—Papá, Frenchie está enfermo.
Feather estaba de pie junto a mi cama, vestida ya con su vestido anaranjado, el que tenía cuatro grandes botones blancos. El espejo de la cómoda arrojaba una luz débil. Eso significaba que ya era tarde.
—¿Qué haces aquí, Feather? ¿Por qué no has ido a la escuela?
—Frenchie está enfermo —repitió—. Me he quedado a cuidarlo.
—¿Dónde está Juice?
—Se ha ido al colé. Me ha dicho que iba a meterme en un lío —Feather me miró con los ojos un poco abiertos—, pero yo le he dicho que Frenchie estaba enfermo y que me necesitaba para que le hiciera mimitos y le tomara la temperatura.
La mujer ya asomaba en la niña, ejercitando los músculos. Yo tenía el alma enferma, la belleza de Feather y su capacidad de amar aún conseguían hacerme sonreír.
—Yo me ocuparé del perro, bonita —dije—. Prepárate el almuerzo que te llevaré al colegio.
Faraón, también deprimido, estaba sentado junto a la puerta de la calle, la pequeña barbilla de rata apoyada en las delgadas patas delanteras. Me miró, e intentó gruñirme, pero en lugar de un gruñido le salió un lloro.
Me puse los pantalones de pintor y una camisa de franela azul y roja, y unos gruesos zapatos de faena. Aquel día saldría sin bañarme ni afeitarme; regresaba a mis viejos y malos hábitos y me sentía un canalla.
La Escuela Elemental Burnside no estaba lejos.
—¿Qué le ha pasado a la ventanilla, papá? Entré con Feather en el colegio y di una vaga excusa por haberla retenido en casa aquella mañana; a nadie pareció importarle.
Volví a casa y llamé a Sojourner Truth. Trudy Van Dial me pasó con Garland Burns; cuando se puso le dije que aquel día iba a trabajar para el señor Stowe, fuera de la oficina del distrito.
—Dígaselo a Newgate —dije—. Que llame a Stowe si no le parece bien, y asegúrese de que Archie termine el trabajo que tiene asignado.
—Eso está hecho, señor Rawlins —dijo Burns.
—¿Alguna otra novedad, Garland?
—Sí. Ese policía, el sargento Sanchez, habló conmigo y con la señora Plates ayer —dijo, con sus maneras de colegial, el joven y siempre bien afeitado miembro de la Iglesia de la Cienciología Cristiana.
—¿Sí?
—En realidad, estuvo todo el rato preguntando por usted.
—¿En serio? —dije, con mi tono de voz más perplejo—. Bueno, nos vemos mañana, señor Burns.
—De acuerdo. Hasta mañana, señor Rawlins.
Recorrí en coche el largo camino hasta Watts, aunque aquel día no pensaba trabajar. Me fui hasta la calle Ciento dieciséis, a la que fue la primera casa de mi propiedad.
Primo estaba sentado en el porche delantero de mi casa, a buen resguardo de la ligera llovizna. Cuando bajé del coche se puso de pie y me saludó con la mano; después, gritó algo en español al interior de la casa y se acercó cojeando a la entrada.
Primo se había ido quedando cojo en los dos últimos años. No sabía qué le había pasado, y nunca pregunté.
La verja que rodeaba el patio ya no estaba, y había tres coches aparcados en el césped. Una carraca estaba desmontada, y el motor se oxidaba a su lado; otro cacharro estaba sostenido por cajas en lugar de ruedas. A la casa no le habría venido mal un repaso, pero sabía que habría sido un insulto ofrecerme a pintarla, y lo dejé pasar.
—Easy —me saludó Primo—. ¿Cómo estás, amigo?
—Bueno…
—No hace falta que lo digas —dijo, sonriendo y enseñando un diente de plata picado—. Ya veo que estás metido en algún lío. Y de los grandes.
—¿Cómo te has dado cuenta?
—Porque cuando estás bien, o sólo un poco mal, siempre nos traes regalos o alguna chuchería para los niños. Sientes que vienes de visita y las visitas nunca vienen con las manos vacías, para que todos sepan lo feliz que les hace venir a vernos. —Primo alzó la mano en un gesto digno de un predicador rural—. Pero cuando se tiene un problema traer un regalo es…, bueno, es como si una serpiente llegara haciendo ojitos.
A medida que iba haciéndose viejo, Primo se volvía un filósofo, a su manera, y reflexionaba en español y en inglés sobre todas las cosas que sabía, y sobre la vida en general. Sus pensamientos siempre eran impactantes, porque para comunicarlos empleaba unas imágenes que se quedaban grabadas en la memoria.
Conseguí sonreír y le di una palmada en la espalda. Primo seguía siendo un hombre fuerte.
Flower, su mujer, una gruesa negra panameña, apareció en la puerta y me recibió con una gran sonrisa y un sonoro beso.
—Easy —dijo en voz alta—. Ya no vienes a vernos como antes.
—El trabajo, Flower, ya sabes —dijo mi boca.
Pero Flower podía oír mi corazón, y la sonrisa de bienvenida se borró de sus labios. Me besó otra vez y me puso una mano en la nuca.
—Primo —le dijo a su marido—, creo que tienes que ocuparte de este muchacho.
—Tengo la ventanilla del coche rota, Primo —dije, mirando cómo Flower regresaba a la casa. Dos niñitos morenos salieron corriendo detrás de la puerta mosquitera, dos niños de tez oscura y las caras con forma de almendra y ojos rasgados, de la más vieja estirpe americana, como Jesús, y se nos acercaron sonriendo como dos tontos.
—Vaya —dijo Primo—. ¿Un accidente?
—Alguien le disparó a mi amiga por la ventanilla mientras yo iba a dejar una nota en una casa en la misma calle. Está muerta.
Lo solté todo de un tirón, en parte sólo por decirlo, para convencerme de que era cierto, y en parte porque no quería involucrar a Primo en nada que él no supiera de entrada.
—¿No lo estás inventando, Easy? —preguntó.
—Sólo estoy evitando meterme en más líos, Primo.
—Entonces…, ¿limpieza y ventanilla nueva?
—Si no te importa… Te pagaré.
—Necesitas un coche, amigo. Tengo un Chevy chulísimo ahí.
Era un modelo nuevo, azul metálico, con llantas traseras de goma.
—¿No tienes algo un poco más discreto? —pregunté.
—A veces el ruido de un buen motor es la mejor manera de tapar algo que no queremos que los demás oigan.
—¿No tienes otro coche? —le pregunté al filósofo otra vez.
—Que funcione, no.
—Entonces me quedo con éste, sí, señor.
Primo rió y yo conseguí sacudir la cabeza. Los dos niños hicieron un ruido parecido a un gruñido y se nos acercaron de un salto.
—Mis nietos —dijo Primo, orgulloso—. Jaguares de la selva, cazadores de las aves más grandes.
Cuando llegué a casa, la lluvia ya había parado. Acababa de dejar el Chevy empapado de Primo en la entrada del garaje cuando oí la voz del sargento Sanchez; no necesité darme vuelta para saber que era él.
—Señor Rawlins —dijo el sargento al bajar del coche aparcado delante de mi casa.
Maldije por lo bajo por no haber inspeccionado la calle antes de aparcar. Por alguna razón me sentía seguro en mi casa, y ése es un error que los pobres nunca deberían cometer.
—Sargento —sonreí, tratando de adivinar por su actitud si ya estaba enterado de la muerte de Idabell.
Yo estaba seguro de que no venía a arrestarme. Había venido sin su compañero, y un policía nunca detiene solo a un sospechoso si puede evitarlo.
—¿No ha ido a trabajar hoy? —dijo al acercarse.
No le respondí.
—¿Tiene tiempo para contestar unas preguntas?
—Claro —dije—. Las que usted quiera.
—¿Podemos entrar en su casa?
Recordé a Faraón y sus llantos junto a la puerta de la calle.
—Está todo patas arriba, sargento. Será mejor que hablemos aquí.
—Oh —dijo, buscando con los ojos una manera de romper mi defensa—. ¡Vaya bólido, señor Rawlins!
—Me lleva de un lado a otro, es todo lo que se le puede pedir a un coche.
—¿Es suyo? —preguntó.
—No.
—¿Dónde está su coche?
—Se lo he prestado a Guillermo, un amigo. Quería ir a Las Vegas. Mi coche es bastante mejor que el suyo y me ofreció hacer un cambio; sólo para sus vacaciones, se entiende.
—¿Y dónde vive su amigo?
—Un poco más allá de Compton.
Sanchez parpadeó. Lo del coche era auténtica intuición. Se olía algo, pero no quería atosigarme. Eso sí que era una sorpresa.
A los polis no les importaba atosigar a tipos como yo, ese tipo de presión formaba parte de su trabajo. Y tampoco importaba que el poli no fuera blanco. La policía es una raza aparte. Sus miembros tienen su propio idioma y su propio credo.
Entonces me di cuenta de que Sanchez iba detrás de algo más gordo que yo, más gordo incluso que la muerte de dos gemelos mulatos. Algo que Idabell Turner había traído de París en una caja.
—El hombre que encontramos en el colegio se llamaba Roman Gasteau —dijo Sanchez—. Idabell Turner es su cuñada.
Es.
—Su hermano mellizo, Holland —prosiguió el sargento—, apareció muerto en su casa anteanoche y ahora la señora Turner ha desaparecido.
—Caray, son demasiadas cosas juntas.
—¿Seguro que no sabe nada de todo esto, Rawlins?
—Idabell y yo somos amigos del trabajo, sargento, pero nunca he tenido demasiada confianza con ella, y no conocía ni a su marido ni a su cuñado.
—¿Nunca le dijo cómo se ganaba la vida su cuñado?
En su necesidad de encontrar una respuesta, Sanchez parecía casi humano.
—No, señor —dije. La mueca de pesar en mi boca de mentiroso era sincera.
—¿Tiene algo que hacer ahora? —me preguntó. Era una pregunta sencilla y directa como la que puede hacerle un amigo a otro en plena calle un día cualquiera de mayo, un amigo que hubiera conocido a una mujer y necesitara llevar un colega para una amiga de ella.
—Bueno, sí, tengo cosas que hacer en casa.
—No será mucho rato. ¿Por qué no me acompaña a la comisaría de Hollywood? —Su invitación no parecía apremiante—. Creo que su presencia puede sernos muy útil.
—Es que…
—Puede ir en su coche si lo prefiere. No está arrestado ni nada por el estilo, Rawlins. Y no tiene por qué venir si no quiere.
—¿De qué se trata?
—Nada, hombre, sólo unas cuantas preguntas sobre Idabell Turner. El capitán Fogherty me ha pedido que lo invitara a pasarse por la comisaría. No está lejos, ya sabe.
—De acuerdo —dije—. Si no me va a hacer perder mucho tiempo.
—Puede seguirme con su coche.
—Ajá.
En ese momento Faraón se puso a ladrar. Chilló y lloriqueó y ladró otra vez. Tal vez quería contarle la verdad a Sanchez.
El sargento lo oyó, incluso miró hacia la casa, pero aquellos ladridos no eran suficientes para sospechar nada, y no tuvo más remedio que volverse y subir a su coche.