25

El Chantilly estaba en una colina, un kilómetro detrás del bulevar Hollywood. El club nocturno estaba en una elegante casona que alguna vez perteneció a una famosa estrella de cine, nunca supe bien a quién. La mansión, de piedra clara, tenía más de ochenta habitaciones y el aspecto de una casa de campo de la realeza inglesa.

Jóvenes de camisa blanca y pantalones negros corrían por la entrada principal para hacerse cargo de los coches de la clientela y llevarlos al aparcamiento trasero. Los habituales del Chantilly vestían ropas de colores estridentes y llevaban montones de alhajas. Es sorprendente ver cómo hasta los diamantes parecen baratos cuando el que los luce es un hortera.

Contemplé un rato la escena desde el otro lado de la carretera. Después, cogí el sinuoso camino que sube por la parte trasera del club y dejé el Chevy azul metálico de Primo en un gran aparcamiento de tierra junto a un montón de Fords, Pontiacs y Dodges antiguos.

Donde terminaba el aparcamiento, comenzaba un descampado al final del cual había un portal de hierro iluminado por una sola lámpara. Lo habría encontrado mágico y excitante si hubiera ido a divertirme, pero en realidad me pareció un portal solitario que llevaba al infierno, puesto allí para atraer a los hombres honrados a su perdición.

Desde lo alto de una empinada escalinata oí los débiles acordes de una trompeta. Tres notas me bastaron para saber quién tocaba. Tres notas para recordar la primera noche que escuché esa melodía, la mujer que me acompañaba, la ropa que llevaba (o que habría deseado llevar) y el ritmo que entonces vibraba en mi cuerpo. Aquella trompeta hablaba el idioma de mi historia, me llevaba a un tiempo que ya no recordaba con claridad, un tiempo quizás más viejo que yo, viajando, con la mente, hacia algún hogar olvidado.

Los escalones de piedra eran resbaladizos y estrechos, y estaban cubiertos por un denso follaje no muy alto, y tuve que agacharme y andar medio de lado, como un cangrejo. La escalinata tampoco era recta; se cortaba y giraba e iba rodeando cosas. Descendí unos cinco minutos y di con otro portón de hierro.

Allí encontré a Rupert.

Conocía a Rupert Dodds por Jackson Blue. Rupert había sido un luchador que actuaba con el nombre de Black Destroyer para la televisión local de Filadelfia antes de partirle el cuello al fabuloso Fred Dunster en un combate transmitido por televisión. Según Rupert, el rumor de que Dunster pasaba el tiempo con su novia era sólo un montaje publicitario para que la gente creyera que el encuentro era a vida o muerte. Pero acabó dejando la Costa Este y se vino a California, donde consiguió el trabajo de portero en la sección negra del Chantilly gracias a un paisano de Filadelfia llamado Philly Stetz.

Rupert era más alto que yo, y más ancho. Los músculos de sus brazos eran bolsas de cemento húmedo que aún no ha solidificado del todo. Su rostro oscuro parecía tallado en ónice con un martillo de embutir.

—¿Qué buscas, muchacho? —La pregunta de Rupert indicaba que no me había reconocido.

—Me envía Blackman.

—¿En serio?

—Sí —dije, tratando de parecer un tipo duro.

—¿Qué ha dicho?

—No ha dicho nada, hombre. Ahora déjame entrar. Me han dicho que si decía esas palabras me dejarían pasar.

Rupert tosió —era su manera de reírse—, y abrió el portal haciéndolo rechinar con fuerza sobre la grava.

Cuando entré, me cogió por el brazo y me lo apretó con tanta fuerza que pude sentir cómo los dedos se me hinchaban de sangre.

—Pasa, pero no hace falta que te hagas el listillo, ¿entiendes? —susurró, y me empujó por el camino que llevaba a la casa.

Sólo era la casa de invitados de la mansión principal, pero así y todo tenía tres pisos. En la entrada me pidieron el santo y seña y por fin penetré en ese túnel del tiempo que ya había percibido desde las escaleras. Una gran habitación, de unos quince metros por veinte, ocupaba la mayor parte de la planta baja. Era una sala llena de negros en la que se habían colado algunos blancos.

Según Jackson, el Black Chantilly lo habían abierto para entretener a aquellos blancos ricos, a los que les gustaba sentir que tenían alguna relación con el genuino soul.

La pared del fondo era un gran ventanal que ofrecía una espléndida vista nocturna de Los Angeles, una galaxia que parecía arrancada de los cielos y tendida allí como una sábana. En el centro de aquel espectáculo un hombre del tamaño de un niño se aferraba a una trompeta plateada y tocaba un riff que había conseguido ahogar un momento el bullicio. Detrás del trompetista sólo había una sencilla silla de madera, y a mí se me ocurrió pensar que Lips McGee iba a desplomarse en ella al terminar la pieza.

Lo acompañaban un bajista alto y gordo y un baterista tocado con un birrete, pero ya se habían quedado sin recursos para seguir al viejo maestro. Tenían las manos desocupadas y su única manera de seguir el compás eran unos movimientos de cabeza casi imperceptibles.

Lips tocó lo más alto que pudo y se detuvo. Se lamió los labios y respiró hondo, muy hondo, y después sopló una nota que debió de sonar en algún lugar al este de la luna. Era un coyote aullando a los muertos, y todos estábamos ansiosos por escuchar su profanación.

Cuando Lips terminó, empezó a tocar el bajo, y el baterista decidió darles a las escobillas. Lips se sentó y se quitó el sudor de la cara. El público lo aclamó. Lo aclamamos por todos los años que nos había mantenido vivos en apartamentos del Norte, hacinados uno encima del otro. Lo aclamó por recordarnos el dolor de las porras de la policía y los bajos salarios y por no tener un rostro en el espejo de los tiempos. Lo aclamamos por su asalto a la cultura del hombre blanco: su estridente trompeta era el único heredero auténtico de maestros europeos como Bach y Beethoven.

O tal vez el público aplaudió solamente una pieza bien tocada.

—¿Una copa, señor? —La chita era joven y marrón gamuza. El subidón que me había dado la música de Lips me hizo pensar que en su corazón ocultaba algún secreto que quería susurrarme al oído.

—¿Qué va a beber? —insistió.

—Sí, quiero decir, no. No bebo.

—¿Es adventista del séptimo día? —preguntó.

—No, chica. Sólo un hombre que ha vivido lo suyo.

Le gusté. Me lo decían sus ojos.

—Puedo traerle un refresco. Tiene que pedir tres consumiciones si quiere quedarse en el local. Eso o subir a la sala de juego. ¿Usted juega?

—Sólo con mi vida —dije. Intuyo que fue la respuesta correcta porque subió y bajó los hombros diciéndome que le habría gustado reírse si no hubiera estado trabajando.

—¿Hace mucho que trabaja aquí? —pregunté.

—Un año, más o menos.

—¿Conoce a Holland Gasteau? ¿O a Roman Gasteau?

—¿Los mellizos?

—Sí.

—Han muerto. —Hizo con los labios un gesto que significaba que había visto muchas cosas en la vida, y que había aprendido a dejar a los muertos en paz.

—¿Los conocía?

—No mucho. Vi a Roman un par de veces después del trabajo. Solía salir con algunos de los chicos que trabajan ahí fuera cuando cerrábamos. Para nosotros la juerga empieza a esa hora.

—¿Y adonde van a esas horas?

—A un lugar llamado el Hangar —dijo—. Cerca de Avalon. Preparan huevos revueltos y los sirven con whisky si uno quiere.

—Ese Roman me debía una pasta —dije, alerta a su reacción.

—¿Sí? Va a necesitar una pala si quiere que se la devuelva.

—Sé que tenía unos socios. Si consigo averiguar quiénes son, tal vez podría recuperar lo que es mío.

—¿Le debía mucho? —preguntó, revelando un interés escaso, aunque no por eso menos intencionado.

—Bueno, puede que dos mil quinientos dólares no signifiquen mucho para usted, pero a mí no me vendrían nada mal.

—¿Tiene coche?

—Sí.

—Entonces podríamos vernos a la salida. En la entrada, después de las tres. Podría llevarle al Hangar. Hay un tal Tony, un amigo de Roman, que suele aparecer por allí a esa hora. Trabaja aquí pero hoy es su día libre. Y le gusta mucho ir al Hangar, trabaje o no.

—Claro. Por cierto, ¿cómo te llamas? —le pregunté, tocándole el brazo para romper un poco más el hielo.

—Hannah.

—Bueno, Hannah, creo que iré a darme una vuelta por el local hasta esa hora.

—Aún tengo que servirte algo de beber —dijo.

Me reí y le pedí un vaso de leche.

—Y si no hay leche, funde un poco de hielo y sírvemelo en un vaso alto, ¿vale?

A Hannah le gustaban mis bromas.

La casa estaba dividida en varias zonas de interés. En la primera planta había música y baile, bebidas y conversaciones tranquilas. La siguiente era una serie de salas de juego: póquer, black-jack, dados, ruleta. En la única mesa de billar no había cola para jugar: cada bola costaba cinco dólares.

Sólo los mejores jugaban en el Black Chantilly.

En la tercera planta, mujeres. Al pie de las escaleras montaba guardia un hombre que parecía el hermano pequeño de Rupert. Su función consistía en coger dos billetes de veinte dólares y entregar a cambio al cliente una llave con el número de una habitación.

Miré hacia arriba, más allá del moreno bajito, pero no se me ocurrió ningún motivo que justificara desprenderme de cuarenta dólares.

—¿Hay buen rollo ahí arriba? —pregunté.

—Si tienes con qué pagar —respondió el hombrecillo.

—¿Easy? —dijo una voz femenina detrás de mí.

Me di la vuelta y la vi.

—Hola, Gracie. ¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté, aunque, si he de ser franco, me venía de perlas encontrarme a Grace Phillips en el Black Chantilly.

Grace casi sonrió. Aquella mirada distante en los ojos era de algo más que alcohol.

—Hace un momentito estaba hablando de ti con Bertie —dijo Su boca parecía morder cada palabra antes de terminarla—. Ya sabes que te aprecia mucho. Y que te respeta.

—¿Anda por aquí? —pregunté, mirando hacia la escalera por encima de su cabeza. Un hombre se acercaba por detrás de Grace, pero no era mi jefe, sino un negro color crema de ojos saltones que lucía unos anchos pantalones marrones, bien ajustados a la cintura, y una camisa color coral. Llevaba un cigarrillo encendido entre el índice y el corazón, y dos billetes entre el anular y el meñique, apostaría a que eran cuarenta.

El negro saludó a Grace al pasar. Ella apartó la vista y me miró, incómoda, fingiendo sonreír, hasta que pasó el tipo de ojos de pescado.

—Hola, Li'l Joe —le dijo el resuelto cliente al guardián—. ¿Cómo anda todo por aquí?

Joe cogió los dólares e hizo una mueca al ver los dos billetes de veinte, pero sonrió cuando encontró los dos dólares de propina.

—Muy bien, Greenwood, así se hace —dijo, y le entregó una llave. Greenwood, con aire despreocupado, subió las escaleras silbando.

—Creí que te habías apartado del mal camino, Gracie. ¿No tienes un niño ahora? —pregunté.

Grace sonrió, aceptando algún cumplido imaginario.

—Son preciosos, ¿no, Easy? Los bebés son lo más bonito que hay en el mundo.

Grace llevaba un vestido beige oscuro que le llegaba a unos siete centímetros por encima de las rodillas desnudas, era el tipo de mujer a la que se podía mirar sin sentirse cohibido.

—Las parejas pueden subir sólo por veinte —dijo.

—¿De veras?

—Ajá. La casa sólo se queda con veinte, los otros veinte son para la chica.

Bajó la vista y se miró el pecho, y yo la imité.

Grace era una mujer muy guapa, y, por el modo en que sonreía, un rato con ella era lo más parecido al paraíso que un currante podía conseguir en este mundo. Un paraíso igual, o mejor, que los dulces abrazos de Idabell.

Fue precisamente el recuerdo de la señora Turner lo que me frenó.

—No creo que a Bert le guste mucho verme subir esa escalera contigo, Gracie —dije.

—No —dijo Grace, que por lo visto compartía mi opinión.

—¿Qué te parece si bajamos? —le sugerí.

—¿Puedes dejarme veinte dólares, Easy? —No tropezó en ninguna sílaba de su pregunta.

—Ya veremos.

Grace no le cayó nada bien a Hannah, que ni se dignó mirarme cuando le pedí una soda, para mí, y un whisky con soda, para mi amiga.

—Grace, deberías irte a casa a cuidar a tu hijo —dije, después de ver cómo se endilgaba un buen trago de escocés.

—Ya lo sé —dijo—, ya lo sé. Si me das veinte dólares te prometo que… Bertie te los va a devolver.

—Lo que quisiera saber es cómo reaccionará Bert cuando se entere de que has andado por aquí.

Su sonrisa de desdén habría alejado hasta a la peste bubónica.

—¿Y a él qué coño le importo yo? —dijo—. Me deja sola todo el día. Sallie y sus amigos no me dan ni los buenos días y yo tengo que arreglármelas sola. Sola.

—Deberías irte a casa, Grace.

Pero enseguida me apartó de su mente. Miró primero a la izquierda, y luego a la derecha, buscando a alguien que tuviera veinte dólares en el bolsillo.

—¿Alguna vez has oído hablar de Roman y Holland Gasteau? —le pregunté a su nuca.

—No.

—No me importaría pagar veinte dólares por un poco de información sobre esos tipos.

No tuve la sensación de estar haciéndole una putada a Bert. Por esa cantidad Grace era capaz de hacer cosas mucho peores que hablar.

—Sí, suelen venir por aquí —dijo, mirándome otra vez—. Pero me pareció oír que les había pasado algo, no sé qué.

—¿Los conoces?

—No mucho. Roman es un encanto charlando, muy simpático. Y Holland es un poco raro.

—¿Sabes en qué tipo de negocios andan metidos? —pregunté.

—Roman juega, y Holland… no sé.

—¿Hacen algo juntos?

Tragó saliva —dos veces— y después sacudió la cabeza diciendo que no.

—Sé dónde vives, Grace, no lo olvides.

—Entonces ven a visitarme algún día.

—¿No puedes decirme nada más de los Gasteau?

—Podría preguntar. —Esta vez estuvo a punto de atraparme con los ojos.

Pero retrocedí. Aún no había caído tan bajo.

Metí la mano en el bolsillo, pero antes de sacar los veinte pavos se me ocurrió una idea.

—¿Has visto a Bill Bartlett por aquí últimamente?

—¿A quién? —preguntó, y yo sabía que cualquier cosa que me dijera sería una mentira, o una mentira a medias.

—Bartlett, ya me has oído. Ese tipo que trató de chantajear a tu amigo.

—No. Ya te he dicho que Sallie y sus amigos me hacen el vacío después de ese asunto entre tú y Bertie.

Grace no me quitaba la vista del bolsillo.

—¿Y tampoco has oído nada de él?

—¿De Bill Bartlett?

—Sí. —Dejé mi mano en el bolsillo un poco más; mi objetivo era mantener su atención.

—He oído que se puso a trabajar de cocinero por ahí después de que lo despidieron para enchufarte a ti. Pero no sé dónde.

Le di dos billetes de diez y sin decirme adiós me dejó solo en la mesa.

Volví a la sala de juego y puse treinta dólares en la mesa de black-jack. Le pregunté al crupier si ése era el juego de Roman; me respondió que nunca había oído hablar de ningún Gasteau. A veces una mentira dice más que cien verdades. La registré y la fui sopesando de camino a la planta baja.

Una mujer cantaba «I Cover the Waterfront». Detrás de ella vi a Lips sentado junto a la ventana, las manos en los muslos y los ojos en la luna.

—Hola, Lips.

—Easy. —Su voz, su manera de arrastrar las vocales, eran la réplica humana a su trompeta.

—¿Cómo estás, eh? —Conocía a Lips desde que era un crío en Houston.

—Bueno —dijo—, me voy volviendo un poco lento, hombre. Un poco lento.

—Pero tocas muy bien.

—¿Lo dices en serio? Antes sí me gustaba tocar, Easy, colocarme, buscarme una chica para pasar la noche, pero de eso ya no queda nada. Ya no tengo la boca como antes, y aunque así fuera, ya no hay nada nuevo que tocar. La gente sólo quiere oír canciones, y no hay buenas voces para el jazz. Lo único que quieren son gritos, boogie-woogie y esa mierda.

Lo lamenté por Lips, pero aquella noche yo tenía mis propios problemas.

—¿Puedes decirme algo de dos hermanos apellidados Gasteau?

—Sí. Que están muertos. Ese Roman era un buen tipo, sí, señor. Muy legal. Pero Holland era un chiflado, Easy. Siempre quería ser la estrella. Una noche hasta intentó subir al escenario conmigo.

—¿Qué dices?

—Te lo juro. Sacó su guitarra y subió a tocar a mi lado. Mierda. Tuve que sentarme y esperar a que Rupert viniera a echarlo.

—¿Y sabía tocar?

—Tal vez, si lo hubiera puesto boca abajo y con una buena tunda en el culo.

Me reí tanto que se me saltaron las lágrimas.

Llamé a Hannah con la mano y le señalé a Lips para que le sirviera un trago.

—¿No sabes nada más?

—Roman anduvo por la ciudad montado en un gran caballo blanco.

—¿De veras?

—Aja. No sé qué dijo de hacerse vaquero.

Hannah apareció con una copa para Lips; me echó una mirada durísima.

—Hannah —le dije antes de que pudiera marcharse.

—¿Qué?

—Tú conoces a Lips, ¿verdad?

—No lo conozco —dijo, con cierta timidez—. Pero me gusta mucho su música.

—Gracias —dijo mi viejo amigo.

La toqué en el codo.

—Hemos quedado que te veía más tarde, ¿verdad?

Hannah sonrió, perdonándome lo de Grace.

Cuando se fue le pregunté a Lips:

—¿También estás demasiado viejo para eso?

—Easy —dijo, con una sabiduría que espero no alcanzar nunca—. Ya ni siquiera me interesan las costillas de cerdo. Ni la comida significa nada para mí.

Dicho lo cual se puso de pie y tocó la larga y tristísima «Alabama Midnight», y se estuvo un buen rato tocando una canción tras otra. Y me quedé escuchando hasta que no pude aguantar más tristeza; entonces salí y me fui andando hasta la farola.

Esperé a Hannah en el extremo del descampado, mirando el valle por entre los oscuros árboles y arbustos que crecían en los bordes de la ciudad.

Yo también vivía al borde. Yo también me movía en la oscuridad.

Me entusiasmaba la idea de que Hannah me llevara a uno de sus garitos de madrugada. Le gustaban mis bromas y mi promesa de riqueza. Me pregunté por qué alguna vez había abandonado aquella vida tan sencilla y honesta.

Detrás de mí pasaba la gente que salía del club. Los oía reír y bromear, besarse y cerrar con fuerza las portezuelas de los coches. Una joven pareja hacía el amor en el asiento trasero de un viejo Buick. Los suspiros de la chica atravesaban la noche como los gemidos de un pájaro moribundo.

Me pregunté si habría un lugar para mí, un lugar parecido a aquél y que me permitiera escuchar las risas de mis hijos por la mañana.

Oí crujir la grava, un crujido que parecía más próximo que los otros pasos que se dirigían al aparcamiento.

Hannah, pensé, y en ese momento sentí el golpe en la cabeza. La luna se rompió en un montón de pedazos mientras yo intentaba aferrarme con el pensamiento a algo que me mantuviera consciente.