Faraón no quería que lo cogiera y me lo hizo saber, pero cuando le enseñé los dientes y ladré, el muy jodido se acobardó.
Me fui hasta la calle Hoagland con el perro en el asiento trasero; intuí que durante el trayecto fue planeando tácticas de guerrilla que yo ni siquiera era capaz de imaginar.
Los anchos bulevares brillaban, acerados y negros, bajo la vítrea cortina de lluvia y la luz de las farolas.
En la calle Hoagland me esperaban otra casa pequeña, otra luz encendida y otro coche aparcado en la entrada. No había árbol allí, ni porche donde esconderse. El camino que llevaba a la casa era una serie de discos de cemento que subían sinuosos hasta la puerta de la calle.
El resto de la calle estaba desierta. Nada se movía, excepto el agua de los charcos golpeados por la lluvia.
Esperé cinco minutos y no vi nada extraño. Nadie encendió una cerilla en la oscuridad, ni de la sombra salió un gato negro con el pelo mojado.
Faraón soltó un ladrido seco y por primera vez estuve de acuerdo con él. Era hora de bajar del coche y tocar el timbre.
El timbre estaba desconectado, o roto. Golpeé con suavidad pero no se oyó ningún movimiento. No quería golpear más fuerte ni llamar, así que probé el picaporte. Si la puerta no se abría, iría a casa de Primo por la mañana y le dejaría el perro; después me olvidaría de Idabell y de sus amigos muertos.
Pero la puerta no estaba cerrada.
—¡Hola! —dije en el vestíbulo a oscuras—. ¿Idabell?
Cerré el paraguas y lo sacudí. A la derecha distinguí un pasillo oscuro; a mi izquierda, otro pasillo que giraba y llevaba a una habitación iluminada. Frente a la puerta, un espejo de pared reflejaba mi silueta en sombras y la borrosa luz de la farola de la calle.
Avancé por el pasillo de la izquierda recordando todas las veces que había llamado tontas a las mariposas nocturnas.
Idabell estaba tendida en el suelo, boca arriba, en el centro de la habitación, con una mano abierta sobre la cabeza y la boca abierta.
—No, por favor —dije, con un hilo de voz.
Al oír mi voz, abrió los ojos; una dulce sonrisa se dibujó en sus labios. Me tendió los dos brazos, igual que mi hija todas las mañanas. Instintivamente, yo le tendí las manos.
—¿Qué estás haciendo en el suelo? —pregunté mientras se levantaba.
—Me duele la espalda —dijo—. Debo de haberme caído de la cama.
—Pero…
—Abrázame. —Su cuerpo se echó hacia adelante como si una fuerza invisible la empujara a mi pecho—. Abrázame.
Yo no la quería, no me importaba lo que le pasaba, y había dejado de parecerme simpática desde el momento en que me había endilgado al perro, pero el calor de su cuerpo a través de la ropa era algo que no podía dejar de percibir. Todas mis buenos propósitos y todas las mujeres buenas no podían contener, como ella lo hacía, mi corazón salvaje.
—He estado tan sola —susurró.
Debía de ser una dulce mentira, pero sus palabras sonaron ciertas en mi corazón. Yo estaba solo. Tenía frío por dentro. Idabell le habló a un ansia profunda que comenzó a crecer en mí en los tiempos en que sólo había hambre y penurias. Ella me había metido otra vez en las calles, y ahora yo quería jugar.
Sus manos se movían entre nuestros cuerpos, me enseñaban la magia que eran capaces de hacer.
—Se te va a arrugar el traje —me dijo.
Otra vez los pantalones se me cayeron sin que pudiera impedirlo. Idabell me empujó hacia atrás con el hombro; tenía las manos ocupadas. Recuerdo que farfullé algo. Cuando me sentó en una silla me incliné hacia adelante para quitarme los pantalones, pero ella me cogió las manos por los dedos y las apartó.
—Déjalos —dijo—. Con los tobillos liados no podrás salir corriendo.
Traté de librarme de sus manos pero cuando ella se metió mi miembro en la boca, se me fueron las fuerzas. Y después, cuando me besó en los labios, con aquel regusto salado, me entregué por completo.
Idabell echó la cabeza unos quince centímetros hacia atrás y me miró muy seria, como buscando defectos en mi carácter. Luego me besó otra vez, metiéndome la lengua hasta el fondo de la boca, y pasó de mi polla erecta a mis labios unas cuantas veces, deteniéndose a cada paso a medir el efecto.
Cuando vio que yo ya no tenía fuerzas para seguir resistiéndome, se puso de pie y se abrió la blusa; con una sonrisa entre tímida y coqueta me hizo ver que no llevaba sujetador y se alzó la falda hasta la cintura.
Cuando se movió para ponerse a horcajadas encima de mí, intenté sujetarla con los brazos, pero me ordenó que bajara las manos con el mismo tono con que les habría dicho a sus alumnos que callaran.
Yo estaba acostumbrado a tener a mujeres a mis órdenes; al menos ése el rol que yo asumía en el amor. Pero aquella noche mandaba Idabell. Me aferré, obediente, a los brazos de madera de la silla, y ella me fue hundiendo más y más en el cojín. Cuando intenté incorporarme me ordenó que me quedara quieto.
De tanto en tanto se arqueaba hacia atrás, diciéndome con su cuerpo, y con la mirada, que le besara los pechos.
Yo me iba excitando cada vez más, y ella también. Estábamos empleándonos a fondo cuando, de pronto, los dos nos quedamos quietos. Estábamos muy excitados y aún no nos habíamos corrido, pero tuvimos que parar y quedarnos quietos un rato, como dos pajarillos que hubieran volado demasiado alto llevados por una brisa caliente y tuvieran que volver despacio a tierra.
Idabell tenía las mejillas empapadas de sudor. En otro momento su mirada habría podido calificarse de demente.
—¿Easy?
—¿Sí?
—Oh, ah… Quiero hacerte una pregunta.
—¿Qué?
—¿Tú me crees?
La creía. De verdad la creía, y se lo dije.
—Nunca te mentiría. Quiero decir… —Soltó una risilla—. Bueno, te mentiría, pero ahora no te estoy mintiendo. Te necesito.
Aquellas dos palabras desencadenaron en mí un temblor.
—Para, Easy —dijo al percibirlo—. Espera un segundo. Yo no hice nada malo. Necesito que me creas.
—Te creo, Idabell, sí —dije.
—¿En serio? —preguntó.
No contesté. Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Al final me caí de la silla y nos revolcamos por el suelo más como serpientes que como seres humanos. O pajarillos.
Me quedé dormido y soñé. En el sueño vi una puesta de sol naranja hirviente en el horizonte de un espeso bosque alemán. Yo volvía a ser un soldado, separado de mi compañía, detrás de las líneas enemigas.
El bosque era hermoso, rebosante de olores a cosas vivientes. Quería quitarme el uniforme y echarme en el suelo, boca abajo. Quería que me creciera pelo por todo el cuerpo y escabullirme entre las gruesas ramas que bordeaban la carretera.
Unos hombres se acercaban por entre los árboles. Se movían con cautela y en columna de cuatro en fondo. Yo sólo veía fragmentos porque me los tapaba el follaje y estaba casi ciego por la luz anaranjada del sol.
¿Eran soldados norteamericanos, como yo? ¿O eran soldados nazis? El corazón se me subió a la garganta y por última vez traté de convertirme en un animal y escapar.
Vi un fusil que me apuntaba. ¿Era un americano que había visto un oso o un alemán presto a disparar contra un soldado invasor? Tal vez fuera sólo un hombre que disparaba a las sombras.
Fuera lo que fuere, salté, aprovechando mi último aliento.
—¿Easy, qué pasa? —preguntó Idabell, echada junto a mí, con su piel caliente contra mi espalda.
La lámpara del salón arrojaba una luz naranja.
Yo estaba con los pantalones en los tobillos y la camisa y la chaqueta levantadas alrededor del pecho, en una casa extraña a medianoche, junto a una mujer que podía ser una asesina.
Mis pesadillas ya no eran más amenazadoras que mi vigilia.
—Nada —dije—. Tengo tu perro en el coche.
Ida se puso en pie de un salto; una sonrisa le iluminó el rostro.
—Me he alegrado tanto de verte que me he olvidado de Faraón. ¿Dónde está?
—En el coche —dije otra vez. Me había sentado y me estaba poniendo los calzoncillos y los pantalones. Cuando terminé de vestirme me puse de pie y me alisé la ropa.
—¿Podemos ir a verlo? —me rogó.
Faraón daba grandes saltos en el aire cuando volvimos a casa, chapoteaba en todos los charcos mientras con las patas manchaba de barro la falda de Idabell. Una vez dentro, empezó a lamerle la cara y a mover el rabo como un loco mientras ella le decía cosas y lo acariciaba.
Tras el largo reencuentro le señalé que eran casi las dos de la mañana.
—Tengo un billete de autobús para las cinco —dijo, bostezando, y me sonrió. Cuando se acercó a acariciarme, Faraón gruñó.
—Oh, shh —dijo ella—. Perro tonto.
—¿Quieres que te lleve a la estación de autobuses?
—Sí. Pero antes tengo que pasar a dejar una cosa.
—¿Qué?
—Una nota para mi amiga Bonnie —dijo, soñolienta.
—¿Bonnie Shay?
—Sí.
—¿Ella te dio mi número?
—Me llamó aquí después de que tú pasaras por su casa. Bonnie y yo hemos tenido nuestros más y nuestros menos, pero sigue siendo mi amiga.
—¿O sea que quieres dejar esa nota y después ir a la estación de autobuses?
—Sí. —Tenía unos dientes blanquísimos—. Te escribiré cuando llegue a alguna parte. Tal vez puedas venir a visitarme…, dentro de un tiempo.
—Ajá, seguro —le dije, tan sincero como un boxeador poniéndose en guardia—. Venga, vámonos.
—Necesito coger un par de cosas —dijo.
De algún lugar de la casa trajo un juego de croquet para niños que consistía de dos mazos de madera y seis grandes pelotas en una cesta de alambre con un asa en la parte de arriba. También trajo una jaula para Faraón, parecida a una casita para perros con puerta de rejilla y un asa encima.
Cogí el juego de croquet y la jaula del perro; ella llevó a Faraón y sostuvo el paraguas hasta llegar al coche. El juego de croquet no pesaba nada. Recuerdo que pensé que podría estar hecho de madera de balsa.
Puede que Idabell creyera que yo tenía la cabeza del mismo material.
Claro que, si lo pensó, se equivocaba.