En la mesa de la cocina me esperaban sandwiches de jamón y queso tostados con mantequilla y limonada preparada con limones del patio. Por la ventana trasera vi un cuervo que picoteaba en el césped buscando semillas.
—¿Tienes adonde ir? —le pregunté—. Creo que te conviene mantenerte un tiempo fuera de circulación.
—Tengo amigos en Francia.
—¿Puedes conseguir un vuelo?
—Prefiero quedarme en Los Angeles hasta que sepa lo que pasa. Quiero estar segura.
—¿Y para qué quieres quedarte en Los Angeles justo cuando tienes problemas con los gángsters y con la policía? —pregunté—. ¿Tienes alguna cosa en mente?
—No podemos escapar de los problemas, Easy.
—Sí —dije—. Creo que en eso tienes razón. Bueno, puedes quedarte aquí un tiempo. Después, ya veremos.
Cogí el teléfono y marqué un número. Mouse respondió al séptimo timbrazo.
—¿Diga?
—¿Raymond?
—Hola, Easy. ¿Cómo van tus cosas? —dijo, pero no me pareció que le importara mucho.
—Necesito que me lleves al colegio hoy, Ray. ¿Puedes pasar a recogerme?
—¿Ahora? ¿Me estás diciendo que vaya al colegio a esta hora?
—Podrías hacer unas horas extras. Yo te las firmo. No olvides que soy tu jefe.
—Sí, pero… ¿hasta cuándo?
—¿Y eso qué quiere decir?
—Nada. Te llamaré más tarde, tío.
Bonnie volvió a la cama. En cuanto se quedó dormida tomé un baño y me afeité. Cuando llegó Mouse ya estaba listo para salir. Mi amigo aparcó su Ford color habano delante de casa y me llamó con un bocinazo.
Me animó pensar que por una vez un amigo iba a llevarme en coche al trabajo.
—¿Qué has querido decir antes con esa pregunta? —le dije por el camino—. ¿Ya se habla de ponerme de patitas en la calle?
—Newgate estuvo preguntando por ti —dijo Mouse—. Dudaba de que echaras de menos el curro. Después me preguntó a qué te dedicabas antes de empezar a trabajar para el Consejo.
—¿Nada más?
—Dijo que era muy raro que un tipo como tú consiguiera un cargo con tanta responsabilidad sin haber ido al instituto. Y también que alguien como yo tendría que trabajar más de doce años para llegar tan arriba.
—Ese Newgate… —dije—. Oye, Raymond, es posible que te necesite más tarde.
—¿En el colegio?
—No.
Mouse fijó sus ojos grises en mí.
—¿Quieres que haga algo malo ahora?
—Si hay que hacer algo, lo haré yo —dije—. Sólo que no me vendría mal que alguien me acompañara.
—Hmm. —Mouse se llevó un dedo a la barbilla—. No sé si lo sabes, pero fui a ver al predicador de Etta ayer por la tarde.
—¿Lo dices en serio?
—Ajá. Le pregunté qué podía hacer un pecador para arrepentirse y me respondió que bastaba con admitir mis pecados y aceptar a Jesús. Dijo que así podría ser perdonado, que si hacía eso el Señor me daría una señal, como dijiste tú.
Quise confesarme en el acto pero apenas dije dos o tres palabras me mandó callar diciendo que nosotros no éramos católicos y que no practicábamos la confesión. Que el arrepentimiento sólo era un asunto entre Dios y yo, dijo.
»Esa fue la primera señal, lo sé.
Mouse había respondido a mi petición, pero yo seguía sin comprenderlo.
—¿Me acompañarás esta noche? —pregunté otra vez.
—Claro, Easy. ¿Quién sabe dónde recibiré la siguiente?
En Sojourner Truth encontré cuatro mensajes para mí en la oficina de administración; eran del vicedirector de los varones, del director, del señor Stowe, de la oficina central, y del sargento Sanchez, que seguía acampando en el despacho de la señora Teale.
Sin embargo, lo primero que hice fue ir a la carpintería a ver al señor Langdon.
Su clase funcionaba en un bungalow como los del campus de abajo, aunque algo más viejo, y estaba junto al edificio de ciencias. Encontré a Cara de Tortuga trabajando en unas delgadas planchas de madera con cuatro de sus alumnos avanzados. Estaban haciendo una gran cómoda con cajones y todo, y cada uno de los seis cajones era de un tamaño distinto.
—Señor Rawlins —dijo al verme.
Sus alumnos levantaron la vista, y uno de ellos me guiñó un ojo imitando a su profesor.
—Tengo que hablar con usted de un asunto, señor Langdon.
—Lo siento —dijo—, pero estamos en mitad de una delicada operación. ¿No puede pasar mañana por la mañana, antes de clase?
Al parecer el señor Langdon había recuperado la confianza en sí mismo; yo volvía a ser para él un portero bien vestido, un hombre que no iba a tener más remedio que esperar, al margen de lo que necesitara.
—De acuerdo —dije con suavidad—. Sólo quería hacerle unas preguntas acerca de ese juego de croquet que preparó para nuestro amigo.
Da miedo ver cómo un hombre blanco se pone pálido de repente.
—Podéis iros, muchachos —dijo a sus alumnos—. Seguiremos mañana.
—Pero la cola está lista, señor…
—Marchaos ya, ya, venga —dijo tartamudeando la gran tortuga blanca.
Los chicos se fueron protestando por lo bajo.
Me senté en el largo banco de la clase y sonreí.
—¿Qué…, qué…, qué puedo hacer…? —Langdon luchaba por mantenerse a flote en su propia lengua.
—Si no me equivoco, usted ahuecó un juego de pelotas y mazos de croquet para Roman Gasteau. Y también unas bochas italianas y unas muñecas de madera.
Langdon sólo conseguía jadear.
—No lo niegue —proseguí—. Y Gasteau utilizaba esos juguetes para pasar droga por la aduana.
—No, no, no —dijo Langdon.
—Sí, sí, sí —dije yo.
El profesor miró a su alrededor como buscando ayuda, pero estábamos solos.
—No es nada tan terrible, señor Rawlins. Sí, es cierto, yo preparé el juego de croquet, pero sólo para pasar marihuana. En una época organizábamos fiestas en las que se fumaba.
Langdon hablaba en voz alta. Me di cuenta entonces de que Roman Gasteau había sido un tonto; sólo un idiota habría llevado a una de esas fiestas a un tipo como Langdon. Hasta un niño habría hecho cantar al profesor de carpintería.
—¿Con Idabell, Roman y Holland?
—Iba muchísima gente.
—¿Cómo ha sido tan imbécil para dejarse involucrar en un asunto de tráfico de drogas?
—Pero… es que no son drogas de verdad —dijo Casper—. Sólo era hierba. Roman iba a Tijuana y volvía con los palos de croquet y las muñecas llenas de maría, hachís a veces.
No corregí a Casper porque no veía razón alguna para suponer que sabía más de lo que estaba admitiendo. Ya le asustaba bastante que lo catalogaran como fumador de marihuana.
—Es una chica, ¿verdad? —pregunté.
Langdon bajó la vista y se cubrió la cara con las manos, pero no pudo ocultar los lagrimones que le rodaban por los dedos.
—¿Cómo se llama, señor Langdon?
—No es la que usted piensa —dijo.
—Sí que lo es —dije—. Roman lo llevó a usted de juerga y usted pilló un buen colocón. Después le presentó a una chica que no necesitaba que usted le enviara flores ni le hiciera promesas. Lo sé, señor Langdon, lo sé.
—Me gustaba —dijo Langdon, bajando sus gruesos párpados; tenía las pestañas empapadas de lágrimas.
—¿Cómo se llama?
—Grace —dijo—. Pero hace dos meses que no la veo.
Cualquier esperanza de inocencia se esfumó al oír ese nombre. Roman conocía a Grace. Yo conocía a Grace. Ella había sido la puerta de entrada a mi puesto de trabajo. Me pareció que, buscando al criminal, había tropezado conmigo en el camino.
—¿Grace Phillips?
—Sí.
No sé cuánto tiempo me quedé sin abrir la boca, mirando sus gordas mejillas blancas.
Cómo no sabía qué decir, me di la vuelta y caminé hacia la puerta del taller.
—¿Señor Rawlins? —dijo Langdon desde el fondo.
—¿Qué?
—¿Va a decírselo a la policía, o al señor Newgate?
—¿No le ha dicho nada de esto la policía?
—No. Me enseñaron una foto de Gasteau y me preguntaron si lo conocía. Les dije que era el cuñado de la señora Turner. Eso era todo lo que querían saber.
—Bueno, rece para que no vuelvan, señor Langdon. Y si vuelven, será mejor que no diga nada de lo que sabe. Puede que Roman le dijera que no era un asunto peligroso, pero no creo que el sargento Sanchez piense lo mismo.
—Dios mío.
Encontré al sargento sentado en el escritorio de la señora Teale.
—Bueno… Por lo visto se ha decidido a volver a trabajar, señor Rawlins.
—He tenido algunas cosas que hacer.
Sanchez sonrió.
—¿Está dispuesto a hablar conmigo?
—No tengo nada que decirle, sargento. Yo no sé nada.
—¿Seguro? ¿Y qué le sugiere la palabra heroína, señor Rawlins?
—¿Heroína? No, gracias.
—No estoy bromeando —dijo el sargento—. Tenemos entre manos un serio caso de tráfico de droga. Los hermanos Gasteau vendían heroína.
—¿En serio?
—Encontramos restos en una bolsa de papel de cera enterrada en el jardín. Había todo lo necesario para cortar la droga y empaquetarla.
—¿Y eso qué importa ahora? Los Gasteau están muertos. A menos que usted piense que van a seguir enviando droga desde el infierno, el caso está cerrado.
—Es un asunto serio —insistió. Tal vez quería decir algo más, pero lo interrumpí.
—Venga, Sanchez. Lo verdaderamente serio es que en este barrio hay unos cuarenta o cincuenta chavales que andan metiéndose entre los arbustos del colegio todas las noches para desintegrarse el cerebro con cola de ésa que usan para aeromodelismo. Todos los santos días tenemos que salir a recoger los trapos. Estoy seguro de que usted los ha visto más de una vez por ahí, atontados, pero ¿qué ha hecho? Venir aquí y tratar de asustarme por algo que pasó hace un montón de años. Yo de heroína no sé nada, pero sí sé de chicos que esnifan pegamento. ¿Quiere que le cuente?
—Me está usted hablando de droga barata, Rawlins. Yo hablo de heroína —dijo Sanchez, muy serio.
—Así que lo que a usted le interesa es lo que la droga cuesta, no el daño que causa.
Es probable que a Sanchez le interesaran los chavales que esnifaban pegamento, muchos de esos chicos eran de los suyos, no sólo negros, pero no había presupuesto para detener la marea de vino y de pegamento que inundaba las calles del gueto.
—¿Entonces de la droga no sabe nada? —preguntó.
—Mire, Sanchez, yo nunca había visto a ninguno de esos hombres. Es usted el que piensa que tengo algo que ver con esos asesinatos. Es usted el que viene a mi casa y me embauca para meterme en una rueda de sospechosos. Yo hago mi trabajo, sargento, vivo mi vida.
—Sepa que lo tengo fichado por otras cosas —dijo, misterioso.
Tuve que morderme la lengua para no enviarlo al infierno.
—Recibimos una llamada en la comisaría, Ezekiel. Alguien que sabía cosas sobre los robos en este colegio y en otros de la zona.
—Sí. Alguien me acusó, lo sé.
—Esta vez nos dijeron dónde tenía escondido el botín.
Me puse de pie.
—Venga, hombre, no me joda.
—Siéntese. —Por la dureza de su voz supe que no se lo estaba inventando—. Será mejor que nos acompañe a la comisaría.
Como si hubieran estado esperando el pie, entraron dos polis que había visto apostados en el pasillo.
—¿Estoy arrestado?
—Por ahora es sólo un interrogatorio, pero lo arrestaré si se niega a colaborar.
La comisaría de la calle Setenta y siete no había cambiado mucho. La misma cera amarilla cubría el oscuro suelo de baldosas verdes y blancas. El mobiliario no había resistido bien el paso de los años.
—Por el pasillo hasta el escritorio del sargento, a la izquierda —dijo Sanchez.
Yo conocía el camino.
Y el despacho también.
Aún recordaba el yeso corroído y el moho de las tablas del suelo. Eché un vistazo rápido al rincón para comprobar si aún seguía allí un ratón que alguien había aplastado quince años antes.
No era un despacho muy limpio que digamos.
Sólo había dos sillas de madera. Cogí la que estaba delante de la puerta.
Apenas me senté, apareció un hombre blanco y alto que entró y cerró la puerta. Llevaba pantalones gris oscuro y una camisa blanca arremangada por encima de los codos. Se apostó detrás de Sanchez, que se había sentado, y empezó a abrir y cerrar el puño izquierdo.
La sonrisa de Sanchez me decía que había estado esperando ese momento. Intenté mostrarme sereno, pero sólo logré que se regodeara aún más.
—¿Lo ve, Drake? —Sanchez parecía estar dirigiéndose a mí.
El hombre de camisa blanca asintió con la cabeza, cerrando el puño izquierdo con tanta fuerza que le sonaron los nudillos.
—Perfecto —dijo Sanchez. Yo seguía sin saber a quién le hablaba—. Ahora vamos a tener una conversación seria, y quiero respuestas serias.
Abrí la boca —quería hablar— pero no tenía nada que decir.
—Para demostrarle que no soy un mal bicho —dijo—, voy a satisfacer su curiosidad.
Yo no le había preguntado nada, pero es posible que Sanchez creyera que podía leerme el pensamiento.
—Me preguntó usted el otro día cómo conseguí mis galones.
En realidad yo le había preguntado cuándo lo habían nombrado sargento, pero no veía motivo alguno para corregirlo.
—Me ayudaron mucho —prosiguió—. Gente como usted. Negros. Y también mis mexicanos. Gentes que viven como perros en lugar de rebelarse y aprovechar lo que tienen delante de las narices.
»No me fue fácil conseguir este trabajo; los jefazos de la ciudad no creían que un mexicano pudiera hablar bien inglés o trabajar duro. Piensan que somos perezosos, Ezekiel. Piensan que todos somos unos sinvergüenzas y unos inútiles. Y eso por culpa de gente como usted. Y gracias a usted yo me convertí en la persona apropiada para este puesto.
»Y ahora lo tengo, sí, señor. Soy sargento. Y no pienso darle la mano y decirle que lo lamento ni cuánto me duele que haya tenido usted una infancia pobre o que piense que es demasiado difícil ser bueno como los demás. Por eso, Rawlins, va a decirme unas cuantas cosas ahora, porque yo sé lo que es usted y porque usted me importa un carajo.
Podría haberle dicho un montón de cosas, pero me callé. El sargento Sanchez era un fanático y no atendía a razones a menos que uno le dijera que estaba dispuesto a aceptar su punto de vista. Y al ver que opinaba que yo era un vago, el silencio fue mi mejor respuesta.
—Puede empezar hablándome de la casucha del bulevar Olympic —dijo.
Yo recé en silencio y fui recompensado con un golpe en la puerta.
Entró un agente de paisano.
—¿Qué pasa? —Sanchez torció los labios como si fuera a cargarse a cualquiera que osara interrumpir nuestra conversación.
El madero, un ejemplar cachas con un bigote que parecía un cepillo de paja rojiza, se acercó a Sanchez y le dijo algo en voz baja.
—¿Qué? —exclamó el sargento.
—Eso es lo que ha dicho —aseguró el poli encogiéndose de hombros.
Sanchez se puso de pie con tanto ímpetu que yo me encogí en la silla, pensando que se iba a lanzar sobre mí.
—Vamos, Drake —dijo.
—¿Adónde?
Sanchez salió dando zancadas seguido por el poli pelirrojo. Pero Drake se demoró un momento; seguía ejercitando el puño.
—Drake —gritó Sanchez desde la puerta.
La voz de su superior consiguió sacarlo del despacho, pero yo sabía que lo que Drake quería era darme al menos un puñetazo antes de largarse.
—¡Drake! ¡Vamos!
Drake aflojó el puño y me tiró un beso con su manaza.
Otro beso de despedida.
Cuando se cerró la puerta retrocedí quince años en el tiempo. Habían pasado muchas cosas, pero la sensación de desamparo era la misma. Y el miedo también era el mismo.
Me quedé allí sentado, recordando que la última vez que había estado en aquel cuarto no había sopesado la posibilidad de salir por la puerta. Tal vez no estaba cerrada con llave. Yo no estaba arrestado. Si la puerta estaba abierta, nadie podía impedir que me fuera a mi casa.
Esta vez iba a probar, pero necesitaba un momento para armarme de valor.
El picaporte giro. Cuando la puerta se abrió el corazón me latía con fuerza y me pregunté si cada vez que respirara así me acordaría de Idabell y de nuestros momentos de amor. No lo pensé demasiado tiempo. Me detuve en el pasillo y tropecé con un hombre que se acercaba.
—Hola, Easy —dijo el teniente Arno T. Lewis, con un asomo de sonrisa.
Alto y delgado, duro como el hierro, el teniente con gafas dirigió hacia mí la mirada y dijo:
—Me parece que acabo de salvarlo de una buena paliza.
—Ya estoy demasiado viejo para estos trotes, teniente.