Grace Phillips vivía en Pinewood Terrace, más allá del bulevar Adams. Cuando John la estaba ayudando a buscar casa le hablé de una mujer a la que yo conocía, la señora Grant, y que quería una inquilina fija. Grace alquiló una casita semioculta detrás de la casa de la señora Grant, a la que se llegaba por la entrada para coches.
—¿Es usted, Easy Rawlins? —dijo una voz detrás de la cortina opaca de la puerta de la calle.
—Hola, señora Grant —dije, mirando el umbral con los ojos entrecerrados.
—¿Hay una fiesta ahí atrás? —preguntó.
—No que yo sepa —dije—. Sólo pasaba a saludar a Grace.
—Tendrá que alzar mucho la voz, entonces —dijo Clara Grant, y abrió la puerta mosquitera con la puntera de goma de su bastón. La luz, al darle en pleno rostro, revelaba por qué se ocultaba tras la puerta. La señora Grant había tenido un derrame cerebral; su rostro —una avellana por la forma y el color— lo había partido en dos el vaso roto. La mitad parecía hecha de una cera marrón caliente que le manara del cráneo; la otra mitad parecía conservarla sólo para preguntarse por qué ya no podía hacer lo mismo que antes.
—¿Y por qué, si se puede saber? —pregunté.
—Siempre tiene una manada de perros aulladores ahí dentro.
—¿Hay alguien ahora? —pregunté.
Hizo un gesto que interpreté como un sí.
—No sé exactamente quién, pero hace un rato he oído unos pasos. Ya sabe que suelo echarme cuando da el sol.
—Gracias, señora Grant. Hasta luego.
En otro momento me habría ofrecido a pasar a cuidarla de vez en cuando, pero el trabajo me mantenía alejado de ese estilo de vida cotidiana que había conocido en Tejas y Louisiana. Me dolía no poder ser más útil, pero ya había elegido mi camino, y en aquel momento me llevaba a Grace Phillips.
La puerta de la casita estaba abierta. Un bebé lloraba en alguna parte. Golpeé suavemente en la jamba de la puerta.
—¿Hay alguien en casa?
Se oyó brevemente el grito de una mujer, interrumpido por un golpe.
Entré a toda prisa y atravesé una habitación amueblada con objetos baratos de mimbre. Oí otro llanto y entré en el dormitorio ocupado casi totalmente por una cama.
Grace estaba en el suelo agarrándose las rodillas con los brazos, implorando —«Por favor, tengo tos»— y fingiendo un ataque. Bertrand Stowe tenía en la mano un frasco de alguna medicina y lo examinaba, mirando a Grace con su expresión más severa.
En el centro de la cama revuelta estaba el niño, desnudo; lloraba y movía los bracitos y las piernas.
Stowe me vio entrar por el rabillo del ojo y se volvió, asustado por mi súbita aparición; no me había reconocido. En ese momento Grace gritó e intentó quitarle el frasco.
—¡Basta! —gritó Stowe, y le dio un tremenda bofetada que la lanzó contra la cama; Grace cayó casi encima del niño.
Stowe levantó la mano para atizarle otra, pero me abalancé sobre él y lo derribé. Se puso de pie con intención de batirse, pero volví a tirarlo al suelo. Cuando Grace se dispuso a arrebatarle el frasco, la sujeté por la cintura y grité, más fuerte que ella:
—¡Tírelo en el fregadero, Stowe! ¡Tírelo!
Bert tardó un momento en reaccionar, pero entendió lo que le decía; se fue al pequeño cuarto de baño junto al dormitorio y vertió el líquido verde por el inodoro.
—¡Nooo! —gritó Grace, igual que la bruja agonizante de El mago de Oz, y cayó al suelo llorando. Bertrand se dejó caer a su lado.
Yo cogí al bebé. Era un niño grande, con piernas y brazos fuertes, y me dio unos cuantos golpes con los puñitos y los pies. Le acaricié la cabeza e hice sonidos roncos con la garganta, sin perder de vista a mi supervisor y a su amiga yonqui.
El bebé necesitaba un momento de tranquilidad, como los adultos. Bert y Grace estaban tendidos en el suelo, mudos y exhaustos.
Al cabo de un rato el niño dejó de llorar y me miró, extrañado, como miran las niños cuando un desconocido les hace gracia. Me senté en la cama, con él en mi regazo, mientras le acariciaba la espalda. Al cabo de un momento se le cerraron los ojos.
Lo puse en el centro de la cama y los tres adultos pasamos a la otra habitación.
—Mi niño, mi niño —gemía Grace.
Stowe y yo nos sentamos en un destartalado sofá de mimbre y Grace se tendió, llorando, a nuestros pies. Tenía los ojos inyectados en sangre. Su piel había adquirido un tono azulado. Los labios, agrietados, estaban manchados de sangre —las bofetadas que le había propinado Stowe—, y Grace no paraba de moverlos aunque sólo conseguía emitir unas pocas palabras inteligibles.
—¿Qué pasa aquí, Bert? —le pregunté a mi jefe.
—Ella quería dejar la heroína Easy, quería dejarla. Creí que la había dejado hace unos meses hasta que descubrí que se la venía pasando una amiga, pero ahora ni eso tiene. Vine a ayudarla a que la deje para siempre.
Grace se levantó y dijo:
—Por favor, Easy. Dile que me deje, por favor, por favor.
—No debería pegarle —dije, como si Grace no estuviera allí.
—Tenía que detenerla.
—Para eso basta con abrazarla y decirle que quiere ayudarla. Con golpes no conseguirá nada.
—Lo sé —dijo Stowe—. Es que yo sólo…
El gemido de Grace pasó de la desesperación a una especie de dolorosas arcadas. Se arrastró unos metros y luego, vacilante, se puso de pie y se dirigió hacia una puerta detrás del sofá. Pudimos oírla vomitar en el fregadero de la cocina; luego, el ruido del grifo abierto.
Bertrand se puso de pie.
—Será mejor que vaya a ver cómo está —dijo. El bebé se puso a lloriquear. Grace también lloraba en la cocina; para ella aquello era lo más cercano a un sentimiento maternal.
Entre Stowe y yo la desvestimos. Me di cuenta de que Bertrand seguía loco por ella porque intentaba ocultar de mi vista los pechos y el vello púbico de Grace. Sentí ganas de decirle que se la regalaba entera; yo no quería nada de una yonqui.
Grace no se durmió del todo, pero cerró los ojos y siguió allí junto a su hijo. La vimos revolverse en la oscuridad por los dolores del síndrome de abstinencia.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —le pregunté a Stowe.
—Todo el día.
—¿Cuánto más piensa quedarse?
—No lo sé.
—¿Piensa quedarse aquí hasta que su mujer lo deje? —le pregunté—. ¿Acaso trata de librarse de ella?
—No.
—Pero piensa pasar la anoche aquí…
—Yo…, yo no había pensado que…
Había un teléfono junto a la cama. Marqué el número y contestó Alva:
—Hola.
—Hola, Alva.
—¿Quién habla?
—Easy.
—Ah, Easy —dijo—. Iré a buscarlo.
Hubo un momento de vacilación en su voz. Ese breve silencio me dijo todo lo que Alva pensaba de mí. Yo era una amenaza, un residuo desagradable del pasado de John que ella —aún— no había conseguido eliminar.
—¿Sí? —dijo John.
—Tengo un problema, hermano.
—¿Mi coche?
—No, hombre. Tu coche estaba bien la última vez que lo vi. No. Es Grace.
John no quería ni oír hablar de su antigua novia. Y Alva mucho menos. Pero él era la única persona que conocía capaz de acompañar a Grace en el peor momento.
—Ahora vendrá un amigo de Grace —le dije a Stowe—. El hombre que me habló de sus problemas, Stowe.
Stowe asintió con la cabeza, aceptando lo grave de la situación.
—¿Quién era su camello? —pregunté.
Stowe sacudió la cabeza.
—No me mienta, Bert. No es momento de mentir.
—No lo sé —dijo.
—Sí que lo sabe.
Quería guardar el secreto, pero la presión de todo aquel dolor en un ser tan querido había minado su fuerza de voluntad.
—El hombre que mataron en su colegio.
—¿Roman Gasteau?
—Sí —suspiró—. El padre de…, de Lonnie.
—¿Quién?
—El padre del bebé de Grace. Yo hice un trato con Roman cuando Grace lo dejó. Le conseguí un trabajo.
—¿Un trabajo?
—Sí. Mantenimiento nocturno de los edificios. Le di las llaves maestras de los colegios del distrito y un salario de ochocientos dólares al mes. Me prometió dejar en paz a Grace.
—¿Gasteau tenía las llaves de Sojourner Truth?
—Tenía llaves de todos los colegios.
—Entonces, ¿era él el que robaba?
Lo único que Stowe atinó a hacer fue evitar mi mirada.
—¿Y por eso lo mató? —pregunté.
—Yo no maté a nadie. Lo único que hice fue darle un trabajo a cambio de su promesa de dejarme a Grace y Lonnie.
—¿Está usted loco? A la policía le bastará con leer el nombre de Gasteau en los expedientes del personal y usted estará frito.
—No van a encontrar ese nombre en ningún archivo.
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
—Porque lo contraté con un nombre falso, Landis Defarge. Roman usaba ese nombre.
—Contrató al hombre que le pasaba heroína a su amiga, y encima con un alias, aun sabiendo el nombre verdadero. Y ahora ese hombre aparece muerto en uno de los colegios de su distrito.
A cada palabra Stowe se hundía más y más.
—Yo no sabía que Grace había vuelto a la droga hasta después de la muerte de Gasteau —dijo Bert—. Pregúntele a ella si no me cree.
No quería reírme.
—¿Qué lo empujó a hacer todo eso, Bert?
—Fue por el niño —dijo, sincero—. No podía dejar que Lonnie creciera en ese ambiente. Sabía que me equivocaba, no sé, pero cualquier otra cosa habría sido aún peor.
—Excepto que ahora pueden considerarlo un asesino.
—Bueno —dijo—. Yo no lo maté.
—¿Y ella?
—Tampoco.
—¿Está seguro? La policía me preguntó si había alguien en el colegio a las cuatro o cinco de la mañana. ¿Dónde estaba usted?
A Stowe le empezaron a temblar los labios.
—Cariño —dijo Grace.
—Sí, nena —respondió él.
—Ven y abrázame, por favor.
Bertrand se olvidó de mí y de mi pregunta y se acurrucó junto a la mujer que ponía una chispa en su vida.
John y Alva llegaron juntos. Creo que Stowe se sintió aliviado cuando vio que no tenía que dejar a Grace en manos de un hombre solo.
Alva cogió al bebé en brazos y John se sentó junto a Grace en la cama.
—Quédate quieta y no hables, Grace —dijo John cuando empezó a dar guerra—. Nadie tiene tiempo para escuchar tus llantos.
Grace obedeció. John conseguía imponerse en todo momento. Y no conocía a un solo hombre ni a una sola mujer capaces de decirle que no.
Cuando me marchaba, John se acercó la puerta y me preguntó:
—¿Dónde está mi coche, Easy?
—Aparcado en alguna parte, John, no te preocupes. Te lo devolveré pasado mañana.
Ya en la calle, Stowe me preguntó:
—¿Qué piensa hacer, Easy?
—Salvar el pellejo.
—¿Qué tiene usted que ver con todo esto?
—Más de lo que me gustaría, se lo aseguro. Váyase a casa ahora, Bert. Ya le daré noticias de Grace. Y no se preocupe, John la cuidará bien.
—Gracias —dijo.
Me fui mientras él intentaba poner en marcha el coche.