A los chicos les encantaba que les preparara comida mexicana. Comimos y bromeamos y contamos historias, y hasta Faraón chillaba de contento bajo la silla de Feather.
Después de cenar me puse una camisa azul oscura y un traje marrón deportivo, holgado.
—Juice.
—¿Sí, papá?
—Tengo que salir un rato. Cuida la casa hasta que vuelva, ¿entendido?
Jesús sonrió y asintió con la cabeza; comprendió que volvía a confiar en él.
—A lo mejor llego tarde, pero tú y Feather os vais a la cama a vuestra hora.
Jesús asintió.
—Sí, papá —dijo Feather.
Esa noche tenía previstas tres paradas: Whitehead's, la casa de Jackson Blue y el Black Chantilly. La última prometía ser la más fructífera.
Whitehead's estaba en un edificio negro que se alzaba sobre unos altos pilares. Catorce escalones separaban la acera de las delgadas puertas dobles del local, pero así y todo la música y el jolgorio se podían oír desde la calle.
La gente bebía y comía y hablaba a gritos en todas las mesas y también de una mesa a otra. Una camarera parecía tan interesada en lo que un cliente corpulento les contaba a sus amigos que se sentó a escuchar con los codos apoyados en la mesa.
—Reba —le dijo un hombre desde otra mesa a la camarera.
—¿Qué quieres? —contestó la mujer, molesta.
—¿Dónde está nuestro pan de carne? —preguntó el cliente, descontento. Su acompañante, una mujer de piel marrón y carnosos labios rosa satinados, lo miraba como si fuera a largarse si no conseguía que le sirvieran algo de comer.
—Ya sabes dónde está la cocina, Hestor. Ve y tráetelo tú mismo —le dijo Reba.
Labios de Rosa amagó con marcharse indignada, pero en ese mismo instante su joven pareja se lanzó detrás del mostrador y cogió al vuelo dos grandes bandejas de pan de carne, puré de patatas y nabos.
—¿Señor? —preguntó una voz femenina.
—¿Sí?
La mujer que tenía detrás parecía una bola de jugar a los bolos. Era redonda y negra, no negra—azul o negra—marrón, sino negra—negra. No había brillo en sus ojos, y tenía la cabeza inclinada recta hacia atrás como si no tuviera cuello.
Habría visto en ella una señal de peligro si no hubiera sido por la voz, que era como un tintineo, y por su dulce sonrisa.
—No hay mesas libres, señor —dijo, cantarina—, pero puede comer en la barra.
—Sí, en la barra es perfecto —dije, tranquilo—. ¿Trabaja usted aquí?
Se le agrandó la sonrisa.
—Soy la dueña —dijo.
—¿En serio? ¿Cómo se llama?
—Arletta.
—Hola, Arletta —dije—. Idabell. Turner me habló muy bien de este lugar. Me dijo que viniera y preguntara por William.
El disgusto asomó a los labios de Arletta, pero enseguida recuperó la sonrisa de antes.
—Idabell es una chica estupenda, pero tiene que saber que William trabaja aquí, y que lo que ella quiere no es siempre lo más importante del mundo.
—Verá, Arletta —dije, poniéndole la mano en el antebrazo desnudo—. No hace falta que me lo diga, pero necesito hablar con él un momento.
Arletta era de esas mujeres que dan ganas de tocarlas. Era mayor que yo, unos cincuenta años, tal vez, y yo no pretendía insinuarme tocándole el brazo. No era mi intención, pero lo hice.
—De acuerdo —dijo—. Está ahí, en la cocina.
Arletta me llevó a la cocina a través de una puerta de vaivén. Allí encontramos a un hombretón calvo que blandía una cuchilla de carnicero en la mano izquierda, cubierto apenas hasta la cintura por un mandil que alguna vez había sido blanco y que ahora estaba totalmente salpicado de sangre de vaca. Detrás de él colgaba lo que quedaba de media res.
—William —dijo Arletta un poco más alto, como si el destapador fuera duro de oído.
—¿Qué? —La voz, aguda, salió de detrás de la media res.
Era un hombre bajito y de piel dorada, y también llevaba mandil, pero era tan delgado que le colgaba por todos lados.
Cuando le vi la cara supe que me había metido en un gran lío. Hasta ese momento sabía que tenía que moverme con cuidado, que los problemas estaban esperándome en cualquier esquina; pero había pensado que eran problemas de otros, no míos. ¿Qué sabía yo de dos hermanos mellizos ni de chaladas profesoras de matemáticas? ¿Qué sabía yo de contrabando internacional, de extorsiones, de asesinato?
Nada.
Nunca había sabido nada hasta que el cuerpo de Roman apareció en el jardín del colegio. Pero sí había visto antes la cara del amigo de Idabell, en un anuario de Sojourner Truth de hacía tres años. William, el carnicero de Whitehead's, era, para mí, el chantajista Bill Bartlett.
William llevaba un pequeño cuchillo y no tenía manchas de sangre, aunque sostenía un trozo de carne en la otra mano.
—Este hombre quiere hacerte unas preguntas —dijo Arletta.
—Arletta, no puedo trabajar con esta mierda —dijo el cocinero grande y calvo, el de las manchas de sangre—. Necesito que William me ayude si tenemos que preparar toda esta carne y servirla.
Me acerqué velozmente a William tendiéndole la mano.
—Brad Koogan.
William miró el cuchillo y la carne como para indicarme que no podía darme la mano.
—¡Pedro! —gritó el calvo.
Un mexicano de mirada maliciosa apareció de alguna parte; fondo de la cocina.
—¿Qué? —Era tan alto como el carnicero calvo.
—Ven aquí y ayúdame con esta carne.
—Tengo seis pedidos —replicó Pedro.
—Venga, Koogan —me dijo William. Antes de darse la vuelta para encaminarse hacia una puerta trasera dejó la carne y el cuchillo en un plato, se quitó los guantes de goma y encendió un cigarrillo.
La velocidad con la que realizó todos esos movimientos me hizo estremecer.
—¿Qué quiere, hermano? —preguntó el hombrecito—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
Yo me había detenido a observar lo grande que era su cabeza en comparación con el resto del cuerpo.
—Brad Koogan.
—Parece nombre de blanco.
Reí entre dientes.
—Sí, bueno, cada vez que envío una solicitud de empleo siempre me dicen lo mismo cuando llamo para preguntar si hay algo, que sí, que me pase por allí, que hay una vacante, pero en cuanto me ven la cara resulta que la plaza ya está ocupada.
—Vaya al grano —dijo el ayudante del chef.
—Sí, la razón por la que he venido —proseguí— es…, bueno, una mujer me dijo que solía verse con usted aquí, y ahora yo… necesito verla.
—¿Una mujer? —William se expresaba con frases cortas y rápidos estallidos, como una ametralladora.
—Idabell Turner —dije, mientras él aspiraba el humo de su cigarrillo.
Contuvo el aliento un segundo más de lo necesario y luego, en vez de decirme nada, cogió el paquete de Winston del bolsillo y me ofreció uno.
Acepté uno y lo encendí.
—¿Y para qué quiere ver a Idabell? —preguntó.
—Es que envió a un amigo suyo a dejar el perro en mi casa, y él me dijo que Idabell pasaría hoy a llevarse a Faraón, pero no ha aparecido y ya estoy cansado de limpiar cagadas.
—¿De qué conoce a Ida?
—Pues de una fiesta. Había ido con el marido. Y el cuñado también, creo. ¡Joder! ¡Eran igualitos!
Yo decía una cosa y pensaba en algo parecido. ¿Conocía Bartlett a Roman y Holland? ¿Tenía algo que ver con los asesinatos? Me habría gustado cogerlo por el cuello y apretarlo hasta que cantara, pero no era el momento oportuno. Aún no. Si él tenía algo que ver y si sabía quién era yo, y que lo conocía, entonces saldría disparado antes de que pudiera servírselo en bandeja a la pasma.
Así que, de momento, la único que saqué en limpio de Bartlett fue lo que él quiso soltar.
—No sé dónde para Ida, amigo. —Sus palabras—balas eran una advertencia que pasaba rozándome las sienes—. Estuvo seis meses debiéndome cien dólares, la muy zorra. Pasó anoche a pagármelos.
Nuestras miradas se cruzaron con el reconocimiento involuntario de que los dos estábamos mintiendo.
—Pero si sé algo de ella le diré que la anda buscando —mintió—. ¿Me deja su número?
—No tengo, me han cortado el teléfono —respondí—. ¿Y no conoce por casualidad a su marido? A lo mejor si lo llamo a él…
—¿El marido de quién?
—El de la señora Turnen, de Idabell.
—No, hombre. No lo conozco.
—¿Y usted de qué la conoce?
—De por ahí —dijo, descaradamente—. Oiga, tengo que volver a la cocina, a Maxwell no le gusta mucho que paremos para fumarnos un pitillo.
Yo quería que siguiera hablando. Quería partirle la cara.
—Sí, señor. Esa Idabell es una zorra. —Fue todo lo que dije.
—Hasta pronto, hermano. Le diré a Ida que la anda buscando… Si la veo.