—¿Adónde vamos ahora? —quiso saber Mouse.
—A un lugar llamado el Hangar. Es un local que está abierto toda la noche y al que van todo tipo de trabajadores nocturnos después de la sirena.
—Ah, sí —dijo Mouse con voz triste—. Conozco ese lugar. Lo frecuenté hace ya mucho tiempo.
—¿Sí? ¿Y cómo es? —pregunté, sólo para pasar el rato.
Mouse reflexionó largamente antes de contestarme; por la manera como entrecerraba los ojos y movía la cabeza parecía que dialogara mentalmente con alguien.
—No creo que esté mal matar a una persona, Easy —dijo por fin—. Quiero decir, la vida es eso, matar, matar para sobrevivir. Lo hacen los microbios, los animales. No puede ser un pecado porque he escuchado historias de la Biblia toda mi vida, y ahí todos matan y mueren. Y no parece que sea algo en contra de la ley, tú y yo conocemos a más de un poli capaz de rompernos el culo con la misma facilidad con que estornuda, mierda. El gobierno mata a más gente que un asesino y nadie lleva a juicio a ningún general. No, no tiene nada de malo.
—¿Pero qué estás diciendo, Ray?
La mayoría de las veces habría escuchado a Mouse sin hacerle mayor caso, moviendo la cabeza cada vez que me pareciera que tenía razón; no vale la pena adentrarse demasiado en la lógica de un asesino. Sin embargo, sabiendo que nos acercábamos a una situación difícil, quería saber qué podía esperar de mi amigo.
—No lo sé, hermano. Ahora no voy armado, pero sólo porque no quiero matar a nadie esta noche. Bueno, si tuviera que hacerlo sabría dónde conseguir una pipa, pero ahora mismo quiero ver cómo es eso de vivir con la familia y con un curro honrado. Pero no tengo miedo, sólo busco una nueva manera de vivir.
Yo no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Los únicos hechos que mi mente registró eran que Mouse no llevaba pistola y que prefería no matar… esa noche.
Desde la calle parecía un aparcamiento vacío. Si no hubiera sido por los coches aparcados en el bordillo y en el aparcamiento, habría pensado que estaba en una carretera comarcal.
Detrás de los sicomoros, al fondo del aparcamiento, había un antiguo hangar abandonado, un galpón enorme, oscuro y frío, con suelo de cemento y un techo unos diez metros de alto.
En el otro extremo del hangar una puerta llevaba a lo que alguna vez debió de ser la oficina de los mecánicos. Allí estaba el nuevo Hangar.
Era una sala más pequeña, del tamaño de un restaurante. Detrás del mostrador había una barra de whisky y una cocinilla. Era pronto aún, apenas la una de la mañana, y no se veía mucha gente.
—Hola, Raymond —dijo una mujer levantándose del taburete de la barra y acercándose a nosotros con un rítmico balanceo de caderas.
—Hola, Mattine —respondió Raymond—. ¿Qué cuentas?
—Hombre, ya ves —dijo, mirándome de arriba abajo—. Y tú, ¿por dónde has andado?
—Encontré un trabajo —contestó Mouse.
—¿Un trabajo? ¿Tú? —dijo Mattine entre carcajadas, y preguntó—: ¿Qué vais a beber?
—Una soda —dije yo.
—Para mí una cerveza, cariño —añadió Mouse.
Mattine se pasó la lengua por los dientes, sonrió y se fue a buscarnos las bebidas. Mouse me llevó hasta una pequeña mesa redonda con dos sillas de cromo y vinilo. Dos tipos sentados unas mesas más allá nos saludaron con la mano. El barman también reconoció a Mouse.
—Eres muy popular aquí, ¿eh, Ray?
—Sí, venía mucho con Sweet William.
No quise hacer más preguntas.
Pasaba alguien y decía unas palabras, pero Mouse no estaba lo que se dice simpático aquella noche y yo era prácticamente un desconocido.
—Era de drogas de lo que hablabas en el coche, ¿verdad, Easy? —preguntó Mouse tras la segunda cerveza.
—Sí.
Esperó un rato y dijo:
—En un tiempo la mitad de eso que tienes habría sido mía.
—¿Qué estás diciendo?
—Lo sabes muy bien —me dijo—. Te habría dicho que de todo lo que saquemos en esta movida la mitad sería para mí. Y habría respaldado el trato con mi cuarenta y cuatro, palabra de Mouse.
Yo ya sabía el riesgo que corría si llevaba a Mouse otra vez a las calles. Las calles eran su elemento.
—Pero ahora no vas a proponérmelo, ¿verdad?
—No, para mí esa vida se ha terminado —dijo, enfadado—. Estoy harto de la calle, de sitios como éste. No tocaré ni un gramo.
—Pero tampoco vas a impedirlo, ¿no? —pregunté, picado por la curiosidad.
—¿Impedir que?
—Que le dé la heroína a un gángster.
—¿Y por qué mierda tendría que preocuparme lo que tú hagas? —preguntó.
—Porque es algo que está mal.
—Pero a mí no me afecta, tío. Yo no tengo nada que ver en ese negocio tuyo. Eres tú el que está metido en el lío, es tu problema.
—Sin embargo, sigues sentado aquí, conmigo.
—Sí, pero somos dos personas diferentes. Easy. Yo estoy sentado aquí y tú ahí, eso es todo.
Mouse podría haber cambiado, pero siempre sería diferente.
—Eh, tú —dijo una voz cascada. Como pensé que se dirigía mí, levanté la vista.
—¿Sí?
—¿Qué coño estás haciendo aquí? —preguntó el hombre, desgarbado y bracilargo. Venía escoltado por otro matón, un gordo sudoroso que parecía hecho de barro húmedo.
—Busco a una mujer, una tal…
El matón número uno me agarró por el cuello, pero al instante vi la mano de Mouse en su muñeca.
—No queremos problemas, hermano —dijo Mouse.
El larguirucho se volvió hacia Mouse, y casi se caga en las patas cuando lo reconoció.
—Señor Alexander —balbuceó el matón número dos.
—Hola, Puddin' —le dijo Mouse al gordo—. Dile a tu amigo que suelte a Easy.
—No sabíamos que estaba con usted, señor Alexander —dijo el flaco, y retiró la mano como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—No tenéis que ir por ahí empujando a la gente, no hay necesidad —dijo Mouse, sonriendo—. ¿Cómo te llamas, hijo?
—Tony —dijo el primer hombre con una voz un poco más aguda que la que había usado conmigo.
—Sentaos, chicos —dijo Mouse—. Sentaos que tenemos que hablar de un asunto.
Los dos tipos acercaron unas sillas y se sentaron. Le hice un gesto a Mattine para que sirviera cerveza a los recién llegados.
—Bueno, ¿qué problemas tenéis con Easy? —preguntó Mouse.
—Es que…, bueno —farfulló Puddin'—. Hemos oído decir que andaba detrás de una amiga nuestra.
—¿Qué amiga? —pregunté.
—Hannah Torres —dijo Tony.
—Yo no le voy detrás, mierda —dije, en un idioma que sabía que entenderían—, pero esa chica mandó a su jefe a que me partiera la cabeza. Lo único que quiero es saber por qué.
—Parece un motivo razonable para venir al Hangar, ¿no, muchachos? —dijo Mouse, alzando su cerveza en una parodia de brindis.
—¿Dónde está Hannah? —pregunté.
Nuestros invitados no contestaron.
—Venga, tíos —dijo Mouse—. Easy ya os ha dicho que no está cabreado.
—Está fuera —admitió Puddin'—. Esperando en el coche. Hemos visto a su amigo aquí al entrar y Hannah nos ha mandado a que lo asustáramos. Nos ha dicho que la estaba buscando.
—Sólo un sentimiento de culpa —dije.
—Hacedla pasar, chicos —les aconsejó Mouse—. Tomaremos unas cuantas copas y veréis como todo se arregla.
Puddin' y Tony se levantaron de mala gana y se dirigieron hacia la puerta. Estoy seguro de que al alejarse consideraron en silencio la posibilidad de subir al coche y largarse, pero también sé que el miedo a Mouse los hizo quedarse.
—¿Has visto, Easy? —dijo Mouse, eufórico.
—¿Qué?
—No tengo necesidad de hacerme el cabreado, con hablar basta. La gente escucha, ya lo ves. Etta hace años que me lo dice y yo nunca le he hecho ni puto caso.
Unos minutos más tarde Puddin' y Tony volvieron con Hannah, que al parecer no tenía muchas ganas de verme. Tony la traía cogida del brazo.
—Aquí la tiene, señor Alexander —dijo Puddin' con voz de pajarillo—. Dígale que no le va a pasar nada.
Mouse sonrió, dejando a la vista sus dientes incrustados de oro, radiante por el éxito de sus nuevas tácticas diplomáticas.
Esta vez pedimos whisky: Canadian Club y un cubo lleno de hielo picado.
Cuando ya se habían bebido la mitad, pregunté:
—¿Por qué me entregaste de esa manera, Hannah?
La chica tragó saliva y se movió como si fuera a levantarse, pero enseguida se apaciguó.
—No pude evitarlo —dijo Hannah—. El señor Beam me preguntó quién eras y qué andabas preguntando.
—¿Por qué?
—No lo sé. Al principio le dije que me tirabas los tejos, pero me golpeó y me preguntó si te conocía. Le dije que no y que habías venido a buscar una pasta que te debía Roman.
—Pero ¿por qué fue a fijarse justo en mí con toda la gente que había aquella noche en el Black Chantilly?
—O te conocía o se olió algo, porque en cuanto te separaste de mí se me echó encima.
—¿Y tú le dijiste que habíamos quedado en encontrarnos a la salida?
—Yo… no quería hacerlo, tú me habías gustado. —Eso era todo lo que Hannah tenía que decirme.
—¿Fue Beam el que me golpeó? —pregunté.
—No —dijo, y añadió, dirigiéndose a Mouse—: Oiga, señor Alexander, no quiero problemas. Si usted va y le cuenta todo esto al señor Beam, entonces sí la tomará conmigo.
—Aquí nadie va a decirle nada, bonita —dijo el nuevo y benévolo Mouse—. Mi amigo sólo quería saber lo que había pasado. ¿No es así, Easy?
—No le diré nada, Hannah. Es decir, si no me mientes.
—Fue Rupert el que te golpeó. Rupert y Li'l Joe.
—¿Tú estabas con ellos?
—Yo no sabía que iban a golpearte —gritó—. Sólo dijeron que querían hablar contigo a solas.
Me volví hacia Tony y su amigo, el gordo.
—Dejadnos un minuto, chicos.
—Nosotros no nos vamos a… —empezó a decir Tony, pero no pudo terminar la frase porque lo cogí por el cuello y lo mandé al otro lado de la mesa.
—Mueve el culo o te lo haré mover yo —dije en una voz tan ronca y profunda que yo mismo me sorprendí.
Mouse se puso de pie de un salto y se colocó en medio.
—Eh, eh, basta. Nada de golpes.
El Hangar se había ido llenando de gente. Nuestro espectáculo, por supuesto, atrajo la atención del público; el barman tampoco nos quitaba el ojo de encima.
Tony intentaba recobrar el aliento. Puddin' no sabía qué hacer con las manos.
—Ahora marchaos, muchachos —dijo Mouse—. No vamos a hacerle daño a la chica. No, Hannah, no, tú te quedas aquí con nosotros.
Era casi gracioso. Yo el único violento y amenazador y Mouse abogando por una solución pacífica.
Tony y Puddin se fueron a la otra mesa. Mattine se acercó a ellos y empezó a hacerles preguntas, mirándonos de tanto en tanto por el rabillo del ojo.
—Vamos, Hannah —dije—. Terminemos con esto.
—¿Con qué?
—¿Conoces a Philly Stetz?
—Ajá —farfulló—. Trabajo para él.
—¿Qué tiene que ver Stetz con Beam?
—Nada importante, al menos que yo sepa. Beam juega y esas cosas. Se lo ve mucho por el Black Chantilly.
—¿Y Roman trabajaba con Beam?
—No sé si trabajaba con él, no lo sé, pero se pasaban horas hablando.
—¿Y qué sabes de Rupert?
—¿Qué quieres que te diga de Rupert?
—¿Para quién trabaja? —Hacer preguntas era la mejor manera de descubrir adónde me dirigía.
—Para el señor Stetz, como yo.
La miré. Quería que me dijera algo más pero no sabía qué. Beam me conocía, me conocía incluso antes de que entrara en el club, para mí eso sólo tenía una explicación: tuvo que ser él, no Rupert, el hombre que vi escapar bajo la lluvia frente a la casa de Bonnie la noche que mataron a Idabell.
Tenía que ser él.
—¿Alguna pregunta más? —dijo Hannah.
Como no le respondí, se levantó y fue a sentarse con Puddin' y Tony.
Me quedé sentado, pensando, no sé cuánto tiempo, pero cuando volví a levantar la vista, el local estaba de bote en bote.
Me levanté y me acerqué a Hannah y sus amigos. Mouse estaba con ellos. Supuse que los estaba vigilando por mí.
—Eh, Tony —dije, como si me hubiera olvidado de decirle algo.
—¿Qué pasa?
—¿Quieres que hablemos un momento?
—Habla —dijo fríamente.
—¿Por qué no vienes y nos sentamos un rato en la barra? Haré que te sirvan otro whisky.
Fue la promesa de alcohol lo que lo atrajo. Tony pidió un Manhattan, con una satisfecha sonrisita de superioridad, era un trago sofisticado en esa época.
Esperé que terminara su copa antes de atacar.
—Lamento lo que ha pasado, hombre —dije—, pero ya sabes, el jefe de Hannah quiso matarme.
—Aja —dijo, sin aceptar la disculpa.
Mouse estaba al otro lado del salón gesticulando ante Puddin' y Hannah como un maestro de escuela, o como un policía.
—Hannah dice que conocías bastante bien a Roman Gasteau —dije, a modo de pregunta.
—Sí, y a Holly también, ¿qué pasa?
—¿Qué puedes decirme de los hermanos Gasteau?
—¿Y por qué tendría que decirte nada?
Tony seguía siendo petulante, aunque el whisky lo había enfriado un poco.
—Veinte dólares por cualquier cosa que quieras decir y otros veinte si lo que cuentas me parece interesante. —Había dicho esa frase muchas veces en mi vida.
—¿Qué quieres saber? —preguntó.
Le pasé los primeros veinte dólares.
—En qué negocios andaba Roman.
Tony se pasó la mano por la boca y farfulló algo que no entendí.
—¿Cómo dices?
—Heroína.
—¿Y Holland era su socio?
—Quería serlo.
—¿Eso qué quiere decir?
—Holland venía y hablaba como si estuviera trabajando con Rommy, pero no era cierto. Roman se reía cuando la gente se lo contaba.
—Pero tú sí trabajabas con Roman, ¿verdad?
Tony parpadeó y se metió un dedo en la oreja, se frotó la nariz y luego se levantó los holgados pantalones por los tirantes.
Le repetí la pregunta.
—Bueno, hice algunos recados —susurró—. A Rommy le gustaba que la gente hiciera cosas para él, pero yo no estaba metido en el negocio y sólo lo veía cuando se pasaba por el Black Chantilly y yo por casualidad estaba allí. Por lo general yo estaba en el fondo, fregando o llevando y trayendo cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
—Cigarrillos, rollo, nada pesado. Nada que pudiera mandarme a la cárcel.
—¿Alguien más estaba al tanto del negocio de la heroína?
Tony frunció el ceño otra vez.
Saqué dos billetes de veinte del bolsillo. Casi se le cerraron los ojos.
—Sí. Un tipo llamado Billy B. —farfulló—. Billy B. y Sallie Monroe.
—Vaya —dije. La última pieza del rompecabezas era una bala de plomo dirigida a mi estómago. Recordé al carnicero de Whitehead's y me invadió el súbito deseo de verlo muerto.
—¿Ya tienes bastante? ¿Vas a soltar esos cuarenta ahora? —preguntó Tony.
—Y ese Billy B… ¿Es un tipo bajito y cabezudo, un negro medio rubio?
—Sí —dijo Tony—. Exacto. Ligero, pequeño y una cabeza enorme. Ese es Billy B.