A Mouse el whisky se le subió muy deprisa a la cabeza y tuve que llevarlo a su casa. Me prestó el coche, diciéndome que podía arreglarse con el de Etta para ir al trabajo.
Bonnie y los niños dormían cuando llegué a casa. Faraón gruñía en la sombra.
Extraje por completo el cajón de los cubiertos de la cocina y lo puse en el suelo. Metí la mano y saqué la 38 y una caja de municiones.
El arma necesitaba una limpieza, pero a mí me sobraba tiempo. Aquella noche no pensaba dormir. Había gángsters allí fuera, en la oscuridad, mascando mi nombre, policías ansiosos que deseaban ver cómo mi cuerpo se derrumbaba antes que mi espíritu. Mi vida estaba destrozada, y por nada de lo que yo fuera culpable.
La culpa la tuvo el perro. Eso fue lo que me dije.
Pero entonces ya sabía que no era cierto. Yo mismo había empezado a cavarme la fosa dos años antes, y ahora era sólo un pequeño asunto pendiente que tenía que terminar.
—Easy —dijo Bonnie Shay desde la puerta de la cocina. Si vio el arma sobre la mesa, aparentó no verla.
—¿Qué?
—¿Te estaba diciendo la verdad?
—¿Eh?
—¿Has encontrado la bolsa de agua caliente?
—Sí, sí —dije, sonriendo—. Sí, la he encontrado.
—¿La has dejado allí?
—No, Bonnie. La necesitaré si quiero sacarme a esos gángsters y a la pasma de encima.
La vi sonreír, no sólo con los labios, sino también con los ojos, las mejillas y aquella forma tan especial de ladear la cabeza.
—¿Vienes a la cama? —dijo.
—¿Otra vez?
Su sonrisa se parecía al recuerdo lejano de buenos momentos.
—No es lo que tú piensas —dijo—, pero necesitas dormir un rato, Easy. Ven y échate conmigo. Déjame que te abrace.
—Bonnie —dije.
—¿Sí?
—¿Conoces a un tío llamado Bill Bartlett?
—¿William? Sí. Antes trabajaba en Sojourner Truth, pero yo lo conocí después, en aquella fiesta que dio Idabell. Entonces ya trabajaba en el camión de reparto que le llevaba los periódicos a Holland.
—¿Y sigue repartiendo periódicos?
—No, creo que no. Lo dejó más o menos en la misma época que Holland. Ida me dijo que se había colocado de cocinero.
Bonnie me ayudó a desvestirme y casi me llevó de la mano hasta la cama. Apretó su cuerpo cálido contra el mío, por atrás, y me puso la mano en el pecho desnudo, sobre el corazón.
—Te late el corazón —susurró.
—¿Y a ti no?
—Shh.
El calor de su cuerpo a través de mi delgado slip era lo que me faltaba en la vida. Una mujer que se hiciera cargo de sí misma y atender a sus propias necesidades. Una mujer que pudiera satisfacer mi deseo sin miedo ni rabia.
—¿Sabes una cosa? —dije.
—¿Qué?
—Me gustaría darme la vuelta.
—Tenemos tiempo, Easy. Esta noche tratemos de dormir.
Yo corría y corría perseguido por perros salvajes. Llegué a un bosque iluminado por la luna, bajo un cielo despejado de nubes, y seguí corriendo, internándome cada vez más en la espesura. Las ramas me impedían avanzar más deprisa, pero el resollar de los perros parecía quedarse atrás. Pronto me vi arrastrándome en la oscuridad total, empujando y abriéndome camino por una pared de ramas cubiertas de espinas. Hasta que quedé tendido boca abajo. Y entonces oí que alguien me susurraba «shhh», y me quedé dormido.
Cuando me desperté estaba solo en la cama. Era pronto, pero Bonnie y los niños ya. se habían ido. Recordé la risa de Feather, un gruñido también, junto a mi oído, alguien que decía «shhh» y un beso en la mejilla.
Encontré la nota de Bonnie, bañada por el sol, en la mesa de la cocina.
Easy:
Feather y Jesús se han ido al colegio. Voy hasta el trabajo a retirar el cheque y cobrarlo. Tengo muchas ganas de conocerte mejor.
Besos,
Bonnie
Como despedida, la marca de sus labios. Miré la nota preguntándome hasta cuándo podría equivocarme y seguir vivo.
Jewelle estaba contenta con Jackson Blue.
—Sabe tantas cosas… —me dijo al teléfono.
—No es ése el Jackson que yo conozco, JJ —le dije.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. Sabe matemáticas y electrónica y todo lo que se le pregunte de historia universal.
—Pero no sabe sobrevivir, cariño —dije—. Si lo pones en la calle, se morirá antes de que se ponga el sol.
Jewelle no supo qué responder. Era una muchacha inteligente. Inteligente en todo, menos con los hombres.
—¿Qué hora es? —me preguntó Jackson apenas cogió el auricular.
—Las ocho y media, más o menos.
—Mierda.
—Jackson —dije—, ¿te acuerdas de lo que estuvimos hablando?
—¿De Stetz?
—Sí.
—¿Qué pasa?
—Quiero que averigües dónde está y cómo puedo ponerme en contacto con él.
—¿Para qué?
—Quiero decirle que sé cómo encontrar el último envío de heroína que Roman Gasteau tenía para Joey Beam.
—¿Cuánto?
—Ya te lo he dicho. Kilo y cuarto.
—No es eso, tío —protestó Jackson—. ¿Cuánto le vamos a cobrar?
—No es eso, tío —repliqué—. Lo que pienso decirle es que le vas a dejar vía libre en el negocio de las apuestas y que a cambio yo le voy a devolver la droga de su amigo.
—¿Pero no te parece mejor que le pidamos dinero? No creo que vaya a creerse que haces todo esto por amor al arte.
—¿Tú quieres dinero, Jackson?
—Lo necesito, Easy.
—Bueno —dije—. Piensa que tu vida es un fajo de billetes. Y la próxima vez trata de no malgastarlos de una sola vez.
—Creo que estás desperdiciando una oportunidad de oro.
—Todo lo que quiero es que averigües cómo puedo ver a Philly Stetz.
—Mierda, tío, pero si yo ya sé dónde se mete ese cabrón.
Jackson volvía a ser el de antes. Para bien o para mal, la presencia de una mujer tiene esos efectos en un hombre.
—¿Y cómo lo sabes?
—Bueno, ya sabes que…
—No, Jackson, yo no sé nada.
—Ortiz. Averiguó que…, pero bueno, Easy…, tú ya lo sabes.
—Ortiz iba a cargarse a Stetz.
—Sólo por seguridad, Easy. Es mejor estar preparado.
—Una cosa más, Jackson —dije, al ver que no iba a sacarle nada más.
—¿Sí?
—JJ ya tiene bastantes problemas con Mofass y con su familia. No metas la manos en ese pastelito, ¿entendido?
—Vale, hombre, vale.
Me dio la dirección de Stetz y la apunté. Me sentía bien dando pasos que me llevarían a alguna parte. Claro que no pensaba en lo que ocurriría cuando llegara.
Esta vez la información que necesitaba no estaba en la guía telefónica.
—Despacho del señor Bertrand Stowe —dijo Stephanie Cordero.
—Quisiera hablar con el señor Stowe, por favor. Soy Easy Rawlins.
Esperé unos diez segundos y el teléfono volvió a sonar.
Stowe contestó al primer timbrazo.
—¿Easy?
—Sí. —Iba a decir algo más pero Stowe me interrumpió.
—¿Dónde está ella? ¿Puedo hablarle? He llamado pero no me ha contestado nadie. He pasado por allí esta mañana pero no había nadie. La señora Grant ha dicho que se había marchado pero que ni siquiera les preguntó adónde iban.
Lo dijo todo de un tirón.
—¿De qué está hablando, Bert?
—De Gracie, Easy. Se ha ido.
—John y Alva probablemente la llevaron a su casa. Ellos tienen su vida y no hay espacio para tres adultos y un bebé en casa de Grace.
—Deme su número.
Oí ruidos al otro lado de la línea; Stowe buscaba algo con que apuntar el número de John.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—A John no le va a gustar que el amiguito de la yonqui empiece a llamar a todas horas. Yo lo llamaré y averiguaré qué pasa con Grace.
—¿Cómo se llama John de apellido? —preguntó Stowe con toda la autoridad de que era capaz.
—Oiga, Bert, tiene que confiar en mí en este asunto.
—Necesito ese número, Easy.
—No. —Dejé mi negativa suspendida en el aire y añadí—: Pero usted tiene que hacer algo por mí. Necesito la dirección de William Bartlett; démela y yo le diré algo de Grace esta noche.
El carnicero había vivido en la calle Rondolet cuando trabajaba para el Consejo de Educación. Se había mudado, pero el casero, que vivía en el mismo edificio, sabía la nueva dirección. Era en Courlene, una calle residencial no muy lejos del centro. Bartlett se había instalado en una casita con las paredes blancas desconchadas y un cuadrado de barro por jardín. Un cubo repleto de basura me dio la bienvenida en el porche. La puerta de la calle no pertenecía a esa casa. Era una puerta de madera contrachapada más apropiada para el cobertizo de una obra en construcción.
Odié esa casa.
Odié la falta de respeto que mostraba por el vecindario y por sí misma.
Golpeé la puerta como si fuera un tambor.
—¡Bartlett!
Cuando vi que ya había abollado aquella madera barata me acordé de Rupert, y recuerdo que a continuación empecé a hacer astillas la puerta con el hombro. Entré en la casa sorprendido por mi propia violencia.
Billy Bartlett también se sorprendió. Estaba de pie al fondo de una habitación increíblemente limpia y soleada, en calzoncillos, y blandía un largo y afilado cuchillo.
Recordando la velocidad de movimientos del carnicero cogí un trozo grande de puerta y se lo arrojé con fuerza, a la vez que me lanzaba detrás del proyectil. De un golpe en la nariz mandé al confundido Bartlett al suelo.
No se oía a nadie gritar desde la calle, así que lo desarmé y lo arrastré por la puerta hasta el dormitorio, pequeño y pulcro. Bartlett luchó por ponerse de pie y fue dando tumbos hasta que recuperó el equilibrio. Le chorreaba sangre de la nariz y del labio superior.
Arranqué de la pared un largo cable de una lámpara y un reloj eléctrico.
—¡Ven aquí, cabrón! —Sujeté a Bartlett y le mandé poner las manos detrás de la espalda. Después de atarle las manos le di una patada en las rodillas para hacerlo caer sobre la cama y le até las manos a los pies. Billy B. quedó hecho un saco de huesos sobre el delgado colchón.
Fue entonces cuando me di cuenta de que veía borroso. Tenía los dedos entumecidos e inquietos. Eran las ganas de matar que me corrían por las venas.
De pronto sentí también que tenía que orinar.
Choqué con el marco de la puerta de camino al cuarto de baño.
El ruido de la orina en el inodoro me puso los nervios de punta.
—¡Eh! —gritó el carnicero.
—¡Cállate! —dije—. ¡O te haré callar yo!
El silencio le salvó la vida.
Me lavé las manos con agua fría y me refresqué la cara.
—¿Qué es lo que quieres, tío? —me preguntó Bartlett. Yo me había sentado en una silla junto a la cama—. Me duelen las manos —dijo—, y no puedo respirar por la nariz.
—No vas a respirar ni por la nariz ni por la boca si no me dices todo lo que sabes —dije en voz baja.
—¿Decirte qué?
—¿Sabes quién soy? —preguntó—. Me llamo Easy Rawlins.
—Creía que habías dicho que te llamabas Koogan.
—¿Sabes quién soy?
—Sí, sí.
—Entonces, canta.
—¿Qué quieres saber?
Le di una bofetada, eso fue todo. Golpearlo, atarlo. No era demasiado considerando lo que me había hecho.
—¡Eh, tío! —gritó Bartlett—. ¡Déjame sentar!
—Dímelo todo, Billy —dije—. Suelta el rollo.
—¿Quieres saber lo que pasó en los colegios? ¿Es eso lo que quieres saber?
No le contesté.
—Fue Sallie Monroe, no yo. Fue Sallie. Conocí a Roman en casa de Idabell, en una fiesta. Nos hicimos amigos y yo le presenté a Sallie. Después me enteré de que Roman salía con Gracey que Grace se picaba. Roman consiguió el trabajo y después Sallie me convenció para que fuera a ayudarle porque yo conocía los planos de los colegios y cómo funcionaban. Ya sabes, las alarmas, los sistemas eléctricos, dónde guardaban las cosas.
—¿Y qué sabes de Holland?
—¿Qué pasa con Holland?
—¿Qué papel desempeñaba él?
—Roman lo metió en el negocio porque así podíamos usar el almacén de periódicos cuando nos convenía.
—¿Qué quería Idabell la noche que fue a Whitehead's?
—Un poco de dinero. Sabía que yo estaba en el negocio con Holly. Me pidió trescientos dólares.
—¿Qué te dijo?
—Nada. Sólo que se largaba de la ciudad.
—¿Eso es todo?
—No. Le pregunté si necesitaba un lugar donde quedarse pero me dijo que se iba a casa de una amiga.
—¿Y a quién se lo dijiste?
No quería dejar nada por preguntar.
Bartlett me vio la cara y se dio cuenta de lo que debió de hacer Joey Beam.
—No lo sé, tío. Te juro que no lo sé.
—Eso no va a salvarte la vida, Billy. —Ni siquiera sabía si tenía intención de matarlo, pero lo cierto es que estaba al borde.
—Sallie quería entregarte a la policía. Roman había muerto y pensaba que podía hacerte aparecer como el culpable. Fue Sallie.
—No —dije.
—¿Cómo que no?
—No quiere decir no, Billy. El tipo que llamó supo que Roman estaba muerto antes que la policía, y el que llamó a la policía llamó primero al director de Sojourner Truth. Ese hombre ya sabía que Roman había muerto y quería señalarme a mí como sospechoso del crimen. ¿Y tú dices que Sallie mató a Roman?
Por un instante pensé que Billy se había muerto. Tenía los ojos muy abiertos, y también la boca, pero entonces oí el quejido agudo de su respiración.
—De eso yo no sé nada —dijo—. Nada.
—¿Quién lo mató, Billy? No te lo preguntaré dos veces.
Al principio pensé que Bartlett tosía, que la sangre de la nariz se le había ido a la garganta, pero eran lágrimas. Tenía los labios apretados y cabeceaba al compás de sus gemidos.
—¡Ya me he cansado! —grité.
Fui corriendo a la sala y busqué con la vista la monstruosa cuchilla que había quedado en el suelo. La recogí y volví a la cama con forma de ataúd; había salido del dormitorio con la intención de matarlo, pero ponerme de pie y pasar de un cuarto a otro, el tener que agacharme a recoger la cuchilla, me hizo recordar a Félix Wren y al matón de la cárcel cuyo nombre no era Jones. Cuando volví junto a Bartlett mi sed de sangre ya se había desvanecido.
Pero Billy no lo sabía.
—Fue su hermano, tío. Su hermano, su hermano…
Siguió repitiéndolo con los ojos abiertos como platos fijos en la cuchilla que brillaba en mi mano. Al fin y al cabo, Bartlett era carnicero, y sabía lo que aquella cuchilla era capaz de hacer.
—¿Holland? —pregunté.
—Sí, fue Holland. Roman vino a buscarme y me hizo ir al jardín. Quería cortar la droga para Joey Beam. Joey iba a matarlo si no le daba la heroína. Roman pensaba cortarla en el aula de jardinería.
—¿Tú traficabas con él?
—No, yo sólo le ayudaba en los asaltos. Pero Roman tenía problemas con Sallie y con Beam. Quería adulterar la droga y hacerla pasar por buena.
—¿Pero?
—Fue Holland. Salió de golpe de la oscuridad con una pala en la mano, gritando. Yo salí por piernas, directo a la valla, y me largué.
—¿Y entonces cómo sabes que fue Holland el que mató a su hermano?
—Lo mató, hombre, seguro. ¿Quién, si no, podría haberlo hecho?
—¿Roman tenía llaves de mi colegio?
—Sí.
—No le encontraron llaves encima. Creo que por eso me andaban buscando.
—Yo tengo las llaves. Están en ese cajón, el de arriba, en la cómoda. Yo le llevaba las llaves a Roman y no pude dárselas antes de largarme. Mira en el cajón si no me crees.
Miré. Había un enorme llavero con más de treinta llaves maestras. Me lo guardé en el bolsillo y regresé junto al carnicero.
—¿Y después tú llamaste al director?
—No, fue Sallie. Yo fui a decirle lo que había pasado. Pero no le dije nada de la droga, sólo que estaba metido en el asunto de los robos en los colegios.
Me inundó una sensación de calma. La historia parecía encajar. Sí. Holland mató a Roman. Al fin había averiguado la verdad.
A mitad de camino hacia el salón Billy gritó:
—¡Eh! ¡No me dejes aquí atado!
Dejé caer la cuchilla y salí por la puerta de calle. En el jardín había un hombre en actitud de espera. Recuerdo que llevaba pantalones de faena grises y una camisa azul. Tenía una cara como una media luna, y los ojos pequeños. Pero no me hizo ni caso. Yo me fui y él se quedó mirando la puerta.
Puede que liberara a Billy de sus ataduras; o a lo mejor aprovechó la oportunidad y le desvalijó la casa.