Sojourner Truth se estaba convirtiendo en un recuerdo, como una vieja casa en la que una vez había vivido y ahora estaba habitada por extraños. Me sentía como un intruso aun teniendo llave.
Había luz en el piso de arriba del edificio de administración. Mouse estaba pasando su escobón; había esparcido serrín empapado en petróleo por el pasillo y empujaba las virutas verdosas atrás y adelante con regularidad, absorbiendo la suciedad de los rincones y de las grietas del suelo.
—Hola, Raymond.
Me saludó con la cabeza y apoyó el escobón en la pared.
Al acercarse a mí por el largo corredor, Mouse se parecía a todos los hombres negros que yo había conocido trabajando en turnos de noche: ese despreocupado andar, gracioso como el de un animal de los bosques, tanteando el terreno a cada paso con todo cuidado.
—¿Adónde me vas a llevar esta noche, hermano? —preguntó.
—Sólo quiero hablar con un par de individuos, Raymond, y no quiero ir solo.
—No he traído la pipa, Easy.
—Eso no es problema, hermano.
Le ayudé a dejar todas sus herramientas en orden y nos pusimos en camino.
—Creí que íbamos a algún lugar de Compton —dijo Raymond cuando ya estábamos casi en Santa Mónica.
—Antes tenemos que recoger a Jackson Blue.
—Jackson —dijo Mouse, sonriendo. Siempre sonreía cuando hablábamos de Jackson Blue.
Dejé el coche en el aparcamiento del motel y golpeé.
—¿Quién es? —Esta vez estaba de pie justo detrás de la puerta.
—Venga, Jackson, abre.
Le pagamos la cuenta a la encargada y enfilamos hacia el norte.
—¿Qué sabes de un tipo llamado Beam? —le pregunté a Jackson.
—¿Joey Beam? Es un mal bicho. Muy malo.
—¿Trabaja para Stetz?
—No exactamente. Philly lleva el sitio y Beam suele dejarse caer por allí. Los dos se dedican básicamente al juego, pero Philly es el dueño de la lotería clandestina, al menos en la zona que consiguió controlar. Es el que dice lo que hay que hacer. Pero Beam no obedece órdenes de Philly; puede que haga un trabajito que otro para Stetz, pero va por libre.
—¿Son amigos?
—No lo sé, Easy. Se conocen, pero ya sabes que ese tipo de hombres se llevan bien mientras los dólares son verdes.
Mouse rió en el asiento trasero.
—¿Qué pasaría si yo fuera a ver a Philly y le dijera que tengo un amigo que tiene problemas con Beam? —pregunté—. ¿Qué pasaría si le dijera que ese amigo ha cogido algo que no le pertenece y ahora quiere devolverlo?
—¿Puedo saber de quién se trata?
—De eso ya hablaremos más tarde —dije—. Pero estoy seguro de que no va a hacerle ascos a eso que tengo para devolverle. Claro que, a cambio, tú vas a dejar el negocio de las apuestas. Es posible que entonces retire la recompensa que ofrece por tu cabeza.
—¿Recompensa? —preguntó Mouse, siempre alerta.
—Alguien le ha puesto precio a mi cabeza —dijo Jackson—. Y ahora no hay hermano que no quiera venderme. ¿Puedes creerlo?
Mouse no dijo nada.
—¿Y qué es lo que tienes para Beam?
—Jaco.
Jackson abrió bien los ojos.
—¿Cuánto?
—No te preocupes por eso, Jackson. A ti eso no te importa. Lo único que tienes que hacer es ayudarme con Stetz.
—No pienso hablar con Stetz. No, no. Ese tío lo que quiere es verme muerto.
—Seré yo el que irá a verlo, Jackson. Sólo te pido que me ayudes.
Jackson Blue no dijo nada.
Subimos por Sunset hasta las colinas que se alzan más allá de West Hollywood. Poco antes de llegar a Laurel Canyon giramos a la izquierda en una estrecha y sinuosa carretera que subía hasta dar con un largo camino de tierra que llevaba a una casita construida sobre un precipicio con una fantástica vista de Los Angeles.
Jewelle nos recibió en la puerta.
—Hola, señor Rawlins. Señor Alexander —dijo, mirando a Jackson y esperando que se lo presentara.
—Este es Jackson Blue —le dije—. Necesita un lugar donde quedarse un par de noches, JJ. Sé que es una molestia, pero…
—No se preocupe —dijo, interrumpiéndome—. Para nosotros no es molestia ayudar a un amigo suyo, señor Rawlins.
—Gracias —dijo Jackson. Me preocupaba el modo en que empezaban a brillarle los ojos. En ese momento oí que Mofass se acercaba a la puerta.
Su respiración normal sonaba como un grave ataque de asma. Mi agente inmobiliario tuvo que esforzarse para subir los tres escalones de la entrada, y luego se detuvo, apoyado contra la pared como un hombre que acabara de correr los mil metros lisos.
—Señor Rawlins —saludó Mofass—. Señor Alexander.
Llevaba la raída bata de cuadros de siempre. Mofass muy raramente salía. Jewelle se ocupaba de los apartamentos y de la agencia inmobiliaria que le habían quitado a su tía. Y también se ocupaba de Mofass.
—Tío Willy, no deberías salir con esta brisa —dijo—. Venga, vuelve al sofá.
Sin vacilar, la esbelta muchacha se dispuso a remolcar los ciento diez kilos de Mofass. No pidió ayuda, y no parecía necesitarla. Su trabajo era una obra de amor.
Los seguimos hasta una gran sala alfombrada con pieles auténticas de animales. La gran chimenea estaba encendida y el ventanal ofrecía la misma vista que vi detrás de Lips McGee en el casino.
—Esto es muy bonito —dijo Jackson, desplomándose en un sofá de felpa—. Muy bonito, sí, señor. Como la casa de campo de un senador romano.
—Los romanos tenían emperadores —lo corrigió Jewelle.
—Cierto —dijo Jackson—. Y senadores también. Los griegos crearon la democracia pero los romanos hicieron el Derecho. ¿No es cierto, Easy?
—Sí, Roma era igual que los Estados Unidos. Tenían senadores y también esclavos.
—¿Dónde aprendió todo eso? —preguntó Jewelle.
—Señor Rawlins —se quejó Mofass—, ¿por qué trae a toda esta gente a mi casa?
—Será sólo un par de días, Mofass. Jackson y yo tenemos que ocuparnos de unos asuntos, y entre tanto mi amigo tiene que permanecer escondido. Usted ya sabe cómo es eso, Mofass.
—Sí, supongo que sí —dijo, no muy convencido.
Mouse y yo no nos quedamos mucho tiempo. Me senté a conversar con Mofass unos diez minutos fingiendo que era él el que llevaba el negocio. Dio algunas órdenes a Jewelle y ella respondió a todo que sí. La chica llevaba el negocio mejor que él, pero lo quería y lo respetaba. Habría tirado a la basura toda el dinero y toda la tierra sólo para estar con él. Su amor era una cicatriz, y sólo verla me hacía daño.