EMISORA (AM)

La sola idea de encontrar en la dirección que me dio Jaro al boliviano o alguna pista que me condujera hasta él hizo que me pusiera nervioso. Permanecí absorto en ese pensamiento aterrador mientras me acurrucaba en la parte de atrás del taxi. A medida que el conductor pisaba a fondo el acelerador (el toque de queda despuntaba ya en el horizonte), me fui despertando de mis propios fantasmas. Fue entonces cuando me percaté de que la radio sonaba desde hacía un buen rato en el interior del coche.

—Entonces, tú te quedas a dormir, ¿no, Diego? —decía una voz cálida y serena. Imaginé que lejos de donde yo escuchaba se dibujaba, en un estudio radiofónico de poco presupuesto, una sonrisa llena de complicidad.

—¡Qué remedio! —contestó una voz algo atiplada y susurrante con algo de resignación—. Aunque prefiera la compañía de mi mujer, esta noche toca vigilia.

—El programa lo merece. Seremos de los pocos que emitamos esta noche en directo. —La tercera voz resultaba ágil, resuelta, varonil, al mismo tiempo.

—De los pocos o, más bien, los únicos. —Al comentario siguieron risas contenidas.

—Pocos quedamos ya, Albert, que seamos adictos a las ondas nocturnas.

—Espero que no le eches ahora también la culpa al Gobierno de lo que pasa.

—Al Gobierno, no: a los gobernantes.

—¡Siempre igual! —En el tono de la voz atiplada, la de Diego, había una censura cargada de mordacidad, ampliamente tolerada por los compañeros de la mesa radiofónica.

—Eso sí —dijo la voz catalana de Albert, camuflada tras años de desarraigo—, está claro que no tiene la culpa de todo, pero ha aportado su pequeño granito de arena al asunto.

—Granito, granito… —El sarcasmo despuntaba en el micrófono.

—A lo mejor hablamos de un nuevo Peñón de Gibraltar, hecho a base de granitos.

—Al menos éste sería totalmente español. —La voz varonil invadía la atmósfera de aquella pequeña, imagino, cabina desde donde retransmitía la emisora desconocida por mí hasta aquel entonces.

—Te equivocas, amigo Augusto —intervino la voz corriente y anodina—. Sabes de sobra que el producto no es español cien por cien.

—Sólo tienes que ir a los periódicos de días anteriores: el resto de Europa anda igual —apostillaba Albert con toda rotundidad.

—¿Te refieres a los periódicos o al BOE? —La sorna en la voz de Diego era más que evidente—. Yo sólo he sido capaz de leer lo mismo en los últimos días; y eso que se trataba de prensa de distinto color.

—¿Volvemos acaso a la propaganda gubernamental? —planteó Augusto.

—Perdonen ustedes, caballeros, pero no es posible que hayamos retornado a esos tiempos. Aquí siempre ha habido libertad de prensa: siempre se puede elegir entre un signo u otro. —Al escuchar a Albert, uno no sabía dónde empezaba y dónde concluía la ironía.

—En realidad volvemos a los tiempos del miedo. —La seriedad de la afirmación contrastaba con la voz casi infantil del tertuliano—. El miedo es lo que está provocando todo esto. La gente es reticente a los cambios.

—¿Cómo puedes aceptar un cambio de tal magnitud, Diego?

—Admitirás conmigo que no ayuda el que se coarten las libertades que tanto han tardado en llegar.

—¿Y qué hacemos con los disturbios, los robos? ¿Dejamos que el caos se apodere de la ciudad? No sería sensato —apuntó Augusto.

—Lo que digo es que el fuego no se puede combatir siempre con fuego, de igual modo que la mejor manera de combatir el pánico en un naufragio no es azuzando el propio miedo instalado en los futuros náufragos. Se debería actuar desde la razón y el sentido común.

—¿Y no se hace ya? —planteó con timidez la voz neutra, la que podía ser de un ciudadano cualquiera.

—Algunos creen que se ha dado un paso atrás. Los toques de queda, la presencia del ejército y la policía por las calles…

—Eso es a lo que me refiero. —En las palabras de Albert había un punto de entusiasmo periodístico contagiado de su particular subjetividad—. Se toman medidas del siglo pasado para un problema que ha surgido en el siglo XXI.

—Y qué problema. —La voz estruendosa de Augusto apagaba las del resto de compañeros como si fueran tenues velas en medio de una tempestad—. Si te soy sincero, Albert, yo no sé qué hubiera hecho en lugar del presidente. Debe de haber sido muy difícil tomar una decisión.

—O no. ¿No te parece, como mínimo, anecdótico que todos hayan tomado la misma decisión? —interrumpió Diego.

—¿Te refieres a todos los países?

—Sí.

—Vivimos en la aldea global —apuntilló con seguridad la voz anodina, impersonal.

—La violencia se ha convertido en algo global, también —dijo Augusto.

—¿Acaso lo dudaste en alguna ocasión? —El tono de los contertulios se había tornado sombrío a lo largo de la conversación a varias bandas que todos mantenían entre sí.

—¿Cuáles han sido las cifras oficiales de anoche? —preguntó Albert.

—Ninguna, ya sabéis. Se ha cortado ese canal de información —respondió resignado Augusto.

—¿Y las no oficiales?

—Las no oficiales impresionan. ¿De verdad queréis que los pocos oyentes que nos quedan se asusten más?

—Claro que no —repuso Diego con tranquilidad. Podría haber estado hablando de la subida del pan con el mismo tono monocorde y agudo—. Pero nuestros oyentes son gente inteligente que se ha molestado en buscar nuestra emisora en el dial en busca de información en medio de tantas canciones. —El resto rió amargamente. Daba la impresión de que se sentían solos como náufragos rodeados de una masa de agua infinita.

El taxi no tardó en llegar a las inmediaciones del hostal La Latina. Las calles estaban tan solitarias que prolongaban el eco de mis pasos. El cielo devolvía destellos cobrizos impregnados de la negrura nocturna.

Pronto, el hostal apareció ante mí, bajo la luz amarilla de un luminoso de tiempos preconstitucionales que daba la bienvenida a los baratos inquilinos del lugar. La voz de la mujer hispanoamericana sonaba cándida tras el mostrador de la entrada. Si hubiera sido yo un asesino, probablemente me hubiese atendido con la misma educación, cosa que era más que loable.

—Buenas noches.

—Oporto —contesté de manera automática anticipándome a una inexistente pero más que probable pregunta de la chica.

—Aquí tiene su llave. —La mujer morena me devolvió la mirada tras una butaca roja de los años sesenta y que sostenía sus contorneadas y generosas curvas de madurez bien llevada—. Por cierto —se levantó y recogió algo de uno de los cajones que tenía a mano—, una señorita le dejó un recado. Una nota. Aquí está.

Antes de leerla, escrita a mano por la propia Paula García, me asaltaron unas inquietantes dudas acerca de si había sido correcto informar del hostal en el que me podría encontrar la sargento.

«Necesito hablar contigo. Cuando puedas llámame al…»

Lo primero que pensé, erróneamente, como se demostraría más tarde, es que Paula quería volver a hablar conmigo para ver cómo iba el asunto que teníamos entre manos. En el fondo era lo más racional, aunque es probable que las hostias que me había comido de buena mañana hubieran tenido mucho más que ver que mis procesos neuronales, un tanto alterados desde hacía unas horas.

—¿Puedo utilizar el teléfono?

—No, lo siento, señor —me interrumpió la recepcionista con un acento sudamericano más marcado que antes, justo en el momento en que me dirigía al teléfono del mostrador—. No es posible. Justo en la esquina hay una cabina. Lo siento mucho, señor.

Cuando ya la amabilidad de la recepcionista me había echado a la calle para hacer una mísera llamada, desde la puerta y con la mano apoyada en una verja corredera, la recepcionista apostilló:

—No tarde. Enseguida llega el toque de queda y no le podré abrir, me temo.

Hice un gesto con la mano que bien podría valer como «idos todos a la mierda» o «sí, sí, lo entiendo».

Ya en la esquina, tras marcar los dígitos del número de teléfono que me había dejado Paula, me quedé en la misma postura, auricular al hombro, mientras esperaba la respuesta al otro lado de la línea imaginaria.

—Esteban, soy yo. —La voz femenina me llegó a los oídos como en susurros.

—Me dejaste una nota.

—Necesitaba hablar. Esteban, siento lo de Ricardo. Tal vez…

—Está bien, Paula. Si quieres podemos hablar, pero ahora… —La mirada de la sudamericana, a pesar de la distancia, era acuciante. Me empezaba a poner nervioso.

—Estás cerca del hostal, ¿verdad?

—Justo en la esquina —contesté sin pensar.

—En quince minutos puedo estar ahí. —Parecía decidida a venir.

—El toque de queda… Son casi las doce —objeté con dudas, no tanto porque no quisiera verla, sino por la sensación de estar jugando con fuego; algo parecido a subirte a un tren en el último segundo, cuando sabes que las puertas están a punto de cerrarse.

—No te preocupes. Soy policía, ¿lo recuerdas aún?

—Está bien. —Siempre me ha resultado difícil decir que no a una mujer. Bueno, quizás a Alaska; pero era una excepción—. Te espero en la recepción del hostal.

Mientras esperaba dentro, percibía la negrura de cielo y asfalto como lo había hecho escondido en el armario de Jaro. La verja, situada a escasos centímetros de mi cara, impedía verlo todo con claridad, ya que interfería mi campo de visión. Fuera no había nada ni nadie. Tan sólo el silencio, que parecía llegar hasta mí a través del frío del metal. Era difícil saber si sería suficiente para protegernos a los cuatro pelagatos que dormíamos en el hostal.

Un poco antes de que se cumpliera el plazo dado a sí misma, escuché el ruido de motor. El eco reverberó por la solitaria calle y los zapatos de Paula anunciaron su llegada.

—No es buena idea. Ya se cumplió el toque de queda. —Poco a poco, la inicial y mecánica amabilidad de la recepcionista se fue transformando en una máscara del frío cumplimiento del deber.

Ya en la habitación de tonos pardos con cama gris depresión, Paula no pudo callarse más.

—Lo siento, Esteban. Siento muchísimo lo que te ha hecho esta mañana Héctor. No quiero que pienses que he tenido algo que ver…

—En serio, he visto a otros policías representar mejor los manidos papeles de poli bueno y poli malo. Es curioso: uno ve una película y piensa realmente que esas cosas en la realidad no pueden pasar. Me equivocaba.

Los redondos ojos de Paula parecían esconder la culpa que se encontraba muy al fondo. Sin duda habían percibido las señales de la dispar lucha que ambos habíamos mantenido. Su rostro duro reflejaba una emoción sincera.

—Le he mandado a la mierda —espetó de pronto.

—¿A quién?

—A Héctor. ¿Quién va a ser? Le he dicho que ni me dirija la palabra.

Medité unos segundos lo que iba a decir, antes de que nada saliera de mi boca. Me tumbé en la sosa cama del hostal. En otras circunstancias extrañaría la mía propia, pero me di cuenta de que ya eran muchas noches sin dormir en algún sitio al que pudiera llamar hogar, por lo que sentí un cierto aprecio por la colcha grisácea.

—Lo que tengas con él me trae sin cuidado. Si no has tenido nada que ver es lo que me vale.

—Tenía que decírtelo. —Se sentó en la cama con la pierna flexionada encima de ella, donde también apoyó uno de sus brazos. La otra pierna todavía mantenía un tibio contacto con el suelo—. De haber sabido que se trataba de tu amigo Ricardo…

—No tenías por qué saberlo. No lo conocías. Yo sí —apostillé ominoso, tratando de buscar alguna excusa para volver a echarme las culpas de lo sucedido, de mi delación.

Nos quedamos callados. Durante varios segundos hubo algo parecido a la sensación de silencio cálida y acogedora entre personas que pasan mucho tiempo juntos: familia, amigos, amantes… Tuve la sensación de pensar lo mismo que ella. Al final, la curiosidad aguijoneó mis palabras.

—Estás trabajando, ¿no es así?

—Estamos cerca.

—Estamos.

—Mi compañero y yo. —Sus palabras parecían telegrafiadas. Información breve, escueta—. Héctor. Puedo evitar hablarle, pero no puedo hacer nada para que no me manden con él a hacer el trabajo.

—Entiendo; pero no tienes por qué darme explicaciones.

—Te las doy porque quiero y porque ya no aguanto más la presión. —Me incorporé entonces, ya que me di cuenta que Paula tenía los ojos brillantes y vidriosos. Se podría permitir el lujo de no llorar, pero no de evitar las emociones que tenía a flor de piel—. Llevamos varios días haciendo seguimientos.

—Eso forma parte de tu trabajo, ¿no? Quiero decir, no todos los policías lo haréis, pero habrá algunos que sí.

—Antes había hecho algunos, pero se trataba de otro tipo de gente. Nos están mandando seguir a personas que no han cometido crimen alguno, ni se sospecha que lo hayan hecho. Héctor y otros compañeros parecen llevarlo mejor, pero yo no. Me está costando.

—No entiendo por qué os mandan hacer eso. ¿No hay suficientes problemas ya? Falta de personal, los disturbios…

—Claro, hay menos personal porque muchos de nosotros estamos realizando tareas de seguimiento a algunos políticos locales, periodistas, otros policías, civiles… Estas cosas no las había visto antes, Esteban. Esta gente no ha cometido delito alguno.

Yo sí, pensé para mis adentros y, por vergüenza, no lo expresé en voz alta.

—Algunos mandos policiales —prosiguió la policía— piensan que hay una mano negra detrás de los incidentes violentos.

—Ten cuidado: empiezas a utilizar la jerga eufemística de los políticos. —Traté de sonreír para quitar tensión al asunto. Paula parecía tener una losa sobre la espalda. Esbozó una tímida sonrisa.

—Los de anoche fueron muy violentos. Muchos buenos policías han tenido que irse a sus casas esta mañana con un permiso improvisado. Por lo visto han presenciado cosas muy desagradables. Y, sin embargo, ahí estoy yo, haciendo de espía por no se sabe qué razón.

—Me resulta extraño que con la que está cayendo —respondí con inquietud— los que mandan se espíen entre ellos.

—Extraño o indigno. —La duda que en apariencia encerraba la frase de Paula en realidad se trataba de una afirmación categórica.

—¿Y a quién controla la Gestapo esta noche? ¿A algún burguesito de misa dominical que se ha llevado a una puta a su casa o al progre que escamotea la seguridad social de sus trabajadores?

—Nada de eso. Héctor y yo hacemos guardia plantados en el portal de un conocido escritor. —Por unos momentos el gesto de la policía reflejó un asco interior, no sé si hacia ella misma o hacia los valores que le enseñaron en la academia—. No sé nada más. Simplemente lo vigilamos.

Sabía que ella ya lo había soltado, que necesitaba desahogarse. No le quise preguntar más. Sólo fue una cosa: el nombre del escritor. Paula me reveló que su nombre era Julio César Arconte, regio hombre que bien podría haber vivido hace dos mil años con el mismo nombre y apellidos. Noté que estaba algo más relajada, así que me ofrecí para bajar a la recepción y pedirle algo de beber, lo que fuera, a cargo de la habitación 216.

—No te preocupes. Raquel y yo nos llevamos muy bien.

Al cabo de cinco minutos subí con una botella medio llena de Negrita en las manos. Había perdido el tapón, que probablemente estaría descansando junto a algún borracho callejero, inquilino de honor en aquel viejo hostal. Los vasos que utilizamos eran los de plástico que había en el aseo, todavía sin abrir. Parecía un triste botellón adolescente sin hielo ni cola.

—No puedo beber más. Estoy de servicio, en teoría.

—Tengo información, Paula. —El rostro ligeramente alegre de la policía se transformó con brusca preocupación. Le conté entonces las averiguaciones que había hecho, obviando algunos detalles como lo simbólico de mi salida del armario de Martínez y el incidente violento con él, utilizando el eufemismo gubernamental que se gastaba. También dejé pasar el contrato mercantil que establecimos Alaska y yo.

—Quizás sea mejor que no pregunte cómo has conseguido toda esa información. —La intuición de la policía relucía nuevamente detrás de unos ojos brillantes todavía, pero enturbiados por la influencia de la bebida.

—La calle no está muy lejos de aquí. Tengo que entrar como sea en aquel piso.

—¿Y qué esperas hacer? —contestó la policía con un punto de incredulidad. Sus labios emitían un tono rojizo palpitante por la bebida—. Por lo que me has contado, tiene toda la pinta de ser un piso con gente peligrosa en su interior. Puede que incluso dentro te esté esperando el propio Heredia. —Tras su espontánea aunque acertada cábala, Paula se quedó pensativa, con la boca entreabierta y mirándome a los ojos, que le devolvían el gesto con una ligera sonrisa de satisfacción contorneada debajo de ellos—. ¡Vaya! Eso es precisamente lo que estás pensando.

Asentí con la cabeza al tiempo que bebía otro sorbo de la copa desechable. Finalmente, añadí a su acertado comentario:

—Lo estaba pensando todavía mientras llegaba hasta aquí. Tal vez necesite tu ayuda para entrar al piso.

—Es complicado, Esteban. —Resopló al terminar la frase, abriendo sus grandes ojos.

—¿Qué no es complicado? Me pego un tiro y no muero. Te hacen un corte espantoso en el cuello y tampoco. ¿Qué no es complicado en los tiempos que corren?

Paula se levantó inquieta de la cama donde había ido perdiendo la verticalidad con cada uno de los lingotazos de ron. Observé cómo sus fuertes piernas se ponían tensas bajo los vaqueros que las recubrían formando una atractiva silueta bien formada. El pelo recogido se adhería a las sienes, tensas de nuevo. Permanecí recostado en la cama gris, mientras ella deambulaba por la pequeña habitación.

De repente, el móvil de Paula comenzó a vibrar. Lo cogió con preocupación y apenas le dio tiempo a ver en la pequeña pantalla quién le había mandado un mensaje. La incertidumbre sobre qué decisión tomar acerca de mi propuesta se transformó en un gesto de abierta preocupación.

—Es Héctor —dijo—. Lo han visto.

—¿Quién? —respondí un poco embelesado por los vapores dulces de la bebida.

La información restante acerca de los detalles del inesperado mensaje los fue diciendo Paula en el corto camino hasta el coche, con el mismo tono telegráfico que había utilizado en la habitación del hostal. La portera gruñó otra vez mientras sus labios se esforzaban en esbozar una sonrisa amable cuando le pedí por favor que nos abriera la verja que daba al exterior.

—Venga, vamos rápido. Sube al coche. —Parecía que Paula me daba órdenes como si no nos conociéramos. Me monté en el coche, esta vez en el asiento delantero, junto a la sargento, la cual se abrochaba el cinturón de seguridad con sólo una mano, al tiempo que quitaba el freno de mano con la otra y arrancaba quemando ruedas.

El reflejo que proyectábamos en los escaparates y cristales de los comercios cerrados por donde pasábamos casi no era perceptible por mis ojos, que veían cómo las esquinas se sucedían unas a otras sin apenas tiempo para darme cuenta de por qué calle dejábamos las huellas de los neumáticos marcadas. Entonces, cansado de la sucesión de edificios anónimos, me fijé en el rostro de Paula. Era tan decidido que tal vez, aunque hubiera aparecido un muro de hormigón de la nada, ella hubiera tratado de atravesarlo con el coche.

—¿No crees que vas un poco deprisa?

La policía dejó pasar mi ironía como hizo con la última curva por la que habíamos girado antes de entrar en una avenida. Lo único que comencé a escuchar no provenía del interior del Megane, sino de fuera, de la propia ciudad, que parecía rugir como una fiera que se despierta. Paula y yo, a pesar de que ella hiciera como si no lo escuchara, nos dimos cuenta de que el ambiente estaba enrarecido. Ante nosotros y a un lado y a otro no se veía nada, tan sólo las calles vacías, huérfanas de habitantes nocturnos. Al girar en el siguiente cruce, que daba a otra avenida (decorada esta vez con una hilera de acacias en ambas aceras), vimos al fondo dos columnas de humo como dos gigantescas torres que se elevaban hacia un cielo de carbón, sustentadas en sus respectivas bases por un montículo informe, grotesca pira funeraria de coches, bancos, papeleras y demás mobiliario urbano. Por delante, detrás, a un lado y a otro, un coro de voces enfurecidas bailaban alrededor de la obra de arte infernal con la que aquella noche parecían querer invocar al diablo. Todavía nos encontrábamos a varios cientos de metros de la macabra ofrenda, pero Paula decidió girar en la primera intersección que apareció ante nuestros ojos.

—Dios mío, qué es esto, Dios mío. —Sus palabras, casi carentes de entonación, se repitieron en mis oídos, como si ella las hubiese pronunciado en varias ocasiones, y me sonaron a alguna clase de letanía bíblica.

Entramos en una calle de dirección prohibida, pero aquello no suponía un problema real: me pareció entonces lo más correcto. Era estrecha y apenas cabrían dos coches en paralelo. Se prolongaba unos cuantos metros y describía una línea curva en su desarrollo, de manera que no se alcanzaba a ver el final en ningún momento.

No vi nada hasta que Paula pisó a fondo el pedal de freno. Mientras levantaba la cabeza, que había cedido ante la inercia de la maniobra, vi que un grupo surtido de militares, vestidos con un traje gris de camuflaje digital y provistos algunos de máscaras anti-gas y escudos, pero todos con un rifle negro, se dirigía adonde nos encontrábamos, que en ese momento era justo la mitad de la calle. Detrás de ellos, un enorme camión, como el que vi cuando me dirigía hacia la capital, hacía rugir su motor de quinientos caballos. Parecía protestar por el descubrimiento de un obstáculo ante su titánico avance.

Paula fue rápida y enseguida accionó las luces ocultas de color azul del coche secreto en el que viajábamos. Uno de los soldados hizo un gesto con la mano para que diéramos la vuelta. El embrague del Megane resistió los embates que, al menos en dos ocasiones, la policía propinó a la sufrida palanca de cambios. Mientras Paula miraba por los espejos la calle que ante ella se mostraba invertida, yo apoyaba las manos en el salpicadero. La luz de la sirena se reflejaba asimismo en las paredes sombrías de los edificios adyacentes. El ruido de la marcha atrás cesó cuando el coche se detuvo con un ligero derrape hacia la derecha. Dimos la vuelta en un suspiro.

Al poco tiempo nos topamos con el siguiente obstáculo. Una multitud de cincuenta, cien, doscientas, no puedo acertar el número exacto, blandía extrañas armas guerreras como cuchillos, garrotes improvisados, cócteles Molotov, tablones de madera… El ruido era ensordecedor y la masa parecía bailar una ancestral danza macabra alrededor de lo que habían podido destruir y quemar, entre lo que se encontraba un viejo contenedor de color verde, un escaparate con ropa barata vistiendo a los maniquíes que nada podían protestar para evitar el saqueo de su hogar y un coche regado con cócteles incendiarios.

Nos habrían visto de no ser por la aparición de un solitario grupo de policías por una de las pequeñas callejuelas adyacentes. Ello distrajo la atención de la masa, por lo que (otra vez marcha atrás) dimos un rodeo para llegar hasta la calle donde Paula y Héctor hacían de vigilantes.

—Qué están haciendo. Por ahí no: os van a rodear —masculló Paula como si se reprochara algo a sí misma.

Cuando avanzamos un poco más a bordo del Megane, hubo un momento en que Paula redujo un poco las revoluciones mientras oteaba tanto el negro horizonte como las inmediaciones de la vieja calle donde nos hallábamos. Su rostro parecía decir: «Era por aquí». De pronto, nos detuvimos y los dos bajamos movidos por la visión de un coche gris cuyas lunas habían sido astilladas hasta convertirse en una masa informe similar a un plástico de color blanco. Las ruedas traseras todavía ardían con timidez y dejaban un rastro de negrura allá por donde el fuego había comenzado a morder la pintura metalizada del vehículo. La puerta del conductor estaba abierta y, desde ahí, se podía ver a lo largo de la calzada un reguero de sangre que se movía hacia la parte delantera. Lo seguimos, primero con la mirada y luego con nuestros pasos, y allí encontramos al pobre Héctor, que yacía en el suelo mientras sus extremidades se retorcían en una convulsa mueca de horror. Parecía tener todos los huesos del cuerpo rotos y su figura se asemejaba a un monstruo sanguinolento y moribundo que otrora hubiera sido un humano.