Yo quería otro trago. Whisky. Canadian Club, sin hielo, sin soda. Pero no: me quedé esperando en el Ford de John fuera del edificio de apartamentos de Bonnie Shay. Pasaban de las cinco y me imaginé que, si tenía paciencia, tarde o temprano la chica terminaría apareciendo. No quería entrar a hurtadillas en más edificios de apartamentos ni recorrer más pasillos oscuros. No quería más sorpresas.
Quería sorprender a alguien, para variar.
También quería un poco de whisky.
El sol empezó a asomar en algún lugar a lo lejos. El borde del mundo comenzaba a adquirir un brillo anaranjado. Quería volver a casa antes de que Jesús y Feather se despertaran, pero si no llegaba a tiempo sabía que Jesús se encargaría de vestir a Feather y de darle el desayuno, y que ella le daría el beso de los buenos días. Mis dos hijos eran más adultos que yo. Si Jesús no trabajaba por la tarde, después del colegio, era porque tenía que ocuparse de su hermana y de su padre.
Un pequeño autobús gris de la compañía AIR FRANCE frenó delante del edificio de la señorita Shay.
Bonnie Shay, vestida con un elegante uniforme, bajó y recogió dos pequeñas maletas. Alguien le dijo algo por la ventanilla. Bonnie rió y se despidió con la mano. Cuando el autobús arrancó se inclinó para recoger las maletas.
—¡Señorita Shay! —grité desde el coche. Bajé y me quedé al otro lado de la calle esperando que me respondiera.
—¿Sí? —dijo, aunque al principio no me reconoció.
—Idabell me ha dejado una nota para usted. Yo quería preguntarle de qué iba todo este asunto, así que la he esperado aquí.
Si hubiera querido hacerle daño, podría haber salido en silencio del coche y dado un golpe en la cabeza, ella lo sabía. Pero tal vez, sólo tal vez, yo podía ser un tipo con mucha labia y engañarla para después meterla en el coche. Bonnie miró las maletas que tenía en las manos, las dejó en el suelo y me hizo señas de que me acercara.
—Gracias —dijo, cuando crucé la calle.
Le entregué la carta y la leyó dos veces.
—¿Dónde está Ida?
—No lo sé —dije—. Me dijo que tenía que irse de la ciudad, pero no por qué. Me dejó el perro y se largó.
—¿Le dejó a Faraón?
Apenas lo dije supe que había sido un error mencionar al perro, pero ya no podía remediarlo.
—Sí. Me dijo que no sabía adónde iría de entrada, y que pensaba irse en autobús. Yo le dije que al perro no iba a gustarle mucho viajar enjaulado días y días, y que yo podía cuidárselo, o dárselo a usted, hasta que ella mandara a alguien a buscarlo.
—No está permitido tener perros en mi edificio, señor Rawlins.
—Oh. Dígame, señorita Shay, ¿qué ocurre?
Entrecerró un poco los ojos y dijo:
—¿Quiere una taza de café?
—Claro.
Su apartamento estaba diseñado según los principios de lo que se ha dado en llamar eficacia arquitectónica. Es decir, aprovechamiento máximo del espacio, y con el mínimo confort. Una gran habitación cuadrada era el salón de estar. Embutida en una esquina, detrás de unas mamparas, estaba la pequeña cocina americana. Calculé que el dormitorio debía de medir exactamente la mitad del salón, para dejar así espacio al dormitorio del vecino.
Bonnie tenía un póster de Air France en la pared, un dibujo naif de París con un gendarme vestido de azul brillante y retorciéndose el bigote mientras se comía con los ojos a una apetecible morena. La torre Eiffel se les caía encima, o al menos eso me pareció. En el suelo reposaban unas tallas africanas, mujeres con senos puntiagudos y ombligos salidos.
Bonnie dejó las maletas en el suelo, entró en la cocina y encendió la cafetera eléctrica. Es muy probable que ya dejara el café en el filtro cuando se marchó para perder menos tiempo al volver. Tuve la impresión de que llevaba una vida simple y ordenada.
—Disculpe —dijo—. Pero necesito refrescarme un poco antes de poder sentarme.
Se fue a la otra habitación y cerró la puerta. A lo mejor su intención era llamar a alguien peligroso, pero yo no podía hacer nada.
El café olía muy bien. Tueste francés.
Oí que tiraba de la cadena y el agua que corría en el lavabo. El edificio estaba construido de ese material barato que permite oír hasta los ratones correteando por las paredes y las hormigas del piso de arriba.
Regresó luciendo un vestido color lima de una sola pieza que le realzaba la silueta sin demasiada exageración ni demasiado acento en lo sexual.
—¿Trabaja para una compañía aérea?
—Sí. Air France. Soy azafata.
—¿Y regresa ahora de viaje?
—Aja —respondió, concentrada en la cafetera—. ¿Azúcar y leche?
—No. Solo —dije.
Me sirvió una taza y sonrió.
—¿Qué es lo que quiere saber, señor Rawlins?
—Soy un hombre sencillo, señorita Shay. Trabajo para el Consejo de Educación, en el colegio Sojourner Truth, y soy propietario de algunos edificios de apartamentos… —Me detuve. Era la primera vez en mi vida que le contaba a alguien lo que tenía sólo por hablar. En el lugar en el que crecí todo se mantiene en secreto, pues la supervivencia depende de mantener en la ignorancia a la gente que nos rodea. En mis edificios los inquilinos no sabían que yo era el propietario. El gobierno no sabía de dónde sacaba el dinero. Ninguno de mis compañeros de trabajo lo sabía, excepto Etta y Mouse. Los maderos lo sabían, pero hacía más de diez años que tenía cierta relación, aunque dudosa, con la pasma.
Le eché la culpa al whisky y juré en silencio no volver a pro bar el alcohol.
—¿Señor Rawlins?
—¿Sí?
—Decía…
—Oh, sí, perdone. Le decía que un día llegué al colegio e Idabell se me acercó llorando a decirme que su marido quería matarle el perro. Después su cuñado aparece muerto, ese mismo día, en el jardín del colegio, y para complicar más las cosas alguien le mete un balazo a Holland en su propia casa. Idabell desaparece, y cuando me llama es para decirme que se marcha.
—Leí lo de Roman en el periódico. Y la policía vino a verme y a hacerme preguntas sobre Idabell y Holland. ¿Le parece que debo entregarles esta nota? —preguntó, y me miró para ver cómo me tomaba esa pregunta.
No habría sido nada conveniente para mí que Bonnie Shay fuera a la policía y dijera que yo había visto a Idabell un par de días antes. Un escalofrío me recorrió la médula. Aún me dolían los golpes de Rupert.
—¿Cómo dice? —pregunté con tono inocente.
Bonnie me la pasó y yo fingí leerla.
—No entiendo qué quiere decir todo esto.
—¿Y por qué quiere saberlo, señor Rawlins? No tiene nada que ver con usted. Lo que usted tiene que hacer es volver a su casa.
Era ruda, pero no me molestaba. Y yo era un tonto.
—Tengo una larga historia con la policía, señorita Shay —dijo el whisky—. No les caigo nada bien y saben que estuve hablando con Idabell el día que se marchó. No les dije nada del perro porque ella mintió en la escuela, dijo que lo había atropellado un coche y que por eso tenía que irse. Y si ahora les digo la verdad, van a empezar a apretarme.
—Si usted no ha hecho nada, no tiene por qué preocuparse.
En ese momento supe que Bonnie no era una negra como las americanas. Un hombre o una mujer negros de los Estados Unidos, de padres norteamericanos, sabía que la inocencia era un concepto válido sólo para los blancos. Nosotros habíamos nacido en pecado.
—Me gusta mi trabajo, señorita Shay. Tengo una pensión asegurada y una carrera por delante. Me echarían a la calle si la policía decidiera algo así como meterme en la cárcel, por ejemplo.
Bonnie Shay me miró un largo momento sin decir nada, y me gustó. No le había mentido, excepto en lo tocante a Idabell y su maldito chucho, pero había sido una mentira necesaria. Estoy seguro de que no me acusaría por eso.
—Roman —dijo—. Su cuñado… me robó algo, y yo se lo dije a Ida. Creo que eso la hizo sentirse muy mal.
—¿Qué le quitó?
—¿Cómo dice?
—¿Qué fue lo que le robó?
—Ah, sí, bueno… Un anillo.
—La verdad es que no me lo creo —dije.
—¿No? —me encaró—. ¿Y qué es lo que no se cree?
Decidí que lo mejor era arriesgarme.
—Mire, lo que creo es que Roman traficaba con heroína, heroína que traía de Francia a Los Angeles, y que para eso la usaba a usted. Y creo que Holland estaba metido en el mismo negocio; hasta se me ocurre pensar que Idabell le quitó la heroína a Holland y lo mató por tomarla por tonta. Sinceramente, me parece que usted está metida en esto hasta el cuello y que tendría mucha suerte si consigue no digo conservar su trabajo, sino librarse de la cárcel.
La dureza de su rostro era algo que valía la pena contemplar. Le había administrado un golpe demoledor y ella lo había sabido encajar.
—Dígame qué es lo que quiere, señor Rawlins.
—Lo único que quiero es algo que ofrecerle a la policía si deciden venir a por mí. Quiero saber quién mató a los hermanos Gasteau y por qué. Quiero saber por qué ha escapado Idabell.
—Yo no sé nada, señor Rawlins, nada.
Tenía que ser el whisky, no podía ser de otra manera. Allí estaba yo hablando de asesinato con alguien obviamente implicado, y lo único que se me ocurría pensar era lo mucho que me gustaba ser capaz de adivinar cuándo Bonnie me mentía, percibir cómo iba creciendo la intimidad entre nosotros. Me habría gustado conocerla tanto como la comprendía.
Ella sentía lo mismo, me di cuenta. Nuestros respectivos lados animales iban desbordando poco a poco al puramente racional.
¿Quién sabe qué podría haber ocurrido si no hubieran llamado a la puerta?
Fueron tres golpecitos secos seguidos de un silencio. Bonnie estuvo a punto de decir algo, pero le indiqué con un dedo que se callara.
Pasaron diez segundos.
Tres golpecitos más. Más fuertes esta vez.
Me puse de pie y fui a la cocina.
Los golpecitos se hicieron verdaderos golpes.
—¡Bonnie Shay! —La voz de Rupert sonó como si estuviera dentro del apartamento con nosotros.
Me llevé un dedo a los labios para mantenerla callada y cogí una sartén que encontré en la cocina. Los ojos de Bonnie parecían asustados, pero ella confiaba en mí, al menos más de lo que confiaba en el hombre que golpeaba a su puerta.
La puerta era hueca. Me sorprendió que Rupert no la hubiese agujereado ya con tantos golpes.
—¡Abre la puerta! —gritó Rupert.
Me acerqué a la puerta y me apresté a lanzarme sobre el luchador.
Es probable que Rupert usara el hombro. El primer golpe partió la puerta por el medio.
Bonnie soltó un breve alarido.
—¿Quién anda ahí? —gritó alguien en el pasillo.
—Eh, tío —dijo Rupert—. Vete a tu… ¡Eh!
—¡Largo de aquí o disparo, hijo de puta!
—¡Eh, mucho cuidado! —gritó Rupert, pero su voz ya se había alejado por el pasillo.
—¡Voy a llamar a la policía! —gritó nuestro salvador—. ¡Ahora mismo!
Hubo un breve momento de silencio.
El siguiente golpe en la puerta fue suave.
—¿Señorita Shay? ¿Está usted bien, señorita Shay?
—Sí, señor Gillian. —Bonnie fue a la puerta y abrió.
Era un hombre mayor, bajo de estatura, carencia que compensaba con la escopeta que llevaba en el brazo. Era negro —amarillo, a decir verdad— y tenía un pelo blanco y suave que parecía una telaraña. Llevaba una bata de franela naranja abierta por arriba que dejaba ver cómo le colgaba la carne del cuello, como si la piel supiese que ya era hora de abandonar el hueso.
El señor Gillian se quedó en la puerta, con un pie en la habitación y otro en el pasillo.
Sus ojos se fijaron en mí cuando le preguntó a Bonnie si quería llamar a la policía.
—No, señor Gillian, gracias por haberlo asustado. No creo que ése vaya a volver.
—Ya sabe que hay que andarse con cuidado… y escoger muy bien las compañías —dijo, sin quitarme la vista de encima.
Yo tenía las manos quietas, no quería que el vecino sintiera la tentación de disparar la escopeta.
—Gracias otra vez, señor Gillian —dijo Bonnie, disponiéndose a cerrar la puerta.
—Ya sabe que puede quedarse conmigo y con Cheryl, señorita Shay —dijo el señor Gillian.
Me cayó bien aquel viejecito, tan preocupado por la posibilidad de que yo representara una amenaza y que Bonnie tuviera miedo de ocultarse de mí.
Pero yo a él no le gustaba nada.
—¿Por qué no viene a casa, Bonnie? —insistió.
Se inclinó hacia adelante para cortarme el paso, colocando la escopeta de manera tal que pudiera ponerla en acción rápidamente en caso necesario. El único problema era la longitud del cañón. Alguien que no estuviera acostumbrado a llevarla podía tardar un segundo de más en disparar.
Creo que Gillian me leyó el pensamiento, pues parecía decirme, muy sonriente: «Venga, muchacho, inténtalo y verás.»
—Venga, Bonnie, vamos a casa —insistió el viejo.
Bonnie se dio cuenta de lo que ocurría. Tenía la mano en el picaporte de la maltrecha puerta y me miraba. ¿Quién era yo? Al menos al señor Gillian lo conocía. El señor Gillian y Cheryl eran dos buenos vecinos.
Ellos estaban a salvo, pero ¿qué sabían del hombre que había destrozado la puerta?
—No se preocupe, señor Gillian. El señor Rawlins estaba ayudándome.
—¿Está segura? —dijo Gillian, con una tremenda decepción en la voz.
—Iré a charlar un rato con ustedes más tarde —dijo Bonnie mientras empujaba la puerta para obligarlo a marcharse.
—Muy bien —dijo Gillian—. Pero mantendré las antenas puestas.
En el momento en que se cerró la puerta, Bonnie respiró y se llevó la mano izquierda al pecho. Me acerqué, con intención de ayudarla, pero ella levantó la otra mano para apartarme. Entonces todo su cuerpo tembló, y sus mejillas empezaron a tiritar, como se tirita sólo cuando se tiene mucho frío. Poco a poco el escalofrío remitió hasta que sólo le temblaron ligeramente la cabeza y el cuello. Bonnie tenía los ojos cerrados con fuerza. Cuando el espasmo pasó, respiró hondo y abrió los ojos para mirarme.
—¿Sabe quién era ese hombre? —me preguntó.