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Mouse estaba en el Hospital Temple. En coma. Apagándose. Etta no se ponía al teléfono.

—Mamá ha dicho que no te conviene aparecer por aquí, tío Easy —me dijo LaMarque cuando llamé.

—¿Cómo estás tú, LaMarque? —le pregunté.

—¿Se va a morir mi papá? —dijo, sollozando.

Estuve toda la noche viendo las noticias. Todo sobre nuestro presidente y sus últimos días y sus últimos momentos. El mundo entero se había trastocado después de aquella mañana con Idabell.

Bonnie llamó y le dije que podía volver por la mañana.

—Los niños necesitan estar contigo, Easy —dijo. Su voz, suave y cariñosa, encerraba una promesa de luz y de amor; era como la mentira de paz y fraternidad que había enganchado a tantos hombres como yo.

Bonnie trajo a los niños poco después de medianoche. Conducía mi coche, que Primo ya había reparado. Jesús se fue directamente a la cama y Feather se quedó dormida en el regazo de Bonnie. Quería ver la televisión.

—Quiero saber si todavía sigue vivo —decía Feather una y otra vez.

Por alguna razón no oyó cuando le dijimos que seguiría muerto.

—¿Por qué mataste a Holland?

Eran más de las tres. Bonnie y yo estábamos juntos en la cama, totalmente vestidos.

—¿Qué dices? —preguntó, incorporándose.

Yo no tenía fuerzas para sentarme; ni siquiera para repetir la pregunta.

—No te preocupes, Bonnie, nadie más lo sabe. Y no tengo intención de decírselo a nadie.

—¿Decir qué? ¿Qué estás diciendo?

—Me di cuenta cuando vi la marca de rojo de labios en la nota que me dejaste el otro día —dije—. Fue entonces cuando se despejaron todas las dudas.

Sacudió la cabeza, y me apoyé en un codo para mirarla de frente. Estaba cansado.

—Holland tenía una marca igual en la mejilla, el mismo rojo oscuro.

Si antes no había estado seguro, la intuición se confirmó en aquel momento. La mirada de consternación de Bonnie la traicionó.

—Eso no es suficiente para acusarte, lo sé, pero ya estaba casi seguro cuando vi el vaso verde roto en tu basura. Es posible que tuvieras el mismo tipo de vasos que tus amigos, pero no es muy probable. Lo único que quiero saber es si besaste a Holland antes o después de matarlo.

Bonnie se llevó la mano a la boca.

—Él… —dijo.

—¿Holland?

—Sí, sí. Me llamó cuando llegó a su casa. Cuando descubrió que Ida se había marchado me llamó y me pidió que la buscara. Yo le dije que se había ido, que había salido de California. Pensé que eso iba a disuadirlo y que dejaría de buscarla. Pero me dijo que quería que fuera a su casa en ese mismo momento.

—¿Por qué? —pregunté, sintiéndome triste a pesar de mí.

—Me dijo que tenía los formularios que yo había rellenado la noche que volví al aeropuerto, la noche en que olvidé aquellos malditos bolos. Roman guardó las copias que me dio el funcionario de aduanas. Me dijo también que él tenía los bolos, que les habían pegado unos sellos oficiales, y me amenazó con entregárselo todo a la policía si no iba a verlo esa misma noche.

—¿Y tú fuiste?

—Estaba muy alterado cuando llegué. Me dijo que quería acostarse conmigo y que, si accedía, me devolvería todo lo que tenía.

—¿Y tú lo hiciste?

No quería decir que sí.

—Yo no…, me violó, me llevó al dormitorio y me hizo… Tenía aquel enorme cuchillo negro.

Recordé el montón de almohadas sobre la cama, la sangre en las sábanas y el corte en el pecho de Bonnie; y yo había pensado que era un granito.

—Se corrió en menos de un minuto. Holland se puso a reír como un loco. Estaba todo sudado y le brillaban los ojos como si tuviera fiebre. Se vistió deprisa y después, cuando le pedí los bolos se rió y me dijo que a partir de ese momento yo iba a trabajar para él. Que yo le pertenecía por lo que había hecho Ida.

—¿Y por eso lo mataste?

—Easy… Dijo que yo sería su nueva esposa ahora que Roman estaba muerto y que Ida se había marchado. Me hizo vestir y sentarme en sus rodillas y besarlo. Sí, fue como tú dijiste. Saqué el revólver de su cajón mientras él estaba en el baño y le disparé. Yo lo maté.

—¿Holland te dijo que Roman había muerto? —pregunté.

—Sí.

—Y tú llamaste a Idabell al colegio y se lo dijiste, ¿no es así?

—Le dije que viniera a casa pero no que Holly había muerto. Hicimos sus maletas, yo cogí los bolos y ella el juego de croquet. Y también el vaso porque no sabía qué hacer con él.

Bonnie me miró a los ojos como para decirme que no pudo evitarlo, que no había tenido otra opción que matarlo.

Yo no estaba en condiciones de juzgar a nadie.

Esa noche dormí en el sofá. Por la mañana la llevé en coche a su casa mientras todo el país lloraba por JFK.

De la casa de Bonnie me fui a ver al sargento Arno T. Lewis y le dije que no había podido encontrar a Idabell. Me contestó que habían identificado su cadáver la noche anterior.

En cambio le dije que había descubierto que Bill Bartlett era el socio de Holland en la pequeña ruta de reparto de periódicos que operaba desde el almacén en el que guardaban los objetos robados. Unos días más tarde apareció en los periódicos una breve noticia sobre Roman, Holland y Bartlett y sus robos en los colegios del distrito. Roman, que había conseguido su trabajo con un alias y referencias falsas, había abusado de su posición de guardián nocturno. En un ajuste de cuentas entre los delincuentes, conjeturaba el artículo, Bartlett había matado a Roman y luego a Holland. Más tarde, tras reunirse con Bartlett en el restaurante Whitehead's, Idabell Turner apareció muerta.

Se habían encontrado rastros de heroína y Bartlett era buscado para someterlo a un interrogatorio. Sin embargo, al parecer alguien había entrado en su casa, en la que se encontró una considerable cantidad de sangre. El juego sucio no quedaba descartado en el caso de Bartlett.

Jackson Blue desapareció con los ahorros de Jesús.

Durante una semana la nación entera lloró el asesinato de JFK. Todos nos preguntábamos si las cosas volverían a arreglarse alguna vez; nunca se arreglaron.

Yo quería llamar a Bonnie pero el cadáver marcado con los labios de Holland Gasteau regresaba a mi mente cada vez que pensaba en ella. Holland, y también Sallie Monroe. La muerte de Sallie se me había metido en los huesos. Me descubría frotándome las manos con la extraña sensación de que los dedos se me habían dormido.

Terminada la semana, me armé de valor para ir al hospital Temple. EttaMae no había regresado a Sojourner Truth ni había contestado al teléfono.

Tenía amigos en la recepción de Temple y me enviaron a la unidad de cuidados intensivos a ver a una mujer llamada Norva Long. Le pregunté por Mouse.

—Ha muerto —me dijo.

—¿Cómo? —El doctor le dijo a la señora Alexander hace cinco días que era cuestión de un día o dos. Ella dijo que no podía ser cierto y que se lo llevaría a casa. Pero el doctor no le dio el alta.

—¿Y murió? —pregunté.

—Yo estaba de servicio con James Pope, el camillero. Se suponía que tenía que haber otro hombre, pero tenía gripe y se quedó en su casa. Tal vez si él hubiera estado aquí, podríamos haberla detenido pero… —Norva torció los labios y sacudió la cabeza—. Pero lo dudo.

—¿Qué ocurrió?

—EttaMae vino a eso de las dos de la mañana. Le dije que ya no era hora de visitas, y eso es lo último que recuerdo, aparte del puñetazo que me dio.

EttaMae tenía los brazos fuertes.

—James dijo que intentó sujetarla —prosiguió Norva—, pero ella lo tiró contra la pared y lo dejó grogui con un cenicero de metal. James estuvo cuarenta y ocho horas ingresado con conmoción cerebral, dos pisos más abajo. Su madre dice que van a presentar una denuncia.

—¿Y qué le ocurrió a Raymond? —pregunté.

—En recepción dijeron que Etta lo sacó por la puerta principal en brazos. El guardia de seguridad quiso frenarla pero ella sacó un revólver. El guardia no quiso meterse en un tiroteo con una mujer.

—¿Y por qué no salió nada de todo eso en los periódicos?

—Sí, lo han mantenido en silencio, supongo. James probablemente sacará algo de dinero de todo el follón.

—Entonces, usted no puede afirmar con total seguridad que Raymond está muerto —dije—. Podría estar vivo.

Cuando Norva sacudió la cabeza se me destrozó el corazón. Lamentaba tener que decirme que Mouse había estado tres días en coma y que día tras día había ido consumiéndose. Encontré la casa de mi amigo abandonada. Aún había platos sucios en el fregadero.

Estaba en la oficina de mantenimiento unos días más tarde esperando para entrevistar a los sustitutos de Etta y Mouse. Cuando la puerta se abrió me sorprendió —una sorpresa nada agradable— ver al sargento Sanchez. Había venido solo.

—Señor Rawlins —dijo desde la puerta.

Esperaba que lo hiciera pasar, y lo hice.

Se acercó a mi escritorio, no me tendió la mano, y se sentó.

—No me cae usted bien, señor Rawlins —dijo sin rodeos—. Vengo del despacho de su director, y a él tampoco le gusta.

—¿Ha hecho todo ese camino para decirme eso?

—No. Lewis me ha enviado en busca de pruebas para el caso Bartlett. Le he dicho que está equivocado pero intuyo que usted tiene más amigos que los que yo conozco.

Por fin éramos los dos iguales.

—¿Trabajaba usted aquí en la misma época que Bartlett? —preguntó.

—No —dije sinceramente—. En realidad yo ocupé su vacante, pero no llegamos a conocernos.

—Sé que usted tuvo algo que ver, Ezekiel. Y voy a demostrarlo cuando encontremos a Bartlett.

No creo que haya encontrado jamás a Bill Bartlett. Si no me equivocaba, el hombre era demasiado listo para quedarse en Los Angeles. Era un negro que estaba envuelto en el asesinato de otros negros y no se lanzaría ninguna cacería del hombre a escala nacional. Esperarían que lo arrestaran por algún otro delito y que el cotejo de huellas hiciera su trabajo. Pero Bartlett no era el tipo de bandido que cae detenido a menudo. Bartlett era más bien de los que no cae nunca. Y aunque lo detuvieran, no tenía nada con que acusarme. Yo era inocente de todo, excepto de los asesinatos de Sallie Monroe y de Raymond Alexander. Una muerte que lamentaba y otra que me obsesionaba.

El teléfono sonó en el momento en que Sanchez se marchaba.

—¿Dónde está mi coche, Easy? —preguntó John.

Dimos la vuelta a Los Angeles esa noche recogiendo coches. Subimos a la colina que hay detrás del Black Chantilly para recuperar el bólido de Primo. Le pagué el alquiler del Chevy dejándole vender el coche de Mouse por piezas. Recuperé las grabadoras y las dejé en el Chantilly. A nombre de Philly Stetz, aunque las recogió Rupert.

Fue cuando nos dirigimos al edificio de Bonnie Shay cuando John se puso serio conmigo.

—Easy, yo había pensado que habías dejado las calles —dijo.

—Sí, yo también.

—Sabes que no puedes seguir viviendo así, hombre. Estás demasiado viejo. La cosas se están poniendo muy serias en esta ciudad. La gente se está volviendo mala. Hasta Mouse se ha dejado matar.

—Lo sé, John —lo dije en voz tan baja que es probable que no me oyera.

—Easy, tú necesitas una mujer —dijo John—. Una mujer que necesite un hogar y que no acepte cualquier cosa.

Fue entonces cuando pensé en Bonnie Shay. La vi: sonreía y no iba armada.

Recogimos el coche de John y volvimos a su casa, yo en el Buick de Alva y él al volante del suyo. Imaginé que Alva había estado echando pestes de mí, porque John no me invitó a entrar.

—Te llevaré a casa, Easy —dijo.

En el camino le pregunté si sabía algo de Grace.

—Hice lo que pude, Easy. Después de un día y medio llamó a ese blanco y él vino y se la llevó. Me dijo que se esforzaría por no recaer.

Seguimos sin hablar el resto del camino.

A dos calles de mi casa, dijo.

—Easy, no puedes andar por ahí comportándote como si pudieras hacer cualquier cosa sin que te pasara nada. Tú ya no bebes, pero es lo mismo, con ese tipo de vida que llevas…

Faraón me dio la bienvenida con un ladrido en la puerta de la calle. Los niños ya estaban durmiendo. Me serví un vaso de limonada y me senté. El perrito estaba agazapado fuera de mi alcance, y enseñaba los colmillos. Había probado mi sangre y se había quedado con ganas de más.

A medida que pasaban los días comenzaba a aceptarlo como parte de mi vida, la parte oscura y peligrosa que siempre me amenazaba. Mientras Faraón siguiera en casa ladrando y maldiciendo en su lengua perruna, recordaría el tipo de líos en los que se puede meter un hombre como yo.

Sólo tenía dos opciones. La primera, whisky puro. La segunda —por la que me decidí nueve días más tarde—, marcar su número.

—¿Sí?

—Hola, Bonnie. Soy Easy.

Hubo un largo silencio.

—Hola.

—Sólo quería saludarte —dije—. Bueno, en realidad… tenía ganas de verte.

—Lo siento, Easy, pero me voy a París esta noche.

—¿Para siempre?

—No, sólo unos días. De todos modos voy a cambiar mi ciudad de residencia y regresaré a París a finales de mes. Seguiré haciendo esta ruta pero viviré allí.

—Aja.

—Bueno —dijo—. Tengo que ir preparándome.

—Sí, pero…

—¿Pero qué, Easy?

—Pero yo necesito verte, Bonnie. Lo necesito de veras. Puedo hablar contigo y lo necesito, por favor.

Sólo podía esperar que Bonnie comprendiera cuánto me costaba implorarle.

—¿Puedes esperar unos días? —dijo, con voz amable.

—Sí. Me parece que hace siglos que estoy esperando. No creo que unos días más me importen.

—Estaré de vuelta el viernes por la mañana. Llámame —dijo.

—¿A qué hora?

—A la hora que tú quieras.

—¿Y podremos hablar?

—Seguro. Si tú crees que puedes… Teniendo en cuenta todo lo que sabes de mí.

—Nada de eso me importa, Bonnie. Yo confío en ti. Sé que hiciste lo que tuviste que hacer.

Ninguno de los dos dijo una sola palabra en cinco minutos.

—Yo también tengo ganas de hablar contigo, Easy.

—Y también podríamos vivir juntos —dije.

—Tal vez.

Cuando colgué me sentí como un astronauta que acabara de completar su órbita a la tierra y que de pronto se veía arrastrado por una nueva fuerza de gravedad hacia una oscuridad limpia y fría.