La oficina secreta de Philly Stetz estaba en un pequeño edificio en Olympic, cerca de Vine, ocupado en su mayor parte por consultorios médicos.
No me daba miedo dirigirme a aquella hora de la mañana y a paso lento a enfrentarme a uno de los hombres más peligrosos de la Costa Oeste. Tenía la mente en blanco. No quiero decir que me sintiera especialmente valiente. El hecho era que me resultaba difícil imaginar que hubiera llegado tan lejos en tan pocos días. Nunca en mis muchos años en las calles me las había tenido que ver con alguien como Stetz.
Tampoco nunca me había arriesgado tanto por nadie. Ciertamente había arriesgado la vida otras veces, pero siempre por mi orgullo, o mi estupidez. Sin embargo, allí estaba ahora, trabajando para una mujer muerta a la que apenas tuve tiempo de conocer.
Los tragos de whisky en el coche de John me habían subido directo al cerebro, y su efecto se prolongaba.
El edificio de consultorios era en realidad un patio cerrado. El camino entre aquellos despachos—casas era de baldosas. Los despachos eran de ladrillo, viejo ladrillo ennegrecido por la pátina del tiempo y por los muchos años sin pintar. El frío que arrojaban aquellas paredes era pegajoso y malsano.
Si había un valle de la muerte, yo había dado con él.
El despacho del doctor Green ni siquiera estaba en el patio, sino al otro lado de una puerta de secoya, al fondo, después de atravesar un callejón. Allí había un edificio de estuco color turquesa con hermosas macetas a ambos lados de la entrada de roble.
Golpeé y me dispuse a esperar mi destino.
El hombre que me abrió la puerta llevaba un traje verde. Tal vez, pensé, aquélla era su manera de divertirse. No había tal doctor Green. Jackson había descubierto que Stetz alquilaba el despacho como tapadera para sus actividades de apuestas.
—¿Señor Stetz? —pregunté al enjuto blanco de piel grisácea, con cavernas en lugar de pómulos. De pelo espeso y renegrido, no era alto, pero su turbia mirada hacía presentir que, si se enfadaba, habría que matarlo para tranquilizarlo.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Rawlins. Quería hablar con el señor Stetz.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
Como no veía razón alguna para mentirle, le dije:
—Jackson Blue.
El hombre se quedó petrificado unos segundos, y luego retrocedió, cediéndome el paso para que entrara en el falso consultorio.
Me condujo a través de un pequeño vestíbulo hasta una habitación con pretensiones de sala de espera. Allí, sentados a una mesa baja de arce, había cinco hombres blancos. Todos fumadores, todos muy duros. Supongo que al verme todos se dedicaron a pensar, cada uno por su cuenta, cómo me matarían si se les presentaba la oportunidad.
—Espere aquí —dijo el hombre del traje verde antes de desaparecer por una puerta. Los cinco matones siguieron mirándome sin moverse de sus puestos.
Yo me puse a evocar el calor húmedo de los veranos de Louisiana. Cuando yo era niño, los mayores solían decir que hacía tanto calor que hasta Dios sudaba.
—¿Qué querrá el negro? —preguntó al aire un gordinflón de traje oscuro. Hablaba con un ligero acento europeo—oriental, pero había estado entre mi gente una o dos veces; pude percibirlo por cierto dejo en su entonación.
Su tono también me hizo pensar que mis problemas morales podrían terminar muy pronto. Pero yo conservé la calma; tenía una 38 atada al muslo y un pequeño tajo en el pantalón para poder sacarla deprisa. Podía matar al gordo entrometido y tal vez a uno o dos de sus amigos antes de caer.
Fue ese pensamiento el que me salvó. No perdí el control. Miré al tipo y le dije:
—No te metas, cabrón, no te metas.
Si me hubiera cabreado, o asustado, lo habría tenido encima en un segundo. De ese modo tuvo que pensárselo antes, preguntarse qué podía ser lo que me daba aquella seguridad.
Los otros se pusieron a reír. Sabían apreciar un buen pulso. El hombre al que yo estaba mirando probablemente tenía ya más de diez cadáveres en su haber, y estoy seguro de que todos, antes de morir, le habían implorado por su vida. Pero no esta vez.
—Eh, Aaron —dijo un tío de aire despreocupado vestido en tonos marrones—. Parece que has encontrado la horma de tu zapato.
Todos estallaron en carcajadas.
Bola de Sebo trató de sonreír, pero no le salió bien.
Respiré hondo y él consideró la situación. Intentó sonreír otra vez y yo bajé el hombro para echar mano de la 38. Era un imbécil, pero no me importaba.
—Eh, usted. —El hombre del traje verde me llamó desde la puerta del consultorio.
Lo miré como si no se dirigiera a mí. No tenía ninguna prisa.
—Sí —dije.
—Pase.
Aaron se alisó hacia atrás el poco pelo que le quedaba cuando pasé a su lado. Sentí que nos unía una especie de camaradería. Por un momento la violencia que los dos deseábamos me pareció bien, como si fuera sólo una manera de expresarse entre hombres, humor duro, competencia sana, que gane el mejor.
Cuando entré en el consultorio olvidé los sentimientos de violencia inminente que me había despertado Aaron. Ahora tenía que prepararme para un nuevo juego. No sabía qué esperar, pero así es la vida en la calle: uno de pronto se ve en el medio del follón e intenta orientarse antes de que le partan la cabeza.
—Este es Rawlins, señor Stetz —dijo el hombre del traje verde.
—Gracias, Arnie. ¿Lo has cacheado?
Arnie y yo nos miramos.
Stetz sacudió la cabeza.
—Lárgate, Arnie. Traje Verde quiso decir algo pero Stetz lo cortó:
—Fuera he dicho.
Algo en el modo como Stetz echó a Arnie hizo que me gustara; aquellas tres palabras parecían decir «Eres un inútil, Arnie, y si no te echo a patadas es porque hace ya muchísimo que nos conocemos y porque de vez en cuando aún consigo que me sirvas para algo». Me hizo pensar en mi trabajo en Sojourner Truth.
Stetz era un hombre blanco muy atractivo. Alto, y cómodo con su estatura, tenía un buen bronceado realzado por el cabello castaño claro. Los ojos oscilaban entre el marrón y el amarillo; sus hombros conocían el trabajo duro.
Llevaba un traje azul oscuro.
—Siéntese —me dijo. Oí que Arnie cerraba la puerta.
—¿Dice que lo envía Jackson Blue? —preguntó Stetz, con una mirada algo aburrida. Tuve la sensación de que me había hecho pasar simplemente porque no tenía otra cosa que hacer.
Stetz esperó que yo me sentara primero.
—No exactamente —repliqué. No dije nada más porque aún estaba intentando calcular la manera correcta de acercarme a él. Stetz había conservado el consultorio como lo había encontrado. Había libros de medicina en los estantes y grandes archivadores de roble en las paredes de enfrente. La parra que crecía en la ventana detrás de Stetz parecía llevar allí más de una década; el tallo central ya tenía nudos.
El escritorio estaba vacío, salvo por una edición de la Modern Library de las Meditaciones de Marco Aurelio.
—¿Usted lee?
La pregunta me sorprendió.
—Sí. Un poco.
—¿Ha leído esto? —preguntó, señalándome el volumen.
Dije que no con la cabeza.
—Pero ése era su diario, ¿no? Marco Aurelio había lanzado una campaña contra los bárbaros o algo así, y escribió sus pensamientos sobre lo que él consideraba un hombre justo.
—¿Qué ha venido a buscar, señor Rawlins?
—Tengo un problema. Y mi amigo Jackson, otro. A mi entender, puede que usted tampoco se encuentre muy seguro. Una cosa que aprendí en mi pueblo es que a veces los hombres pueden intercambiar sus pérdidas y sacar algún beneficio.
—Lo que usted va a perder es mi atención, amigo —dijo Stetz.
Amigo.
—El socio de Jackson está en la cárcel y a una media docena de los capos del juego de Los Ángeles le gustaría ver a Jackson muerto, y sin Ortiz mi amigo sabe que está perdido. Pero resulta que yo fui a verlo por un problema que tengo y él me pidió que viniera a hablar con usted, a ver si podemos hacer un trato.
—¿Qué tipo de trato puede proponerme un negro? —dijo Stetz, trazando, con una sola palabra, la línea que nos separaba.
—La razón por la que no puede echarle el guante a Jackson es el sistema que utilizaba. JB se enganchó a la línea telefónica con un aparatito que él mismo inventó, ¿lo sabía? Una máquina que graba las apuestas. Consiguió hacerse con mil ochocientos tipos que apuestan a los caballos y en la loto clandestina con un magnetófono que usted solo nunca podría encontrar. Jackson se burló de todos ustedes, y ahora el que consiga hacerse con ese sistema será el número uno en su ramo, Stetz.
No me costó mucho decírselo. Una palabra tras otra. Stetz era un tipo inteligente, yo lo habría adivinado sin necesidad de ver el libro, y por lo tanto me escuchó.
—¿Y qué ventaja tendría ser ese número uno?
—Doce cajas registradoras de apuestas, señor Stetz, me refiero a las grabadoras, más una hoja con las instrucciones, los números de teléfono a los que llaman sus clientes, y los números de esos clientes, claro.
—¿Y yo qué tengo que dar a cambio?
—Usted hace correr la voz de que Jackson ya no está en el negocio. De ese modo lo dejarán tranquilo. Eso, y una cosa más.
—Dinero.
Le dije que no con la cabeza. Hasta ese momento todo había sido un farol, puro aspaviento para llamar la atención del gángster. Claro, estaba tratando de salvar a Jackson Blue, pero él sólo tenía dos posibilidades: que Stetz aceptara el trato o no; lo que a mí me interesaba de verdad era conservar mi trabajo, mi vida, y a Bonnie Shay.
—Tengo una amiga que tiene problemas con uno de los suyos. Ella está dispuesta a solucionarlo pero tenemos que saber si su amigo también lo está.
—¿Qué amigo? —preguntó Stetz, con voz más suave.
—Beam. Joseph Beam.
Stetz parpadeó.
—¿Y su amiga?
—Su nombre no importa. Lo que importa es que Beam cree que ella le robó algo, pero no es así. Es cierto que mi amiga tiene algo, pero por error. Y quiere devolvérselo, eso es todo.
Stetz se acarició la mejilla con los dedos; una sonrisa falsa asomó a sus labios. Puede que tuviera miedo de Beam; tal vez no quería mezclarse en los asuntos de su amigo. Yo había lanzado el anzuelo, y la carnada era sabrosa, pero Stetz aún tenía que decidir si valía la pena apartarse del banco de peces.
—¿Y qué es lo que quiere devolver?
—¿Sabe quién es Roman Gasteau?
—Sí.
—Bueno. Él y Beam pasaban heroína. Por alguna razón el último envío que esperaban se perdió. Beam cree que se lo robó mi amiga.
—¿Y por qué viene a verme a mí? —preguntó Stetz. Sin embargo, sus ojos me pedían que le dijera más cosas—. ¿Por qué no va directamente a Joey?
—Fui a verlo; lo intenté al menos. Pero me mandó a sus muchachos, unos tíos llamados Rupert y L'il Joe. Me la pegaron en el Black Chantilly y estaban a punto de matarme cuando conseguí escapar.
Eso era todo lo que necesitaba decir. Sabía que Stetz se interesaría por todo lo que hiciera su gente. Si estaba al corriente, entonces recuperar la droga era pan comido; de lo contrario tendría que hacer algo de limpieza en su propia casa. De un modo u otro yo tenía una oportunidad de conseguir lo que quería.
—¿Y dice que eso le pasó en el club? —preguntó.
—En un cobertizo detrás de la casa principal. Tuve que salir corriendo por la entrada. Alguien ha debido de contárselo.
—¿Cuánta heroína?
—Un kilo y cuarto. No soy un entendido pero parece pura.
—¿Y dice usted que la pasaban en el club?
—Eso no lo sé. Lo único que sé es que Beam y Roman estaban en el ajo, junto con Rupert y L'il Joe.
Stetz siguió un rato acariciándose la mejilla.
—¿Y usted qué saca de todo esto, Rawlins?
—Ya han matado a Roman, y probablemente mataron al hermano. Mi amiga aún vive y me gustaría conservarla viva. Y si puedo salvar a Jackson, bueno, también me gustaría.
Stetz era un gato en la ventana, preparado para dar el salto, y yo un pajarito en el alféizar.
—¿Cuándo puede conseguirme esas grabadoras?
—Hoy mismo. También puedo darle la heroína.
—No me gustan las drogas, señor Rawlins. No demasiado. Guárdela para Joey, es decir, si Joey todavía la quiere.
—¿Cuándo y dónde?
—A veces usamos un almacén de Alameda.
—¿Esta tarde?
Stetz asintió. Estaba pensando en algo.
—Entonces, ¿trato hecho? —pregunté.
—¿Cómo dice?
—¿Va a soltar Jackson y va a dejarme que le devuelva la droga a Beam?
—Primero voy a hablar con Joey. Y enviaré a alguien al almacén a recoger las grabadoras.
Stetz me dio la dirección y me levanté con intención de marcharme.
—Rawlins —dijo.
—¿Sí?
—¿Dónde ha leído todo eso que sabe del hombre que escribió este libro?
—Roma está más cerca de África que de Los Angeles, señor Stetz.