—Señor Esteban Oporto…
—No importa, ya nos conocemos. No es la primera visita que hago a dirección.
—Ya se imaginará usted el porqué de todo esto. —El director, que se llamaba Casto en honor a la ausencia de su más preciada virtud, me observaba detrás de la mesa de nogal que se erigía justo delante de su mirada perforante. Encima de ella informes, exámenes, fotos de orlas.
—En mi mente tengo ahora mismo dos posibilidades —repuse.
—No quiero meterme en su mente. —Con toda seguridad, de los pocos sitios donde no quisiera meter algo el solemne director—. Quiero que me dé su punto de vista acerca del incidente de ayer.
—Sigo pensando en las dos que le he comentado antes. —En realidad, pensaba en las tetas de Claudia, que había podido mesurar como se merecían en el aseo de las chicas, justo cuando ella lo había terminado de limpiar. Claudia trabajaba como señorita de la limpieza. Señora le quedaba demasiado viejo, ya que tenía sólo veinte años, y ella fue la primera de las doncellas de dulce paladar que tuvieron la suerte o desgracia de conocerme.
—La señorita Vázquez, empleada de la limpieza, ya ha sufrido las consecuencias, inevitables por otra parte, de llevar a cabo tamaña indecencia con uno de los alumnos del centro. Sinceramente, me parece lamentable que un episodio de estas características ocurra en este colegio. —Al escuchar tales palabras no pude evitar bajar la mirada y arrepentirme bastante, no tanto por el acto en sí, del que me sentía orgulloso, sino por el trabajo de la pobre Claudia. Don Casto prosiguió:
—Espero que tenga usted algo que decir y que pueda añadir a mi informe.
—Quizás debería yo cargar con las culpas de lo sucedido.
—Interesante apreciación, muchacho. Pero aceptar eso significaría creer que usted, con tan solo dieciséis años, ha logrado seducir a una señorita… una señorita como Claudia.
—¿Cómo es la señorita Claudia? —pregunté tratando de avergonzar al director del instituto. A mi atrevimiento siguió un minuto de silencio en el que yo casi podía intuir su mirada lasciva.
—La señorita Claudia era una joven que llevaba poco tiempo trabajando en el centro y, por otra parte, bien recomendada. Veo muy difícil que un simple muchacho la haya engañado para tales fines.
—No es justo que ella se lleve toda la culpa.
—En efecto, ella ha sufrido las consecuencias; pero usted también lo hará. Y bien, ¿quiere añadir algo al informe?
—A lo mejor no todo tiene que ver con Claudia.
—Ya antes hemos convenido en que usted visitaba con profusa asiduidad mi despacho. Está claro que un incidente de estas características es imperdonable, pero se hubiese podido llegar a un acuerdo si las circunstancias hubieran sido diferentes. —Don Casto se recostó en su sillón y su bigote impedía que se notara la incipiente sonrisa.
—A Claudia la hubieran echado igual, ¿no?
—Probablemente.
—Entonces, ¿qué quiere decir? ¿Qué si mis padres pusieran más pasta se podría dar carpetazo?
Durante unos segundos el gesto y el silencio de don Casto otorgaron ante mi imprudente pregunta, pero al poco tiempo de darse cuenta de que no podía permitir que algo así lo delatara adornó su pensamiento con una falsa determinación.
—En absoluto. Hemos tenido demasiados incidentes con usted.
Por supuesto, se refería a la discusión que mantuve con Fermín, el profesor de literatura. Creyente practicante, don Fermín no era capaz de asumir la más mínima crítica o cuestionamiento, no ya acerca de su opinión, sino de lo que habían escrito otras personas.
—No creo en Dios —le dije.
El profesor de literatura no era como Emilio, viejo diablo de las aulas de filosofía, quien ya había visto muchas ideas caer y a mucha gente con ellas. Con éste sí que se podía hablar del agnosticismo, que creo que es lo que en aquella época mejor describía mi pensamiento. Pero como digo, Fermín no era así, de modo que me solía llevar la reprimenda esperada a través del látigo de sus palabras iracundas, que, para bochorno general, impregnaban con restos de saliva a los pobres alumnos.
—Don Fermín no comparte mi punto de vista sobre algunos temas.
—No tiene ninguna obligación. Además, usted, como alumno, no debe entrar en materias de esa índole. Debe obedecer y punto.
—¿Algo más?
—Claro que hay más. ¿No recuerda el bochorno que hizo pasar a Marisa, la profesora de Educación física a principios de curso? Le he citado en mi despacho por si tenía que hacer alguna declaración para mi informe. ¿Desea comentar alguna otra cosa?
—No es un buen momento para dar una noticia así a mis padres. No están pasando por un buen momento.
—Lo sabemos. Y por esa razón la expulsión no será permanente. Podrá optar a una nueva matrícula el año que viene.
El teléfono de la sala de estar sonó bastante temprano. Marqué los números que recordaba bien, aunque con cierto esfuerzo, dentro de aquella vieja cabina de teléfonos próxima a Chamartín. Me quedé embobado mirando a una chica que pasaba a escasos metros de mí, pero me parecía tan lejana… La suciedad que impregnaba el cristal de la cabina se me figuraba una prolongación borrosa de mis pensamientos, todavía adormilados por el efecto del alcohol.
—¿Sí… dígame? —preguntó mi padre, que dormía desde hace semanas en el sofá del salón. No llegué a contestar.
—¿Eres tú? —prosiguió—. ¿Dónde estás ahora mismo? Estamos muy preocupados.
El silencio era lo único que se me pasaba por la mente. No podía decir nada. Todo era borroso aún.
—Dime dónde estás, por Dios. No nos puedes dejar así. Apenas hemos podido pegar ojo esta noche…
El sentimiento de culpa era tan grande que la pronunciación en ese momento de cualquier sílaba hubiera acabado en un llanto apagado. De modo que, tras unos segundos interminables, sólo pude decir:
—Estoy bien. Me iré un tiempo.
Al otro lado, sólo el silencio.
El 131 resonó a calle y media de distancia. El vientecillo fresco se colaba por entre mis cabellos y aliviaba los efectos de la resaca, que me golpeaba la cabeza con insistencia. Al poco tiempo, los ángulos rectos y grises del coche se detuvieron ante mí. Una figura dentro de él se movió, no sin dificultad, para levantar el seguro de la puerta derecha. Al abrirse, un fuerte olor a tabaco me hizo recordar lo peor de mi resaca, aunque de todas formas ya estaba acostumbrado. Me puse en pie apoyándome con la mano derecha en el borde irregular de la acera, al tiempo que la figura más familiar que en los últimos meses había tenido me dijo:
—Buenos días, chico. ¿Subes?
La fiesta acababa de comenzar en el piso de Franco. Lo único que faltaba era algo de estilo. Por lo demás, estábamos muy bien surtidos: mujeres jóvenes (alguna incluso de reciente virginidad perdida); amistades tan profundas como la vagina de alguna de ellas, pero de vida corta y reluciente; y droga, mucha droga, demasiada incluso para mi vista, que era el único sentido que se atrevía a coquetear con ella. Yo reía mientras el ron endulzaba la sangre que corría acelerada por mis venas, mientras trataba de tirarme, de manera algo inconsciente, a una de las nuevas amigas de Ricardo, el cual por aquella época pasaba por una fase algo mística, como si de un hippie tardío se tratara. La diferencia estaba en que confundía la coca con la marihuana, de modo que las hombreras de su atuendo contrastaban con los deseos de paz y amor que proclamaba, en aras siempre de un buen polvo, o malo, daba igual. Yo, como alumno aplicado que era, trataba de imitarlo, con más o menos fortuna; pero al menos la suficiente como para saborear las mieles del éxito, que en aquellas fiestas repetidas con asiduidad podían ser un tanto agridulces.
Franco, como buen anfitrión, se encargaba de los vinilos de música. A pesar de ser italiano, le encantaba la música ochentera anglosajona y en aquellos brumosos momentos nos deleitaba con Tainted love de Soft Cell. Laura, mi objetivo, parecía acompañar la letra de la canción y, entre risas, me regalaba alguno de sus poco caros besos y más de una palpada en el paquete.
—Eres muy joven aún —dijo Laura vocalizando exageradamente para no parecer borracha, aunque sin éxito.
—¿Crees que soy virgen? —contesté.
—Puede. Es posible que toda esa apariencia de machito se desvaneciera si yo…
—Si tú qué.
—Si yo —mientras ella hablaba cruzaba las piernas de un modo muy sensual— me quedara desnuda delante de ti.
—Podemos apostar —dije, y otro trago al ron, que me servía como pócima secreta para mis más viles actos—. Quédate desnuda delante de mí y si no sé cómo actuar o me pongo nervioso, nada de nada; y si ves que te va gustando el asunto pues te llevas el mejor polvo que podrías conseguir en esta fiesta de colocados.
Nunca pensé que la separación del grano y la paja me fuera a llevar a hacer el amor con una chica tan salvaje como aquélla. Fue como tirarme a las fuerzas de la naturaleza todas juntas. Me impresionó esa chica, a mí y a los que estaban en el comedor, pues los gritos y gemidos competían de tú a tú con los vinilos de Franco.
Ricardo y yo intercambiamos miradas cómplices durante un par de ocasiones al encontrarnos por el pasillo. Lo iba conociendo cada vez más, y poco a poco leía en sus ojos lo que su mente representaba. En aquella ocasión los ojos de Ricardo eran vidriosos, titilantes y transformaban su rostro casi en una figura angelical. Era la figura de un hermano que nunca había tenido. De hecho, se trataba de mi única familia.
—Tengo algo entre manos —dijo disimulando mal una pretendida sobriedad. Por unos momentos, los dos caímos en las connotaciones de sus palabras teniendo en cuenta lo que acabábamos de hacer y de pronto estábamos casi en el suelo de aquel sucio pasillo partiéndonos de risa mientras tratábamos de articular alguna palabra, o sonido al menos, más allá de la carcajada ebria. Al cabo de un tiempo, los dos nos relajamos y el semblante de mi amigo se volvió algo más serio.
—En serio, chico. Tengo algo para ti. Ya va siendo hora de que te unas al negocio de verdad. Lo primero que debes aprender es que todo esto es efímero. Pasarán los buenos momentos y vendrán otros peores. Debes estar preparado. Lo más probable es que no vuelvas a ver a muchas de las chicas que conocerás conmigo o por tu cuenta. Necesitas ser independiente, como yo. Pero alguien independiente sabe escoger a sus amigos, por si acaso. —Hizo una pausa larga que aprovechó para buscar un encendedor y comenzar a liar algo de tabaco. Mientras yo observaba con cara de estúpido todo aquel ritual, Ricardo continuó—: He alquilado un piso que nos servirá. Acabas de conocer esta noche a la que pretendo que sea nuestra gran diva. ¿Cuál crees que sería un buen nombre artístico?
—Luna Estrella —contesté yo en un poco afortunado intento de ser romántico; supongo que el exceso de ron y el hecho de haberme enterado de que había hecho el amor con una prostituta en potencia no ayudaron a las musas que en aquel momento deberían haberme inspirado más. Es posible que estuvieran también borrachas en la habitación contigua o esnifando coca, como la mayoría en la fiesta. Aunque quizás lo peor no fue eso, sino el tener hoy la certeza de que en aquel preciso momento había condenado a esa pobre chica, como a tantas otras a las que de un modo u otro, por acción u omisión, acabé arrastrando a su propia perdición.
En el sucio Ford Fiesta las huellas de Laura todavía seguían marcadas en el techo. Los cristales estaban empañados y un atisbo de aire fresco trataba en vano de airear el sudoroso ambiente del interior. Ella, con el sujetador tirado en el suelo del coche, me miraba con el corazón palpitante, exhausto, sin apartar de mí sus brillantes ojos. Yo me quitaba el condón recién usado y le ataba un nudo, como castigándolo por los pecados cometidos. Me pidió un cigarro, pero le recordé que yo no tenía esas costumbres de hombres de mala vida, lo cual la hizo sonreír. Al día siguiente, Laura empezaría su nuevo trabajo con Ricardo como jefe y yo como supervisor. Ella no era tan joven como yo, tenía un par de años más, pero en su cara todavía se podía rastrear alguna traza de inocencia.
—Nunca he hecho algo así —dijo ella con voz todavía jadeante.
—Para no saber de qué va esto —señalé mi polla— no te defiendes nada mal.
—No es eso imbécil —sonrió—. Hablo de mañana. Nunca me han pagado por eso.
—No sé si me quieres decir que te sientes rara, pero si te sirve yo también tengo mis reticencias.
—Ya sé que con vosotros no es como con otras personas y todo eso, pero tengo algo por aquí —se señaló la zona del estómago haciendo eses con la mano— que no me deja dormir ni comer.
—Piensa, Laura, que yo estaré cerca por si te ocurre algo. De todas formas, confía en nosotros. No dejaremos entrar en el piso a nadie raro.
—A lo mejor no es eso lo que hace que tenga algo de miedo.
—Entonces, ¿qué es?
—Me parece que estás empezando a gustarme más de la cuenta.
Siempre recordé a Laura por ser la primera chica que me dijo unas palabras como aquéllas, a pesar de haber estado ya con muchas como ella. En esos momentos ninguno de los dos le dimos más importancia a lo que me había dicho. Laura era un espíritu libre y la veleidad de sus sentimientos eran casi tan notable como su belleza. Sin embargo, no por ello dejé de darle importancia a lo que me había confesado; aunque, para ser sinceros, hoy valoro mucho más la pequeña confesión post-polvo que me hizo, tal vez por los acontecimientos que ocurrieron más tarde y que han hecho que en más de una ocasión me despierte tras haber soñado con ella.
Poco tiempo después, salimos por las puertas de atrás y entramos por las de delante para que ella me llevara hasta el piso de Ricardo, situado en pleno centro. Para hacer la vuelta más amena y, tal vez, evitar ciertos temas, abrí la guantera del coche de Laura (ella iba conduciendo) y me quedé observando la gran cantidad de casetes que allí había. Parecía aquello un pequeño baúl repleto de carcasas de plástico manuscritas por alguna clase de monje melómano. Muchas de ellas eran grabaciones directas de la radio que Laura había hecho en su casa, así que en casi todas las canciones se escuchaba también cómo algún tenor radiofónico la presentaba.
—¿Quieres que ponga ésta? —le pregunté sin mucho interés al tiempo que ya buscaba otra diferente por si acaso.
—¿Cuál es?
—Goodbye horses. No la he escuchado nunca. ¿Probamos?
Laura asintió con la cabeza mientras no perdía la atención de la carretera, que a aquellas altas horas de la noche se transformaba en un largo gusano tenebroso iluminado por unos ojos fríos y sintéticos. Mientras tanto, mis emociones trataban de alejarse de ella; por mi propio bien y el de Laura.
—Ella es África. Genial, muy simpática. ¿Has visto qué ojazos? Aquí está Alaska. Es altísima y con un cuerpo de modelo escandaloso. Además, me he enterado de que le gusta la poesía. ¿Qué más se puede pedir?
—Mucho gusto, chicas. Me encantan vuestros nombres —repuse con la mejor de mis sonrisas nerviosas. En las presentaciones previas a la cena que íbamos a dar en honor a la nueva empresa que nos unía a todos se podía intuir un nerviosismo controlado por las leyes del pudor; una extraña sensación de que al acabar los postres probablemente terminaríamos por comernos la manzana prohibida del árbol.
Ricardo había preparado lubina al horno con patatas asadas, su especialidad. Cualquier clase de objeción al menú nocturno habría caído en el olvido y, además, como la hacía de muerte, no había motivo alguno para negarse a comer tal manjar. En la amplia mesa recién comprada de su piso, estábamos los participantes en el negocio, que no era sino de los más viejos que existían; pero había que reconocerle a mi amigo Ricardo que se lo había montado muy bien para darle a todo ello un aire elegancia impropio para aquellos años ochenta. Desde entonces han sido muchas las putas que me han prodigado falsos besos y caricias; sin embargo, nunca he llegado a ver a unas que lo parecieran tan poco o, al menos, que supieran disfrazar aquello que para muchos es indigno con un toque sutil de elegancia y picardía.
Ricardo me iba mostrando pequeñas píldoras de sus progresos como captador de sensuales mujeres. Aun así, nunca imaginé que en tan poco tiempo hubiera sido capaz de llevar a su piso a una mulata con ojos de tigresa y a una modelo con pinta de intelectual. Pese a lo hermoso del espectáculo, mis miradas se escapaban de vez en cuando hacia Laura, quien, fingiendo más apetito del real, charlaba amistosamente con Alaska y con África. De vez en cuando me premiaba con alguna palpada más o menos discreta en el paquete, a la que yo solía responder con una mirada al cielo que dejaba las palabras «por favor, no lo hagas ahora delante de todos». Fue durante una de ésas cuando Alaska me preguntó:
—¿A ti también te gusta leer?
—Mucho. Sobre todo desde que dejé el instituto.
—Eres muy joven —repuso la modelo.
—No te fíes de él ni un pelo —se interpuso Ricardo con tenedor y cuchillo en ambas manos—. Es un pícaro en toda regla.
—Espero que eso no sea un problema —contesté serio.
—Para nada —repuso ella—. Me gustan así. Vírgenes.
Ricardo entonces amagó una carcajada y Laura y yo nos cruzamos miradas de complicidad.
—En mi caso tal vez lo de virgen sea una metáfora. Si es así, sí, soy joven y virgen. —Tras una pausa de risas fáciles proseguí—: ¿Y cuáles son tus gustos en la lectura? Déjame adivinar: Santa Teresa de Jesús.
—Me gusta mucho la poesía experimental. Me encantan las vanguardias, la poesía de lo cotidiano transformado en hecho sublime.
—A mí la lectura me distrae de mi trabajo —interrumpió África con una copa de vino casi terminada en la mano. Con cada mirada desnudaba a Ricardo, que estaba atento a la conversación—. El último libro que leí me traumatizó. En él pasaban cosas que al final acabaron convirtiéndose en realidad. Algo triste.
—No es momento para ponernos tristes. —Ricardo aprovechó para levantarse y realizar un brindis por los asistentes.
—¿Qué estás leyendo tú ahora? —inquirió Alaska.
—Estoy con 1984, de George Orwell.
—Gran libro —interrumpió Laura mientras volvía a hacer de las suyas por debajo de la mesa—. Lo leí en el instituto. Algunas cosas no las llegué a entender del todo.
—No es fácil si no tienes a un buen profesor —dijo Alaska, la modelo, como si recordara buenos momentos—. Yo lo tenía. Por esa razón me acosté con él.
—Ése es el espíritu que me gusta de esta chica —apostilló Ricardo mientras se complacía a sí mismo con su casting particular, al tiempo que recorría curva por curva cada una de las de África, hasta casi llegar al Cabo de la Buena Esperanza.
—Yo también he tenido experiencias extraescolares —dije con cierta picardía.
—¡Hey! Eso no me lo habías dicho —interrumpió Laura con una sonrisa desaprobadora en sus redondos labios.
—No fue ninguna profesora. Las que había no tenían mucho atractivo. Fue la señorita de la limpieza.
—Siempre he estado de acuerdo con eso. Nunca hay que infravalorar el morbo de ninguna clase de mujer. Me gustan todas, tengo que reconocerlo —confesó Ricardo comenzando ya su tercera copa de vino.
—¿Y eso en qué lugar nos deja a nosotras? —El comentario de África hizo que todos riéramos mientras saboreábamos la lubina de Ricardo y las palabras que, más que el vino, endulzaban aquel buen momento que pasamos.
En los postres, ni Ricardo ni África estaban ya con nosotros. Mi amigo era un trabajador incansable y se tomaba muy en serio aquello de su nuevo negocio. Mientras tanto, Laura, Alaska y yo conversábamos sobre la nueva experiencia que llevaríamos a cabo. Alaska nos comentó que nunca había trabajado con tipos como nosotros. «Muchos eran unos babosos incultos cuyo mundo no trascendía más allá de su polla». Laura habló de que ella había tenido su experiencia sexual con un primo segundo que venía a veranear a Madrid en pleno agosto.
—Yo era muy joven; no más de catorce años —decía.
Poco a poco nos íbamos relajando y daba la impresión de que conforme hablábamos más de nosotros mismos, la confianza crecía al mismo tiempo que disminuía el espacio que nos separaba en el sofá rojo de Ricardo. Cada vez el contacto físico era mayor a medida que aumentaban también la influencia del alcohol. Tengo que reconocer que cuando Alaska comenzó a acariciarnos a mí y a Laura a la vez tuve que contener los pulsos sanguíneos que recorrían mis pantalones. Las largas piernas de la modelo me rodearon por encima de las mías y mientras notaba el contacto de sus muslos, a través de la corta falda y el pantalón, Alaska comenzó a besar a Laura, que presenciaba como una estatua griega la escena, tímida y gélida al mismo tiempo. Yo enseguida me di cuenta, pero a pesar de ello creí que Laura iba a seguirle el juego a la poetisa, ya que no apartó los labios de los de ella y siguió los juegos de la lengua húmeda con esquiva coquetería. Sin embargo, al final, casi cuando Alaska se había terminado de quitar el sujetador negro, dijo cortante:
—No deberíamos…
A Alaska no pareció importarle demasiado el sutil rechazo de Laura y, después de darme un beso algo casto para lo que acababa de hacer con Laura, se levantó sin apenas hacer ruido, con pasos flotantes como sus proporcionadas tetas, y se dirigió a la habitación de Ricardo, quien con toda seguridad haría suyo el refrán de «donde caben dos caben tres».
Laura y yo nos miramos incómodos durante unos segundos y ella se dio cuenta de que algo me había hecho perder el buen humor. Los dos sabíamos qué había sido. Justo antes de que yo me levantara airado del ridículo sofá de Ricardo, Laura se abalanzó sobre mí y comenzó a desnudarme, mientras que con la boca me prometía manjares mucho más suculentos de los que había probado aquella noche. No pude resistirme, ya estaba preparado para todo aquello desde el momento del beso lésbico.
África llegaba a decir que fumaba tanto (su otro gran vicio aparte del sexo), que le encantaba hacerlo mientras hacía el amor con sus clientes. Desde luego, desconozco si eran fumadores; pero todos salían encantadísimos del piso de Ricardo. Tanto Alaska como Laura también atraían la lubricidad de señores y señoritos del barrio. La mayor parte de los clientes los captábamos Ricardo y yo entre los locales de moda en las perversas noches madrileñas. Nosotros los cazábamos y ellos se sentían cazadores de unas presas arrebatadoramente sensuales y dispuestas a cumplir sus deseos. Ricardo se ocupaba de los locales de salsa, bachata, cumbia y demás; mientras que yo trataba de hacerme con los pipiolos de los ambientes más modernos. Entre música de sintetizador y oscuros y repetitivos ritmos ochenteros, la clientela que yo aportaba apenas me superaba en edad y, por supuesto, estar con chicas como aquéllas hacía que se pensaran si les saldría rentable continuar malgastando la paga de sus padres en cubatas a fondo perdido.
Las chicas, siempre que quisieran, podían traerse a antiguos clientes, pero nunca llegaron a ser tantos como los que conseguíamos Ricardo y yo. El negocio iba bastante bien. Por el contrario, Laura nunca se traía a nadie por su cuenta. Siempre que terminaba su jornada se acercaba hacia mí con una botella de cerveza en la mano y me ofrecía un amargo trago. Sin darnos cuenta, comenzábamos a besarnos cada vez que pasaba esto, de manera que cuando la veía con la botella ya desde lejos ciertos impulsos comenzaban a aflorar.
El piso de Ricardo era lo bastante grande como para que su presencia y la mía pasara desapercibida. A juego con el lindo sofá, habíamos montado unas mamparas rojas, que separaban, a modo de pasillo, parte de la vivienda. De esta manera, los clientes podían entrar con las chicas sin que ellos se dieran cuenta de que había más gente allí. Aun así, no siempre estábamos los dos. La mayor parte de las veces era yo el que hacía acto de presencia, sobre todo al final de los turnos de Laura. Ricardo solía estar fuera casi todo el día y sólo aparecía al morir el sol, como explorador que buscara los diamantes blancos de África. Sus ojos acostumbraban a chispear por el polvo mal digerido.
Durante estos meses nos fue muy bien a los cinco. Yo era el más joven, pero a veces pensaba que una vida como la que nosotros estábamos llevando debía ser a la fuerza algo efímera. Recordaba entonces las palabras de Ricardo la noche en que acababa de llevarme a la cama a Laura por primera vez. Él ya lo sabía desde mucho antes que yo; pero cada día lo disimulaba con más solidez. La vida que yo había buscado destruyendo la mía propia (la anterior, se entiende) pendía de las veleidades del destino. Efectivamente, así fue, aunque lo peor de mi fortuna es que elige a las personas más queridas por mí para que sufran los castigos derivados de mis actos.
En aquel momento, un miedo atroz comenzó a cernirse sobre mí. Un miedo derivado de mi espontánea y sólida creencia en las palabras de Ricardo en aquella brumosa noche. El amor efímero de una puta post-adolescente comenzó a parecerme volátil, absurdo, a pesar de las palabras y mamadas dulces que me dedicaba con una insistencia fuera de lo común para una chica que se dedicaba a eso precisamente a lo largo de gran parte del día. Laura detectó mis sutiles rechazos al ver que aparecía cada vez menos por el piso al final de sus turnos, como había hecho hasta aquel momento; y también al comprobar que las cervezas frías poblaban más de lo deseado el fondo de la nevera.
Ella nunca me dijo ni reprochó lo más mínimo. Lo que sí hizo fue llevar al piso clientela propia, cada vez con mayor asiduidad. Cuando me pillaba allí y veía de reojo a Laura de la mano de algún joven imberbe, muchos sentimientos contradictorios me asolaban. Unos celos punzantes pero vacuos dejaban paso a una falsa indiferencia que, si me encontraba junto a Ricardo, éste presentía:
—Si no te apetece cerveza, siempre puedes probar con el vino, chico.
Pero no me apetecía vino y probablemente ni el más dulce y caro de los licores habría saciado mi sed. Ni siquiera los de Alaska, quien en más de una ocasión me lanzaba seductoras miradas de medusa.
—¿Qué te ha ocurrido con Laura? —me ronroneaba al oído cuando nadie más nos escuchaba—. Todavía me debes una, ¿recuerdas?…
Las miradas esquivas e insinuaciones que Alaska me dedicaba desde que se percató de mis dudas en mi relación con Laura fueron continuas. Algún extraño pudor me impedía sucumbir a las largas curvas de la modelo, como si de algún modo, le debiera fidelidad a Laura, quien, muchas veces, se encontraba a dos paredes de distancia mostrándole a algún cliente por qué el sexo con su mujer no funcionaba.
Alaska, conociendo a qué horas solía yo deambular por el piso, le fue cambiando varios turnos a Laura, la cual hacía cada vez más visitas fuera del piso rojo de Ricardo. Al cabo de unos días, me di cuenta de que no había visto a Laura desde hacía una semana por lo menos. Sin embargo, el miedo a enamorarme de ella hizo que mis pensamientos sucumbieran a la indiferencia.
Una noche, la modelo, en mitad de un servicio, dirigió sus suaves pasos hasta la habitación donde yo leía un libro. La mirada entreabierta y la visión de sus piernas hicieron que por unos momentos se me contagiara la borrachera que ella llevaba encima.
—¿Y tu cliente? —le pregunté cortante. No tenía ganas de hablar aquella noche sudorosa de agosto.
—Se está duchando. Parece que no lo hace muy a menudo así que… —Su sonrisa delataba unas intenciones de gatita fiera difíciles de pasar por alto.
—No deberías hacerle esperar.
—¿Tanto como me lo haces tú a mí? ¿Por qué eres tan cruel conmigo?… —Se sentó en el brazo del enorme sillón y cruzó las piernas justo a continuación.
—Oye, Alaska. No quiero que te siente mal, pero creo que no puedo.
—¿Crees? No te estoy ofreciendo mi amor, oh, mi príncipe. ¿Es que no te ves capaz de echar un polvo conmigo? —En ese momento se quitó la tibia camiseta y dejó al descubierto sus amplios pezones.
—Alaska, vas un poco borracha. Ten cuidado con ese tipo. —Tras una pausa, seguí—: Mira, no estoy pasando por un buen momento. Todo esto es muy nuevo para mí y ha habido muchos cambios.
—¿No te creerás de verdad enamorado de Laura, no?
—No lo sé.
—Es absurdo enamorarse. Ella no lo está.
—¿Cómo lo sabes?
—¿En serio crees que podría enamorarme yo de un chico que ve todos los días cómo me follo a cinco o seis?
Sus duras palabras entonces me clavaron una finísima aguja en el corazón, apenas perceptible en un principio, pero que me fue desangrando el ánimo poco a poco, como un gotero que, en lugar de dar la vida, la quita.
Cuando vi al fantasma drogado de Laura al día siguiente mi propia alma se me cayó a los pies. Venía acompañada por un tío con la cara picada por la viruela; un olor desagradable de antro de mala muerte y sudor rancio lo acompañaba como una capa señorial allá donde fuera. La escena la completaba una chica, joven también, toda vestida de negro, como una cucaracha, y con un maquillaje digno del propio Frankenstein. Al igual que Laura, también parecía encontrarse más en el mundo de las ideas que en el terrenal.
—Me debes pasta, chaval —dijo el caballero de la triste figura con una de esas voces roncas maduradas bajo el continuo calor de los licores nocturnos.
Lo primero que hice fue coger de los brazos a la pobre Laura, quien, sumida en un letargo apenas consciente, casi no podía ni dirigirme la palabra. Tan sólo sus ojos acertaron a mirar a los míos por unos instantes y trataron de decirme algo que hasta más tarde no averiguaría. La llevé al baño y casualmente allí se encontraba África, quien me ayudó enseguida a echarle agua por encima y tratar de despertarla de su adormecimiento. Le pusimos las piernas en alto, para que la sangre llegara hasta el pálido rostro, el cual me recordaba que quizás yo tuviera la culpa de lo que le había sucedido. La rabia y la frustración comenzaron a enervarme y salí del baño.
—¿Qué coño es esto? ¿De dónde sales? ¿Qué cojones haces trayéndola en ese estado?
—Cálmate, chavalín. La puta quería venirse conmigo. No sé qué rollo os traéis por aquí, pero estaba imparable. Se ha metido todo lo que tenía en el local. Me debe pasta.
—Lárgate de aquí. —Mis nervios estaban a flor de piel.
—No sin el dinero. Además, espero que no se quede mucho tiempo por este lugar. Tenemos que hablar ella y yo de negocios.
Por un momento, la sola idea de ver a Laura en manos de aquel hombre, haciéndole vete tú a saber qué cosas me resultó tan repugnante que casi me dieron arcadas. Vacilé unos segundos.
—Si ya no quiere trabajar con vosotros es algo que no me importa —prosiguió—. Si quiere venirse conmigo, adelante, pero antes me tenéis que pagar lo que me debe.
Eso fue lo que bastó. La idea tan frívola de intercambio de mercancía hizo que la rabia se me acumulara en los puños, que ya mantenía cerrados desde unos segundos antes. Ya me disponía a partirle la cara al sucio pordiosero cuando el frío y tenso contacto de una larga hoja de afeitar me acarició por debajo de la barbilla. Era la chica vestida de negro, justo de la que menos estaba yo pendiente. El frío de la navaja logró paralizar mis miembros; no así mi corazón, que latía muy deprisa por la ira contenida.
—No eres el primero que la pasa por alto. Todos creen que es una simple puta. —El hombre trató de sonreír, pero los dientes amarillentos y burlones no hicieron sino transformar su gesto de modo grotesco—. La pasta, vamos.
No tuve más remedio que darle lo que tenía guardado en el bolsillo trasero del vaquero. En total, unas quince mil pesetas. No me importaba en absoluto el dinero. Lo peor era la sensación de haber perdido a Laura, quien, a pesar de estar cerca, dentro del baño, era probable que se encontrara ya lejos de mí.
—He quedado esta mañana con ella y me ha dicho que hasta dentro de un tiempo no podría hablarte —dijo Alaska mientras sujetaba con una mano la taza del dulce café. No había mucha gente a esas horas y, seguramente, aquél era el último que la máquina había preparado ese día.
Hubiera contestado cualquier cosa, pero no pude hacerlo. Los remordimientos ya empezaban a asomar. Alaska prosiguió.
—Confío en ella, a pesar de lo que ha pasado últimamente. Seguro que sabrá cuidarse. ¿Quieres un sorbo? Está dulce.
—No, gracias. En realidad me apetecía salir del piso para despejar las ideas, no para tomar un café y acrecentar mi insomnio. ¿Se ha ido sola?
—Sí. Ha cogido las cosas que le quedaban en el piso de Ricardo y se ha marchado. La he visto bien. Mejor que estos días.
—No habéis hablado mucho, entonces…
—Poco, la verdad. Le he preguntado por ti, por si quería que te dijera algo, ya que no estabas… y eso es lo que me ha contestado.
—Creo que lo hice mal, Alaska. La fui abandonando… poco a poco…
—No te eches las culpas, Esteban. No es fácil salir con una puta. —Tomó otro sorbo de la humeante taza y me miró con sus quietos y fríos ojos.
—Tampoco con un chulo, supongo —repuse.
—No te tortures. Tú y ella sois jóvenes. Lo superaréis. Te lo digo yo, que te llevo algunos años de ventaja.
—Sí, claro. —Y otra vez aquel runrún en la mente, aquel vago sentimiento de culpa golpeando con más fuerza en el corazón.
—¿Tú no la extrañarás?
—Laura y yo nunca congeniamos mucho. Relación normal entre compañeras de trabajo que comparten oficina. Tal vez África sí la eche más de menos.
—Hoy no la he visto en todo el día.
—Le prestó algo de ropa a Laura y se fue. Estará follando con Ricardo, como es habitual. Es su día libre, además. —Alaska dejó el café, quedaba aún la mitad, encima de la mesa, muy cerca de mi mano, que en aquel instante se encontraba perdida en mitad de la pequeña mesa de la cafetería.
—Creo que me iré a descansar un poco. Necesito dormir y olvidarme de todo esto.
—Sé que no te va lo de beber para olvidar —dijo Alaska quitándose la máscara que llevaba puesta desde hacía un buen rato, justo desde que se había despedido de Laura por la mañana—; pero conozco muchas maneras de desconectar, sobre todo si de dos se trata.
Unas horas más tarde esa misma noche, una temblorosa voz al otro lado de la línea telefónica me despertó. Quizás solamente habían pasado cinco o diez minutos desde que me había quedado dormido. Maldije mi suerte por no lograr hazaña como aquélla en una cama y no donde estaba, mal recostado en el sillón rojo.
—¡Por Dios, chico! —La voz se entrecortaba y podía casi escuchar los latidos del corazón de Ricardo, que se le salía por la boca en cada uno de sus jadeos.
—¿Qué ocurre…? —conseguí decir somnoliento y aturdido.
—Tienes que venir… Lo he… En la cara… No he podido evitarlo… al verlo ahí… ¡Dios, cuánta sangre!
—¿De qué me estás hablando? ¿Dónde estás? Voy para allá enseguida, pero dime dónde estás. Me llevaré…
—Estoy en la cabina que está al lado… Coge mi coche… Las llaves están…
—En la cómoda de la entrada, debajo de los papeles. Ricardo, ¿tú estás bien?
—No, no estoy bien. —Un sollozo se le escapó—. Quiero decir, sí. No me ha pasado nada, pero…
—Voy ya salgo para allá. ¿Dónde estás?
—¿No te lo he dicho? En la gasolinera de… donde me ocurrió lo del coche aquella vez…
—Ya sé. No tardo.
Me eché un poco de agua para espabilarme y despertar de aquel mal sueño que me llevaba a otro al parecer mucho peor. Cogí las llaves de la cómoda y abrí las puertas del 131, que dormía al lado del portal. Conduje, a pesar de no tener carné, por las desiertas calles debatiéndome entre los temores de lo que me podía encontrar y los remordimientos por mi actitud hacia Laura. En ocasiones, los faros del coche parecían ser los que me guiaban realmente y no mis manos y mis ojos, los cuales parecían aferrarse a los sueños de mi breve letargo anterior. Al cabo de unos minutos ya me acercaba a la gasolinera que me había indicado Ricardo. Se encontraba cerrada y por los alrededores no se veía ni un alma entre las tinieblas que lo parecían rodear todo. Al final del camino, como si en realidad se tratase de un pasillo en medio de la ingente llanura, sólo pude vislumbrar un alma en pena que trataba de mantenerse de pie en mitad del descampado que ocultaba la gasolinera. Bajé del coche apresurado, en busca de respuestas, con las luces telúricas del 131 apuntando a mi espalda, mientras me acercaba a Ricardo, de cuya mano colgaba, como sin notarlo, un revólver del calibre 38. Con la respiración cortada y entre sollozos me dijo que él y África habían quedado esa noche para tomar una copa en el pub que había en las afueras llamado Enola Gay. Tenía que recogerla a unos cientos de metros siguiendo la abandonada calle de la gasolinera. África saldría de un local de ambiente que hay por ahí cerca (había quedado con una amiga que tenía que contarle ciertas cosas). Pero, cuando Ricardo iba en el taxi y estaba a punto de llegar adonde habían quedado, vio a África acompañada de un tipo extraño y sucio. Entonces se dirigieron al descampado situado detrás de la cerrada gasolinera. Todo aquello le pareció muy raro, así que bajó del taxi sin esperar el cambio siquiera. Después de andar al trote varios metros, se introdujo en las tinieblas apenas alumbradas por las estrellas y las farolas lejanas y escuchó los gritos de ella, de África. «La estaba violando, chico. Lo estaba haciendo el muy cabrón. Y ella gritaba, pedía ayuda entre sollozos». De repente, los gritos cesaron. Ricardo me dijo que la sangre se le heló y sintió que el frío gélido de la muerte rondaba por las piedras del descampado. «La acababa de matar. Lo hizo mientras la violaba». Entonces Ricardo cayó al suelo derrumbado, junto con el revólver que había dado muerte al chulo del día anterior.
Horrorizado, llegué hasta el lugar del crimen. Entre los haces de luz del coche pude ver dos cuerpos inertes. El primero tenía el rostro desfigurado, pero se trataba sin ninguna duda de aquel bastardo que trataba a las mujeres como simple mercancía. El segundo era el de una mujer. Me acerqué a ella compungido por la brutalidad de su muerte. Tras unos segundos con la mente perdida, en otro mundo, sin ser capaz siquiera de consolar al pobre Ricardo con alguna triste palabra de compasión, sólo conseguí decirle:
—¿Cómo sabías que era ella?
—Sólo ella lleva esa falda y camisa… Estábamos al lado de donde habíamos quedado…
Mi insolente duda comenzó a clavarse en mi cerebro sin compasión y mis manos, casi sin ordenárselo, se dirigieron al cuerpo de la joven, recostado boca abajo en la grava. El darle la vuelta al cadáver, aún caliente, todavía hoy me trae pesadillas y recuerdos de aquella pobre niña que, sólo por seguirme, hubiera sido capaz de meterse en aquel sucio y perverso negocio, tal y como al final hizo. Por extraña razón, hasta aquel fatídico momento no fui plenamente consciente de ello. No era África la que yacía allí. Era Laura.