Las palabras de Emilio, mi antiguo profesor de filosofía en el instituto, resonaban en las paredes de mi sueño. Dormí muchísimo, tanto que realmente me pareció que habían pasado días. Más tarde podría comprobar que el mundo había cambiado tanto como si hubieran transcurrido años en realidad. Me dormí cuando despuntaba el amanecer madrileño y me desperté con los largos dedos de la noche acariciando los edificios de la capital. Mi compañero de celda me sobresaltó con sus gritos:
—¡Puto cacharro de mierda! ¡Ha dejado de funcionar! —Al final terminó por lanzar el pequeño transistor contra las rejas de la celda, las cuales lo hicieron rebotar contra el suelo del pasillo exterior, tintado en sombras—. Vaya… Parece que has dormido bien. Llevas ahí todo el día.
Contesté con un gruñido quejumbroso. Conforme me estiraba y trataba de espabilarme, aquel hombre me contó que nadie había pasado en todo el día. Ni comida ni nada que se le pareciese. Tan sólo nos quedaba la botella de agua que había permanecido olvidada en un rincón de la celda.
—Puede que hayan sido las pilas —dije.
—No lo son. Hay un ruido de estática. Será la antena.
El ambiente se me figuró entonces desolador. Nunca pensé que fuera a pasar hambre en la celda donde iba a estar preso. Aunque, para ser sincero, sí que hubo una ocasión en que creí no sólo que me cogería la policía, sino que de allí me iría directamente al infierno. Fue justo cuando Ricardo estaba de pie ante mí, con los ojos fuera de sus órbitas, y bajo la luz de aquella maldita luna que parecía destilar vapores infernales. Laura yacía muerta entre él y yo.
Entonces dos halos de luz aparecieron por las escaleras por las que me habían conducido la noche anterior los dos policías. Desde el rincón donde me encontraba se veía lo que podían ser las luces de un faro en medio de un mar denso y oscuro. Yo era un náufrago que justo en el momento de su rescate se planteaba si los salvadores lo eran en realidad…
—¿Traéis comida? —gritó el otro preso—. ¡Nos han abandonado!
Nadie contestó. Los pasos se escuchaban cada vez más cerca, acompasados con los movimientos de las linternas, cuyos ojos buscaban el camino de guía. Detrás de ellos, unas figuras oscurecidas por las sombras que se solapaban marcaban el ritmo de un camino realizado infinidad veces a lo largo de muchos años. Eran altas y entre ellas no se atrevían siquiera a dirigirse la palabra. Parecían fantasmas que se movieran en la noche. Los ojos incandescentes se detuvieron ante mí, como una criatura que retuviera bajo su control a los dos hombres que permanecían detrás.
—Vosotros debéis de ser los únicos que quedan aquí. —Uno de los policías, el más fornido, dijo esto al tiempo que miraba de soslayo a su compañero, el cual ya tenía la mano sobre la empuñadura de su arma reglamentaria.
—Saca las cintas, Héctor —espetó el otro de un modo muy brusco—. ¡Vosotros dos! Id hacia el fondo de la celda.
Seguí inmediatamente las instrucciones del policía. Se le notaba nervioso. Un día duro, tal vez. Mi amigo y yo callamos y nos fuimos al fondo de la celda. Entretanto, el otro se acercó y abrió la puerta mientras gritaba que nos echáramos al suelo con las manos en la espalda. Obedecimos como borregos y con el rabillo del ojo observé cómo el policía más bajo sostenía la pistola. El otro sacó unas cintas de plástico de color blanco que nos puso a cada uno de los dos en un abrir y cerrar de ojos. Eran como las que llevan algunos antidisturbios como si fueran racimos, colgadas en el cinturón.
—¿Por qué nos sacáis de aquí? —pregunté con la cara casi pegada al suelo.
—Cambio de celda —contestó el de la pistola. Vestía de manera más formal que su corpulento compañero: con camisa y corbata—. Esta comisaría ha quedado inoperante. ¡Vamos!
Nos levantaron a los dos bruscamente, aunque sin hacernos daño. Uno de ellos, el más grande, nos empujaba hacia delante por los hombros, mientras el otro, el que iba mejor vestido, se hallaba detrás de los tres con la mano sobre la pistola que se había enfundado otra vez. Todo era oscuro salvo por los haces de las linternas, que nos iluminaban constantemente a nuestras espaldas. Cuando al final llegamos al patio interior de la comisaría, ya con un techo despejado y con vistas a las estrellas y las nubes, inhalé profundamente el aire fresco de aquella noche que parecía dar un respiro a tantas otras anteriores de intenso calor. Ahí fuera, un Megane de color arena nos aguardaba con las puertas abiertas y con la luz interior brillando en la oscuridad. Nos metieron a los dos en los asientos traseros de aquel coche camuflado.
Cuando las puertas de la comisaría se abrieron mi sorpresa fue mayúscula cuando apenas logré ver gente paseando por las calles. En la primera esquina donde giró el coche, un grupo nutrido de antidisturbios se encontraba con todos sus miembros hablando entre ellos. Un policía señalaba enérgicamente hacia un lugar indeterminado, al tiempo que se acercaba a uno de sus compañeros. Continuamos avanzando y vi cómo otro policía y uno de paisano detenían a dos muchachos jóvenes, uno bastante arreglado y otro algo más descuidado, con unos pantalones bombachos y rastas en el pelo. No parecían tener mucho que ver entre sí. Mi compañero de celda observaba por la ventanilla que tenía a su derecha con la misma perplejidad con la que yo oteaba también el horizonte limitado por el hormigón.
Proseguimos el viaje unos minutos sin ver a nadie por las calles, tan sólo algunos coches que, como islotes solitarios, recorrían a la deriva el mar de asfalto. Al pararnos en un semáforo, una furgoneta de la policía se detuvo junto a nosotros. Parecía estar bastante cargada. A través de las pequeñas ventanillas oscurecidas se veía una multitud de sombras que se agitaban en su interior, como si se hubiera llevado el alma de los fantasmas de la ciudad. El conductor del Megane saludó fríamente al del otro vehículo. Éste pareció extrañarse de la sobriedad del policía, quien parecía tener más ganas de acabar con aquello que darse a la vida social. La Avenida de la Castellana se mostró ante nosotros como un extraño y paradójico laberinto en línea recta. Dispuestos a lo largo del recorrido de la avenida, decenas de coches salpicaban en zigzag la ruta que seguíamos. El policía más bajo movía el volante de derecha e izquierda para esquivar los vehículos (algunos de ellos devorados por las llamas) con un ritmo que al final resultaba monótono e incluso mareante. A lo lejos escuchaba en aquellos momentos sirenas, pero no pude determinar si se trataba de más policías, ambulancias o los bomberos. Me pareció entonces que bailábamos en medio de la noche escuchando un vals aterrador. Observaba perplejo cada uno de los detalles que me dejaba entrever el velo nocturno, bajo la luz de las farolas y de los propios edificios, testigos inamovibles de lo que había ocurrido por el día. Escombros, pequeñas y grandes hogueras, neumáticos dispuestos a modo de barricadas… Aunque lo más terrible de todo fue cuando vi una persona tirada en el suelo, al lado de un coche cuyas puertas se encontraban totalmente abiertas. Aquello hizo que despertara de mi estupor y acabé preguntando:
—Dios mío, ¿qué ha pasado aquí?
—Hay toque de queda —se limitó a decir el conductor. Los dos se miraron y parecieron contagiarse del miedo que habían provocado sus palabras en nosotros.
A lo lejos, en una zona donde concurrían varios pasos elevados, se divisaba lo que parecía ser un control militar. Había dos camiones pintados con el verde característico, que impedían parcialmente el paso. Dejaban solamente un hueco estrecho por el que apenas cabía nuestro coche. Unos pasos por delante, varios soldados muy jóvenes miraban cómo nos acercábamos lentamente. Estaban situados alrededor de unas barreras de color blanquecino. Otro de ellos, al fondo, sujetaba un cordón con infinidad de puntiagudos clavos deseosos de pellizcar las ruedas de los coches. Hasta los policías parecían tener miedo de aquellos chavales armados con sus fusiles Cetme.
El policía que estaba situado al lado del conductor rebuscó en el interior de sus vaqueros la identificación policial. A escasos metros, uno de los soldados se adelantó con la mano en alto e hizo un gesto para que detuviéramos el vehículo totalmente. Dio las buenas noches a los que estábamos ahí dentro y pidió algún tipo de identificación. Enseguida respondió uno de los policías mostrándosela. Tras unos segundos en los que el joven alternaba su mirada con las nuestras y con la identificación, alzó nuevamente el fusil hacia las escasas estrellas que se dejaban entrever aquella noche y dio un golpecito suave al capó del coche, señal para que reiniciáramos nuestra marcha.
Me sentía doblemente preso en aquellos momentos. Preso de mis guardianes de paisano; preso de los soldados que autorizaban nuestra marcha. Puede que todo lo que me ocurría entonces fuese fruto de un karma que me devolvía con hostias en la cara las bofetadas que yo había propinado.
—¿Tú qué crees de toda esta mierda? —El conductor parecía haber estado mascullando aquella frase desde hacía un buen rato, pues ninguna otra la precedió hasta ese momento. A mí me despertó de mi ensoñación.
—Todavía no lo he visto, pero me lo han contado —contestó el otro, el que había estado antes buscando su identificación.
—¿Sabes, Héctor?… Yo no sé qué creer.
—¿Te refieres al gobierno, a los mandos?… —volvió a responder nuevamente.
—No, no me refiero a eso, sino más bien en Dios. —Cuando hubo terminado su reflexión telúrica, el silencio se filtró en el interior del coche.
—Bueno, Marcos, yo ya te he dicho que no he podido verlo, pero no sé si es tan impactante como dicen. No pienses mucho en eso. El año pasado, con el caso de Benavente… ¿Te acuerdas? Claro, tú no te puedes acordar de eso. Creo que estabas de baja. Cuando entramos a la casa y nos encontramos con todo el pastel… Fue muy desagradable.
—Ya, claro. Quizás sea lo mejor: no pensar demasiado en esas cosas.
El policía que iba de acompañante se quedó entonces mirándonos a los dos invitados que íbamos detrás. Fue algo inmotivado, espontáneo, pero se mantuvo lo suficiente en el tiempo como para cuestionarme a partir de ese preciso momento qué demonios se la pasó por la cabeza a aquel tipo.
—¿Sabes qué? —espetó de pronto el tal Marcos—. Mañana mismo empiezo en la nueva unidad, ésa que se acaban de sacar de la manga.
—Apenas te lo has pensado, macho.
—El teniente supo cómo convencerme. De todas formas, la cosa está jodida. Mucho.
—¿Y de qué va? He escuchado ciertas cosas, pero no dan mucha información.
—Todavía no sé mucho, en realidad. Pero por lo que sé tiene que ver con reclutamiento.
—¿Secreta? —preguntó el corpulento, un poco perdido.
—Tal vez. El teniente dijo que valdría para el puesto.
Continuamos nuestra marcha y la noche y las hipnóticas luces amarillentas de la calle hicieron que me desorientara. Al girar en una calle de edificios bajos y algo estropeados por la acción del tiempo vimos que un grupo de personas pasó corriendo a trompicones por delante de nosotros, a tan sólo unos metros. El conductor frenó bruscamente, pero el peligro se desvaneció casi tan rápido como había sobrevenido, de modo que antes de que se hubiera detenido totalmente ya habían pasado todos. Parecía que algo los estuviera persiguiendo, pero cuando el policía reanudó la marcha algo aturdido, eché la vista atrás y no pude ver a nadie.
Al poco tiempo divisamos a lo lejos la nueva comisaría adonde, al parecer, nos conducía nuestro chófer. La calle se encontraba parcialmente iluminada. Muchos de los edificios situados en los alrededores de la comisaría de policía yacían en la profunda sombra que impregnaba muchos barrios de Madrid. Era el único edificio en decenas de metros con algo de luz exterior, de manera que parecía una pequeña isla rodeada por oscuridad. Dos policías hacían guardia. Parecían cansados.
—Os dejamos a uno. La comisaría está inoperativa. ¿Os ha llegado el fax?
—Dudo que ni siquiera llegue mañana —contestó el ojeroso—. Esto es de locos. Pero da igual. —Hizo una señal a su compañero para que se acercase, el cual se encontraba a escasos metros—. ¿Cuál de ellos?
—El de la derecha. No da problemas. En realidad, ninguno de los dos.
—¿Yo no me quedo en ésta? —pregunté con la máxima inocencia.
—Ni en ésta ni en ninguna, hombre —contestó lacónicamente el más corpulento, que al parecer se llamaba Héctor.
—Parece que alguien se preocupa por ti —dijo el acompañante—. En el fondo tienes suerte. Las celdas de esta comisaría apestan.
—Sí, claro, seguro que tengo mucha. ¿Y a qué se debe este trato de favor? —No pude evitar cierto sarcasmo en mi tono; sin duda, los nervios me estaban jugando una mala pasada.
—Calma, calma —respondió Héctor mientras se recostaba un poco en el asiento—. Hoy ha sido un día largo para todos.
—Ya. Pero no estáis donde yo ahora mismo —contesté casi como si yo fuera un niño.
—Parece que tenéis ganas de hablar —dijo el policía que conducía el Megane. Enseguida reanudó la marcha de manera brusca.
—¡Venga! Siempre estás igual —le respondió el otro. Continuó conmigo—: Para estar ahí algo habrás hecho.
—A estas alturas, da igual lo que haya hecho. Sólo sé que no lo volvería a hacer.
—He escuchado a pocos decir eso —contestó—. ¡Nunca han hecho nada! Algunos te niegan la evidencia, incluso con las manos manchadas de sangre.
—En el fondo no me importa estar aquí detrás. Me importa más bien lo que me he dejado en el camino. Lo que he perdido.
—¿No lo puedes recuperar?
Al final creo que hubiera agradecido la única compañía del policía trajeado, el conductor. Compartíamos al menos las ganas de terminar con aquello rápidamente.
Después de unos minutos, conseguí situarme de nuevo. Acabábamos de rodear la estación de Chamartín, situada al noreste. No nos encontramos con nadie por las calles. Se hallaban solitarias, tristes bajo la luz de aquella luna llena que irradiaba con su luz algunos rincones opacos de la ciudad.
El coche se detuvo y los dos policías se quedaron mirando un tanto absortos el portal que quedaba a su derecha. No sabría decir la calle exacta donde nos encontrábamos. Tan sólo aprecié que desde aquel lugar las torres inclinadas más características de Madrid se elevaban imponentes recortando parte del cielo nocturno. Marcos (el que tenía menos ganas de hablar) se bajó de golpe y se dirigió al portal próximo, alumbrado únicamente con una tenue luz pálida que caía sobre la acera. El policía más robusto se dio entonces la vuelta apoyando su brazo izquierdo sobre su asiento. Al hablarme, su mano se movía como si en realidad tuviese vida propia:
—Espero que te portes bien. —Su cetrino rostro dejó de parecerme entonces el de un policía—. Si me entero de que le haces algo, por mis muertos que te voy a encontrar.
Me sobresaltaron aquellas palabras. Parecía haber estado más amable momentos antes. Sin duda, él se había dado cuenta inmediatamente de que me había intimidado. No acerté a decir nada.
Enseguida, el policía que se había bajado volvió a aparecer instantes más tarde cuando abrió la puerta del coche. Era la que se encontraba a mi izquierda.
—Venga, sal.
Mis pasos, junto al firme brazo del policía, me encaminaron hacia el portal iluminado. Una parte de mí no se sorprendió de que la mujer policía. Sin mediar palabra, el que me acompañaba abandonó la escena y se introdujo en el rugiente Megane. Las ruedas del coche dejaron un rastro indeleble en la negrura del asfalto al iniciar la marcha.
La puerta de aquella casa continuaba abierta y García me miraba con una mezcla de incredulidad y de desasosiego. Al final le dije esbozando una de mis mejores sonrisas:
—Y bien: aquí estamos. —A mi estúpido comentario le siguieron otros segundos después—: Tú sabrás por qué me has traído. Como comprenderás, la calle ya es lo suficientemente silenciosa como para que estés ahí callada.
—Tienes que pasar —contestó al fin lacónicamente.
—Encantado.
Por mi mente apareció la idea de que ella me podría quitar la cinta de plástico que estrangulaba mis muñecas pegadas a la espalda. Enseguida obvié tal ocurrencia y preferí asumir que la noche todavía iba para largo y que probablemente García ni querría hablar del tema. En aquellos momentos no lo sabía; tal vez el hecho de no preguntárselo haría precisamente que más adelante estuviera más receptiva a una propuesta de esas características. La psicología inversa me solía dar buenos resultados.
Al pasar dentro, me di cuenta de que no se trataba de su casa. La decoración resultaba excesivamente clásica y los muebles, bien cuidados, eso sí, contrastaban con las sensaciones que me había transmitido la sargento.
Llegamos hasta la cocina, cuyas luces encendió García, y dejaron ver una barra situada casi a la altura del pecho donde se podría desayunar perfectamente por las mañanas. Ella hizo un gesto para que me sentara y así lo hice. Se me quedó un rato mirando, como si internamente estuviera resolviendo alguna clase de dilema. Al final, cogió unas tijeras de uno de los cajones y cortó no con poco esfuerzo la cinta que unía mis manos.
—Gracias. —Asentí con la cabeza al tiempo que me miraba las manos un poco amoratadas.
—¿Un café? —preguntó y sus ojos se desviaron hacia el suelo, como si de pronto estuviera a punto de realizar alguna clase de confesión. Colocó la taza vacía bajo el pitorro de la cafetera automática y al poco tiempo salió un ardiente y fragante chorro negro.
—Me imagino que querrás alguna clase de explicación para todo esto —prorrumpió la sargento.
—Tengo que reconocer que así es. Llevo preguntándomelo desde el principio.
—Adelante —repuso ella—. Supongo que tienes derecho. Bueno, si se pudiera decir así.
—Está bien. ¿Cuál es tu nombre? Quiero decir, el de pila.
Mientras yo decía esto, la señorita García bebía lentamente de su taza de café. Sonrió de una manera sincera y tras el humo de la taza pude apreciar que el rostro que dibujaba era de alivio, como si aquella noche hubiera sido tan larga como las mías.
—Me llamo Paula. El apellido ya lo sabes. —Sorbió otro poco del café humeante y prosiguió—: Realmente te debo más de una explicación. Todo esto se sale de… la legalidad, tengo que reconocer.
—¿Te refieres a mi detención?
—No. Tu detención fue algo provisional. Me refiero a todo lo que ha sucedido después.
—Un poco más y nos matáis de hambre allí dentro —contesté irónicamente.
—Eso no fue lo más adecuado. Las circunstancias son especiales.
—Sin duda, aunque creo habérmelas perdido. En la celda estábamos incomunicados. —Fue entonces cuando probé por primera vez la taza caliente que mi mano sujetaba, intentando no quemarme—. Sólo sé algunas cosas y de gran parte de ellas he sido testigo hace escasos minutos en el coche de tus amigos.
La sonrisa que hacía unos segundos iluminaba la cara de la chica se desvaneció y, por unos momentos, se me figuró que las sombras que pululaban en el exterior se habían colado en la cocina de aquella extraña casa.
—¿Sabes? —La saqué de sus propios pensamientos—. Tengo la impresión de que esto que estás haciendo en el fondo no te parece bien.
—Si te refieres a traerte aquí, me he visto obligada a ello.
—¿Y a qué otra cosa se puede deber?
—No sé… —Dejó la taza de café sobre la mesa-bar y se sentó a mi izquierda, aún lejos—. He visto en tan sólo un día cómo todo se puede ir a la mierda; cómo una pequeña chispa puede dar con todo al traste.
—Posiblemente todos tengamos una historia parecida o algo que contar.
—¿Ya no insistes en el tío que se lanzó por la ventana? —inquirió ella.
—Tal vez fuese la parte más suave de mi historia.
—Lo que quiero decir es que al ser policía veo lo que pasa desde otro punto de vista. Me veo involucrada en el sistema y entonces, al sentirme un engranaje de él, creo que me siento más culpable.
—Te metiste a policía porque en el fondo querías ser parte del sistema.
—Cierto, pero, como te he dicho antes, parece que ahora muchas cosas han cambiado.
Los dos volvimos entonces a abrazarnos al silencio, esa especie de salvavidas ante momentos incómodos, y miramos durante unos instantes nuestras respectivas tazas de café. Trataba de no recordar las horas previas a la conversación que en aquellos momentos mantenía con Paula, pero me resultaba imposible. Cada nombre que aparecía en mis recuerdos se convertía en una losa gigantesca que me arrastraba cada vez más al fondo de mi pozo particular.
—Es lógico que estés confuso por lo que ha ocurrido. —Las palabras de Paula me sacudieron como si estuviera dormido.
—¿Tú has visto algo fuera de lo normal últimamente? —espeté de pronto. No podía aguantar más.
—En mi trabajo se ven siempre cosas raras.
—Sabes de qué hablo. Hay algo que me estás ocultando, eso no lo puedes negar, y tal vez quieras decírmelo. —Mis palabras pisaban terreno firme, seguro.
Paula sonrió cínicamente y cruzó los dedos de las dos manos entre sí.
—Tienes razón, tengo que admitirlo, pero tal vez no vayan por ahí los tiros.
—Bien, pues explícate.
—Antes de nada he de recordarte que tu situación es delicada.
—Tú eres la policía: instrúyeme. ¿Cómo de delicada?
—Formalmente no eres sospechoso —se mostraba segura de sí misma—, pero me imagino que si tiro del hilo puede que saque más de lo que tú has declarado. Muchos puntos oscuros en tu relato. La pregunta es: ¿hasta dónde llega esa oscuridad?
A sus palabras les siguió mi silencio, sin darme cuenta de que eso mismo otorgaba más autoridad a lo que decía la sargento.
—Más o menos te queda claro cuál es tu situación, ¿me equivoco?
—Y si todo está tan claro, ¿por qué esto? Ahora es el momento en que me confiesas de qué cojones va todo: los policías recogiéndome en su limusina, un amable café después de cortarme las esposas de plástico de mierda… —Me encontraba un tanto alterado, no sé si por sentirme como un ratón atrapado en una ratonera o por no sacarle sentido a nada, incluida mi muerte…
Paula se levantó y apoyó las manos en el borde del fregadero, como tratando de coger fuerzas para lo que me iba a decir. Parecía evocar, al igual que hacía yo, alguna clase de recuerdo pesaroso.
—Los de mi familia siempre hemos tenido vocación común. Solemos reunirnos de vez en cuando para contarnos batallitas, ya sabes, esa clase de cosas que hacemos los policías. Mi padre y mi tío lo son también. Nos gusta preparar alguna barbacoa y pasar un rato juntos. Generalmente vamos a casa de mi tío, ya que tiene el jardín más grande y más espacio. Pero la última vez no fuimos allí. Estaba de reformas. Mi hermano no es poli, pero su trabajo tiene mucho que ver con la vocación familiar. Comimos en su casa aquella vez. Me dejó una copia de las llaves para que yo dejara la compra antes, ya que a él le era imposible. Por descuido, olvidó la bolsa de deporte al lado de la lavadora, que está en la cocina. Cuando fui a cambiarla de sitio, me molestaba para dejar la comida, se cayó una especie de dossier al suelo. Dentro había un montón de fotos de una persona, junto con su nombre: Esteban Oporto. Estaba el tuyo allí escrito. ¿Por qué?
No podía creer lo que escuchaba. Volví a sentir en mi rostro la bala de Nasko. Había sido el hermano de la poli quien les había señalado el objetivo.
—Mi hermano —prosiguió Paula— ha tenido más problemas que yo… Estoy preocupada. Desde hace unos días no sé nada de él. Ha desaparecido por completo. Además, al ver estas fotos… Mira, no soy tonta, ¿sabes? Sé lo que las fotos y el dossier pueden significar. Esteban, ¿qué es lo que sabes de mi hermano?