Eran poco después de las nueve cuando llegué a casa, empapado. Había empezado a llover mientras yo hacía preguntas —una de esas trombas de agua típicas de Los Ángeles—, y había dejado el paraguas en el coche, a una manzana de distancia.
Feather se había quedado dormida en el sofá con el maldito perro acurrucado en los brazos. Jesús miraba una de vaqueros en el canal 13. Mi hijo se pasaba dos o tres horas al día practicando atletismo, y cuando volvía a casa se atiborraba de comida y se iba a la cama temprano, si bien siempre trataba de aguantar despierto hasta que yo volvía. Antes lo hacía porque se preocupaba por mí, cuando me dejó mi mujer, pero ahora era un mero hábito. Yo estaba acostumbrado a su beso de buenas noches, y él a dármelo.
—Ya es hora de irse a la cama, Juice.
Asintió con la cabeza y se acercó a despertar a Feather.
—Déjala —dije—. Yo la llevaré a la cama.
Cuando me abrazó lo besé en la cabeza y se fue por el pasillo, medio adormilado ya, a su dormitorio.
Fui primero al lavabo y luego a la cocina. Abrí la nevera y bebí agua helada de una anticuada botella de leche.
Llevé el teléfono a la sala tirando del largo cable en espiral y me senté en el sofá, junto a mi niña. Cuando Faraón gruñó le apunté a la nariz con un dedo, gesto con el que conseguí mandarlo a la otra punta del sofá, donde se puso a pensar en algún taco perruno apropiado para mi persona.
Me puse el teléfono en las rodillas y estaba a punto de marcar un número cuando sonó. Contesté al primer timbrazo. Feather levantó la cabecita y abrió los ojos, pero cuando me vio a su lado volvió a cerrarlos.
Lo primero que oí fue el bullicio de una habitación repleta de gente o, quizá, de algún lugar público: gente hablando, cosas que se movían, golpes. Risas también.
—¿Easy? —La mujer se esforzaba por alzar la voz por encima del barullo; sin embargo, la voz me sonó algo ronca: la que llamó no quería que la oyeran. Pero, crispada y todo, pude adivinar quién era.
—¿Idabell?
—Oh, eres tú, gracias a Dios.
—¿Dónde estás? —pregunté.
—Un pequeño restaurante en Santa Bárbara. Tengo que hablar con alguien aquí. Estoy metida en un gran lío, cariño. Un gran lío.
Oí risas al fondo; alguien acababa de contar un buen chiste en algún lugar de la ciudad. También se oía música, pero la melodía y la letra se perdían a través del hilo telefónico.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Alguien mató a mi marido —murmuró—, y…, y…
—¿Y qué?
—Y a su hermano mellizo, Roman.
—¿Quién los mató?
Cuando dijo «¿Easy?», supe que no iba a decírmelo en aquel momento.
—¿Qué?
—¿Cómo está Faraón?
El mil leches alzó la cabeza desde su rincón del sofá. Es posible que sus orejas de perro captaran su nombre al pronunciarlo Idabell.
—Está bien —dije.
—¿Puedo hablar con él?
—¿Hablar? No. Los niños duermen, pero no te preocupes, está bien.
—Tengo que escapar, Easy.
—Pero ¿qué ocurrió, Idabell? ¿Qué le pasó a tu marido?
—No lo sé —dijo, sollozando.
Faraón alzó la cabeza dos centímetros más.
—Me fui de casa, como te dije. Holland estaba borracho, creo que eso no te lo mencioné. Había estado bebiendo, bebiendo. —Repitió la palabra como si quisiera convencerme—. Y después se fue.
—¿Adónde?
—No sé —dijo—. Pero apenas se marchó, yo me fui con Faraón.
—¿Por qué estabas tan asustada, Idabell?
—Se había vuelto loco.
—¿Loco? ¿Por qué?
—No lo sé, Easy —dijo con voz quejumbrosa—. No lo sé.
—¿Y te llamó al colegio?
—Sí.
—¿Y tú fuiste a verlo?
Hubo un estallido de ruidos en algún lugar del restaurante.
—No —dijo Idabell—. Me dijo que iba a pasar por la escuela a buscarnos… a mí y a Faraón. Dijo que iba a sacarme de la clase si no le obedecía. Te juro que era capaz de hacerlo, Easy, por eso desaparecí. Lamento haberte dejado a Faraón, pero tenía miedo de que Holly cumpliera lo que había prometido si me encontraba con él.
—¿Y por eso fuiste a ver al señor Preston y le contaste esa mentira?
—¿Cómo…? Bueno, sí. Fui y se lo dije a Bill, porque estaba asustada. Tú ya me habías ayudado escondiendo a Faraón. No podía pedirte más.
—Ajá. —Estaba pensando que Holland no era el único que alguna vez había odiado a aquel perro—. No entiendo entonces por qué me llamas si tienes tantos problemas. Ni siquiera nos conocemos.
—No seas así, Easy, me refería a ayer. Eres la primera persona en mucho tiempo con la que me siento segura.
—¿Y qué me dices del señor Preston? —pregunté.
Calló un momento y dijo, muy bajito:
—Te estoy llamando a ti, no a él.
—¿Porque te hago sentir segura?
—Sí.
—¿Y yo no cuento?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir, ¿estoy yo seguro? Los polis ya me han echado el ojo. He preguntado adonde habías ido y ahora quieren interrogarme.
—No les has dicho nada de Faraón, ¿verdad?
—No, pero lo habría hecho si no fuera porque creo que van a acusarme junto contigo. Por todo lo que sé, tú eres capaz de decirles que maté a tu marido porque habíamos echado un polvo en tu aula.
No supo qué responder.
—¿No tienes nada que decir? —le pregunté.
—No sé qué decir, excepto que no sé qué haré si no me ayudas.
—Un momento, señora Turnen Yo apenas te conozco y me importáis un bledo tú y tu marido, y mucho más ese jodido perro tuyo…
Faraón dio un salto en su lugar y soltó un ladrido. Lo hice bajar del sofá y se fue corriendo por el pasillo, probablemente a buscar mi otra pantufla.
—¿Ése era él? —preguntó Idabell—. ¿Era Faraón?
—Sí, pero ahora mismo no puede ponerse. Ha tenido que ir al lavabo.
Feather se dio vuelta en el sofá y puso un brazo en mi regazo.
—Sé que estás enfadado, Easy —dijo. En ese momento me arrepentí de haberle dicho mi nombre—. Tienes razón, no es problema tuyo, pero necesito que hagas algo por mí.
—¿Hacer qué?
—¿Podrías traerme a Faraón? Me voy de Los Ángeles. Quiero irme del país. Lo único que necesito es a mi Faraón.
—Ese perro te delatará —dije—. Sería mejor que lo dejaras con alguien y después te lo hicieras enviar.
Tampoco entonces me sentí culpable. Que Ida escapara significaba que creía que la policía podía pescarla por algo, y si escapaba, se concentrarían en buscarla. Pero si no la encontraban y querían hacérmelas pasar putas, y si yo sabía dónde estaba, bueno, en ese caso…
—No podría vivir sin mi bebito, Easy, es todo lo que tengo. Tráemelo. Por favor…
—En caso de que quisiera hacerte ese favor, ¿cuándo quieres que te lo lleve?
—Esta noche, dentro de unas horas. Hasta más tarde no puedo volver a la casa en la que estoy alojándome.
—¿Y a qué hora sería?
—No antes de las once.
Idabell me dio una dirección en la calle Hoagland, cerca del bulevar Adams; una casa, no un apartamento. Prometió que estaría allí a las doce.
Yo también.
—Papá, ¿dónde está Frenchie? —Feather había estado más de media hora durmiendo con la cabeza sobre mi pierna. Yo no tenía adónde ir, ni ningún lugar donde me apeteciera estar.
—No sé, me parece que se ha ido para el fondo —dije—. Pero me ha llamado la dueña y me ha pedido que se lo lleve esta noche. Ya sabes que ella lo quiere mucho.
Quería poder decirle, a la mañana siguiente, que le había avisado que iba a devolver a Faraón. Podía enfadarse, pero al menos no pensaría que hacía las cosas sin que ella lo supiera.
Se sentó, con las manitas apretadas en mi pecho, y preguntó:
—¿Cómo era mamá, papi?
—Oh —le dije en voz baja, y la senté en mis rodillas—. Tenía la piel muy suave y era una bailarina muy guapa. Sólo la vi una vez —le mentí—, la vez que me pidió que te cuidara. Ella se iba a Europa a bailar para alguien muy, muy importante, pero el avión se averió y cayó al mar.
Había ido inventando esa historia a lo largo de los años.
Y en gran parte era cierta. La madre de Feather era blanca, y bailarina. Danzas exóticas. Nunca supe quién era el padre; es posible que su madre tampoco lo supiera. En realidad, yo no conocí a su madre; encontré a Feather después de que la policía me obligara a ayudarlos a atrapar al asesino de su madre, Mariposa Blanca.
—¿Y mi papá verdadero también iba en ese avión?
—Ajá.
Feather apoyó la cabecita en mi pecho.
—¿Y me querían mucho?
—Más que a nada en el mundo, cielito. Por eso me pidieron que te cuidara para siempre si algo les pasaba, porque te adoraban.
Feather se durmió y se llevó esa declaración de amor a sus sueños. La llevé a su habitación y la desvestí, la puse en la cama alta que a ella tanto le gustaba y colgué todas su ropa en el armario que yo mismo le había hecho.
Una muchacha contestó a mi llamada a Mofass.
—¿Diga?
—¿Jewelle?
La chica vaciló un segundo antes de decir:
—Hola, señor Rawlins. ¿Cómo está?
—Bien, JJ. Digamos que bien. ¿Anda Mofass por ahí?
—El tío Willy está en cama. Enfermo.
Mi agente inmobiliario, Mofass, tenía un enfisema; los médicos estaban sorprendidos de que aún pudiera respirar.
—Tengo que hablar con él, cariño.
—Lo siento, señor Rawlins, pero no puedo sacarlo de la cama a estas horas de la noche.
Jewelle era una prima lejana de Clovis MacDonald, la ex de Mofass, y dos años antes, con sólo dieciséis, había comenzado a ayudarlo —con mi colaboración— a separarse de Clovis, cuyas verdaderas intenciones eran desplumar a Mofass. Entre los dos logramos frenarla.
Después Jewelle empezó a trabajar para Mofass; entonces todavía vivía con EttaMae, pero en cuanto cumplió los dieciocho se fue a vivir con Mofass.
Jewelle era una de las mentes más lúcidas que yo había conocido en mi vida. Había cursado toda la secundaria en el Instituto Crenshaw con notables y sobresalientes, pero decidió no ir a la universidad porque «el tío Willy» —como ella apodaba a Mofass— la necesitaba. Clovis y sus hermanos dependían de ellos; Jewelle los instaló en una casita aislada en Laurel Canyon que consiguió por mediación de un propietario de Watts al que Mofass representaba. Después contrató a Buford D. Howell, del Sindicato del Automóvil de Detroit, para que cobrara los alquileres y mantuviera las propiedades en condiciones.
La noche de su decimoctavo cumpleaños se fue a vivir con Mofass, alegando que «el tío Willy» estaba enfermo, pero todos sabíamos que en aquella relación había algo más que una buena amistad.
Para hacerle llegar una carta a Mofass había que enviarla a su apartado postal; para hablar con él por teléfono había que dejarle un mensaje en su servicio de contestador, a menos que uno fuera una de las tres personas que tenían su número privado. Mofass y Jewelle vivían en una elegante casa de Sunset Boulevard como dos jóvenes enamorados; él luchando contra el enfisema y ella poniéndole alcanfor y mentol bajo la nariz.
—Necesito hablar con él, Jewelle —dije.
—¿Por qué asunto?
—¿Han dejado algún mensaje de la policía?
—Sí, pero no puede hablar de eso ahora con el tío Willy. Él no está enterado.
—De acuerdo —dije—, de acuerdo, pero escucha una cosa: le dije a la policía que anteanoche había estado inspeccionando los apartamentos, y que había ido con Mofass. ¿Podrías convencerlo para que no metiera la pata?
—Claro que sí, se lo diré apenas se levante. —Jewelle reflexionó un momento y añadió—: A la hora del desayuno, se entiende.
—¿Quieres saber por qué te pido este favor? —Me pregunté si comprendería en qué se estaba metiendo.
—No tiene importancia, señor Rawlins. El tío Willy le debe la vida y yo también. No me importa lo que me pida. Todo lo que tenemos es suyo.
—¿Lo dices de verdad? —pregunté, no pensando ya que estaba hablando con una cría.
—Tan verdad que se la podría beber —respondió, con un dicho del norte de Tejas.
Nunca en mis largos años de trato con mi administrador pude confiar en él completamente, pues Mofass era corto de entendederas y cobarde. Lo único que le importaba era el fajo de billetes que tenía en el bolsillo; sin embargo, cuando apareció Jewelle se hizo tan regular como la marea.
—Gracias, cariño —dije, listo para enfrentarme a mis otros problemas.
—¿Señor Rawlins?
—¿Sí?
—Yo…, es que…
—Venga, Jewelle, dime qué quieres. Tengo que salir.
—Tío Willy y yo habíamos pensado que a lo mejor usted quería venir a trabajar para él. Ya sabe que con nosotros ganaría más dinero que en el colegio. Usted sabe todo lo necesario sobre edificios y esas cosas. El señor Howell tiene trabajadores de confianza, pero esos hombres no se dignan hablar con una mujer, y menos de mi edad. El tío Willy y yo hemos pensado que usted podría enseñarme el trabajo y así yo podría tomar mejores decisiones llegado el momento.
Jewelle tenía razón. A los hombres no les gustaban las mujeres que querían ser independientes. Yo podría haberle enseñado todo lo que ella necesitaba saber sobre mantenimiento de edificios, pero no era ése el motivo por el que quería que trabajara para ellos. Si bien Jewelle quería sinceramente a Mofass, se sentía muy sola. Necesitaba a alguien que leyera libros para conversar de vez en cuando. Buford Howell sólo leía los resultados de las carreras los sábados y el cantoral los domingos.
Jewelle necesitaba alguien con quien comentar las noticias de los periódicos y con quien hablar de lo que pasaba en el mundo.
—No puedo dejar mi trabajo así como así, cariño. No tanto por el sueldo, sino por los beneficios sociales… y el futuro.
Su silencio me decía que mi respuesta la había puesto muy triste.
—Pero a lo mejor puedo trabajar contigo los fines de semana —añadí—. Cada dos semanas, por ejemplo, como asesor.
—Eso sería fantástico —dijo, y yo me sentí mejor porque volví a oír la voz de una muchacha.
Me lavé y me puse mi mejor traje, el de lana marrón, una camisa de seda color beige y gemelos de oro y ónice. Zapatos marrones y calcetines a juego con la camisa.
Me miré al espejo y sonreí. Creo que pensé en los hermanos Gasteau: ellos también vestían bien, pero no les había servido de nada.
Le dejé a Jesús una nota en la mesa de la cocina: «Cuida a Feather si se despierta.»
Salí de casa eufórico, seguro por comprobar que aún podía salir. Me estremecí al notar que eso me hacía sentir tan bien.