29

—Rupert trabaja para dos blancos —empecé a contarle a Bonnie en el Dunkin' Donuts de La Ciénaga y Pico; ella se había servido un café con bastante leche y dos sobrecitos de azúcar—. Philly Stetz y un tipo llamado Beam.

Habíamos ido a la parte de atrás de su edificio y saltado a la calle por la ventana de la lavandería. Yo no sabía si Rupert esperaba fuera, si iba armado o si lo acompañaba Li'l Joe, pero incluso aunque estuviera solo y desarmado, dudaba de mi capacidad para impedir que se llevara a Bonnie.

Resbalamos y avanzamos a trompicones por un corredor atestado de cubos de basura del edificio que de allí se sacaban al callejón. Un pastor alemán gruñó y ladró una vez, pero reculó cuando lo amenacé con la tapadera de metal del cubo que tenía más próximo. En cuestión de muy pocos días el perro se había convertido en mi animal menos preferido.

Cogimos un autobús que nos llevó hasta una parada de taxis en Jefferson, y allí un taxi hasta el Dunkin' Donuts. Yo no tenía ninguna prisa en llevar aquella mujer a mi casa. Es decir, Bonnie me gustaba, pero también quería a mis hijos.

—¿Conoce a alguno de esos individuos? —pregunté.

Bonnie negó con la cabeza.

—Bueno, ¿qué es lo que sabe?

—Muy poco, señor Rawlins. Por ejemplo no sé si puedo fiarme de usted.

—Vamos… —dije—. Lo seguro es que no puede fiarse ni un pelo de Rupert.

Por alguna razón eso la hizo reír; se llevó una mano a los labios en un intento por reprimir su ataque de risa.

—¿Qué tiene de gracioso?

Bonnie trató de decir algo pero la risa se lo impidió; me puso los dedos en el dorso de la mano para controlarse.

—Estaba usted tan gracioso… —dijo.

—¿Dónde?

—En mi casa, con la cara toda torcida y esa sartén en la mano como si fuera una… —la risa no la dejó terminar la frase—… una palmeta para matar moscas.

Entonces yo también me reí. En realidad, Rupert sí parecía una mosca, una mosca enorme y fea a la que le habían cortado las alas.

—Y estaba tan asustado —siguió diciendo entre risas—. Pero debo reconocer que lo ha hecho usted muy bien.

—Gracias —dije, en tono sombrío—. Si hubiera abierto la puerta, ahora estaría usted bien muerta.

—Eso no puede saberlo —dijo, desafiante.

—Ellos mataron a Idabell, Bonnie.

Sacudió un poco la cabeza y parpadeó.

—Yo había ido a dejarle esa nota y ella se quedó en el coche. Llovía y no quería mojarse, pero creo que también tenía miedo de verla a usted después de lo que habían hecho Holland y Roman. Y mientras yo subía a su apartamento alguien le disparó un tiro en la cabeza.

—La policía no dijo nada de eso.

—Ajá. Los polis con los que habló todavía no lo saben. La policía de Santa Mónica encontró el cadáver, pero Idabell no llevaba el carnet.

—¿Por qué? ¿Por qué harían una cosa así?

—Porque la estaban esperando a usted y porque vieron que la dejaba sola en el coche. Y porque Idabell tenía algo que ellos andaban buscando, naturalmente.

—¿Qué podía tener que los impulsara a matarla?

—Un juego de croquet para niños.

Mi respuesta le sentó como una bofetada. Las palabras o razones o comentarios se le quedaron atragantados en la garganta. Me miró boquiabierta, muda.

—Venga —dije—. La llevaré a mi casa. No está demasiado lejos.

La azafata calzaba zapatos planos y la caminata no se hizo pesada. Eran casi las siete. Soplaba un fuerte viento y la luz empezó a aclarar el cielo azul pálido. Los coches avanzaban con brío por el ancho bulevar.

Feather estaba en la sala de delante, venga a jugar y reírse con Faraón; la pobrecilla se quedó de piedra cuando vio que llegaba a casa con una mujer. Feather no tenía mucha experiencia con mujeres en casa. Jesús la peinaba y se encargaba de que se vistiera. Yo hacía la comida y le limpiaba la nariz a Feather mientras iba contestando sus preguntas sobre lo que está bien y lo que está mal y sobre el porqué de las cosas.

Feather pasaba de tener siete años a tener tres en un abrir y cerrar de ojos y —dos dedos en los labios y uno en la nariz— miraba a Bonnie como si no hubiera visto nunca a una mujer.

Faraón, por supuesto, no paraba de gruñirme.

—Feather, ésta es la señorita Shay —dije.

Feather siguió mirándola.

—Hola, Feather —dijo Bonnie—. ¿Estás jugando con Faraón? —Y se inclinó para acariciar al perro detrás de las orejas. A Faraón le encantó, pero no lo suficiente como para quitarme el ojo de encima.

—Se llama Frenchie —dijo Feather, sacando panza y balanceándose en los talones.

—Frenchie. Es un nombre muy bonito. ¿Se lo pusiste tú? —Aja. Sí, porque papá me dijo que era un perro francés.

—Frenchie es mucho más bonito.

Feather se quitó la mano mojada de la cara y la abrazó. Bonnie se enderezó con mi niña en brazos.

—¿Serás mi mamá a veces? —le preguntó Feather.

—Hola, papá —dijo Jesús desde el fondo del pasillo.

—Éste es mi hijo, Jesús. Saluda a la señorita Shay, Juice.

—Hola —dijo Bonnie, y le tendió la mano como pudo, siempre con Feather en brazos. Lo embarazoso de la postura les hizo reír a los tres.

Era una escena familiar. Lo único que nos quedaba por hacer era aclarar unos cuantos asesinatos y un asunto de tráfico internacional de heroína antes de mudarnos al barrio de Donna Reed.

Jesús y yo preparamos el desayuno —panqueques y salchichas— mientras Feather charlaba sentada en el regazo de Bonnie y Faraón se debatía entre jugar con ellos o ladrarme a mí.

A las ocho y cuarto ya habíamos terminado. Jesús llevó a Feather a la escuela antes de ir a entrenar.

La sonrisa se borró del rostro de Bonnie cuando los niños se marcharon.

—Son preciosos —dijo.

—Ya lo creo.

Se produjo un momento de tensión. No nos conocíamos, no teníamos amigos ni gustos comunes, al menos que supiéramos. Lo único que podíamos hacer era hablar de asesinatos, y ninguno de los dos tenía ya ánimos para seguir hablando de esas cosas.

—¿De dónde es usted? —le pregunté.

—¿Originalmente?

—Ajá.

Tenía una pequeña mancha en el vestido, junto al pecho izquierdo, probablemente de comida. Bonnie lo notó y dijo para sí misma:

—Es sólo una manchita.

Su belleza era tal que no la afectaba una mancha o una arruguita.

—Nací en Guyane —dijo—, la Guayana francesa, pero me crié en Nueva Jersey. Por eso puedo trabajar para Air France, hablo bien el francés y el inglés de aquí.

—Debe ser cierto. Es usted la primera azafata negra de la que tengo noticia.

—Hay mucha gente negra que hace cosas fuera de Estados Unidos.

—¿Pasa la mayor parte del tiempo fuera?

—Bueno, volamos mucho a África. Argelia y Sudán.

—¿Y por qué vive aquí?

Era una pregunta inocente, pero sin embargo observé que tocaba un punto débil.

Como seguíamos de pie en la puerta, le dije:

—Venga, siéntese.

Bonnie se sentó en el sofá, el sofá marrón que había comprado después de desangrarme sobre el viejo.

—¿Quiere más café? —pregunté.

—Si usted toma también…

La encontré más tranquila cuando volví de la cocina; probó el café y sonrió al notar que le había puesto la cantidad justa de azúcar y leche.

—Vine aquí por Roman Gasteau —dijo de golpe, con voz tensa—. Lo conocí en París, bueno, me lo presentó Idabell. Era su cuñado, ya sabe. Roman era de Filadelfia, pero pasaba mucho tiempo en Nueva York. Y antes yo tenía mi base en París pero volaba a Nueva York dos veces por semana. Ida le dijo dónde me alojaba y él me buscó.

—Y, entonces, ¿por qué vino a parar aquí?

—Me gustaba Roman. Era alegre y me hacía echar de menos la vida en América. Pasó un tiempo conmigo en París hasta que le ofrecieron un trabajo en Los Ángeles, en una mesa de black-jack en Gardena. —Me miró como diciendo «el resto ya lo sabe»—. Idabell vivía aquí y no es muy difícil cambiar de ruta en Air France si se tiene un poco de antigüedad. Lo único que tuve que hacer fue esperar unos meses hasta que empezó a funcionar el vuelo a Los Angeles.

—O sea que se vino a la aventura —dije, no muy convencido.

—No fue así exactamente, no. Roman y yo nos habíamos enamorado y él quería que yo viniera a Los Angeles. Yo pensaba que insistía porque era demasiado celoso para dejarme sola en París, y eso me halagaba. Lo que no sabía era que me utilizaba para viajar a París y hacer sus negocios.

Roman era una compañía encantadora, era seductor, elegante y un gran bailarín. Además, creía que la gente debe ser responsable con su comunidad. Fíjese que en su edificio vive una pareja de ancianos, los Blander, y él les hacía la compra y hasta llegó a pagarles el alquiler un par de veces.

»Por todo lo que se decía de él, parecía perfecto. Así que por supuesto quise venir aquí, estar con él y vivir cerca de Idabell.

—¿Y después la convirtió en su mula de carga?

—Me dijo que importaba juguetes franceses que después vendía para sacarse unos dólares extra. Él quería que de vez en cuando se los trajera yo para que los impuestos no se comieran la ganancia. Sólo eran juguetes: un juego de bochas italiano, una casa de muñecas.

—¿Y usted no sabía nada?

—No, hasta que una vez olvidé ese juego de bolos en el avión. Cuando llegué a casa y Rommy se enteró se puso como un loco. Le dije que volvería a buscarlo por la mañana, que el personal de tierra probablemente había guardado el paquete en mi armario. Tenía una etiqueta con mi nombre.

»Me pegó. Me pegó tanto que me tiró al suelo. Yo creí que iba a darme una patada, estaba muerta de miedo. Pero me cogió por el pelo y me dijo que me mataba si no iba con él a buscar el paquete en aquel momento. Me arrastró hasta el aeropuerto a las tres de la mañana, aunque yo le dije que despertaríamos sospechas; por lo visto no le importó. Tuve que firmar un montón de impresos y creo que el agente de aduanas se olió algo, pero, como me conocía, lo dejó pasar… Roman puso los bolos en el coche y me mandó que tomara un autobús para volver a casa.

Los recuerdos la ponían mal; yo me creía todo lo que me contaba.

—¿Qué ocurrió después? —pregunté.

—Rompimos. Pedí un traslado de vuelta a Europa, y todavía estoy esperando.

—¿Te amenazó?

—Sí.

—¿Por eso el viejo Gillian siempre tiene la escopeta a mano?

—Yo no sabía si eran drogas u otra cosa, señor Rawlins. Lo que me importaba era que me pegaba, no lo que me hacía pasar por la aduana. Mi madre siempre me dijo que no permitiera que ningún hombre me tratara así.

—Pero volvió a verlo.

—¿Qué le hace creer eso?

—El juego de croquet, y esa nota que te dejó Idabell.

Yo presionaba para ver hasta dónde estaba dispuesta a confiar en mí.

—Roman vino a mi apartamento después de que le dieron la paliza.

—¿Le atizaron? ¿Quiénes?

—La gente para la que traficaba. No me dijo quiénes eran, sólo que habían hecho un trato por seis entregas, que él sólo había cumplido cinco y…

—Y se la tenían jurada —dije, completando la frase.

—Y a mí también —añadió Bonnie—. Roman les había contado cómo introducía esos juguetes en el país. Me dijo que también me matarían a mí a menos que yo le obedeciera hasta hacer la última entrega.

—¿Y usted le creyó?

—Tendría que haberlo visto. Estaba machacado, sangrando, la cara hinchada y el cuerpo lleno de moretones.

—Y usted le dijo que sí.

—No. Le dije que no. —Bonnie Shay se irguió como una cobra—. Le dije que se fuera de mi casa, que me enviara a los asesinos si quería, pero que yo no iba a ser su puta.

Esa frase se me quedó dando vueltas en la cabeza unas cuantas semanas, mejor dicho, unos cuantos años.

—Entonces, ¿dónde está el problema? —pregunté, tratando de no parecer impresionado por su heroísmo.

—Holland convenció a Idabell.

—¿Cómo?

—Roman siguió insistiendo, llamaba y llamaba, pero yo me negaba a hablarle. Me daba miedo ir a la policía, ni siquiera sabía qué decirles. Y esperé a que las cosas se calmaran. Después, como no pasaba nada, imaginé que todo andaba bien.

Hasta que un mes después, más o menos, Idabell me llamó y me preguntó si podíamos ir a pasar unos días juntas en París. Me dijo que Holland iba a marcharse de Los Angeles. Yo le conseguí un billete, y no vi el juego de croquet hasta que aterrizamos en Los Ángeles a la vuelta. Alguien lo había dejado en nuestro hotel y ella lo trajo sin que yo lo supiera.

—Pero… ¿por qué aceptó Idabell? Ella no le debía nada a Roman, ¿verdad?

—Fue por Faraón.

(No podía ser de otra manera.)

—Roman le prometió a Holland la mitad del dinero si convencía a Idabell. Entonces Holland escondió el perro y le dijo a Ida que lo mataría si no hacía lo que le ordenaba. Ya sabe que Ida lo quiere con locura.

—Pero… ¿quién los mató?

—Creo que fue la gente con la que hacían negocios. El hombre que ha venido a mi casa hoy.

Todo encajaba. Era un sencillo caso de ajuste de cuentas entre ladrones.

—Pero es posible que Idabell matara a Holland —conjeturé en voz alta.

—No —dijo la señorita Shay—. No lo creo.

—¿Para salvar al perro, tal vez? Ese cabrón parece ser la causa de todos nuestros problemas.

—Idabell no sabría matar a un hombre. ¿De dónde iba a sacar un revólver?

—Del cajón de su marido, donde la mayoría de los hombres guardan sus armas. En el cajón de la mesilla de noche, junto a la cama —dije, por decir algo—. Bueno, ¿qué quiere que hagamos ahora?

—No le entiendo. —Echó una mirada a la sala, consciente de que estaba en casa de un desconocido. Al fin y al cabo, ¿qué sabía de mí? Los asesinos también tienen hijos.

—¿Quiere ir a la policía? —le propuse.

—Tal vez debiera hacerlo.

—Puede que sí. Es decir, si su vida está en peligro, es posible que la policía la ayude; a lo mejor le creen que no sabía nada de lo que pasaba. Pero si no la creen, sepa que salvará la vida a cambio de unos años en la cárcel.

Se puso de pie de repente y dio un paso hacia la puerta.

Yo no me moví de la silla.

—¿Por qué intenta asustarme, señor Rawlins?

—Yo no quiero asustarla. Sólo trato de hacerle ver que los dos queremos lo mismo.

—¿Qué?

—Que nos dejen en paz y punto. Los dos tenemos nuestra vida, nuestro trabajo, los dos queremos un futuro. A la policía todo eso le importa un rábano.

Bonnie fijó la vista en el suelo delante de mis pies, como lo había hecho Jesús.

—¿Quiere echarse un rato? —pregunté.

—No…, no sé, estoy cansada, pero…

—Puede echarse en mi cama, yo me quedaré un rato por aquí. Puede dormir un poco; después ya pensaremos qué hacer.

La llevé a mi habitación y se estiró sobre las mantas. Pasé la media hora siguiente en la cocina repasando mentalmente los asesinatos. De un modo u otro Sanchez y Fogherty se habían olido lo de la droga. No creo que supieran qué ni cómo, porque de lo contrario me habrían dejado en paz o me habrían metido en chirona.

No. Sospechaban, nada más. Y querían saber más del olor a droga que se les había metido en la nariz.

Sanchez no lo sabía, pero a quien en realidad buscaba era a Bonnie, y yo nunca la delataría. No era el tipo de mujer que un tonto fuera capaz de abandonar.

Cuando el teléfono empezó a sonar decidí no contestar. Al sexto timbrazo me pregunté quién podría ser; al décimo contesté.

—Diga.

—Buenos días, señor Rawlins —bramó Hiram T. Newgate—. Veo que aún está en casa.

—¿Qué quiere, Hiram?

—¿Y usted qué cree? Da la impresión de que ha decidido no venir más a trabajar. La policía lo investiga por robo, y es posible que por algo peor. Llamo para pedirle la renuncia.

—¿La qué? ¿Se ha vuelto loco?

—Yo dirijo un colegio —dijo—. Un colegio, ¿entiende? No puedo permitir que la gente que tengo a mi cargo desaparezca sin decir una palabra.

—¿No lo llamó Stowe?

—Ésta no es su escuela, no puede quitarme a mis empleados. De todos modos, usted no está trabajando. Está en casa.

Aparté el auricular de mi oreja, con ganas de colgarle allí mismo, pero me contuve.

—Oiga, señor Newgate —dije, respirando para que oyera el silbido en mi garganta—. Estoy trabajando para la inspección de zona, a las órdenes del señor Stowe, no suyas. Trabajo para él. Es él quien le facilita a usted mis servicios. Si tiene alguna queja, llame a inspección y preséntela.

—No toleraré que vuelva a trabajar para mí, Rawlins.

—Adiós —dije, y los dos colgamos a la vez.

—¿Señor Rawlins? —Bonnie apareció en la puerta de la cocina.

—¿Sí? —Dejé que mi vista se posara en aquella manchita.

—No quiero que piense que estoy coqueteando con usted dijo Bonnie.

—Si a esto le llama usted coquetear, el amor me dejaría muerto.

Bonnie sonrió y dijo:

—¿Por qué no viene y se echa un rato conmigo?

—¿Cómo dice?

—Usted tiene razón. Estoy muy cansada, pero me da miedo estar sola en la cama. Cuando me levanto, la habitación empieza a dar vueltas. Venga y échese a mi lado, nada más…, hasta que me duerma.

Me quedé sentado, apoyado en la cabecera de la cama con Bonnie hecha un ovillo a mi lado. No nos tocábamos.

—¿Es cierto que está muerta? —preguntó.

No le respondí.

—No podía dormir pensando en eso. Yo temía por Idabell, temía que le ocurriera algo malo mientras yo estaba de viaje.

—¿Pensó que Holland y Roman iban a hacerle algo? —pregunté.

Bonnie se incorporó y me miró a los ojos.

—Cuénteme qué pasó —dijo.

Y se lo conté todo, o casi todo. No le conté, entre otras cosas, que había hecho el amor con Idabell —me daba vergüenza—, pero sí que me había encontrado con ella y que la había llevado a su casa a dejar la nota. Le conté lo que habíamos hablado y le hablé del hombre que vi escapar bajo la lluvia. Le conté lo que hice en el parque, y hasta recordé los chillidos de Faraón.

—Idabell no se merecía una muerte así —dijo Bonnie.

—Lo sé.

Me miró con la misma intensidad con que me había mirado Sanchez, y cuando terminé de contarle mi historia, se le llenaron los ojos de lágrimas. Su intuición le decía que estaba contando la verdad.

Nunca me había sentido tan cerca de otro ser humano.

Bonnie estaba echada de lado con el rostro vuelto hacia mí, dormida, el semblante sereno. Yo quería tocarla, acariciarle con la mano la curva del pecho, pero seguí echado de espaldas con las manos bajo la cabeza.

Suele darse por sentado que un hombre pierde su capacidad racional cuando se excita sexualmente, pero yo he descubierto que a veces ocurre precisamente lo contrario. Hay veces en que mi mente está absolutamente lúcida cuando no hay duda de lo que siento.

Pero mi pensamiento empezaba a perder consistencia. Los personajes de la obra de mi vida, los vivos y los muertos, cogían sus papeles y ensayaban sus parlamentos. Comencé con un final feliz y fui retrocediendo despacio a partir de allí.

—¿Señor Rawlins? —Yo estaba otra vez en Louisiana, cavando con mi azada en un campo plantado de judías—. ¿Señor Rawlins? Bonnie estaba de pie a mi lado, pero no me miraba a la cara. Yo tenía la mano en la entrepierna. —Ya es mediodía, señor Rawlins.

—Easy.

—¿Qué?

—Es mi nombre. Llámame Easy. Me respondió con una hermosa sonrisa. —Ya es hora de que te levantes.