No podía mostrar a Paula las cartas con las que jugaba y menos contarle lo que sabía de su hermano. Tras decirle que lo consultaría con la almohada, le pedí que por favor me enseñara lo que había ocurrido aquella noche en Madrid. Ella fingió cierta condescendencia. Los dos sabíamos que detrás de todo ello se escondía un trato o, mejor dicho, un chantaje por el favor previo de haberme sacado de aquella celda abandonada. Quid pro quo, habría dicho mi antiguo profesor de Filosofía.
El ordenador se encendió con lentitud. Paula me dijo que había grabado lo posible en su disco duro, pero sabía también de mucha gente que había editado sus propios vídeos y que trataba de distribuirlos por la red, con poco éxito, más bien, ya que enseguida se colapsó el sistema y el acceso estaba restringido.
En el último momento, me faltó poco para confesarle que lo que allí se iba a proyectar yo ya lo había vivido en mis propias carnes, y Ricardo también, y Heredia, el asesino. Y es posible que la propia García, no lo sé. De todas formas, traté de obviar aquellos pensamientos y le hice un gesto tranquilo con los ojos para que abriera uno de los múltiples archivos que había en la pantalla.
Se trataba de una grabación realizada con una cámara de fotos digital que, a larga distancia, captó la escena con escasa calidad. «Fueron las imágenes que retransmitió la agencia EFE aquí en España», me dijo Paula como si aquello tuviera importancia real en esos momentos. El vídeo estaba grabado desde lejos y de vez en cuando quien lo hacía se escondía detrás de un pequeño balcón. Había demasiado movimiento en las imágenes, pero se distinguía una enorme plaza en la que, en fila, estaban dispuestos los cien reos que en breve visitarían a sus familiares muertos en el más allá. En los lados del gigantesco cuadrilátero, los imperturbables soldados chinos, algunos menudos y firmes, otros espigados y con su uniforme adherido al cuerpo, como si sólo fueran uno, observaban la escena con los ojos fijos en el cielo y sin darle la más mínima importancia al terrible asesinato en masa que se iba a perpetrar. Únicamente aquellos que iban a ser los verdugos (cuyo número era exactamente el mismo que las pobres víctimas, hombres y mujeres) miraban atentamente con ojos de reptil a las nucas de los futuros ajusticiados. Se trataba de unos ojos más muertos que los de los reos, que, en comparación, parecían estar llenos de vida… y todo por las lágrimas y los gestos de lamento que se dibujaban en aquellos rostros demacrados. Los fusiles se encontraban todos alineados en perfecta sincronía, fruto de años de entrenamiento y condicionamiento, de manera que en manos de aquellos jóvenes soldados todos parecían reflejarse unos a otros debido a que eran sostenidos con gran firmeza. Simulaba un espejo delante de otro: la imagen aparentaba proyectarse hacia el infinito.
Alguien dio un grito: parecía una orden. El objetivo indiscreto se puso a cubierto. Por unos momentos la imagen se volvió oscura, como si presagiara el triste final de aquellas personas. Resultaba angustioso, porque llegaba a escucharse la respiración entrecortada de la chica que grababa. Otra voz dirigente y los diligentes soldados del régimen chino juntaron sus botas en el característico «¡firmes!» del ejército. La chica y la cámara se volvieron a asomar y entonces vieron los fusiles letales a escasos centímetros de la nuca de aquella pobre gente. Uno de ellos cayó al suelo desmayado. El soldado que lo apuntaba desde detrás tuvo que quebrantar la imagen perfecta reflejada en el espejo imaginario y se limitó a seguirlo con su mirilla cambiando simplemente el ángulo. Su figura apenas se inmutó. La chica entonces comenzó a sollozar. No se oía casi nada en aquella tumba con forma de plaza, salvo los suspiros ahogados de la joven, que hacía lo posible para no alertar a nadie. ¿Quién sería? ¿Algún familiar cercano? ¿La novia de algún pobre infeliz que fue capturado por vete tú a saber qué? ¿Era hija? ¿Sobrina, prima?… Cualquiera que viera aquellas penosas imágenes era capaz de sentir empatía por la tristeza que se derramaba en cada lágrima, incluso sin que llegara a aparecer delante de la pantalla. De repente surgía un sentimiento extraño en quien veía este vídeo, pues, como por arte de magia, uno deseaba ver quién estaba al otro lado de la cámara, quién había llegado a hacerse alguna foto feliz con ella, y desaparecía el interés por el fusilamiento colectivo que estaba a punto de materializarse.
Y en ese instante, justo en el que uno deseaba todas estas cosas, ver quién grababa, su rostro, saber por quién de los que se encontraba allí arrodillado derramaba sus lágrimas, justo en ese momento debería haber sucedido el fatal desenlace. A partir de ahí, todo se invierte y se trastoca. Algunas cosas deberían suceder, pero otras no. Y entonces llega el miedo. Una sensación de miedo como nunca antes la humanidad la hubiera sentido. Un miedo atroz que llega desde lo desconocido, de aquella parte en lo más hondo de tu alma con la que ni tú mismo has llegado a hablar nunca. Precisamente se trataba de eso: de lo que nunca se había visto. Los reos cayeron uno tras otro como si de un monstruoso dominó se tratara. El primer soldado fue quien dio el empujón a la primera ficha. El resto fue cayendo paulatinamente, retorciéndose en extrañas y perturbadoras posturas, fruto del trauma. El vello de los brazos se me erizó cuando, una vez que el último yacía inmóvil en el frío suelo de la plaza, el primero de todos los presos se levantó como si nada hubiera ocurrido, aturdido. De pronto, los que deberían ser ya cadáveres en busca de su lugar en el descanso eterno se miraban unos a otros. El murmullo de los soldados que miraban al cielo como en estado de éxtasis inducido se apoderó de cada uno de los rincones de aquel maldito lugar y no pudieron evitar mirar atónitos lo que sus ojos trataban de comunicar a sus cerebros. Los que tenían el fusil en la mano rompieron su figura perfecta y algunos retrocedieron un paso. Volvieron a disparar, pero el tiro ya no iba dirigido a la indefensa nuca, sino a los cuerpos que vivían una pesadilla horrible de la que ninguno de ellos podía despertar. Algunos reos volvieron a caer al suelo, mientras que otros se abalanzaron sobre sus verdugos. La voz que, al principio y en silencio, ordenaba los viles actos de los soldados se ahogó en un mar de gritos y alaridos, los cuales se mezclaban con…
Y el vídeo terminaba con la mano de la joven que grababa tapando el objetivo de su cámara al tiempo que decía una frase en chino, al parecer, entre lágrimas.
—Así que esto es lo que provocó el caos —dije mientras mis ojos trataban de apartarse en vano del ominoso fondo negro de la pantalla.
—Prácticamente todo el mundo lo vio —repuso Paula con pesadumbre. Sus manos tamborileaban encima de la madera del escritorio. Su cuerpo delataba el nerviosismo del que no podía despegarse ya desde nuestra conversación anterior—. A partir de ese momento… Los sollozos de esa chica han conmocionado al resto del planeta. Nadie podía creerse lo que sucedió. Aún hoy existe gente que probablemente no sepa qué es lo que nos ocurre, pero la mayoría, cualquiera con acceso a internet, televisión, radio, prensa… La noticia se ha propagado como un virus letal, como la gripe de principios del siglo XX. No sabemos qué nos pasa, aunque yo… quizás…
—Quizás sepas algo más por tu trabajo, ¿no es cierto?
—En parte sí y en parte no —contestó dubitativa—. Algo más se nos ha dicho. La policía todavía guarda bien los secretos, aunque no lo hace tan bien como el ejército. Enseguida vinieron.
—Cuando iba en el coche con tus amigos de visita nocturna atravesamos un control.
—En menos de dos horas se estableció el toque de queda en todo el país. Creo que en Francia e Inglaterra también se ha hecho lo mismo.
—Ya —contesté convencido—. Está claro que nadie quería pillarse los dedos con el asunto. ¿Y qué sabe la policía?
—Como ya te he dicho, no mucho. Aunque sí que se sabe que no se trata de ninguna enfermedad ni ningún acto terrorista…
—¡Vaya cuento lo de los terroristas! —la interrumpí súbitamente—. Perdona.
—Nada… Parece ser que, sea lo que sea, nos afecta a todos. Aunque, ya te digo: nada es seguro.
—Hasta hace poco sólo la muerte era segura. —Entonces vinieron a mi mente las sabias palabras de Emilio en clase cuando decía mors certa, hora incerta.
—Ahora ya ni eso. —Paula esbozó una tímida sonrisa, aunque su cuerpo no acompañó con la coherencia que se presupone en gestos y palabras. Hubo un silencio mientras cerraba el ordenador y lo apagaba.
Tras esto me espetó de pronto:
—En el trabajo últimamente no damos abasto. Algunas comisarías se han unificado y reorganizado para soportar turnos más largos y jornadas sin descanso. Se han creado también nuevos departamentos.
—Algo supuse cuando aquel hombre y yo dormitábamos en aquella celda con vistas.
—Espero que sepas tomar la decisión correcta —me dijo ella con un repentino arranque de seriedad.
—No soy el más listo del lugar, pero sabré hacer lo correcto. ¿Me queda otra opción posible?
—Veo que eres un tipo inteligente.
—No me queda otra opción. Supongo que, dadas las circunstancias extraordinarias que vivimos estos días tú puedes hacer la vista gorda con lo del piso de Recoletos.
—La comisaría queda lejos de la nueva en la que estamos trabajando —contestó Paula; y en sus ojos de azabache se veía la tenue luz de una pequeña vela triunfal—, así que nadie se va a extrañar.
—Está bien. Yo te ayudaré con lo de tu hermano —mentí; la situación me resultaba demasiado provechosa si quería garantizar mi libertad—, pero antes tengo que dar con el paradero de mi amigo Ricardo. Espero que me puedas echar una mano con eso también.
—No es fácil hacer tratos contigo, ¿verdad?
—Llevo muchos años haciendo negocios —contesté ufano. Sabía que ella debía de estar desesperada para tener que recurrir a alguien de poca monta como yo, así que me imaginé que Paula tampoco podía apretarme mucho. Lo más probable es que las pistas se le hubiesen agotado y lo único que le quedase para encontrarlo fuera el tipo de las fotos, o sea, yo.
Tras una breve pausa en la que ella perdió un poco la mirada en el infinito, dijo:
—El hecho de que tu foto estuviera en la mochila de Jesús, mi hermano, te acerca a él. No tengo nada más —confesó con cierta vergüenza mal disimulada. Por alguna razón, aquella mujer se sinceraba bastante conmigo—. Además, la policía está ocupada con otras cosas. La desaparición de personas se encuentra muy abajo en la lista de prioridades. Te estoy siendo sincera; espero que lo valores también.
—En esta puta vida nunca sabes lo que te va a salvar ni lo que te va a empujar al hoyo, ¿no es cierto?
—La colaboración es mutua. Ten en cuenta, y te lo puedo asegurar, que si no fuera por mí aún estarías en aquella celda muriéndote del asco. Y de hambre.
También podría estar tirándome a alguna guiri junto con Ricardo donde fuera que él estuviese ahora mismo si le hubiera hecho caso, pensé mientras hacía lo posible por aparentar que todo aquello no era un chantaje, ni que yo mismo era un simple ratón atrapado en una ratonera.
Paula, la policía de turgentes piernas, me miraba intuyendo, tal vez, la antipatía que, de un modo casi sobrenatural, despertaba su hermano en mí. Al final prosiguió:
—Algo me dice que sabes más de lo que me quieres decir. No pasa nada. Lo doy por hecho. Además, es algo frecuente en mi mundo. Lo que quiero es que lo utilices para decirme dónde está mi hermano, ya que me temo lo peor. —Su voz se quebró al decir esto—. Ahora mismo no tenemos tiempo en la comisaría para asuntos personales y creo que cuanto más tiempo pase, más difícil será encontrarlo.
En ese momento, como si ya lo tuviese todo preparado, la señorita García extrajo algo de uno de los cajones próximos a la mesa del escritorio. Se trataba de un pequeño revólver que escondió en una funda muy cercana a su tobillo. Supuse que lo hizo para dejar claro, a su manera, quién mandaba todavía en lo que a nuestro trato se refería.
—Para ti será algo normal, pero a mí estas cosas todavía me impresionan —dije al tiempo que mis ojos apenas se apartaban del arma.
—Ahí fuera es de noche; y por las noches ocurren demasiadas cosas.
—Dudo que tenga alguna clase de efecto, sobre todo si se trata de chinos.
A partir de ahí sólo bastaba pasar una noche de insomnio para elucubrar las consecuencias que aquel trato traería consigo.
Debía de ser ya por la mañana, aunque ni un solo rayo de luz conseguía atravesar aquellos muros ciegos situados en el sótano de la casa. Me incorporé tímidamente y las sábanas se adhirieron a mi piel húmeda por el sudor nocturno. La habitación recobraba una tranquilidad que contrastaba con las recientes imágenes vividas, lo cual provocó que me encontrara algo aturdido durante unos segundos. No me atrevía a levantarme.
Al final lo hice. Me puse los viejos vaqueros que habían descansado en aquella vieja silla mucho mejor que yo durante la noche y me dirigí al piso de arriba, donde unas horas antes Paula me invitaba a un café y también a encontrar a su hermano so pena de dormir unos cuantos días más en una celda de tres por tres, siendo optimistas.
Aquellos pensamientos se desvanecieron cuando llegué a la cocina y me acerqué a la cafetera. Tiré lo que quedaba allí de la noche anterior y me preparé otro poco de café para empezar bien la mañana. Tenía que encontrar a Ricardo.
Las imágenes de unos y otros me asaltaban sin orden ni concierto. El cañón del búlgaro en mi boca, aquel tío despechado al que Ricardo disparó y que se levantaba una y otra vez, el hermano de García haciéndome fotos desde la distancia, Heredia y su machete, el dedo que le faltaba al chaval…
Me vino a la mente un recuerdo que no conseguía apartar: Laura y yo haciendo el amor. A esas alturas a lo mejor ni siquiera era ya un recuerdo, sino simples imágenes creadas por mí a partir de lo ya vivido. Los seres queridos desaparecían de mi lado como náufragos engullidos por tiburones en medio del océano. Ricardo también lo había hecho. Se había hundido justo a mi lado y me sentía impotente, sin poder hacer nada.
El primer sorbo de café calmó mi sed matutina. Notaba el sabor de los azucarillos en el paladar y me sobrevino una sensación placentera que recorrió todo mi cuerpo. Suspiré hondamente como el oficinista que tiene ante sí una pila de papeles aún por rellenar y entonces me di cuenta de que a un lado, en la esquina donde descansaba el microondas, dormía un periódico doblado por la mitad, olvidado ya por la caducidad de sus palabras. Me acerqué a él y lo hojeé por encima. No era del mismo día. De hecho, todavía hoy dudo de que aquel día hubiera prensa escrita. Estaba fechado el día anterior, por lo que no reflejaba los últimos acontecimientos sucedidos en territorio chino. Cada uno de los sorbos de café me acompañaba al pasar las páginas del periódico. Y entonces fue cuando en la sección de cultura lo vi escrito. A partir de ese momento supe cuál iba a ser el inicio de mi investigación. Tal vez se me había pegado algo de la intuición de Paula.
El titular rezaba: «El escritor y filósofo Emilio Keller sufre un paro cardíaco al terminar una conferencia».