió con el deber que le había sido impuesto y disparó el primer cartucho alojado en uno de los cañones. Inexplicablemente, yo seguía paralizado al tiempo que mis pensamientos se aceleraban.
Paula voló por el hueco de la escalera. Ella tampoco lo había visto y ya era demasiado tarde para tratar de ponerse a cubierto o, simplemente, echarse al suelo. Fui consciente entonces de lo que estaba pasando a mi alrededor. Sentí la ráfaga de perdigones silbar junto a mi oído. Vi el fuego manando de la boca de la escopeta. Volví a encontrarme con los temibles ojos blancos del negro que se encontraba en el rellano de la escalera. Todo ocurría de manera que los acontecimientos parecían sucederse en orden inverso a como en realidad se habían producido.
La sargento caía desde nueve pisos de distancia empujada por los perdigones del cartucho que el Zambo había disparado. No sé cómo podría explicarlo, tal vez cuestión de supervivencia, pero no temía por el estado de Paula. La última imagen que vi en mi cabeza antes de abalanzarme contra el negro fue la del rechazo al beso de la sargento. No está condenada, pensé. Ha conseguido librarse de mi perseverante maldición. Se salvará.
Mis instintos más recientes me decían que el arma que sostenía en mi mano apenas serviría para aturdir a aquel hombre, de modo que me lancé hacia él y traté de sujetar la escopeta para que no me mandara al otro lado del rellano de un escopetazo. No se movió lo más mínimo. Todavía dudo de si era debido a una frialdad marmórea o a la incapacidad de reaccionar y mover rápidamente toda aquella cantidad de músculos y grasa. El cañón se desvió hacia la pared, que recibió el impacto del segundo cartucho, llevándose al mismo tiempo una buena parte de lo poco que quedaba de pintura en ella.
—¡Esteban! —El grito me estremeció, tal vez por su tardanza, ya que Paula apenas había proferido un suspiro al recibir el impacto mortal. ¿Había llegado ya al suelo? No había oído ningún golpe todavía; pero la misma duda me erizó el vello, pues ni siquiera sabía cuál sería el ruido de una persona al caer de un noveno piso. Tal vez se encontrase aún a medio camino.
Sentí entonces un rumor sordo en la cabeza cuando el negro me propinó un manotazo para impedir que agarrase el arma. Por momentos me acordé de las hostias callejeras que recientemente me había dado con gusto Héctor, el amigo de Paula. Me quedé un poco atontado, pero para aquel entonces ya estaba yo haciendo fuerza contra el arma de modo que mi enemigo se encontraba parcialmente inmovilizado, incapaz, a pesar de su tremenda fuerza, de sacar el arma de su ángulo muerto e inservible. Si se arriesgaba a darme otro manotazo es probable que incluso consiguiera arrebatársela, así que con las dos manos intentaba apuntarme con el cañón todavía caliente. Pero lo tenía muy difícil: mientras yo hacía fuerza hacia abajo con ambos brazos, él trataba de empujar hacia arriba con sus gruesos miembros intentando obtener ventaja.
Yo mismo estaba sorprendido por lo bien que me estaba saliendo la jugada. El Zambo incluso llegó a retroceder uno o dos pasos. Pero entonces sobrevino el inevitable cabezazo. Perdí la noción de lo que ocurría a mi alrededor. Puede que escuchara un nuevo lamento que provenía del hueco de la escalera por el que se había precipitado la policía, pero no puedo asegurar que no fuera más bien un eco mental del anterior. Caí finalmente de espaldas con la consciencia apenas sensible. Sólo conseguía ver la figura imponente de aquel vendedor de discos cuya sombra parecía prolongarse por cada uno de los recovecos del rellano de la escalera. Manipulaba algo entre sus gruesos dedos; era dorado y rojo al mismo tiempo. Estaba recargando la escopeta.
De pronto me acordé del pequeño revólver que me había dado Paula hacía escasos minutos. Recobré un poco el dominio sobre mí mismo casi en el momento en que el Zambo terminaba de amartillar la escopeta. Mi pistola había desaparecido tras el cabezazo, así que no tenía muchas otras opciones aparte de la que se me ocurrió en aquel momento. Le pegué una patada en los huevos con todo el impulso que me permitía mi incómoda posición. La torre se tambaleó ligeramente, lo justo como para que el disparo tan sólo me abrasara el lado izquierdo de la cara. No llegó a darme, pero los perdigones pasaron tan cerca, que aún hoy se me figura sentir el calor en la mejilla al recordarlo.
Es curioso comprobar lo falsas que son las peleas del cine. Seguro que todo aquel que se haya visto envuelto en una de ellas se percata de este detalle. No hay nada de plasticidad ni estética. En éstas me encontraba yo mientras aquel tío enorme recibía el tremendo puntapié dedicado con cariño. ¿Por qué tenía miedo de lo que me pudiera pasar? No iba a ir a la otra orilla. Tal vez lo peor no era la muerte, sino lo que aquel tipo pudiera hacerme estando yo con vida. Sentí emociones similares a las del machete en la garganta.
El negro parecía dibujar una leve mueca de dolor y yo, mientras me levantaba tan rápido como jamás había hecho en toda mi vida, buscaba al mismo tiempo, con aquellos ojos que casi se me salían de las órbitas, cualquier rastro del revólver que habría de salvarme la vida. Retrocedí unos pasos y allí estaba, a escasos centímetros del borde del precipicio por el que había caído Paula.
No dudé y disparé dos veces casi seguidas. Fallé, como era de esperar, y al fondo del pasillo, justo en la pared que se ocultaba ante un inmenso eclipse negro, las balas levantaron dos pequeñas nubes como si alguien soplara el polvo de la repisa de un mueble antiguo. Llegué a la conclusión de que se trataba de un problema grave de concentración, de que no podía ser que tuviese tan mala puntería.
Los siguientes le dieron de lleno: uno de ellos en el pecho, en pleno corazón. El otro, en la cara. Se quedó unos segundos como aturdido, sin saber qué hacer, hasta que finalmente cayó al suelo como un elefante moribundo. Su dedo índice se encontraba en el gatillo de la escopeta y quería disparar el arma. Sin embargo, no reaccionaba. Por unos momentos estaba muerto, en una especie de limbo terrenal. Me acordé entonces de las palabras de Ricardo cuando describió la horripilante escena de la muerte y resurrección de aquel tío. Sabía que ocurriría, que se volvería a levantar. ¿Qué sería lo siguiente entonces? No podría hacer nada contra la fuerza de aquella mole, y menos contra la maldita escopeta que me había escupido rozando la cara. Fui corriendo hasta donde se encontraba tumbado boca abajo, sobre un charco de sangre que, por momentos, dejaba un reguero negruzco sobre el sucio suelo de aquel edificio. Era como si la propia sangre de aquel tipo estuviera contaminada, aunque tal vez mi percepción de las cosas no fuera muy precisa en esos momentos.
Me acerqué rápidamente al mismo tiempo que continuaba apuntándole con el revólver, tembloroso por la excitación del momento. Sabía que aquellos segundos eran cruciales. Lo despojé de su temible arma y la aparté a un lado, cerca de mí, mientras que le continuaba apuntando, a la espera de que se pusiera en pie de nuevo. Me encontraba a unos metros de él y el sudor casi me nublaba la vista. La pistola se me escurría entre los dedos. A la vez creo que apuntaba al Zambo, al marco de la puerta, al techo… No puedo describir lo largos que me parecieron aquellos segundos interminables.
Empecé a llorar por Paula, que se encontraba abajo, por el estrés de la situación, por el hecho de no haber disparado un arma en toda mi puta vida…
La vista se me nubló aún más. Entre tinieblas vi cómo la figura sombría se levantaba poco a poco. Su mano derecha trataba de aferrarse a la escopeta que se encontraba bajo mi custodia. La imagen que vi a continuación me pareció espeluznante: el negro apretaba un gatillo imaginario en su mano, como si todavía sostuviera la escopeta para dispararme. Se me figuró algo similar a algunos animales que corren sin cabeza o las lagartijas cuyo cola se mueve a pesar de haber sido amputada. Lo que aquel hombre intentaba durante esos segundos no lo llegaba a hacer él en realidad, sino sus instintos más primarios. Dudo mucho que tuviera siquiera conciencia de sus intenciones.
Volví a disparar. Una vez, otra. No quedaban balas y aquel tipo ni siquiera se tambaleó por los balazos que le acababan de entrar en el cuerpo. Aquella vez las lágrimas de mis ojos brotaron por la desesperación más que por otra cosa. Al tiempo que se acercaba hacia mí como si se tratara de los despojos de un cadáver reciente, cogí la escopeta que estaba junto a mis pies. El Zambo se movía lentamente hacia mí como un zombi. Le disparé y casi se me disloca la muñeca al hacerlo. La rodilla de aquel hombre saltó en pedazos y salpicó de rojo parte de la esquina que daba a la escalera del rellano. Profirió un rugido escalofriante. Por el rabillo del ojo traté de mirar hacia abajo, al lugar donde en condiciones normales Paula habría muerto. Era absurdo. Casi arrastrándose, el negro me buscaba, como si en el fondo el hecho de llegar hasta mí supusiera su salvación. Al final me decidí: me abalancé sobre él y lo agarré fuertemente del cuello. Aquel hombre se encontraba débil, jadeante y sudoroso. Noté cómo los pliegues de su piel, que envolvían su grasiento cuello, se me perdían entre los dedos. Ya no era para nada aquel titán que podría haberme lanzado a mí también al abismo; apenas era capaz de levantarse y, mientras apretaba el cuello cada vez con más fuerza, sentía un extraño placer en mi interior.
—Conoces a Heredia… —balbució débil como un animal herido que espera un final inminente. Tengo que reconocer que la pregunta me cogió algo desprevenido. Desde el principio me imaginé que el boliviano se encontraba detrás de todo esto, claro está, pero la afirmación con tintes de pregunta del Zambo me sorprendió por el momento que había elegido para lanzármela. Mis manos continuaban aferradas al enorme cuello del arrodillado. A los pocos segundos prosiguió—: Él es el único que puede matar, que puede asesinar. Le han concedido el don…
—Nos estabas esperando, hijo de puta. —Mis manos no volvieron a distraerse de su cometido.
—Heredia me dijo que… que alguien vendría… casi seguro…
—Y que tenías que quitarlo de en medio, claro.
—Yo no… No puedo hacer eso. Yo sólo retengo a los intrusos… —Las últimas sílabas se tornaron en un jadeo lleno de siseos.
—Tengo que encontrarlo. —Y mis manos apoyaron mis palabras con rotundidad, presionando la garganta del cerdo que había disparado a Paula.
—No puedes obligarme… —El Zambo jadeaba como un puto asmático. Por momentos no podía evitar imaginarme el rostro de Heredia entre mis manos, en lugar de aquella cara sebosa. Al cabo, continuó diciendo casi entre grotescos amagos de risa—: No puedes matarme.
—¡Dime dónde coño está!
—No puedes matarme. —Su voz era ya en realidad un susurro con apenas un hilillo de aire.
—¡Dónde está Heredia!
—No puedes…
—¡Dímelo!
—… matar.
—¡Dónde está Heredia, coño!
A partir de ese momento se me nublaron otra vez los ojos por las lágrimas y apreté con todas mis fuerzas. La cabeza de aquel hombre se puso rígida durante unos segundos y su cuerpo comenzó a convulsionarse de una manera horrible, como presa de un ataque epiléptico o algo peor. Sin embargo, continué apretando más… y más…
Hasta que cayó al suelo como el pesado saco de piel y huesos que era ya en realidad. Un saco vacío de vida. Muerto para siempre.