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—Easy —dijo Mouse cuando nos dirigíamos al coche—, ¿qué piensas hacer con ese perro?

—Llevárselo a Primo, seguro que conoce a alguna señora mayor que busca un perro como ése.

—Dame las llaves.

—No, hombre —dije—. Déjalo en el maletero.

—Dame las llaves.

—¿Para qué?

—El pobre puede asfixiarse ahí dentro. No te preocupes, yo lo vigilaré. Tú conduce y déjame que yo me ocupe del perro.

Faraón viajaba tranquilo en las rodillas de Mouse. Fuimos a la ciudad, a Phyllo Place, cerca de Alameda. Tardamos poco porque el tráfico era menos denso de lo habitual.

La dirección que Stetz me había dado estaba en un callejón que desembocaba en la calle principal. Una flecha señalaba el número del callejón que yo buscaba.

Aparqué el coche e inspeccioné el terreno.

—No pinta nada bien —le dije a Raymond.

—¿Pero es un pacto de caballeros, ¿no? —dijo Mouse, con su lógica implacable.

—Sí, pero esto es un callejón sin salida.

—No van detrás de ti, Easy, sólo quieren las grabadoras. Y además no les vas a cobrar nada ¿Por qué querrían hacerte daño?

El mundo seguramente había cambiado si yo tenía que hacerle caso a Mouse sobre de lo que era seguro y lo que no lo era. Pero tenía razón, yo sólo iba a poner una fortuna en manos de Stetz. Y también iba a ayudar a Beam. Al menos hasta que pudiera decirle al teniente Lewis quién tenía la heroína que él pasaba.

Giré en el callejón y avancé por el camino de ladrillo rojo hasta que llegué a otra curva que llevaba a la puerta de un garaje.

Mouse y yo bajamos del coche; Faraón se quedó dentro.

Estábamos en un profundo pozo de grises paredes de cemento. Era un día soleado, pero era poco el sol que se filtraba hasta la casa de los gángsters. Los edificios que nos rodeaban debían de tener nueve pisos, y una única y pequeña ventana.

Me alegré al recordar que llevaba mi pistola… por si Mouse estaba equivocado.

—¡Cuidado, Easy! —gritó mi amigo.

Me volví y vi a dos hombres y luego a Mouse que me empujaba con el hombro. Dos disparos retumbaron en la cámara de resonancia que formaban las paredes. La ventanilla izquierda del coche reventó. Mouse sacó un cuchillo del cinturón y lo lanzó al hombre que había disparado. Era Joey Beam. Estaba apuntándome en el momento en que el cuchillo le dio en el cuello.

Los otros dos disparos tocaron a Mouse, que cayó doblado de rodillas.

Sallie Monroe también me apuntaba, pero, saltando por encima del coche de Mouse, aterricé encima del rollizo gángster, que perdió el arma; aproveché la ocasión para asestarle un buen golpe en la cabeza.

Sallie saltó encima de mí cuando erré, y me tiró al suelo con su peso. Era bueno con la panza. Me aplastó las costillas y luego, viéndome aturdido, me devolvió el golpe. Después me cogió por el cuello y empezó a apretar. A mi derecha vi a Mouse que trataba en vano de levantarse; a la izquierda, Joey bailaba su último vals tendido de espaldas, la chaqueta amarilla empapada en su propia sangre.

De repente el perrito apareció en mi campo de visión, ladrando y gruñendo. Esperé que atacara a Sallie para quitarme al gángster de encima. Recordé que llevaba la pistola; sólo necesitaba espacio para poder sacarla. Me venía muy bien que Faraón lo distrajera.

Fue entonces cuando el muy cabrón se lanzó sobre mí.

Oí perfectamente cómo me arrancaba la piel de la oreja. Faraón se había pasado al bando de Sallie Monroe.

El odio empezó a correr por mis venas. Cogí a Sallie por las dos orejas y lo obligué a arrodillarse. Después le agarré el cuello como si fuera una berenjena y le clavé los dedos y lo retorcí con un frenesí que no había puesto en ningún acto sexual en toda mi vida.

—Easy.

Era Mouse. Había conseguido ponerse de pie a medias, apoyado en la pared. Tenía las dos manos en el pecho.

—El revólver, hombre —dijo con voz áspera—. Y coge el cuchillo, vamos.

Recogí el revólver de Sallie, que había caído a su lado, y el cuchillo que había salido del cajón de mi cocina. Los metí en el coche y ayudé a Mouse a sentarse.

Una vez al volante, puse marcha atrás.

—Llévame a casa, Easy.

—Será mejor que te lleve a un hospital, Ray.

—No, hermano, estoy bien. No queremos vernos liados en un caso de asesinato.

Raymond sonreía. Sonreía.

—¿Dónde te han dado?

—En el hombro —dijo en voz baja—. Sólo es el brazo.

—Tío, pensé que ibas desarmado —exclamé, sin saber por qué. Supongo que quise decirle que sentía lo que había pasado.

—Sólo te he dicho que no llevaba pistola, Easy. El cuchillo lo encontré en tu cocina. Ya sabes que los jueces no pierden mucho tiempo por un cuchillo.

Mi amigo rió sin fuerzas.

Conduje por calles laterales hasta Compton, básicamente para evitar los semáforos. Con la ventanilla hecha añicos tampoco quería que la gente se parara a mirar adónde íbamos.

Cuando estábamos a mitad de camino dije:

—¿Ray? ¿Ray?

Pero Mouse no contestó. Miré y lo vi, ladeado sobre la ventanilla, casi exactamente igual que Idabell aquella noche.

Yo quería y no quería ir al hospital al mismo tiempo. Raymond me había dicho que sólo tenía un rasguño en el brazo, y no sangraba, al menos no muy visiblemente.

Tal vez sólo estaba dormido.

Etta estaba en casa. Había oído el coche y salido a la puerta. Algo en mi modo de conducir la alertó, y salió corriendo.

—¡LaMarque, quédate en casa! —gritó.

Yo estaba bajando a Mouse del coche cuando Etta llegó a nuestro lado.

Raymond tenía el ojo izquierdo medio abierto y el derecho cerrado. Los disparos le habían dado en el pecho. Dos feos agujeros en el lado derecho del pecho.

—Oh, Dios, no, por favor —fue lo único que consiguió decir Etta—. ¡LaMarque! ¡Llama a emergencias! ¡Diles que han disparado a un hombre blanco aquí, en casa!

Etta se inclinó y le levantó la cabeza. Comprobó si Mouse aún respiraba acercando el oído a su boca y después lo miró como dispuesta a dar su vida por la de su marido.

—Tú más vale que te vayas, Easy —dijo, volviéndose hacia mí.

—Etta, déjame que te lo explique.

—Vete, Easy.

Me estaba echando sin miramientos. Yo quería que me perdonara, que me dijera que no pasaba nada. Pero Etta ahora sólo atendía a las heridas de Mouse.

—¡Papá! —gritó LaMarque al acercarse corriendo al coche, pero cuando gritó una segunda vez Etta se puso de pie y le dijo, señalándolo con el dedo:

—¡Silencio! —Era una orden—. ¿Has llamado a la ambulancia?

—Sí.

—¿La envían?

—Aja.

—Bien, ahora tráeme el botiquín, rápido.

LaMarque volvió a la casa, evitando mirar el cuerpo inmóvil de su padre.

—Etta —dije.

—Apártate de mí ahora, Easy Rawlins —me advirtió.

—Etta, déjame que lo lleve al hospital.

—Ya te lo has llevado a bastantes sitios, Easy. ¿No es todo ya bastante malo para que encima me traigas muerto a mi marido?

—¿Qué quieres decir?

—Fuera de mi vista, Easy Rawlins. Fuera de aquí.