—El perro no tiene nada que ver con todo esto —dije.
Íbamos rumbo al sudoeste, a casa de B. Shay. Faraón estaba tan contento con Idabell que no hacía más que ladrar y saltar por el coche; no tuve más remedio que parar y pedirle a Idabell que lo metiera en la jaula.
—¿Con todo qué, Easy?
—Tu marido, tu cuñado.
—No sé qué ocurrió —dijo, tratando de vencer el sueño—. Holland estuvo unas tres semanas muy alterado, furioso, y decía unas cosas terribles. Ya sabes que vengo de buena familia; no estoy acostumbrada a oír el tipo de lenguaje que usan los hombres cuando se enfadan. Y encima estaba furioso con Faraón. Te lo juro. Si me fui, fue porque quería matar a mi pequeñín.
—¿Y por qué estaba tan furioso? —pregunté.
—No lo sé. Tal vez por un negocio que tenía con Roman.
—¿En qué clase de negocios andaban?
—Roman era un jugador empedernido, no tenía un trabajo de verdad. De vez en cuando hacía algún negocio, pero la mayor parte del tiempo la dedicaba al juego. Jugaba en Gardena, en Reno, en Las Vegas.
—¿Y Holland? —pregunté.
—Yo lo quería —dijo—. Era tierno y cariñoso íbamos al cine juntos y volvíamos andando a su casa, hablando en francés. Mis padres son de la Guayana francesa, pero yo el francés lo aprendí en la escuela porque cuando vinimos era todavía muy pequeña.
Holly también vino de niño, pero él lo aprendió en casa. A veces nos pasábamos la noche hablando. Le encantaba que yo fuera profesora, estaba orgulloso de mí. Me llevaba a todas partes y cuando me presentaba les decía a todos que era educadora, educadora de niños negros.
Un coche de policía nos adelantó. El policía del asiento de la derecha nos enfocó con una potente linterna, primero a mí y después a Idabell. Luego se volvió hacia su compañero, le dijo algo y el coche giró en el primer cruce.
—Parece que era un buen muchacho —dije—. ¿De qué trabajaba?
—Organizaba el reparto de periódicos en Hollywood.
—¿Qué?
—Sí, se levantaba muy pronto por la mañana para ir a su almacén de periódicos en Olympic; allí preparaba a los chicos que hacen el reparto en bicicleta. Tenía seis para el turno de la mañana, siete por la tarde y tres que vendían por la calle. El antes hacía todo el reparto del domingo, con dos ayudantes.
—¿Antes? ¿Lo había dejado?
—Cuando llegó Roman —dijo Idabell—. Holly lo dejó cuando vio lo bien que le iba a Roman con sus negocios y el juego.
—¿Holland se metió en el ramo?
—No sabía lo qué quería. Un día decía que iba a cambiar el Thunderbird por un Cadillac y meterse en el negocio de las limusinas; al día siguiente, que quería ser músico. Roman lo mató.
—¿Roman?
—No sé si fue él quien lo asesinó, pero cuando Roman llegó Holly se volvió loco. Habría hecho cualquier cosa por ser más que su hermano.
—¿Por eso se vestían igual?
—Eso empezó cuando llegó Roman —insistió la profesora—. Roman siempre usaba zapatos de piel de serpiente y tenía tres chaquetas de tweed y un abrigo negro. Cuando Holly vio la vida que llevaba su hermano, le dio por comprarse las mismas cosas. Llegó a gastarse cuatrocientos dólares en zapatos. Le dije que no debía imitar a Roman, pero me respondió que aquella ropa le sentaba mejor a él. Eran idénticos, pero Holly siempre decía que él era más alto y más guapo.
—Una locura —dije.
Idabell no me contradijo.
—Roman tampoco era malo, pero era muy pagado de sí mismo, y eso a Holly lo sacaba de quicio. Quería que todos lo miraran como miraban a Roman.
—Pero trabajaban juntos, ¿no?
El rostro de Ida se tensó un instante; estaba cansada. Sacudió la cabeza y parpadeó dos veces antes de decir:
—De eso yo no sé nada.
—¿Estaban muy unidos de pequeños?
Asintió con desgana.
—Roman era dos minutos mayor que Holland. Sus padres vinieron de Guayana a Filadelfia. Cuando conocí a Holland, Roman estaba en el ejército, en Europa.
La primera vez que vi a Roman fue aquí en Los Angeles. Fue entonces cuando Holly se trastornó. Lo único que quería era ir de fiesta en fiesta. Drogas, orgías en los dormitorios, encima de los abrigos. —Los recuerdos la estaban despertando—. Holly decía que eso no tenía nada de malo. Yo quería que se quedara en casa, pero no me hacía caso, y cuando yo no lo acompañaba volvía oliendo a perfume de mujer. A perfume o a jabón, porque antes de volver a casa se daba una ducha en alguna parte.
—¿Fueron Simona Eng y el señor Langdon a alguna de esas fiestas?
—Simona iba para protegerme —sonrió Idabell—. Yo la había invitado a unos tés que daba para los profesores. Nos hicimos amigas y un día le dije que me molestaba mucho salir con Roman y Holly; ella se ofreció a acompañarme. Creo que estuvo algo tonta por Roman un tiempo, pero después de dos o tres fiestas me convenció de que me mantuviera al margen.
Acababa de girar en la calle de Bonnie Shay. Los arquitectos que diseñaron los edificios de apartamentos que dominaban la manzana al parecer no pensaron que los futuros propietarios tendrían coche. Había muy pocos edificios con garaje, y en los que lo tenían, no parecía haber espacio suficiente para todos. Había coches a lo largo de toda la acera. Tuve que dejar el mío a más de una manzana de allí.
—¿Y qué me dices de Langdon? —pregunté antes de abrir la puerta.
—No sé —dijo, rogándome, con el tono, que dejara de hacerle preguntas—. Roman lo conoció en el mismo té al que vino Simona. A Roman le gustaba hablar con la gente y empezó a llevar a Casper a un club privado para negros, detrás del Chantilly.
Pensé que ya había hecho bastante el tonto y aguantado más de la cuenta; era hora de ponerse serios.
—Bueno, nena, ya he escuchado lo que tenías que decirme. Algo no le funcionaba bien a tu pariente y por lo visto te apretó… duro.
Para entonces la profesora ya estaba totalmente despierta.
—Y yo quiero ayudarte —añadí—. Pero antes necesito saber algunas cosas.
—Lo que tú quieras —dijo.
—¿Los mataste tú? Y, si no fuiste tú, ¿sabes quién lo hizo?
—No —dijo sin vacilar.
—¿No… nada?
—De los asesinatos no sé nada.
—De acuerdo —dije—. ¿Y qué me dices de eso que Holland te hizo hacer?
—De eso no puedo decirte nada, Easy. No me preguntes.
—Bueno, como tú quieras, pero si no me ayudas, tendré que decidir lo que mejor me parezca.
—¿Qué quieres decir?
—Que te llevaré a la comisaría si no me convences de que no estás metida en un asesinato.
—Ya te he dicho que…
—Lo que dices no tiene ni pies ni cabeza, señora Turner. Estás tan alterada que estás dispuesta a tirar por la borda todos tus años de trabajo follando conmigo en el aula, y después lo primero que sé de ti es que tu cuñado aparece muerto en el jardín del colegio, que también han matado a tu marido y que tú te das a la fuga. ¿Y quieres que me trague que no sabes nada?
—No tengo nada que decir —dijo—. Nada que tenga que ver con los asesinatos.
—Si eso es todo lo que tienes que decir, entonces vamos a ir a la comisaría.
—¿Por qué? No es problema tuyo. Tú no has hecho nada.
—¿Quieres saber por qué? Porque eso es lo que se supone que haría un ciudadano honrado —dije—. Presentarse en la comisaría y decir lo que sabe. Si no lo hace, toda su vida puede venirse abajo. Yo te he dado una oportunidad. Te guardé el perro y he venido a devolvértelo. Eres una mujer muy guapa, Idabell, pero eso no significa que esté dispuesto a arriesgar la vida por ti.
—Creí que te gustaba —dijo. Fue su última tentativa de convencerme.
—Y me gustas, y quiero ayudarte, pero no va a servirte de nada subirte a un autobús y huir. La policía te encontrará, y si escapas, demostrarán que eres culpable. Eso lo saben hacer muy bien. Si piensan que eres culpable, para ellos encontrar pruebas es coser y cantar, créeme. —Hice una pausa para que pudiera asimilar mis razones—. ¿Qué te hizo hacer tu marido?
—Me hizo traer algo de París.
—¿Traer qué?
—No lo sé.
—¿Cómo que no sabes? ¿Cómo puedes traer algo sin saber qué es?
—Estaba en una caja y él no me dijo qué había dentro, sólo que era mejor que no lo supiera. Yo sólo la recogí en una dirección que me había dado y se la traje. De lo contrario habría matado a Faraón.
—¿Y por qué tú? ¿Por qué París?
Idabell giró la cabeza y señaló los edificios.
—Bonnie es azafata y me consiguió un billete. Le dije que quería ir con ella a París, a hacer compras. Eso fue lo que Holly me dijo que hiciera. Y un día que ella me dejó sola fui a la dirección que Holly me había dado.
—¿Bonnie no se enteró?
—No, no hasta que volvimos. Se lo dije porque sabía que no me había portado bien con ella. No lo habría hecho si no hubiera sido por mi Faraón.
—Entonces, si hiciste todo lo que te ordenó, ¿por qué te marchaste?
—Holland no estaba bien —dijo, y comenzó a llorar—. No quería volver a verlo nunca más.
La abracé. Necesitaba abrazar a alguien.
—Está bien —dije—. Lo que debemos hacer es buscarte un abogado.
—¿Un abogado? ¿Para qué?
—Bueno —dije—, tienes que contarle todo eso a la policía. Un buen abogado puede hacer que te consideren una víctima de tu marido. Eso es lo que eras, en realidad. Después, si consiguen descubrir qué fue lo que trajiste, podrán resolver los asesinatos.
No añadí que yo iba a mantenerme al margen, y que Sanchez tendría otra pista que seguir.
—¿Vas a ayudarme? —me preguntó al oído.
—Claro que sí.
Me aparté de ella. Su susurro me recordó otras cosas, cosas que yo sabía que tenía que olvidar.
Idabell me sonrió.
—Gracias —dijo.
—No hay de qué.
—¿Puedes llevar esta nota a casa de Bonnie? Ella no está. Su vuelo no llega hasta más tarde; al menos la encontrará cuando llegue.
—Creo que es mejor que te la guardes —le sugerí—. Este asunto con la policía puede ponerse peliagudo. No hace falta que tú misma te incrimines.
—Tengo confianza en Bonnie. Además, sólo le digo que lamento todo lo que ha pasado, nada más.
Cogí la nota. Ida sonrió y se inclinó hacia la ventanilla, protegiéndose de la humedad que se había instalado en el coche. Bajé, resguardándome del viento y la lluvia con el paraguas. Subí las escaleras y llegué hasta el apartamento de Bonnie Shay, pero no pasé la carta por debajo de la puerta. Me la guardé en el bolsillo. Idabell no comprendía que, una vez traspasada la frontera de la ley, ya no se tienen amigos.
Pero yo iba a ayudarla.
Caminar solo y tomar mis propias decisiones me hacía sentir feliz. Conocía a una abogada. Yo no le caía muy bien pero sabía que trabajaba mejor que la mayoría de los picapleitos. Me sentía libre por primera vez desde que había conocido a Faraón.
Al regresar al coche vi a un hombre que se alejaba en dirección opuesta por la acera en la que había aparcado el coche. No llevaba gabardina, ni siquiera sombrero; recuerdo que pensé que ése sería el motivo por el que andaba tan deprisa.
Idabell seguía recostada contra la ventanilla de la derecha.
—Ya está —dije.
No me respondió. Faraón comenzó a gimotear. No es que se muriera de ganas de verme, pero se lo veía muy triste en su jaulita.
Pensé en el hombre que había visto alejarse calle abajo.
En ese momento supe que Idabell estaba muerta.
Le habían disparado dos veces en la sien, por la ventanilla. Pulso cero, respiración cero. Los ojos abiertos. Muy poca sangre.
No sé cuánto tiempo me quedé sentado mirándola. Faraón no paraba de llorar. Intenté ponerme en movimiento. Pero ¿adónde ir? Quería que ocurriera algo, que Idabell despertara como unas horas antes cuando entré en la casa de la calle Hoagland, cualquier cosa menos aquella lluvia insistente y los insoportables chillidos del perro.
Arranqué, totalmente aturdido. Al principio busqué al hombre que había visto escapar, pero no se lo veía por ninguna parte. Pudo haber girado a la izquierda o a la derecha en aquella esquina, y yo no estaba en condiciones de lanzarme a una búsqueda exhaustiva. Las circunstancias tampoco lo hacían aconsejable.
Me puse a pensar en montones de cosas, en las cosas que tenía que hacer, pero todos aquellos pensamientos se me escapaban cuando trataba de atraparlos. Fragmentos de palabras, de plegarias; la dirección de un hospital en el bulevar Santa Mónica.
Estaba muerta. Yo había visto cientos de muertos en la Segunda Guerra Mundial, sabía cuándo alguien estaba muerto. Debería haberme metido en un callejón oscuro y tirado el cadáver. Eso hubiera sido lo mejor. Si comunicaba el crimen a la policía, me acusarían de asesinato en cuanto se despertara un juez.
Seguí conduciendo mientras Faraón entonaba su canto fúnebre. Finalmente llegué a un pequeño parque parcialmente oculto por un seto. Aparqué en un callejón detrás del parque y miré a Idabell.
Intenté pensar en todo lo que podía llevar y que pudiera señalarme. En el bolso encontré mi número de teléfono garabateado en un trozo de papel. Seguí revolviendo y saqué todos los papeles que encontré y también la agenda de bolsillo. Después le revisé la ropa.
Me esforzaba por respirar despacio y a un ritmo regular; necesitaba mantener clara la cabeza. El traje de Idabell no tenía bolsillos ni etiquetas a la vista.
Eran casi las cuatro. Tenía que actuar. Me bajé y fui a abrirle la puerta, como un caballero. La saqué, con toda la delicadeza que pude, y la levanté en brazos como si estuviéramos bailando. Idabell muerta pesaba un poco más que en el Bungalow C2.
La llevé hasta un banco del parque y la abandoné allí: una última alcoba, oscura y alfombrada de hojarasca. La lluvia ahogaba los gritos de Faraón.
Cuando volví al coche bajé la ventanilla para que nadie viera los agujeros de bala. No me importaba que se mojara el asiento. A tres manzanas de allí, desde una cabina enfrente del hospital, llamé a la policía e informé de la presencia de un cadáver en el parque. Se me hizo un nudo en la garganta mientras le repetía las palabras a la operadora. Colgué y me marché a toda prisa.
Faraón se pasó aullando todo el camino de vuelta por el bulevar Pico; la muerte de Idabell seguía presente en sus sentidos, y en mi cabeza.
Me detuve en una gasolinera cerrada pasando La Ciénaga, y terminé de hacer añicos la ventana de la derecha. No muy lejos de allí, cerca de los servicios, había un cubo de basura enorme, lleno casi hasta el borde. Hice pedazos el carné de conducir de Idabell y su tarjeta de funcionaría del Consejo de Educación, y los tiré por allí como si fueran confeti. También rompí el billetero lo mejor que pude, y dejé tres billetes de cien dólares y algunos dólares sueltos. Se me ocurrió pensar que incluso si alguien la encontraba, se lo pensaría dos veces antes de entregar una cartera sin carné de identidad y con trescientos dólares caídos del cielo.
Enterré el billetero y los carnés destrozados lo más lejos que pude.
Fue al regresar al coche cuando noté que el juego de croquet había desaparecido del asiento trasero.
Aparqué delante de casa y solté a Faraón. El perro olisquea una y otra vez el asiento de Idabell, sollozando y rogando que su dueña volviera. Después de unos minutos lo cogí en brazos y lo entré en casa.
Fue la única vez que no nos manifestamos odio ni desprecio mutuo.
Los dos estábamos de duelo y a punto de buscar, cada uno por su lado, su respectiva venganza.