Desde ahí abajo, el noveno piso de la calle Recoletos me parecía una especie de morada de fantasmas. La pesada y calurosa noche madrileña me recordaba a quién le debía cada una de las gotas de sudor que recorrían mi cuerpo. En parte, habría sido injusto decir que toda la culpa era del calor veraniego, pues mi estado de ansiedad aumentaba conforme mis pasos me dirigían hacia la única foto que me quedaba de Laura. Efectivamente, el pasaporte no era lo único que buscaría en el piso franco.
El temible recuerdo de mi muerte e inmediata resurrección me envolvía. No había mucho que perder. Bueno, sí, tal vez un futuro con una vida nueva, con un nombre también nuevo y, a buen seguro, muchas mujeres a las que acariciar allá por Ámsterdam. Nunca había estado allí. No sabía si las autóctonas serían guapas o no, si les gustaría la cerveza como a Laura. Seguro que no lo podrían saborear como ella lo hacía, con esa languidez casi extática con la que impregnaba muchos de sus gestos cotidianos.
Puede que lo mejor hubiera sido haber hecho caso a Ricardo, quien siempre parecía saber qué era lo más correcto para otras personas, pero incapaz casi nunca de aplicárselo a sí mismo. En otras ocasiones acertó. En pocas, consigo mismo.
Después de observar las llaves del piso franco, el que Ricardo y yo utilizábamos de vez en cuando para desaparecer un tiempo del mapa, volví a mirar al noveno piso. No había luz. Todo se encontraba en tinieblas. Me quedaba detenido, como absorto, mirando de reojo, mientras una y otra vez daba vueltas a la manzana para no levantar sospechas y, de paso, observar que nadie me estuviera observando a mí. Finalmente, me acerqué al portal y allí abrí la pesada puerta enrejada. Miré de soslayo al portero automático con cámara, pero sólo mi propia mirada reflejada devolvió el gesto. El pasillo reverberaba el sonido de mis pasos solitarios al deambular por el mármol impecable que cubría el suelo. Al final del todo, un ascensor con aspecto avejentado me esperaba como otras veces.
Las bisagras se deslizaron con suavidad, como si fueran nuevas. Dentro no había nada, salvo la oscuridad que caía como una enorme sábana en una vieja casa abandonada. Olía a cerrado y dentro hacía un calor casi tropical. El ambiente estaba muy cargado y una tenue luz apenas lograba salir a la superficie y respirar dentro de aquel mar de sombras. Mis pupilas tardaron en adaptarse a condiciones de luz tan ínfimas; pero yo soy un búho nocturno y, por suerte o por desgracia, estoy acostumbrado a este tipo de ambientes, sobre todo si los acompaña el humo y un buen vaso con hielo y bebida equis. La Madrid nocturna se transformaba en improvisado fondo de una suerte de figuras oscuras que recortaban, en negro, pedazos de ese mismo bonito paisaje urbano.
Me alarmé mucho cuando vi muy cerca de la puerta que daba al salón un montón de dinero tirado por el suelo, junto con varias tarjetas: algunas de publicidad y otras de crédito. ¿A quién le habían robado la cartera? Era todo absurdo. Comencé entonces a escuchar un leve susurro. Había alguien en la casa. Era como un llanto lánguido y pausado. El corazón se me aceleró y mi primer pensamiento fue salir pitando del piso. Pero después de haberle dado tantas vueltas al asunto, pensé que ya que estaba ahí debía averiguar qué cojones hacía alguien llorando en el piso franco. El suave llanto persistía y parecía proceder de la cocina, que estaba a escasos metros hacia mi izquierda. Me fui acercando poco a poco, con el corazón ardiendo en mi pecho. Había alguien ahí en el suelo. Una sombra recostada sobre la pared se sujetaba la cara con las manos. Parecía alguien joven. No lo conocía. Al sentir más cerca cómo me aproximaba, la cabeza de la sombra dejó de gimotear y se giró lentamente. Un miedo atroz lo paralizó a él más que a mí durante unos segundos. Era un joven trajeado con el rostro envejecido. El pelo lo tenía revuelto, casi como yo mi estómago al ver la escena, y los dientes eran cadavéricos, excesivamente amarillos por la acción de la nicotina. Cuando pareció volver a la realidad, se abalanzó sobre mí y me tapó la boca casi en un mismo movimiento. Apenas tuve tiempo de reaccionar.
—Hay un monstruo —susurró con lágrimas en los ojos—. No podemos salir.
Me convertí en estatua de piedra al escuchar tales palabras. Los ojos del muchacho se le salían de las órbitas y su mirada traslucía el halo de los que han perdido la razón. Las uñas de sus manos sudorosas se me clavaban en la mejilla. Estaba a punto de darle un rodillazo en los huevos cuando lo escuché. Un ruido sordo se interpuso entre los dos locos que, a oscuras y de pie, luchábamos por mantenernos en silencio. Provenía del cuarto de baño, situado en el otro extremo, por el lado derecho de la entrada. Mis ojos se movían rápidamente, buscando respuestas invisibles alrededor de nuestras dos sombras, que permanecían quietas en medio de la cocina. Así pasamos varios segundos sin movernos apenas. Poco a poco, la tensión se fue desvaneciendo. No volvimos a escuchar ningún ruido fantasmal. Al final le pregunté al muchacho:
—¿Quién coño eres tú?
—¡Shhh! Más bajo —dijo con voz susurrante—. Está durmiendo.
Poco le quedaba ya de elegante al traje que podría haber lucido por las tiendas pijas de Madrid. El pantalón lo llevaba sucio y en su arrugada camisa se dejaba entrever una mancha oscura. Parecía sangre.
Lo cogí del cuello con fuerza y me dispuse a despacharlo del piso. El tío no ofrecía resistencia, aunque me costaba moverlo porque parecía un peso muerto, un saco de sesenta kilos de lloriqueos y desesperación. Parecía más preocupado por el hecho de que todo aquel follón hiciera ruido, que por la violencia que yo pudiera emplear contra él. Lo llevé a rastras por el salón y llegué hasta la puerta de la entrada.
—No, no —dijo de nuevo ahogando un grito—. Tú debes de ser el que busca. Por Dios, escúchame. Tienes que ayudarme.
—¿Quién más está en el piso? Dímelo o te aplasto la garganta aquí mismo. —Todo aquello comenzaba a alterarme. Bueno, y lo ocurrido dos noches antes en las afueras.
—¿No has escuchado el ruido? Está en el baño. Si salimos nos matará a los dos.
—¡Cuéntame de qué cojones va todo esto!
El muchacho se derrumbó nuevamente ante mis temblorosas manos, las cuales fingían más que demostraban una fuerza de voluntad que en aquellos momentos se encontraba de vacaciones en otra parte. Aun así, todavía me quedaba un resquicio. Entre sollozos mal disimulados y como temiendo despertar al monstruo del que me hablaba aquel inútil, comenzó a balbucir.
—Me ha secuestrado… Yo sólo tenía que hacer lo que me había mandado mi jefe. —Mientras lloriqueaba sus palabras, miraba de reojo al pasillo de la entrada en cuyo fondo se hallaba el cuarto de baño.
—¿Tu jefe? —interrumpí—. ¿Para quién trabajas?
—No, no puedo…
—Claro que puedes. —Apreté con mis manos el cuello del pobre infeliz. No me hizo falta utilizar mucha fuerza, ya que enseguida comenzó a cantar.
—Está bien. Se llama Martínez. Jaro Martínez.
Medité durante unos instantes. El nombre no me sonaba. Ricardo y yo habíamos tenido una movida con los Clapés, pero aquel nombre no figuraba entre sus miembros, seguro.
—Mi jefe no tiene nada en tu contra. Por favor, no aprietes tanto. —Dejé de hacerlo. Prosiguió—: Yo tenía que recogerlo en Barajas esta mañana. Un asunto de negocios entre mi jefe y él. Parece ser que es de Bolivia, creo recordar, tú ya me entiendes. Tú a lo mejor eres Ricardo. No paraba de hablar de un tipo llamado así.
—¿Ricardo? —Posiblemente mi pregunta delató mi sorpresa—. Yo no soy Ricardo. ¿Por qué lo buscaba?
—No tenía ni idea; pero ahora creo que quería matarlo. Se le ha ido la olla. No sé por qué lo ha hecho, pero a mí me ha traído aquí por la fuerza. Llevo así horas —me dijo el lacayo del tal Martínez—. Si intentara escapar… Éste fue el regalo que me hizo hace unas horas, al poco tiempo de llegar al piso. —Me enseñó su mano izquierda y de ella sobresalía, junto con los cuatro dedos restantes, un pequeño muñón de lo que antes había sido su índice. Él lo observaba como quien mira un cristal perfectamente translúcido. Al fondo, con la mirada desenfocada entre los ojos del joven y la horrible herida, me encontraba yo, con una perversa sensación de hormigueo que recorría mis manos.
—Jaro me llamó esta mañana bien temprano —prosiguió con los ojos vidriosos clavados en mí—. Me dijo que el boliviano ya estaba disponible y que tenía que ir al aeropuerto a recogerlo. Debía coger el Seat León, que era más discreto. No me aclaró muchas más cosas. Me dijo que hiciera lo que él mandase y que lo llevara donde fuera necesario, incluso de putas si hacía falta. Lo recogí entonces en el aeropuerto por la mañana. Yo llevaba uno de esos típicos carteles con el nombre de la persona que esperas.
—¿Qué ponía en el cartel? —interrumpí.
El ruido que escuchamos entonces parecía ser un bote que se hubiera caído dentro del baño. Rebotó varias veces y volvió a hacernos callar al muchacho y a mí. Sentía un miedo inmóvil que hacía que mis reacciones fueran muy lentas. Me encontraba aturdido por la trama de situaciones extrañas que había sufrido durante esos últimos días y no sabía qué era lo más raro, si ver en aquel estado lamentable al flacucho joven de dientes amarillos, o no saber quién estaba en el cuarto de baño del piso.
—Heredia. Se llama Heredia. Cuando nos metimos en el coche me dijo que lo llevara hacia el barrio de Lavapiés. —Se secó entonces las gotas de sudor que recorrían frente y barbilla—. Eran unos pisos cochambrosos adonde subió unos minutos, tras los cuales bajó sin llevar nada nuevo encima, aparentemente. Ahí fue donde comenzó mi pesadilla. Al subir al coche, me colocó una navaja al cuello y me dijo: «Tú no más te subes al piso conmigo y esperas. Ni una palabra ni cosas raras. ¿Me entendiste?». El filo estaba muy frío y me lo hincó con fuerza. Todavía no sé cómo pude callejear sin darle a nadie. Lo siguiente ya son las horas de espera que llevamos aquí y mi intento frustrado de escapar, junto con el castigo… Este tío es un monstruo. Además, creo que se mete alguna clase de mierda. Por eso está ahora en el baño. Antes estaba como en trance. Parecía un zombi o alguien sobre el que se hubiese hecho vudú. ¿Me has oído antes?
—¿Cuándo?
—Cuando has entrado.
—Te refieres a tus lloros —dije en voz baja. El joven ladeó la cabeza avergonzado, como si lo hubiera pillado en medio de una masturbación. Parecía débil e indefenso. No daba la impresión de ser una amenaza, salvo por el hecho de que se había colado en el piso franco.
—Si esperamos a que amanezca, tal vez podamos salir de aquí. A lo mejor está tan colocado que no nos puede hacer nada.
—¿Qué gilipolleces estás diciendo? —Entonces cogí el cuchillo más grande que encontré en la cocina. El joven con traje de viejo me miró asustado, como si de pronto yo me hubiera transformado en el monstruo del que hablaba. A continuación se escuchó otro ruido al fondo del pasillo, tras la puerta del baño. Esta vez, una especie de crujido espantoso.
Enseguida se abrió la puerta. En esos momentos ni siquiera sabía si había estado realmente cerrada, pero no importaba. Seguía sin verse nada, puesto que todo se encontraba en sombras, pero sentía que algo se movía ahí al fondo, a unos metros de nosotros. Nos quedamos paralizados. El lacayo de Martínez sólo consiguió decir:
—Ya viene.
El espectro se tambaleaba de un lado a otro como si estuviera borracho. A lo largo de su camino iba golpeando lámparas, ceniceros o jarrones: cualquier cosa que se interpusiera sobre el camino que su cerebro había prefijado. Al pasar más cerca de los amplios ventanales de la casa, iluminados artificialmente por la luz que emanaban las calles de Madrid, pude apreciar una figura enjuta y, quizás, morena de piel. Sus ojos no alcanzaba a verlos, pero sabía con toda seguridad que miraban a los míos fijamente, inyectados los suyos con el ansia de la sangre. En la mano blandía una hoja metálica horrible, de unos cincuenta centímetros de largo. El enorme cuchillo que yo sujetaba en la mano empequeñeció de pronto y, al mirarlo de reojo, porque no podía apartar la vista de la oscuridad, se me figuró un arma de juguete. El machete del boliviano era irregular y parecía estar mellado, al igual que la sonrisa macabra que más tarde descubriría.
Desperté finalmente de la parálisis que me había inmovilizado y recordé aquello que me había llevado hasta aquel escondite donde tantas veces Ricardo y yo nos habíamos refugiado. Apagué la luz y, calculando las distancias como pude, me dirigí al dormitorio, situado a pocos metros de la cocina haciendo un giro a la izquierda y tras recorrer un breve y angosto pasillo. En mi camino tropecé con muebles, sillas, cuadros; pero el impulso que movía mis piernas era todavía mayor que el miedo que sentía ante la presencia perturbadora de aquella persona, así que no paré hasta que sentí cómo el filo de Heredia pasaba a tan solo unos centímetros de mi oreja. Durante ese solo segundo de percepción, mis caóticos pasos cesaron y pude sentir cómo en realidad Heredia, después de lanzar la estocada fallida, se dirigía a la cocina. Seguí corriendo y tirando trastos al suelo, al igual que había hecho mi perseguidor. Al ver la cama perfectamente hecha, elegante y cómoda, me acordé de Valeria. A pesar de la situación en que me veía envuelto en esos momentos, la oscuridad de la habitación pareció trasladarse al interior de mi alma, y un profundo sentimiento de desolación cayó sobre mí como lo podría haber hecho el arma que Heredia blandía. Cuando comenzaba a rebuscar entre los cajones, escuché un grito aterrador proveniente de la cocina que había dejado unos pasos más atrás.
—¡Vení acá, Sotomayor! Tú y yo tenemos que hablar unas cuantas cositas.
Aquél era el apellido de Ricardo. O sea que lo buscaba realmente, y dudaba de que quisiera hacerlo para mantener una conversación civilizada. La voz de aquel monstruo resonó en cada una de las paredes de la casa, y se me figuró encontrarme de repente en la guarida de algún ser horrendo que reclamase una especie de tributo infernal. Asustado pero con denuedo, continué con mi tarea frenéticamente. El inútil cuchillo lo dejé sobre la cómoda mientras buscaba la foto de Laura y el pasaporte. Cada uno de los pasos, de los latidos, incluso, de Heredia los notaba cada vez más cerca de mí. Oía cómo arrastraba algo. Se escuchaba el roce de lo inerte junto con unas suelas de zapatos que sonaban en letanía apagada. Al final pude dar con lo que buscaba y me lo guardé tan rápido como pude. Al girar la cabeza nuevamente hacia la puerta, ahí estaba Heredia. Sujetaba con una mano, como si de un saco de carne se tratara, el cuerpo del joven lacayo de Jaro. Con la otra empuñaba su particular hoja de afeitar. Yo me encontraba de espaldas a la amplia ventana y, con la luz que se proyectaba desde fuera, logré ver con mayor claridad la figura del asesino. La camisa entreabierta dejaba al descubierto un torso atlético, aunque enjuto, plagado de cicatrices aquí y allí, casi tantas como tatuajes recorrían su cuerpo. Ninguno de ellos le asomaba por los brazos. La piel la tenía de tono moreno, quizás acrecentado por los juegos de luces y sombras de la habitación. Pero lo peor de todo era la expresión de sus ojos. Los de una serpiente habrían sido más empáticos que los de aquel ser, pues aquéllos se hundían en el joven rostro todavía, aunque avejentado por sabe Dios qué cosas, y tenía dibujado un rictus perverso y artificial. Parecía estar colocado con algo, eso era seguro, pero nunca había presenciado tales efectos en el rostro de una persona.
—Solamente se desmayó —dijo sin apenas separar los labios. El acento era efectivamente sudamericano. Se me quedó mirando fijamente—. Vaya sorpresa, tú no sos el cubanito que estoy buscando. ¿Quién carajo sos?
—No tengo nada que ver con esta gente. —Hice un esfuerzo por no saltar por la ventana presa del pánico.
—Pero tal ves —su acento seseaba agudamente— sí tenga que ver con el negro que ando buscando. Éste ya no hará nada. —Dejó caer al suelo al muchacho del traje—. Tú y yo tenemos que hablar.
—Dame otro machete de los tuyos y hablamos todo lo que quieras.
—Tranquilisate. ¿Conosés a Ricardo Sotomayor?
Por mi mente comenzaron a transitar pensamientos en torno a la posibilidad de abalanzarme sobre aquel zombi colocado. Medía sus movimientos y algo me decía que sus reflejos no estarían al cien por cien. No me importaba la muerte (en teoría no había nada de qué temer), pero la posibilidad de que aquel ser pudiera causarme una herida horrible, peor que la del muchacho que yacía inconsciente en el suelo, hacía que mis destellos de arrojo se difuminaran entre los que entraban por la ventana. Todo era muy reciente y mi mente todavía no había asumido la posibilidad de que arriba se había convertido en abajo, esto es, de que las leyes naturales de la vida y la muerte habían sido violadas y pervertidas para siempre. Demasiado tiempo jugando con esas reglas.
—Sentate ahí, en la cama —dijo mientras tiraba con sorprendente facilidad el bulto inconsciente que sostenía con el brazo. Me llamó la atención la fuerza con la que había sujetado al lacayo todo el rato. Yo obedecía tal vez porque mi voluntad ya se había doblegado. Quizás, el haber cumplido el objetivo de mi visita al piso de Recoletos tenía mucho que decir al respecto. Él se sentó en una cómoda silla que se encontraba tirada en el suelo del estrecho pasillo, situada a unos dos metros de él. Apenas apartó sus ojos de los míos para disponerse a cogerla. Con la mano derecha seguía blandiendo el enorme filo cortante.
—¿Sos un hombre religioso? —me inquirió fríamente, como si nos acabásemos de encontrar y no hubiera un tipo inconsciente a mi lado con un dedo menos.
—Algo me dice que me va a ser difícil hallar la respuesta correcta.
—Te lo estoy preguntando para que seas sinsero. No quiero que me mientas.
—Nunca he creído del todo en Él —contesté entonces—. Aunque a veces he tenido mis dudas. Creo que siempre he dudado.
—Algo te hiso cambiar de opinión, ¿puede ser?
—A todos nos pasan cosas que nos hacen cambiar.
—La fe es algo más profundo que eso. No debe de ser algo simple lo que te ha hecho cambiar. —Al tiempo que transcurría la conversación, el machete lo iba bajando progresivamente, como si poco a poco se le fuera cansando el brazo.
—Asumes que he cambiado mi punto de vista acerca de Dios con demasiada facilidad.
—Todos tenemos una experiensia que nos hase creer o no creer. ¿Sabés? Yo tuve una cuando era un pelado, no más de nueve años. En la chabola al lado del río Piray, en La Pas. Resién tuve otra.
—Yo tengo esas creencias desde hace tiempo.
—¿Ninguna más resiente? —preguntó sumido en sus propios miasmas alucinógenos.
—No —mentí como había hecho otras veces.
—Dios es el más alto. —Señaló hacia el cielo por encima del techo que nos cubría—. Yo ya no tengo nada que haser en este mundo. Pero seguro que al final me perdona. Lo hase con todos.
—Algo me decía que no te ibas a redimir. —Al decir esto, se levantó de la silla y me pegó un bofetón al tiempo que decía algo en una lengua que desconocía y que sonó como algo musical. Giré la cara por la violencia del golpe y me palpé el labio, del que corría un hilillo de sangre oscura, por las sombras.
—Tú me vas a desir algunas cosas —dijo quedándose de pie en frente de la cama—. Si no me respondés, éste de aquí comensará a pagar por su silensio o sus mentiras. Tú serás el siguiente en pagar. ¿Quedó claro?
El machete estaba tirado en el suelo, sin participar en nuestra conversación. Yo lo miraba de soslayo y algunos pensamientos fugaces me demandaban saltar por él y blandirlo contra el asesino. Pero nuevamente me asaltó la idea de que en realidad yo mismo no era un asesino de verdad, alguien con la sangre de lagarto que tenía Heredia corriéndole por las venas. A pesar de las cosas que había llegado a hacer, incluso la lucha por la propia existencia me parecía un motivo baladí. Una contradicción terrible la que se presentaba en mi conciencia. Finalmente los deseos de coger el machete me abandonaron como lo hicieron algunas de las mujeres con las que me he acostado: sin despedirse.
—Igual que sé que Él me va a perdonar, sé también que yo no voy a cambiar. No pienses que te vas a librar. Vos tenés un amigo. —Se acercó al cuerpo inmóvil del lacayo de Jaro y le cogió del cabello; entonces hizo una pausa como tratando de recuperar el hilo de su desordenado pensamiento—. Me vas a contar dónde está ahora.
—¿Qué? ¿Por qué…?
—Vos no me interesás un carajo. Sólo lo que sabés de tu amigo, porque si viniste hasia su casa y entraste es porque lo conosés. ¿Dónde está él? —Agitó la cabeza del joven, que parecía la de un muñeco—. Sólo me interesa Ricardo. Vamos, hablá no más.
No sabía qué contestar. Estaba claro que le tenía muchas ganas a Ricardo. Enseguida supe que lo detestaba profundamente. Fue algo en su mirada. Una especie de odio visceral que casi pareció reflejar la imagen de mi amigo en las pupilas de Heredia. Me quedé unos segundos desconcertado tratando de averiguar por qué alguien buscaba con tanto ahínco a Ricardo, quien hacía tiempo que se guardaba muy bien las espaldas de no cabrear a nadie, en aras de la discreción de nuestro trabajo. Mientras sujetaba aquella cabeza inmóvil, por un momento las manos del espectro me parecieron más peligrosas que el machete. Heredia, no sé si con voluntad o sin ella, ignoraba la letal y afilada arma que yacía a sus pies y parecía confiar más en sus nudosas manos que en el propio metal.
—Vamos —continuó—. No dudés tanto y hablá. ¿Querés que le lastime el brazo? —Con una mano seguía sujetando la cabeza del muchacho y con la otra le agarró el brazo derecho, que se retorció hacia atrás hasta su límite natural. Un poco más y se escucharía un chasquido horrible.
—No… No tienes por qué hacerle nada —lo interrumpí en medio de mi confusión—. Sólo es…
—Lo sé. Y solamente es un pelado engreído que casi se mea en los pantalones porque le puse una navaja en el cuello. Entonses supe de qué pie cojeaba. Es un gallito muy cobarde.
—Pero no hace falta todo esto. Te puedo contar lo que quieras. —A continuación deseé en lo más profundo de mi alma que Ricardo ya se hubiera marchado de la habitación del lujoso hotel antes de que el asesino diera con él. Sabía que el boliviano no me podía matar, pues la bala del búlgaro no lo había hecho, así como tampoco había muerto el hombre al que disparó Ricardo en la cabeza. Nadie podía morir. Entonces, ¿por qué tenía que hacerlo yo en aquellos momentos? Sin embargo, mi corazón estaba desbocado y sufría un miedo terrible. Había caído rendido irremediablemente a las dotes intimidatorias de aquel tipo.
Debieron de pasar más segundos de lo que pensé mientras me hallaba perdido en mis propios miedos, porque, sin apenas darme cuenta, tenía la terrible hoja metálica y fría lamiéndome la piel del cuello. ¿Cómo podía haber sido tan fugaz todo? Él no parecía tener miedo. Estaba todo controlado.
—Muy bien entonses —dijo con una sonrisa pegada en la cara—. Contá lo que sepas. Tengo que ajustarle las cuentas. Nadie toca a mi gente.
—Si me dices eso, a lo mejor no puedo decirte dónde encontrarlo. Me vas a matar igual a mí.
—¡Le cortaré primero la cabesa al pelado y después a ti la mano! —prorrumpió Heredia echando espumarajos por la torcida boca. Colocó el brazo del muchacho, que todavía yacía inmóvil en el suelo, por encima de la cama y estiró la mano inerte. Agarró con fuerza el machete y lo lanzó hacia atrás para coger un macabro impulso que acabaría por cercenar el miembro. Los ojos de Heredia ya delataban el vil acto que estaba a punto de cometer, cuando mi voz restalló en la habitación:
—¡No! ¡Te lo diré, por Dios! —Heredia detuvo la inercia de su movimiento letal. Volvió a dirigirse a mí y, frente con frente, sus ojos me decían algo como: «Habla de una puta vez»—. Se encuentra en el Hotel de lujo próximo a la Cibeles. Desconozco la habitación. No he estado allí todavía.
—Ni estarás.
Tengo que reconocer que cerré los ojos. Me asustaba la muerte y no pude evitar el miedo natural. Quizás eso mismo no hubiera sido lo peor. La tortura, el que me amputase un dedo como al joven, o la mano. Todo mi cuerpo se paralizó esperando un letal beso de la hoja que el tal Heredia manejaba como quien usa un cuchillo de cocina. Escuché un ruido sordo proveniente de fuera, de la entrada al piso.
—¡Policía! ¡Policía!
Algunos muebles retumbaron ante tal estrépito divino. Oí cómo un jarrón se desplomaba sin que el armario donde yacía pudiera hacer nada por evitarlo. La puerta del piso había sido abierta con un mazazo. El asesino se dio la vuelta como si hubiese visto un fantasma, pero no apartó el machete ni un milímetro de mi rostro. Tras vacilar unos instantes, mi forzoso compañero de habitación, como si estuviera movido por un instinto primario y salvaje, tiró de mí hacia un lado para tener totalmente libre el camino de huida. Mis ojos se acababan de abrir y pudieron comprobar que la vía de escape no era, para mi sorpresa, la puerta de la habitación, sino el amplio ventanal que irradiaba la estancia con las luces y sombras del exterior, de la ciudad. Cuando vi que miles de cristales pequeños relampagueaban ante mis pupilas, rotos por el fibroso bulto que los traspasaba, me tapé los ojos en un acto reflejo. Aun así, miré de reojo al espectro, que volaba ya hacia el exterior del balcón, sin que pudiera evitar los rigores de la ley natural que todavía continuaba vigente: la gravedad. Al ver que Heredia se precipitaba al vacío, dejando filas de ventanales unos metros más arriba, sopesé la situación y pensé que no había nada como conocerse a sí mismo y estar al tanto de tus virtudes y tus defectos.