Su puerta estaba junto al letrero que decía SALIDA.
—Siéntese, Rawlins —me dijo Lewis, alzando una mano por encima del hombro al dirigirse a su escritorio.
Era más alto que yo, y enjuto como el cañón de una escopeta del 22. Su cabeza parecía una hogaza de pan cuadrada. Arno era el segundo hombre más poderoso en la jerarquía del recinto; sólo lo superaba el capitán. No me sorprendió, por tanto, que tuviera autoridad para enviar a Sanchez a hacer un recado en mitad de un interrogatorio. Lo que me intrigaba era por qué había decidido hacerlo.
Yo no le gustaba al teniente. En realidad a Lewis no le gustaba ni le dejaba gustar nadie. Él se limitaba a mover los hilos de la ley sentado en su despacho. Su misión era atrapar a los chicos malos y meterlos en la cárcel. Nos habíamos cruzado antes y habíamos tenido algún roce que otro, pero no había penas de amor en nuestras despedidas.
Lewis se recostó en la silla giratoria y me brindó otra de su raras sonrisas.
—¿Otra vez en líos, eh, Rawlins? —Esta vez hasta enseñó unos cuantos dientes.
—No sé nada de esto, teniente, se lo aseguro.
—¿Y qué me dice de Idabell Turner? Es su amiga, usted mismo lo ha reconocido. Sabemos que llegó al colegio muy temprano la mañana en que mataron a su cuñado, tal vez tenía acceso a las llaves del jardín. A su marido lo mataron de un tiro en su propia casa después de que ella se fue del colegio. Y nadie forzó la puerta.
»En esa misma casa la señora Turner daba fiestas en la que circulaba la marihuana. Hasta uno de sus porteros estaba entre los invitados habituales. Por cierto, la señorita Eng afirma que usted intentó sacarle información diciéndole que la policía iba haciendo preguntas sobre su relación con la señora Turner. Y de eso no le dijo usted nada al sargento Sanchez.
»Está usted en el centro de todas las miradas, Rawlins.
—¿Por qué piensa eso, teniente?
—Recibimos una llamada, un hombre que dice que Easy Rawlins ha estado robando en colegios del distrito sur—centro. Incluso nos dio una dirección en Olympic donde dice que guarda el botín antes de venderlo. Es sólo un cobertizo, pero tiene una trampilla donde esconde las cosas. El que llama lo sabe todo.
—¿Y usted piensa que yo escondí las cosas allí?
Arno me sonrió por segunda vez.
—No. No creo que sea usted, Easy.
—¿De veras?
Lewis sacudió la cabeza, pero en lugar de alejar mis temores sólo consiguió ponerme más alerta. Aquel movimiento de cabeza era menos un gesto de amabilidad que el balanceo de una cobra marcando las distancias.
—Sería demasiado fácil —dijo—. Matan a un hombre y enseguida, de la nada, recibimos esa llamada acusándolo a usted. Alguien está queriendo borrar sus huellas y usando a Easy Rawlins de escoba.
—Entonces, si ésa es su opinión, ¿qué estoy haciendo aquí?
—Es Sanchez el que quiere interrogarlo. Se cree que sabe hacer las cosas y no quiere escuchar a viejos como yo.
Por primera vez vi algo de luz al final del túnel.
—Quiero encontrar a los culpables y meterlos entre rejas —prosiguió Lewis—. No quiero que haya más gángsters sueltos por las calles. Y quiero que mi territorio me pertenezca, a mí y no a un mocoso sabelotodo que apenas ha ido dos años al instituto.
—Aja —dije—. ¿Y qué puedo hacer para ayudarlo?
—Sé que usted no tiene nada que ver con drogas, Ezekiel. Lo sé porque me consta que ha tratado de regenerarse. Pero puede que haya tenido un momento de pasión… —Dejó esas palabras suspendidas en el aire.
—No, señor —dije—. Todo esto es una novedad para mí. Absolutamente todo. Conozco a la señora Turner como conozco a muchas otras personas del colegio. Pregunté por ella cuando oí que le habían atropellado al perro, eso es todo. Y no robo, Lewis, usted lo sabe. El que llamó sólo quiere hacer que las sospechas recaigan sobre mí. Usted mismo lo ha dicho.
Mi explicación cojeaba de las dos piernas. Yo lo sabía, y Lewis también.
—Hay gente que piensa que usted sabe más de lo que nos ha contado.
—¿Y usted qué piensa?
—¿Yo? A mí me importa un bledo, me trae sin cuidado que usted trabaje o que termine en la cárcel o en la tumba. A mí todo eso me trae sin cuidado.
—Y, entonces, ¿qué le importa a usted, teniente?
—¿Le gusta mi despacho? —preguntó.
—Sí, claro.
—Yo me siento aquí junto a la puerta de atrás, lejos de todo, pero me ocupo de que las cosas pasen. Me mantengo al tanto de todas las novedades, de todos los nombres y lugares. El capitán Connery nunca tiene que preocuparse porque aquí estoy yo, que vivo con la oreja pegada al suelo. Ni siquiera lo acompaño nunca al departamento de Hollywood. No trato de hacerme un nombre en la policía con alguna detención espectacular. Me limito a hacer mi trabajo.
—Bueno, yo podría investigar por mi cuenta —le sugerí—, hacer algunas preguntas, si cree que eso puede servir de algo.
—Nos haría un gran favor —dijo Lewis—. Porque, no sé si lo sabe, pero en este edificio hay gente que no siente mucha simpatía por un tipo que quiere enderezar su vida. A Sanchez le gustaría que usted se hundiera, Easy. Quiere que lo despidan, que lo metan en la cárcel. A mí, como le he dicho, eso no me importa. Por lo que parece, se ha esforzado usted por enmendarse. Mi principio es vivir y dejar vivir.
—Entonces, quiere que investigue… —empecé a decir.
—Y que me informe de todo lo que averigüe por esa puerta trasera que ve ahí al lado.
—¿Hay algo en particular que quiera saber?
—No —dijo el teniente—. Quiero que me informe de todo lo que pueda averiguar.
Me puse de pie.
—Una cosa más, Rawlins —dijo Arno antes de que pudiera tomar carrera.
—¿Qué, teniente?
—Usted conoce a una mujer, una tal Grace Phillips. —No era una pregunta; ergo, no respondí—. Podría averiguar algo sobre esa chica.
Me planté en la calle en menos de sesenta segundos.
No sé exactamente por qué volví al colegio. Es posible que volviera porque allí me sentía cómodo, Dios sabrá por qué.
Gladys Martínez me dijo que el vicedirector Preston me estaba esperando en mi oficina.
Al bajar las escaleras me tomé un respiro para mirar las pálidas calles de cemento del barrio. El verde profundo de los algarrobos y el verde leñoso de los laureles formaban filas irregulares entre las calles y las casas de tejados rojos y marrones. De vez en cuando un peatón pasaba por la acera en lento camino hacia a un ignoto destino.
Bajé con toda tranquilidad no porque me sintiera perezoso o sereno, sino porque estaba alerta. Al parecer, todo el mundo me seguía. Mi director, el inspector y dos tipos diferentes de policía. Bill Preston tenía el temperamento que hace falta para romperle la mandíbula a un hombre en nombre de la decencia y la moral. Tal vez me había llamado para partirme el cráneo en la oficina principal.
Ace y Bill estaban sentados en la punta de la larga mesa. Bill no se sorprendió al verme, pero Ace se puso en pie de un salto, cosa que hacía siempre para que yo me lo tomara como una muestra de deferencia.
—Señor Rawlins —dijo Preston, poniéndose también de pie—. Venga, quiero enseñarle algo. —Su voz y sus modales eran bruscos y poco amables. Parecía enfadado y un poco trastornado.
—Yo también tengo que hablar con usted, Rawlins —dijo Ace.
—¿Sobre?
—Es un asunto privado, pero, bueno, creo que puedo esperar a que termine con el señor Preston. —¿Ya ha limpiado sus aulas?
—Ahora mismo iba.
—Me parece muy bien.
Cuando Ace cerró al salir la puerta cortafuegos, tomé conciencia de que me había quedado totalmente solo con el Rompehuesos.
No me malinterpreten, yo no le tenía miedo a Bill Preston. En realidad esperaba que no buscara pelea. Me habría producido un placer infinito infligirle dolor a alguien que intentaba hacerme daño.
—Tengo que hablar con usted, señor Rawlins.
—Adelante, hable. —Me acerqué a una silla junto a la pared en la que colgaban las herramientas; allí tenía a mano un largo y pesado mazo de goma.
Preston sacó dos sobres del bolsillo de su chaqueta y se sentó a mi lado, con los sobres en las rodillas.
—Newgate ha estado hablando esta mañana —dijo.
—No me diga…
—Nos ha dicho a la señora Teale y a mí que usted no durará mucho en el colegio.
—¿En serio?
—Sí. También ha dicho que era cuestión de horas que Sanchez lo arrestara.
—¿Arrestarme? ¿Y por qué?
—No lo ha dicho, pero… ¿por qué iba a ser si no por esos asesinatos?
—No sé, señor Preston. Usted sabe más que yo de todo esto. ¿Ha hablado claro con la policía?
—No —dijo, clavándome la vista. Yo esperé que prosiguiera.
—En realidad —prosiguió—, tampoco a usted se lo he contado todo. Verá, Ida no sólo vino a mi oficina a contarme que Holland la amenazaba.
—¿No? —dije, mirando de reojo los sobres.
—No. Me dio estas dos cartas. Una es de ella y dice que Holland estaba loco y que tenía miedo de que la matara. La otra es una carta que Holland le escribió a ella.
Las cartas seguían sobre las rodillas del vicedirector. Yo las miraba mientras él me miraba a mí.
—¿Las ha leído? —le pregunté.
Asintió con la cabeza.
—La de Holland es demencial —dijo.
—Bueno, ¿y qué quiere que haga?
—No lo sé, no lo he pensado. Sólo sé que Idabell dijo que me llamaría pronto y todavía no lo ha hecho.
—Bueno, lleve las cartas a la policía —le sugerí. A mí me parecía muy sencillo.
—No puedo. Pondría en peligro mi trabajo y mi matrimonio. Ya le dije a la policía que no sabía nada.
—Bien —dije—. Y no sabe nada. Holland ha muerto. Eso podría tener algo que ver con que Idabell no lo llame, pero lo más probable es que lo matara ella.
—No lo creo, señor Rawlins. Idabell no mataría a nadie.
Era el segundo voto de confianza.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere de mí, Bill?
—No puedo entregar estas cartas. Me metería en líos, lo sé.
No se equivocaba.
—He pensado… —prosiguió—. ¿Por qué no dárselas a usted?
—¿A mí? ¿Por qué a mí?
—Usted puede decirle a la policía, si lo arrestan, que ella le dio esas cartas y que temía por su vida. Decirles que no conocía al marido de Idabell ni a su hermano, por eso no relacionaba los cadáveres. Y que después, cuando empezaron a hacerle preguntas, tuvo miedo y finalmente decidió que lo mejor era entregarles las cartas. Así no sospecharán nada.
—Creí que había dicho que no sabía qué hacer —le dije—. ¿Por qué no va y se las da usted en mano? O mejor todavía: póngalas en un sobre y envíelas a la policía.
—¿Lo haría usted?
Quise decirle que sí. Quería leer aquellas cartas, pero vacilé. No quería actuar impulsivamente.
—¿Qué es lo que está intentando hacer, Preston? —pregunté.
—¿Qué quiere decir? —Otra vez la burda inocencia del vicedirector hacía difícil dudar de él.
De todas maneras, lo intenté.
—Lo que quiero decir es que podría usted estar utilizándome.
—¿Cómo?
—Alguien ya ha llamado al colegio y a la policía acusándome de los robos. Y si yo acepto esas cartas a lo mejor va corriendo a ver a Sanchez a decirle que sé más de lo que he contado.
—¿De verdad piensa eso? —dijo Preston, boquiabierto—. No es mi intención causarle problemas, Rawlins. Estas cartas demuestran que los problemas eran entre Idabell y Holland. Quiero que la policía sepa la verdad sin meterme en líos.
Preston me acercó las dos cartas.
Me pasé la mano derecha por los labios y las cogí.
—Gracias —dijo Preston, tendiéndome la mano. Y acepté el apretón. ¿Por qué no iba a hacerlo?