—Le he dado morfina como para dormir a un caballo —había dicho Conrado mientras hacía un gesto de impotencia. No me causaba gran simpatía, pero he de reconocer que lo que había sufrido me hizo sentir lástima por aquel hombretón de cien kilos de peso—. No puedo hacer más de momento. Casi no me pilláis aquí. Me llamaron hace nada del hospital porque están sin médicos para cubrir las urgencias. Jonás se puede quedar. No es médico, pero sus manos serán de mucha ayuda en caso de que se despierte.
—Dios quiera que no —susurró Paula para sus adentros pensando que nadie la oiría.
El piso de Conrado en realidad era una consulta privada situada en plena calle de Narváez, muy cerca del parque del Retiro. A aquella zona céntrica de Madrid los disturbios parecían no haber llegado gracias a los dispositivos de seguridad que se habían montado en las proximidades. Cuando cruzamos el cordón militar pensé que si lo que estábamos viviendo no era una guerra civil, al menos se le parecía bastante.
El piso del doctor Grau podría llegar perfectamente a los ciento ochenta metros cuadrados, repartidos en cinco habitaciones que daban siempre a grandes ventanales por donde, si fuera de día, entraría la luz casi sin que nada opusiera resistencia.
Conrado cerró tras de sí la puerta blindada y dejó en mi recuerdo su bata blanca ondeando por la acción de su propio movimiento. Héctor descansaba, en la sala de curas, de su pesadilla vivida en la realidad. Mientras tanto, Paula y yo descansábamos también de la impresión de lo que podría haberse convertido en una tragedia, a pesar de la imposibilidad de morir.
Permanecimos ambos en silencio, amparados únicamente por la tenue luz del pasillo que Jonás, el hijo de Conrado, nos había dejado encendida.
—¿Para ti qué significa todo esto? —inquirió la sargento como si hubiera estado rumiándolo durante un buen rato.
—La inmortalidad. Es una condena. Sólo mira lo que está pasando esta noche. Mira al pobre Héctor, que hasta me cae mejor ahora. Mírame a mí. Me ha arruinado la vida. ¿Qué quieres que opine de la inmortalidad? Tampoco supe aprovecharme de ella cuando tuve la oportunidad delante de Heredia. Podría haberle plantado cara sin miedo, pero lo tuve. Un miedo atroz a la muerte, a su machete.
Ante la severidad de mis palabras, Paula prefirió esperar, como si con ello diera tiempo a que las brasas que observaba en mis pupilas se apagaran con lentitud. A lo mejor no quería contradecirme.
—Tenemos una prueba de que la inmortalidad no existe.
—Ha sido sólo un caso —objeté—. A lo mejor indica que hay alguien capaz de saltarse la regla.
—Heredia.
—El asesino. —Una explosión lejana, un coche tal vez, munición de los antidisturbios, no sabría decir, resonó como eco de mis palabras—. Sí.
—Tienes realmente asumido que fue él. —Se escuchó entonces la voz profesional de la sargento, apoyada ante mí sobre la mesa del despacho, de pie con las piernas cruzadas y los pies repiqueteando.
—Tenía un motivo para asesinar y me amenazó para conseguir el paradero de mi amigo. Ah, y me dijo que lo iba a matar. —Paseaba ojeando por encima los libros que el doctor Conrado tenía en su despacho. Hablaba con Paula mirando hacia atrás de vez en cuando—. Es una declaración de intenciones en toda regla.
—Los sospechosos omiten información. A veces por descuido, locura…
—¿Y qué más? —La miré esta vez fijamente desde las sombras, con cierta curiosidad.
—Algunas veces lo hacen para ayudar a otras personas. Para encubrirlas. Si algo me dice mi experiencia es que la mayoría de crímenes no se cometen solos. Suele haber cómplices, manos amigas que aparecen en un momento y tal vez desaparezcan luego, incluso para siempre.
—No sabría decir si Heredia es una persona que necesite ayuda para cometer sus asesinatos. Parecía muy capaz él solo.
Paula se incorporó de su asiento improvisado y encaminó su cansancio acumulado de varios días hacia un diván que Conrado tenía al lado de una de las amplias ventanas. Cerró parcialmente la cortina, como si estuviera escondiéndose de alguien, se tanteó uno de los bolsillos del pantalón y sacó un paquete de cigarrillos.
—Pensaba que no fumabas —dije.
—Estuve un tiempo sin fumar, pero ya llevo unos meses volviendo a la rutina a la que me acostumbré en la academia. Allí empecé a hacerlo.
—Un poco tarde, ¿no?
—Sí —respondió secamente—. Suelo llegar tarde. Si lo piensas es toda una ironía, teniendo en cuenta mi profesión. —Sonrió como pudo mientras se concentraba en el mechero y su llama incandescente sobre el cigarrillo torcido y adherido a sus labios. Inhaló el humo como el buceador que sale a la superficie y aspira el aire con todo lo que dan de sí sus pulmones. Echó la cabeza hacia atrás.
—¿Crees en Dios, Oporto? —La pregunta se mantuvo unos segundos en el aire, esperando respuesta, como las vaharadas de humo que comenzaban a envolver el oscuro despacho.
—Antes, no. Comparto dogmas de fe con un amigo mío. Bueno, creo que es amigo. De los pocos que me quedan del pasado.
—No sé si eso deja muy clara tu postura. No importa si no quieres contestar.
—No pretendía ser evasivo. Ahora sí que creo en Dios. —Lo dije con una sonrisa impresa en mi rostro—. Debe de haber sido alguien muy poderoso el que ha detenido la maquinaria.
La policía inhaló nuevamente otra calada al moribundo cigarrillo, teniendo en cuenta la corta vida de éstos en los labios de un fumador nervioso.
—A lo mejor no se trata de que haya detenido la maquinaria, como dices. A lo mejor ha muerto o… se ha ido.
—Tu manera de ver las cosas implica que existe algo, más allá, muerto, desaparecido.
—Para la policía, muerto no es lo mismo que desaparecido.
—El resultado es el mismo: dolor para la familia que ha perdido al ser querido, de una u otra manera. —Me giré y continué un buen rato observando aquellos tomos insondables, mares de párrafos perdidos entre islotes de palabras ininteligibles para un lego. El silencio que siguió a continuación hizo que me diera cuenta de lo poco acertado del comentario. El hermano de Paula se encontraba en paradero desconocido. «Mierda», fue lo único que pensé.
La noche era cálida, como todas las noches de aquel verano que marcó la vida de todos. Tal vez lo era aún más por los incidentes que se sucedían a tres o cuatro calles de distancia. Aunque en realidad sería inexacto hablar de incidentes. Prueba de ello era el macabro estado en que se quedó Héctor tras la paliza que le propinó aquella turba de seres irracionales, enloquecidos por la indeterminación de sus vidas. Curiosa contradicción aquélla, pues nunca antes su destino había estado tan predeterminado.
Paula siguió recostada un rato en el diván mientras apuraba el rubio hasta el filtro. Finalmente, cuando hubo saboreado la última calada, me dijo:
—Tenemos que entrar en el piso esta misma noche. No creo que pueda aguantar más en vela. Llevo muy mal lo de conciliar el sueño tras su desaparición.
—Yo no tengo hermanos —dije al tiempo que me sentaba con ella en el diván del despacho—. Tienes buena relación con él, ¿no?
—Solíamos vernos bastante a menudo, es cierto. Cada dos o tres semanas preparábamos alguna cena juntos, quedábamos en algún bar, nada del otro mundo. Héctor también era muy buen amigo suyo. Cuando éramos pequeños no era tan cordial nuestra relación. Casi siempre reñíamos y nuestro padre solía echarle la bronca a él.
—Aunque tú fueras la culpable. —Esbocé una leve sonrisa.
—Sí. Yo era un trasto también. —Logró acompañar mi gesto anterior, pero enseguida sus sentimientos le recordaron cómo se encontraba en realidad. Terminó mirando hacia el suelo. Yo le pasé un brazo por detrás del hombro y le dije, pensando en ella y no tanto en su hermano:
—Espero que esta noche averigüemos algo. —Su melena de color negro parecía ejercer un peso atroz en su cuello y acabó reclinando la cabeza sobre mi hombro, que en parte deseaba aquel contacto tan personal e íntimo. No pude evitar que el pulso se me acelerara. Parecía sentirlo en medio de aquel lugar oscuro aunque acogedor, pues se asemejaba bastante a un refugio situado en mitad de la tormenta.
Así estuvimos un buen rato, quietos y sintiendo el calor que nuestros cuerpos compartían de buen grado. Al final, Paula se levantó casi de un brinco, mientras se secaba las invisibles lágrimas que recorrían su bello rostro de mujer curtida por el correr de los años.
—Vayamos. Es hora.
Me pareció entonces que todo formaba parte de un lánguido sueño cuyo dulce despertar me envolvía con sedas. Por momentos, acurrucado al lado de Paula, los sonidos del exterior se habían amortiguado y casi lo único que percibía eran los juegos de luces y sombras que se agolpaban en torno a la sargento, formando una silueta de gran sensualidad.
Cuando mi mano estaba a punto de agarrar el pomo de la puerta, un pensamiento brotó en mi cabeza. Se trataba de una serie de imágenes inconexas en las que Emilio Keller, mi antiguo profesor, aparecía como protagonista. Me resultó absurdo pensar en la asociación de ideas que me llevó a tales visiones; no hallé explicación alguna y creo que Paula, que permanecía a mi lado aguardando a que abriese la puerta de entrada a la consulta del doctor Grau, tampoco esperaba que me quedase quieto como si observase el infinito.
—¿Ocurre algo, Esteban?
—No. Es sólo… Es como si olvidara algo. —Entonces lo atribuí al sueño que parecía haberse aferrado con fuerza a mis músculos. La escena, un tanto estúpida, se prolongaba en el tiempo: Paula esperando de pie al lado de la puerta y yo con mi mano sobre el pomo, petrificado.
—Creo que… Debo hacer una llamada. —Poco a poco, la cabeza comenzaba a despejarse y por fin salí de aquella especie de estado catatónico—. Por aquí debe de haber un teléfono, ¿verdad?
La sargento me hizo un gesto con la cabeza indicándome que en el despacho donde acabábamos de compartir, tal vez, algo más que palabras había uno. Me dirigí hasta allí como si de repente sintiera una necesidad irrefrenable de marcar los números. Me vi obligado a hacerlo despacio, pues el teléfono era de aquellos modelos antiguos con ruleta en lugar de cuadrícula. Por alguna razón, me resultó irónico en aquel momento.
—… no, Hans, todo está bien… —fue la frase final que me llegó desde el auricular del vetusto teléfono.
—¿Profesor? —contesté, lo cual me pareció algo absurdo teniendo en cuenta que era yo el que llamaba, no el que recibía la llamada.
—Esteban, ¿es usted? Tenía que hablar inmediatamente. Es algo inexcusable. Pero no tenía modo alguno de ponerme en contacto con usted.
—Las cosas se han puesto mucho peor que la otra noche. —Todavía me encontraba algo adormilado—. ¿Va todo bien por su barrio?
—Hans, cálmate. Disculpa. La familia se preocupa a veces demasiado por un pobre viejo. —Al otro lado se escucharon sonidos ahogados probablemente por la mano que tapaba el auricular—. Yo también me hallo rodeado por un cordón de policía. Espera. No es la policía, sino el ejército. Nunca he visto tantos soldados por las calles, Esteban.
—Espere. ¿Cómo que también? No le he dicho nada…
—Sí, lo sé. —Su voz parecía la de un típico profesor cansado de repetir una y otra vez la anodina lección—. No es tiempo de repetir conversaciones previas entre usted y yo. Le recordaba más aplicado en clase.
—Disculpe, Emilio, pero estoy algo aturdido. Han ocurrido muchas cosas esta noche.
—Y las que quedan. Por eso mismo tenía que avisarle. —El tono de Emilio era apremiante, como si estuviera a punto de advertirme que se me fuese a caer una piedra encima—. He tenido unas cuantas revelaciones.
El silencio que se propagó entonces entre el fino hilo que unía las palabras del profesor Keller y las mías sólo se veía alterado por tenues interferencias provocadas por el viejo teléfono del doctor Grau. La sensación de todo aquello era ominosa. El profesor debió de interpretar mi silencio como una duda acerca de su estado de salud, porque a continuación dijo:
—Estoy hablando con usted, así que me encuentro bien. Ya me estoy acostumbrando. No se comporte como Hans, hágame el favor. Uno se acaba habituando a los ataques.
—Usted dirá, entonces. —Me mantenía a la expectativa y la bruma poco a poco se iba disipando.
—Debe tener cuidado. Corrijo: mucho cuidado esta noche. —Su voz sonaba como una salmodia monocorde.
—¿Y quién no? Parece que nos encontremos en un campo de batalla. —Durante unos momentos dudaba si Emilio me recriminaba cosas del pasado, como un adivino, o me advertía proféticamente sobre mi futuro, como un oráculo. Lo que dijo a continuación hizo que me decantase por la segunda opción.
—Pero usted debe tenerlo aún más —repuso acto seguido—, pues en sus manos va a recaer una gran responsabilidad. Desconozco el desarrollo de los acontecimientos, pero va a encontrarse con una persona desesperada que busca un castigo por los actos cometidos en el pasado. —Emilio hizo una pausa que se me antojó eterna—. Está atormentada y busca consuelo. Pero no lo puede encontrar en la muerte, puesto que ya no existe. —Su voz denotaba la seguridad y rotundidad al hablar de la que siempre había presumido el profesor. Por momentos, el trasnochado despacho del doctor se me figuró más oscuro, a pesar de que mis pupilas ya estaban acostumbradas a la débil y artificial claridad que provenía de las farolas.
—Para algunos sí existe la muerte todavía. —Los dos hicimos una pausa. Duró algunos tensos segundos.
—Lo siento, Esteban, pero me temo que algunas cosas son todavía un misterio para mí.
—Siga, profesor. No quería interrumpirlo.
—No se preocupe. Lo que quiero es que le vaya a usted bien —prosiguió—. Las sensaciones de mis últimas… ¿Cómo decirlo? ¿Visiones? Bueno, no importa. Son un tanto preocupantes; razón por la cual tenía la necesidad de ponerme en contacto con usted. Como le decía antes, va a tener que tomar alguna decisión importante. De ella dependerán algunas personas que se encuentran en su entorno. No le puedo dar muchos más detalles, y no sabría muy bien cómo decirlo; pero tal vez haya vidas en juego.
—¿Cómo es eso posible? —Me llevé los dedos a la frente empapada en sudor. Poco a poco se iba enfriando, lo cual me causaba una sensación de desasosiego.
—Dudo si tendrá que ver con alguna excepción, si me permite el término. Entiendo que no comprenda muy bien mis enigmáticas afirmaciones. Soy el primero al que le encantaría que le respondieran las mismas preguntas formuladas por mí mismo. Lo que sí puedo decir es que las emociones asociadas a mis visiones son muy intensas. Preocupantes. Tenía que decírselo y advertirle al respecto. Lo único que puedo decirle es que, llegado el caso, tome la decisión correcta.
—Muchas gracias, profesor. Llevaré cuidado. —Mi mano izquierda ya reposaba sobre las lengüetas que silenciarían para siempre aquella conversación con alguien que parecía proceder del más allá—. Adiós, Emilio. Ya me pondré en contacto con usted lo antes posible. Mañana, cuando salga el sol.
Paula me esperaba en la puerta de la consulta, con un pie en el pasillo de la iluminada escalera. Pensé que, a lo mejor, las advertencias de Emilio se refiriesen a la policía que me acompañaba. Ella no podría sufrir mi maldición, ¿verdad? Ella no me había amado… No podría arrojarla al abismo…
—… así que de momento se encuentra estable. En otras circunstancias —aquella palabra de pronto poseía un cierto halo de brujería—, dudo que hubiese sobrevivido. Pero ahí está. Ha tenido suerte, después de todo.
Pensé en lo poco cotizada que se encontraba la suerte por aquellos tiempos, mientras estrechaba la mano del joven de rostro anguloso que se afanaba por seguir los pasos predeterminados de su recto padre. Tenía toda la pinta de un futuro y engominado cirujano plástico.
—Muchas gracias por todo —se despidió la policía con una apagada sonrisa.
El ascensor nos deleitaba con un hilo musical ameno y tranquilo. Sin embargo, los sonidos que provenían de la calle pronto hicieron que la música se desvaneciera. Varios policías protegidos con corazas pasaron corriendo al otro lado del portal, que de momento nos servía como improvisado refugio. Siguieron algunos sonidos de cristales rotos. Paula y yo nos detuvimos casi al mismo tiempo. Parecía que algo del exterior nos asustara. A mí me habían intrigado mucho las palabras de Emilio.
—Tenemos que ir hasta donde se encuentra el coche —dije como si tratara de romper un hechizo.
—Eso si no lo han destrozado ya alguna turba o la propia policía.
—Hay una cosa en la que no había pensado. ¿Te puedes meter en algún lío por lo que estamos haciendo?
—Es un poco tarde para pensar en eso. —Había cierta brusquedad en la manera de hablar—. ¿Recuerdas que te saqué de aquella celda? Mira las calles. Nunca pensé que fuera a vivir algo así.
—Ya. Me refería a lo de entrar en el piso.
—Ah… —Siguió una sonrisa muy parecida a la dedicada a Jonás pocos segundos antes—. Por eso no te preocupes. Ciertas cosas han cambiado. Si existe alguna sospecha de que dentro de una vivienda pueda suceder algo… —Durante unos instantes el rostro duro vacilaba, tratando de encontrar un eufemismo apropiado— incriminatorio, podemos entrar sin muchos miramientos. Utilizando la fuerza, si es preciso.
—¡Vaya! —exclamé sorprendido—. Eso se salta unos cuantos derechos.
—Atenta contra las libertades fundamentales —repuso como si supiera en qué estaba pensando. En su rostro se dibujó una amarga sonrisa triunfal.
—¿Y desde cuándo somos un poquito menos libres?
—Un par de días, por lo que yo sé. Es posible que más. Te dije que teníamos mucho trabajo últimamente. No te mentía. Está habiendo muchos cambios legales. Soy policía, recuerda. Tenemos que estar al tanto de lo que se puede y lo que no se puede hacer.
—Esa gente a la que vigilas no están siendo muy legales, ¿verdad?
—Puede que otra gente que está mucho más arriba considere que no son, han sido o serán todo lo legales que deberían. —La cara de Paula deshizo de un plumazo la risa fingida que la maquillaba. Tan sólo mantuvo el tono irónico en sus palabras.
—Hijos de puta —fue lo último que dije antes de que algo se desplomara sobre la acera e interrumpiera bruscamente nuestra conversación. Pareció como si un enorme cristal hubiese caído del cielo. El ruido que hizo al aterrizar en el suelo, aunque tenía un timbre más grave, más lento, era como un vidrio roto lentamente. Sin saber muy bien qué es lo que nos encontraríamos fuera, Paula y yo salimos decididos, en parte por saber de qué se trataba, y también por dar por fin con el piso sospechoso que yo le había indicado.
El aire que se respiraba era cálido y las figuras que, como sombras, deambulaban de un lado a otro no parecían ser las de antidisturbios firmes y disciplinados, ya que el caos y el nerviosismo los dominaba. Al otro extremo de la calle había una barricada improvisada por la propia policía o el ejército. Varios coches patrulla, contenedores y más de una pelota de goma ávida de contacto humano contenían a un numeroso grupo de vociferantes con el rostro desencajado. A pesar de que eran muchos los policías que se hallaban allí, el caos que poco a poco se apoderaba de la situación la convertía en una bomba inestable a punto de estallar.
Al mirar a un portal al que no había prestado atención, comprendí algo más de lo que pasaba. Un policía yacía en el suelo con el rostro totalmente ensangrentado e irreconocible. Otro policía, que había dejado el casco en el suelo boca arriba, lloraba mientras trataba de aferrar a su compañero al tiempo que solicitaba ayuda por radio. La imagen era aterradora. Daba igual que no existiera la muerte; sin duda, había muchos caminos peores por los que transitar hacia el infierno.
Paula se quedó mirando absorta aquella visión que bien podría ser una premonición de lo que a una policía más, como ella, podría ocurrirle en caso de tomar la decisión equivocada, aliarse con quien no debiera, entrar en la casa equivocada…
—¡Vamos! Tenemos que llegar por el otro lado hasta el coche.
Otra vez el aire cálido parecía hacerse notar justo en los momentos previos a algún suceso terrible. Había gente asomada a los balcones de la calle y en sus caras se podía leer el miedo, la incertidumbre, la incapacidad para dar explicación a una cadena de acontecimientos que sobrepasaba con creces la verosimilitud. Algunas personas se abrazaban ante la catástrofe que oteaban en el horizonte. Un horizonte incendiario y violento.
Al girar la esquina, el panorama era muy distinto al de la calle Narváez, que casi estaba siendo tomada por los asaltantes encolerizados. Algunos policías pateaban a un muñeco inerme que yacía bajo sus agitados pies embotados. El chico ya no ofrecía resistencia alguna, ya que parecía estar hecho de trapo; pero los policías insistían una y otra vez en tratar de reducir a un sujeto ya reducido a base de golpes y puntapiés, totalmente abstraídos de lo que los envolvía. Uno de los antidisturbios se había quitado el casco. Ni siquiera lo tenía colgando del cinturón. Entonces me miró fijamente a los ojos. Conseguí sostener aquella mirada aterradora varios segundos, pero no pude competir con un rostro desencajado por una risa ambigua y pintado de rojo, como el charco que se empezaba a formar bajos sus pies.
—¡Basta, hijos de puta! ¡Lo vais a…!
Paula ahogó un verbo que carecía ya de significado, al menos para la mayoría de los que antes éramos mortales. De repente, todos los que participaban en aquella orgía violenta cesaron de dar golpes al hombre informe que se encontraba en el suelo. Por un momento me pareció que llegó a moverse algo, pero tan sólo era una falsa ilusión. Paula sacó con un gesto nervioso la placa de policía que llevaba en el bolsillo del pantalón. La escena me pareció grotesca, pues parecía que sostuviera un sello sagrado frente a las fuerzas del mal. Algunos policías, incluido el que tenía la cara manchada de sangre fresca, se quedaron quietos mirando al suelo. El resto miraba a la acera y después a nosotros, con un gesto repetitivo y sonámbulo. Cogí a Paula del brazo y tiré de ella con insistencia.
—Vámonos, Paula, por Dios. No podemos hacer nada.
Por fin divisamos el Megane al doblar la esquina, a unos metros. Los policías corrían de un lado a otro con mucho desconcierto, tratando de esquivar piedras, cócteles Molotov y algunos palos que volaban desde lugares indeterminados. Tuvimos que detenernos a escasos metros del coche porque creíamos que una losa voladora iba a impactar contra nuestras cabezas. No agachamos por puro instinto. La losa provocó un estrépito considerable cuando impactó contra el escaparate de una tienda de moda. El cristal blindado resistió estoicamente el duro golpe, pero en el lance se resquebrajó como cuando el deshielo hace mella en la superficie de un lago congelado. Nos incorporamos y Paula ya tenía en la mano temblorosa las llaves del coche.
Cuando en el interior del Megane el caos sonoro del exterior se amortiguó al cerrar ambas puertas, me fijé en que Paula tenía los ojos rojos y estaba a punto de llorar. A pesar de las pocas horas que los dos habíamos compartido juntos, tenía la impresión de que difícilmente se echaría en mis brazos para buscar consuelo. Tenía la espalda y la cabeza rectas, como si tratara de mantener una postura orgullosa. No iba a darme el gusto de verla en semejante estado de debilidad.
El coche arrancó con un rugido inesperado y la policía no tuvo reparos en llevarse por delante el espejo de uno de los vehículos que estaban aparcados. Apenas había cambiado de marcha cuando tuvimos que detenernos. Una línea mixta formada por antidisturbios y militares mantenía un cordón infranqueable, al menos para los que tratábamos de salir de aquellas calles. Por encima de la línea de seguridad se levantaban los gritos, los palos y el humo que la muchedumbre utilizaba como armas rudimentarias, pero muy efectivas. Uno de los policías nos hizo un gesto para que diéramos la vuelta. Nos metimos por una bocacalle anterior una vez que hubimos dado la vuelta con brusquedad. Vimos cómo algunos policías se encaminaban hacia el cordón de seguridad que habían levantado los militares. Abandonaban la calle por la que transitábamos corriendo a toda prisa, con la voluntad aparente de llegar a un lugar donde fueran útiles. Al avanzar unos metros, nos quedamos perplejos ante el espectáculo que se desparramaba por la pequeña plaza en la que desembocamos. Parecía aquello el lugar desolado después de una cruenta batalla. Había decenas de personas (la mayoría civiles, aunque también algunos policías y menos soldados) tiradas por el suelo boca abajo, como si se hallaran en la playa después de un naufragio masivo. Varios coches estaban siendo devorados por las llamas, mientras que dos militares, arma corta reglamentaria en ristre, examinaban a la gente inconsciente o en coma. No parecieron darse cuenta de nuestra presencia las dos figuras uniformadas, enfrascadas en una enigmática labor de recuento o recogida de información, nunca lo supe.
Escuchamos disparos desde la distancia. Viendo el espectáculo aterrador que se había cernido sobre la capital española, costaba creer que hasta aquel momento no me hubiera sobresaltado por eso.
—¿Qué ocurre, Esteban? ¿No los habías escuchado antes?
—No. —El monosílabo sonó como si lo hubiera dicho un niño avergonzado.
Tras pasar junto a un parque dimos con un control de la policía unos cuantos metros más adelante. Había una docena de agentes (algunos de paisano) armados con pistolas y subfusiles de corto alcance que exhibían sin el más mínimo pudor. Habían cortado la estrecha calle con tres vehículos dispuestos de tal forma que se debía efectuar un zigzag para atravesarla. A un lado de ésta, casi subido en la acera, se encontraba un Ford Focus de color rojo con todas las puertas abiertas, incluida la del maletero. También había cuatro individuos apoyados junto a la pared con las manos en alto. Dos policías, mirados muy de cerca por otros tantos compañeros, cacheaban ávidamente a los sospechosos, que aguardaban con las caras avergonzadas y la vista hacia el suelo.
Otro policía nos dio el alto, al tiempo que dos de los suyos nos apuntaban sin ningún reparo al otro lado del parabrisas delantero. Paula, que había dejado la placa en el salpicadero del coche, justo al lado del volante, la mostró rápidamente a los vigilantes. Ni tan siquiera llegó a bajar la ventanilla: la pegó en el cristal como si fuera un simple sello. Enseguida uno de ellos hizo un gesto que nos indicaba que podíamos pasar sin peligro alguno, al menos, por su parte. Sorteamos los coches de la policía y dejamos atrás el control. Tenía la sensación de jugar a la ruleta rusa cada vez que me enfrentaba a una situación así.
Cuando nos hallábamos demasiado lejos para la vista, pero lo suficientemente cerca para el oído, escuchamos varios disparos que sonaron en la distancia. Parecían petardos vacíos de vida cuyos ecos apenas duraron un segundo.
Por fin giramos por una de las callejuelas que marcaban una senda invisible hasta el piso de Lavapiés y, aparte de los tiros, nuestro silencio era lo único que nos acompañaba en el interior del coche. Los dos estábamos ansiosos por llegar hasta la pista a la que me había conducido Jaro Martínez. Mis motivos estaban bastante claros: encontrarme cara a cara con el que había matado a Ricardo. Paula se mantenía a la espera. Una vez que diéramos con él, sería el momento de comenzar la búsqueda de su hermano y averiguar por qué cojones me seguía.
En aquellos momentos, desconocía qué iba a hacer cuando tuviera delante a Heredia, puesto que a veces se asomaba la duda de si realmente llegaría a tenerlo ante mí. El sentimiento de venganza se había ido apagando a medida que me alejaba del apartamento de Martínez, como si el encuentro con él hubiese sido una especie de purga momentánea para mi dolor. Pero en el coche, una vez que las tinieblas se despejaban, al menos en parte, y comenzaba a recobrar la conciencia de mi propia seguridad, la macabra idea volvía a presentarse como una visita persistente, pero deseable.