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Me fui en el coche de Mouse. Tenía que irme, tenía que esconder las armas.

En la calles el tráfico no estaba muy cargado, pero vi muchísima gente en las tiendas y en las aceras de las casas del barrio. Gente que conversaba, absorta, en cada esquina. Vi más de una mujer que lloraba, y niños que caminaban con desgana, no niños jugando o riendo a carcajadas.

Parecía como si el mundo se hubiera hundido en la pena. ¿Tan poderosa era la muerte de Mouse? ¿Todo el mundo se acongojaba cuando moría un valiente?

Tal vez había yo dejado de mirar a mi alrededor, tal vez una profunda tristeza se había adueñado de mi comunidad, pero es cierto que había estado demasiado ocupado trabajando: un hombre de empresa.

En la esquina de Pico y Genesee tres hombres y una mujer —blancos todos— escuchaban un transistor en la parada del autobús. Saqué la heroína de la guantera y me fui a mi casa.

La puerta de la calle estaba abierta.

Encontré a Feather llorando en brazos de Bonnie y a Jesús de pie junto a ellas, con una de las muñecas preferidas de Feather en la mano.

—Easy —dijo Bonnie, pero esta vez me recibió sin ninguna sonrisa.

—Papá, papá —dijo Feather con lágrimas en los ojos. Yo la alcé en brazos.

—¿Está Jackson aquí? —le pregunté a Jesús.

Me dijo que no con la cabeza. Había perdido la voz otra vez. Perdido otra vez. Todo estaba perdido.

—¿Pero qué ha pasado? —pregunté intrigado.

—¿No te has enterado? —replicó Bonnie.

Yo estaba tan mudo como mi hijo.

—Kennedy. Le han disparado. Está muerto.

—¿Qué?

Atravesé la sala tambaleándome con Feather en brazos y me desplomé en el sofá. Hundí el rostro en el pecho de Feather, demasiado triste para llorar. Bonnie y Jesús se acercaron a abrazarnos. Me ardían los riñones y me dolía la garganta por tantas lágrimas ahogadas.

Levanté la cabeza y vi manchas de sangre en el vestido de mi hija.

—¿Qué es esto? —dije—. ¿Qué te ha pasado, Feather?

—Es sangre de tu oreja, papá —dijo—. ¿Te la han mordido?

Como si hubiera estado esperando el pie, Faraón apareció de repente ladrando a nuestros pies.

—¡Frenchie! —gritó Feather—. ¡Frenchie! —Y saltó de mis brazos para abrazar a Faraón en el suelo.

La tristeza que me invadía me impidió cabrearme con el bendito perro. Me quedé sentado, pensando que debió de regresar al coche mientras yo ayudaba a Mouse, y que probablemente se había escondido debajo del asiento donde yo había guardado la pistola y el cuchillo.

Una pistola y un cuchillo.

—¿Bonnie?

—¿Sí, Easy? —¿Sabes conducir?

—Sí.

Le di las llaves y la dirección de Primo, y le dije que debajo del asiento había una pistola y un cuchillo.

—Lleva los niños a casa de mi amigo Primo. Él ya sabe qué hacer.

—¿Y tú, Easy?

—Estoy cansado —dije. Aún tenía asuntos pendientes con Philly Stetz. No sabía si era él o no el que me había enviado a Beam. Tampoco sabía si quería la heroína o si sabía mi dirección. Lo que sí sabía es que no quería que mis hijos estuvieran en medio del fuego cruzado y por tanto los envié a casa de Primo.

—Papá —dijo Feather, con lágrimas en los ojos—, ¿no puedes venir con nosotros?

—Más tarde, cariño.

—¿Puedo quedarme a Frenchie?

Creo que los niños, por ser ellos mismos tan frágiles, comprenden la fragilidad mejor que los adultos. No pude decirle que no.

—De acuerdo, cielito, sí.

Jesús fue el último en salir.

—¿Sacaste el dinero de mi armario, papá?

—No.

—Pues ya no está ahí.

Me miró con sus ojos oscuros.

Jackson Blue.

Encendí la radio y la televisión. Todas las emisoras bombardeaban noticias del asesinato. Yo no entendía una sola palabra pero los tristes sonidos de dolor resonaban en mi corazón. Mi mejor amigo estaba herido en alguna parte, tal vez muerto. Era culpa mía y ni siquiera podía ir y decirle que lo sentía.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que sonó el timbre. Saqué la pistola del bolsillo y miré por entre las cortinas. Después fui a la puerta y la abrí rápidamente. Le metí a Rupert la 38 ya amartillada en la nariz y le dije:

—¿Has venido a que te mate, imbécil?

Pero Rupert no era un imbécil. Y tampoco un cobarde.

—Tengo seis mil setecientos treinta y cinco dólares en este maletín —dijo.

—En el cielo no podrás gastarlo, hermano.

—Son tuyos —dijo Rupert—. Los envía el señor Stetz.

Observé entonces que a Rupert lo habían golpeado, que le habían partido la cara, para ser exactos; Rupert tenía la cara hinchada y cubierta de cardenales.

—¿Me deja entrar? —dijo el luchador.

—No —dije, dando un paso hacia atrás y bajando el revólver.

Rupert me pasó el maletín pero yo negué con la cabeza e hice un gesto señalándole el suelo.

—Ponlo ahí —dije—. ¿Para qué es ese dinero?

—Es por lo del señor Beam.

—¿Qué pasa con Beam?

—El señor Stetz envió al señor Beam a que le entregara este dinero. Aquí. Pero después, cuando intentó matarlo…

—¿Y cómo sabe eso?

—Yo estaba en el almacén. Sin que el señor Beam lo supiera. Fui allí por el señor Stetz.

Rupert se pasó la mano por su maltrecha cara y supe que lo habían golpeado porque trabajaba para Beam.

—¿Has visto lo que ha pasado?

Rupert asintió, pero con cautela.

—¿Y no se te ha ocurrido hacer nada?

—Yo había ido allí a vigilar, eso es todo. El señor Stetz no me dijo que hiciera nada más.

Ahora comprendía por qué Rupert no tenía miedo de mí ni de mi pistola; estaba ya saturado de miedo: de miedo a su jefe.

Quise matarlo, lo juro. Detrás de mí Walter Cronkite ya estaba listo para llorar. Mouse estaba muñéndose en alguna parte.

—Venga, pasa —le dije a Rupert.

Apagué la televisión. Me habría tomado un trago de algo fuerte si hubiera tenido alcohol en casa.

Con la pistola le hice señas para que se sentara. Rupert me obedeció.

Dejé el arma a mi lado en el sofá, bien a mano.

—¿Cómo has encontrado mi casa?

—El señor Stetz ha llamado a la policía. Y ha presionado a un tipo de allí para que se la diera, ya me entiende. —Rupert guiñó un ojo y ladeó la cabeza.

Así de fácil. Una llamada y Stetz podía conseguir una información por la que yo habría tenido que sudar sangre. Había tocado fondo, pero no me importaba.

—¿Sabes por qué Beam y Sallie han querido matarme? —pregunté, sintiendo la superioridad del arma que tenía a mano.

—No exactamente —dijo el ex luchador. Parecía tonto y feo, pero Rupert no tenía un pelo de tonto—. El señor Beam me dijo que fuera con él pero yo le dije que no.

—¿Qué fue lo que le dijo Beam?

—Que tenía al hombre que había matado a Roman y le había robado la droga, y que quería que lo acompañara en ese ajuste de cuentas, pero yo le dije que trabajaba para el señor Stetz. Beam dijo que Stetz no sería siempre el número uno, pero le respondí que ésa era mi decisión y que no había más que hablar.

La determinación de Rupert lo hacía parecer una escultura de piedra.

—Pero antes trabajabas para Beam, ¿no?

—Sí.

—Él y Roman y Sallie trabajaban juntos, ¿no es así?

—Roman empezó a aparecer por el Black Chantilly hace un par de años. Buscaba una manera de introducirse en el negocio. Se dejaba caer por allí con Grace Phillips, su novia. Después entró en juego Sallie Monroe. Sallie y Roman fueron a ver al señor Beam cuando Roman consiguió ese trabajo en los colegios por medio del amigo de Grace.

—¿Qué querían de Beam?

—Que les arreglara un encuentro con el señor Stetz, pero el señor Beam dijo que podía colocar todo lo que robaran por medio de gente que él conocía en la ciudad. Después el señor Beam me pidió que trabajara con ellos para poder controlarlos de cerca.

—¿Y tú los acompañaste en los robos por los colegios?

Rupert sonrió.

—Sí. Nos hicimos con un camión del Consejo de Educación y una vez al mes, más o menos, hacíamos nuestra ronda. No era mucha pasta, pero menos da una piedra. Y después Roman se metió en el asunto de la heroína y el dinero empezó a correr.

—¿Quién de vosotros mató a Holland Gasteau? —Yo ya sabía la respuesta, pero no estaba de más preguntar.

—No sé quién mató a Holland, ni a Roman. Holland no estaba metido en el tráfico. A veces usábamos su almacén de periódicos para esconder lo que sacábamos de los colegios, pero nada más.

Rupert me miró fijamente y yo acerqué la mano a la pistola.

—Ojalá nunca me hubiera metido.

—¿Qué fuiste a hacer a casa de Bonnie Shay? —le pregunté.

—Me mandó el señor Beam. Me dijo que él ya había tratado a alguien en esa calle y que no quería que nadie lo viera.

—¿Te dijo por qué motivo quería cargársela?

—Sí. Fue ella la que se quedó con la heroína. Y Beam quería que se la devolviera.

—¿Y pensabas matarla?

Supongo que Rupert me había dicho tantas verdades que no podía empezar a mentir en un segundo; se limitó a parpadear y dijo:

—La chica ya no tiene nada que temer de mi parte.

—Claro —dije—. Te aseguro que se lo diré. Entonces, ¿a qué viene todo ese dinero?

En alguna parte yacía muerto el único presidente al que yo había querido en mi vida. En alguna parte mi amigo más íntimo estaba muriéndose por mi culpa. Yo quería desaparecer, pero me mantendría en pie mientras pudiera seguir haciendo preguntas.

—Es para usted. El señor Stetz le dijo al señor Beam que se comportara decentemente, que aceptara el arreglo que usted proponía. Dijo que quería ver al señor Beam tirando la droga por el inodoro. Iba a darle una oportunidad para que actuara decentemente. Se suponía que el señor Beam tenía que darle a usted este dinero y luego el señor Stetz me ha dicho por teléfono que se lo trajera.

—¿Y cómo te explicas esa cantidad tan extraña, seis mil setecientos treinta y cinco?

—No lo sé, hermano —dijo Rupert—. Eso es lo que me ha dicho que le diera y eso es lo que he venido a hacer.

—¿Qué va a ocurrir cuando encuentren esos cadáveres delante del almacén de tu jefe?

—No los encontrarán.

—¿Por qué no?

—Porque los tengo ahí fuera.

Habíamos dejado la puerta abierta. El maletín que traía Rupert estaba delante de la puerta. En la calle había un imponente Cadillac del 57. Sabía apreciar un coche como ése con sólo verlo; recuerdo que comenté lo espacioso del maletero.

—Puedes irte, Rupert —dije.

Se puso de pie y me miró.

—¿Sí? —le pregunté.

—El señor Stetz me dijo que un hombre que se defiende le merece todo su respeto.

Consideré la posibilidad de decirle que le llevara el dinero de vuelta a su jefe. Pero seis mil setecientos treinta y cinco dólares era exactamente un año de sueldo en Sojourner Truth. Con esa cantidad Stetz estaba diciéndome que conocía mi precio y que podía pagarlo. Ese dinero podía ayudarme a pagar los estudios de Feather y, además, me lo había ganado. Había pagado con las cosas más preciosas de mi vida.

—Dígale que aún tengo sus grabadoras. Se las llevaré al Chantilly dentro de dos o tres días.

Observé a Rupert marcharse en su carroza fúnebre improvisada y después fui al cuarto de baño y tiré la droga por el inodoro.