20

Yo conocía un camino más corto a la comisaría de Hollywood, pero opté por seguir al coche particular de Sanchez. Quería saber en qué iba pensando el sargento, pues no confiaba en nadie que se interesara por mí y creía que la única oportunidad que tenía era asegurarme de que nadie iba a poder conmigo.

Sanchez aparcó junto al bordillo azul pintado con unas grandes letras que decían PARA USO EXCLUSIVO DE LA POLICÍA. Cuando pasé a su lado hizo sonar la bocina y me indicó que aparcara delante de él. Hice un giro en U y dejé el coche de Primo delante de su Chevrolet negro. Sanchez me estaba esperando con una tarjeta de cartón roja y negra que tenía un largo número impreso.

—Tenga, póngalo en el salpicadero —dijo—. Así no lo molestarán.

El número me recordó a una tarjeta de presidiario, y cuando lo coloqué en el coche lo hice esperando no encontrarme dentro con una parecida.

Entramos por las enormes puertas del garaje; un negro y un moreno paseándose por una caverna llena de polis blancos.

—¿Qué se les ofrece? —preguntó el primer policía con el que tropezamos.

—Sargento Sanchez —replicó mi acompañante, tarjeta de identificación en mano.

—De acuerdo —dijo, con tono de sospecha, el policía rubio—. ¿Adónde van?

—El capitán Fogherty quiere vernos —dijo Sanchez sin rastro de enfado en la voz.

—¿Y su identificación? —me preguntó luego el agente. Sabía, por el modo en que yo iba vestido, que no tenía tarjeta, pero no quería dejarnos pasar sin darnos un poco la lata. Observé que los demás polis estaban de pie junto a sus coches, mirándonos.

—En la tintorería —dije—. Le están sacando brillo.

—¿Cómo dice? —El policía movió el hombro. Tenía ganas de hacer algo pero aún no había decidido qué.

Mi corazón empezó a bombear sangre a toda velocidad. Apreté los dientes y me fijé en sus ojos marrón claro.

Sanchez se interpuso entre nosotros.

—El señor Rawlins no es agente de policía —dijo—. Está aquí para informar al capitán sobre el asesinato de los hermanos Gasteau.

La sonrisa del policía me recordó a Faraón.

—Esto es lo que pasa cuando dejamos entrar a tipos de su calaña —dijo.

Se me ocurrieron cinco réplicas a ese comentario, y sólo dos de ellas requerían palabras.

—Si nos permite, agente… —Sanchez miró de cerca el distintivo de la placa del agente— ¿… Peters?

El agente Peters se hizo a un lado y cruzamos las dos puertas de vaivén que tenía detrás; las puertas se abrieron a un largo corredor color lima claro, iluminado por los brillantes focos de unos apliques de cristal casi opaco empotrados en el techo.

Atravesamos el corredor y giramos a la izquierda para meternos en otro todavía más largo, un verdadero túnel sin ninguna puerta.

Una enorme cucaracha se escabulló por el pasillo a nuestro paso. Me pareció asustada, y que a toda costa quería apartarse de la dirección en la que avanzábamos.

—¿Cuánto hace que es sargento? —le pregunté a Sanchez. Pensé que, no siendo un prisionero, ni un criminal, podía hablar libremente.

Pero Sanchez no pensaba de la misma manera. O era sordo. O tal vez estaba concentrándose. Los túneles se cruzaban y se bifurcaban sin cesar, abriéndose en varias esquinas.

Giramos y volvimos a girar.

Cada pasillo era menos verde y más amarillo. Al final del último corredor había una gran puerta de hierro con una portezuela equipada con cristales blindados extragruesos.

A través del cristal pude ver otra puerta, parecida a la de una celda, con barrotes, y detrás de los barrotes, otro policía, más viejo. Cuando Sanchez golpeó con la placa en el cristal, el agente de guardia levantó la vista lentamente. Sanchez enseñó la tarjeta de identificación por la ventana. El viejo se levantó y empezó a rebuscar en un gran llavero de metal. Sólo había cuatro llaves, pero tuvo que probarlas todas para abrir la puerta de barrotes, tras lo cual atravesó la cámara blindada hasta la puerta y nos miró detenidamente.

Con un movimiento de la mano le indicó a Sanchez que quería ver su tarjeta otra vez. El policía examinó largo rato la foto y después empezó a enredar con las llaves otra vez.

Tras cuatro tentativas oí que la llave entraba en la cerradura y giraba, pero la puerta no se abrió. El policía volvió sobre sus pasos y hasta que no estuvo a salvo dentro de su cubículo no nos abrió la puerta, apretando algún dispositivo debajo de su escritorio. La puerta ante la que esperábamos Sanchez y yo se abrió con un sonoro clic.

Entramos en la cámara acorazada.

—Cierren la puerta —dijo el policía—guardián.

Sanchez obedeció.

—¿Qué quieren? —preguntó entonces el guardia.

—Acompaño al señor Rawlins al despacho del capitán Fogherty.

El poli me clavó la vista.

—¿Está arrestado?

—No.

—¿Y por qué viene por aquí?

—Por aquí dijo el capitán que viniéramos.

Otra larga mirada.

—De acuerdo —dijo, y otra vez a enredar con el llavero.

Detrás de él había otra puerta de metal, cerrada también, y más allá, las celdas, doce cajas de barrotes mal iluminadas con uno o dos hombres en cada una de ellas. Al entrar distinguí, a través del suelo de rejilla, otras doce celdas. Por el techo, enrejado, se veía otro bloque de celdas. Todos los hombres llevaban pantalones verdes con la palabra PRESIDIARIO grabada en tinta roja oscura, y camisetas a juego. Todos nos miraron en silencio, preguntándose si nuestra presencia allí tendría algo que ver con su caso. Nos miraban desde sus camastros o de pie junto a los barrotes, o sentados en el váter de metal. No tenían nada que ocultar, nada que decir.

Unos treinta hombres apiñados en jaulas, bajo tierra. Como ganado esperando que se les infligiera un nuevo castigo. Como aparceros o esclavos hacinados en chozas en el borde de una plantación.

El mal se alojaba en aquel lugar, y en aquella plantación también, porque, como yo sabía muy bien, si a uno lo castigan bastante, se convierte en culpable de todos los crímenes que se le imputan.

—Jefe… Era un susurro ronco. El hombre que me llamaba era negro. Estaba mitad agachado, mitad tirado junto a la puerta de su celda; tenía el ojo izquierdo inyectado en sangre, y la nariz tan hinchada que respiraba por la boca abierta. Le manaba sangre de la boca, a la que le faltaban unos dientes. Yo no tenía manera de saber si los había perdido en la pelea, o antes.

—Jefe…

Me detuve.

Era difícil saberlo con tantos morados y tanta sangre, pero no creo que aquel hombre pasara de los veinticinco. Corpulento pero no pesado, se había quitado la camisa para limpiarse la sangre y el sudor de la cara.

Detrás de él, al fondo de la celda, había otro hombre joven, también negro. Era alto y delgado y estaba echado en su litera con las piernas cruzadas. Descansaba con los ojos abiertos y en la cara la petulancia satisfecha de un matón.

—Ayúdeme, jefe —imploró el hombre golpeado—. Dígales que me dejen salir.

—Vamos, Rawlins —dijo Sanchez a mi espalda.

—¿Qué pasa? —preguntó el matón.

El negro que estaba en el suelo se encogió al oír la voz amenazante de su torturador.

El matón se incorporó en su camastro. Tenía el nombre —Jones— cosido en el bolsillo izquierdo de su camisa de presidiario, pero dudé de que fuera su verdadero nombre.

—Vuelve aquí, Félix —dijo Jones—. Voy a contar hasta tres, Félix. Uno…

Félix me miró.

—… dos…

Félix, asustado, se fue de rodillas a los pies de Jones, que miró por los barrotes y me sonrió. A él también le faltaban unos cuantos dientes.

Jones se quitó los zapatos.

—Quiero que te sientes en la cama, mamón, y me limpies de una puta vez esos zapatos con la lengua, ¿me has oído? —dijo, y al ver que Félix no le obedecía con la celeridad que él habría esperado se agachó y le atizó en la oreja.

—¡No me pegues más! —gritó Félix.

—Entonces siéntate ahí y empieza. Quiero ver esos zapatos bien brillantes. Y será mejor que no me los manches de sangre.

Para hacerle el trabajo aún más difícil, Jones le dio un puñetazo en la nariz. Más sangre, más lágrimas.

Jones nos daba la espalda. Le dijo algo a Félix, pero aquellas palabras iban dirigidas a mí.

—Creías que ese tipo iba a ayudarte, ¿eh, Félix? Bueno, pues te digo que en cuanto se larguen te voy a poner el culo de azotes que te vas a enterar. Te voy a dar tantas patadas en el culo, negro de mierda, que vas a arrepentirte de haberte movido de tu sitio. Y ese gilipollas de ahí fuera, que no me tropiece yo con su jeta culo por la calle.

—Vamos, Rawlins —dijo Sanchez—. Lo comunicaremos a la guardia.

Detrás de la siguiente puerta de barrotes se repitió el mismo procedimiento. Dos guardias —dos hombres fornidos, con sendas calvicies incipientes— nos abrieron por medio de un interruptor y franqueamos la primera puerta.

Uno de los guardias bizqueaba; el otro tenía unas mejillas rosadas. Tras coger la tarjeta de Sanchez por los barrotes, la pusieron en una mesa que había detrás de ellos.

Ninguno de los dos dijo una palabra.

—¿Y bien? —preguntó Sanchez.

El guardia de la izquierda bizqueó a las mejillas rosadas de su compañero.

Yo seguía pensando en Félix, preguntándome si alguien oiría sus gritos a través de las paredes de acero.

—¿Qué es lo que quieres, hijo? —replicó Bizco.

Había una puerta de acero detrás de mí, otra delante, y por alguna razón yo no podía respirar bien.

—Será mejor que volváis a vuestras celdas, chicos, hasta que comprobemos esto —dijo el hombre de las mejillas rosadas—. Abre la diecisiete y la veinticuatro, Ron.

Un espasmo me recorrió la médula de arriba abajo, pero Sanchez ni se inmutó. Miró fijamente a los dos hombres hasta que Ron parpadeó y cogió las llaves; sin embargo, se detuvo al acercarse a la cerradura.

—¿Estás seguro de que eres de aquí, Pancho? —preguntó.

Su compañero se rió por lo bajo, y después los dos estallaron en carcajadas.

Ron abrió la puerta de par en par. La respiración parecía esperarme al otro lado del umbral.

Mejillas de Rosa le dio unas palmaditas a Sanchez.

—Era sólo una broma, amigo.

—Hay dos prisioneros peleando en una de las celdas —replicó Sanchez—. Uno de ellos está bastante mal.

—Oh —dijo el poli—. ¿Dos negros?

—Creo que alguien podría terminar malherido —insistió Sanchez.

El policía se volvió a su compañero y dijo:

—¿Qué hora es, Bob?

Bob alzó la muñeca para mirar la hora.

—Las tres y cuarto.

—Bueno, te diré lo que vamos a hacer, amigo —le dijo Ron a Sanchez—. Sólo falta media hora para que llegue el relevo. Acusar a alguien nos llevará por lo menos una hora, así que se lo comunicaremos a los de la tarde cuando lleguen.

Ya no había nada más que decir. Abandonamos a Félix a su suerte.

Atravesamos otro largo corredor que en realidad llevaba de un edificio a otro, a la antigua comisaría. Los pasillos se iban estrechando y allí las puertas tenían marcos de madera. Subimos dos pisos por una escalera y desembocamos en otro corredor en el que la luz del sol entraba por las puertas abiertas e iluminaba las ventanillas de cristal esmerilado de las puertas que estaban cerradas. Al final del pasillo estaba nuestro objetivo; la placa de metal decía «Capitán Josiah Fogherty».

—Adelante.

Era un despacho pequeño, en el que a duras penas cabían la mesa atestada de porquerías y unas sillas plegables apiladas junto a la puerta; nada, en fin, que se pareciera al despacho de un capitán.

Fogherty tenía una espesa cabellera cana y unos párpados pesados, tristes y sonrientes a la vez. Su piel era oscura, pero no por la raza ni porque hubiera tomado el sol. Fogherty tenía todo el aspecto de un bebedor empedernido; whisky puro, si mi imaginación no fallaba. No llevaba alianza de matrimonio, y su camisa blanca estaba demasiado arrugada, incluso para un policía, con más de una mancha asomando por debajo de la chaqueta marrón. El capitán nos recibió con una sonrisa como la que ponen los deudos cuando intentan consolar a la viuda.

—Sargento —le dijo a Sanchez, aunque me miraba a mí.

—Rawlins —dijo el sargento.

—Siéntense, siéntense —dijo Fogherty, señalando sus pobres sillas de tijera.

—El señor Rawlins trabaja… —empezó Sanchez, y se puso a contarle su historia.

Fogherty levantó las manos para interrumpirlo, cogió el auricular del teléfono y apretó un gran botón verde debajo el disco. Al cabo de unos segundos dijo:

—¿Ya está lista la 4—A? Perfecto. Aja, seguro. Sí. Bien.

Tras colgar, le hizo una seña a Sanchez para que continuara.

—Como le decía, capitán, éste es el señor Rawlins —prosiguió el sargento—. Trabaja en el colegio en que da clases la esposa de la víctima.

—Terrible, señor Rawlins, ¿no le parece? —dijo Fogherty.

—Sí, señor —dije, con todo el sentimiento que era capaz de demostrar.

—Vemos cosas así todos los días —añadió—. Casi siempre rencillas familiares que se escapan de las manos; buenos amigos que beben unas copas de más, puede que con la mujer del otro, y después, ¡bang! Un muerto. O dos.

Cuando sonrió me di cuenta de que mi excursión por los intestinos de la comisaría había sido calculada para minarme la moral.

—¿Me necesitaba para algo, capitán?

—¿Conocía a Holland Gasteau?

—No, señor. Idabell y yo somos sólo compañeros de trabajo. —¿No sabe dónde podría estar la señora Turner?

—No, señor —dije con toda la sinceridad de que es capaz un hombre, aunque para ellos eso no significaba nada.

Un policía honesto, cuando un juez le pregunta, por ejemplo, «¿Se puso el sol por el oeste ese día, agente?», responde: «Creo que sí, señoría», y deja que el tribunal decida la verdad.

Fogherty sonrió.

Un policía uniformado asomó la cabeza.

—La 4-A está lista, señor.

—¿Tiene a los cinco? —preguntó Fogherty.

—No, señor. Sólo hemos conseguido cuatro.

—Mierda —dijo en voz baja el capitán.

Era la misma palabra que yo tenía en el fondo de mi garganta.

—Usted podría hacerme un favor, Rawlins. —A juzgar por la cara del capitán, acababa de ocurrírsele lo que iba a pedirme.

—¿Qué?

—Vamos a hacer una rueda de identificación, pura rutina. Pero el tipo es de color, ya sabe, y nos gustaría tener ahí un buen surtido… Para ser justos, digamos.

—¿Y de qué se le acusa? —pregunté.

—Asesinato —dijo Fogherty.

Sanchez me miraba a los ojos.

Habían puesto una pared de placa de yeso para dividir una pequeña habitación del sótano. Fogherty y Sanchez me acompañaron. Nos esperaban tres polis blancos y seis hombres negros, todos vestidos con ropa informal, salvo por las esposas que llevaban dos de los sospechosos. Fogherty mandó que se las quitaran.

La pared real tenía líneas negras verticales trazadas formando rectángulos del tamaño de un hombre, sucesivamente numerados del uno al seis. Nos ordenaron que nos pusiéramos contra la pared, cada uno debajo de un número.

—¿Para qué coño me han traído aquí? —se quejó uno de los presos—. Les he dicho que estaba enfermo. Yo no he hecho nada, joder.

—¿Quieres volver al pasillo? —le dijo un policía por toda respuesta.

Observé que los dos hombres esposados tenían magulladuras en la cara.

Desde el estratégico punto de observación del número tres miré a un lado y a otro de la fila. Ni el más mínimo parecido entre los sospechosos. El más bajo mediría metro ochenta, y el más alto unos buenos ocho centímetros más que yo, un poco más de uno noventa y cinco. Había piel amarillenta, gris, marrón y negra, colores y rostros que revelaban la diversidad de los pueblos africanos y de los amos blancos que violaron a nuestras abuelas y bisabuelas.

Era un montaje, obvio, totalmente amañado, pero yo aún tenía algunos puntos a mi favor. Éramos una fila de negros, y los blancos, por lo general, difícilmente saben distinguirnos.

La vieja dama blanca con la que tropecé al salir de casa de Idabell no había podido verme bien; yo me había tapado la cara, la había distraído con las llaves y me había agachado para engañarla con la estatura.

Yo era inocente.

—Número tres, mire al frente.

Un panel de seis grandes reflectores se encendió en el techo. Me quemaban la cara.

—¿Qué miras, chico? —dijo un policía joven, con un acento de algún lugar del nordeste. Las palabras, pronunciadas con desdén, sonaron extrañas en su boca, pero el significado era claro.

Y volví de golpe al sur profundo de los Estados Unidos. Todas la sensaciones abandonaron mi cuerpo y la cara se me relajó. No sentía nada en los ojos, no había palabras en mi boca, mi rostro no expresaba nada. Me había vaciado de todo mi pasado. No tenía futuro. Me planté bien erguido y ofrecía mi rostro al biombo de yeso, pero no era yo el que estaba allí. Easy se había escondido y no había forma de sacarlo a la superficie.

Habían abierto mirillas en el biombo que teníamos delante, y las observé sin que se notara que miraba. Había logrado regresar, con la mente, a una caliente carretera de los pantanos, a los días en que podría haber desaparecido en un santiamén de cualquier trabajo o domicilio conocido, a los días en que la puerta trasera era la única puerta… y siempre estaba abierta.

Pidieron primero que se adelantara el número uno, después el dos, y así hasta el seis. Cuando me llegó el turno me planté bajo los potentes reflectores y los miré fijamente.

En el principio… Las palabras me vinieron a la cabeza y yo fui mi único amo.

Los reflectores se apagaron y quedaron encendidas sólo las luces de atrás. De repente la habitación se hizo más oscura y más fresca.

—Ya pueden salir —dijo el poli del este.

Seguí a la fila hasta la habitación de al lado, donde a los presidiarios volvieron a ponerles las cadenas antes de conducirlos a sus celdas. Los otros se marcharon sin más.

Yo también hice ademán de marcharme.

—Rawlins. —Era Fogherty.

El capitán y Sanchez se me acercaron, muy serios. Recordé, atravesado por el miedo, que no llevaba encima el número de mi abogado.

—¿Adónde cree que va? —preguntó Fogherty ni simpático ni melancólico.

—A mi casa.

—Nuestro testigo lo ha reconocido, Rawlins.

Supe, al oírlo, que la identificación había fracasado, que Fogherty y Sanchez sólo pretendían asustarme, o ver cuánto costaría hacerme tambalear.

Sabía que no debía parecer demasiado asustado, pues pensarían que era culpable. Para un ciudadano honesto lo mejor era tartamudear un «¿qué, cómo dice, capitán?», como lo haría cualquier inocente con miedo. Pero lo que dije fue:

—Y un huevo. Yo no he hecho nada que nadie haya podido ver.

—Es posible que lo vieran después —especuló Fogherty.

—Una mierda —dije—. He ido del trabajo a casa, capitán, y si alguien me ha visto en uno de esos dos sitios, le aseguro que para mí sería un placer confesar que trabajo y les doy de comer a mis hijos.

—No tengo por qué dejarlo marchar, Rawlins —dijo Fogherty—. Podría meterlo en ese bloque de celdas que ha atravesado al entrar.

Yo seguía mirándolo con actitud desafiante, pero su amenaza consiguió que me mordiera la lengua. Fogherty sonreía como un demente.

—Sí. Sanchez me ha dicho que ha visto a Félix Wren en la celda. —Fogherty observó mi reacción y asintió con la cabeza como un experto—. Lo metimos sólo por conducir borracho, pero se resistió, y mordió a uno de mis hombres. Bueno, usted no se preocupe por él, no le va a pasar nada. Ni siquiera pensamos acusarlo. Cuando le rompan el último diente lo enviaremos de vuelta a casa con su mamá.

Ese fue el primer momento en que sentí en mis dedos el cosquilleo del asesinato. No es que quisiera matar concretamente a Fogherty; podría haber asesinado a cualquiera.

Me di la vuelta y me dirigí a una puerta en la que vi la palabra SALIDA escrita en letras rojas.

—Sabemos que tiene algo que ver en este asunto, Rawlins —dijo Fogherty a mi espalda. Yo seguí andando, atraído por la señal de salida.

Nadie me detuvo al salir de la comisaría, ni pareció darse cuenta de que me iba. En algún lugar de la identificación me había vuelto invisible otra vez, y recuperado para mí las sombras en la que me mantenía camuflado, y al acecho.