15

Me gusta leer. Libros. Siempre hay un libro en mi mesita de noche; a veces más de uno. En esa época estaba leyendo Dr. No de Ian Fleming y La tierra de Zola.

Me gusta la literatura, pero la guía telefónica ha sido siempre mi lectura preferida. Holland y Roman Gasteau venían seguidos en la G. Nacieron uno después del otro, y en la escuela se sentaban en la misma fila. Es muy probable que su madre los vistiera igualitos. Y los dos murieron el mismo día.

Roman vivía en un edificio de apartamentos en La Brea; no muy lejos de mi casa. Me acerqué hasta allí a última hora de la tarde; era una mole enorme y había dos coches de la policía aparcados en la entrada. Hasta llegué a ver la cabeza de Sanchez en la arcada descubierta que llevaba a la entrada.

Pasé de largo, tratando de encontrar una forma de averiguar más cosas sobre la vida de Roman.

Jesús y Feather no estaban en casa cuando llegué. Por lo general, Jesús iba a buscar a su hermana al colegio cuando terminaba de entrenar; a veces iba yo. A Feather le encantaba que fuera a buscarla al colegio, y a mí me encantaba ir a buscarla, pero aquel día tuve que dejarlo pasar. Me senté a reflexionar sobre el problema. ¿Amenazó realmente Holland con matar a Faraón? Si lo hizo, ¿fue ésa la razón por la que su hermano había ido al colegio? ¿Por qué se marchó Idabell? ¿Y por qué mintió sobre el perro?

¿El perro?

¿Dónde estaba el maldito perro? Seguía pensando en deshacerme de él. Sin embargo, me había calmado un poco. Mi nuevo plan era llevárselo a mi viejo amigo Primo, que con toda seguridad sabría de alguien que quisiera un perro.

Me levanté y di una vuelta por la casa. No había rastro del chucho por ninguna parte, excepto un regalito que me había dejado en una pantufla. Era caca seca, por lo que supuse que me lo había dejado por la mañana.

Faraón no estaba en el patio, y si había salido, se había escapado por entre los arbustos a casa de los Horn.

Estaba a punto de ir a preguntar a los vecinos cuando se me ocurrió pensar: ¿Para qué he de ponerme a buscarlo? El no sabía nada, y si supiera algo, y pudiera hablar, no me lo diría. Aquel perro me odiaba más que nadie en el mundo.

Una hora más tarde ya tenía un plan.

Feather apareció corriendo en la puerta.

—¡Papá! ¡Papá!

Faraón se le lanzó a los talones, ladrando alegremente hasta que me vio. Entonces se agachó y gruñó. Jesús estuvo a punto de pisarlo al entrar.

—Hola, papá —dijo mi hijo.

—¿De dónde sale ese perro? —le pregunté a Feather. Noté que hablaba en un tono amenazante porque vi que la pequeña se asustaba.

—Lo hemos dejado en casa del señor Horn —dijo Jesús—. Se ha puesto a llorar tanto esta mañana cuando nos íbamos que Feather quería llevarlo al colegio. Yo he pensado que al señor Horn no le importaría.

—Eso es pedirle demasiado al vecino —dije.

—No —protestó Feather—. Al señor Horn le gusta Frenchie. ¿No es cierto, Juice?

Jesús asintió con la cabeza. Me miró y luego apartó la vista. Todavía teníamos que aclarar el asunto del dinero escondido en el armario. Pero Jesús estaba muy asustado como para sacarlo a colación, y yo también.

Los dejé que se pusieran cómodos. Faraón me siguió por toda la casa, deteniéndose en cada rincón a observar cada uno de mis movimientos. Aquel perrito me sacaba de quicio.

Al cabo de un rato le dije a Jesús:

—Coge el carrito viejo de Feather y ve a la tienda del señor Hong. Cómprame una caja de bistecs. Bistecs del costillar, de novecientos gramos. Dile que lo apunte en la cuenta.

Jesús fue al garaje a buscar el carrito.

—Cariño —le dije a Feather, que estaba mirando cómo Faraón me miraba.

—¿Sí? Frenchie te quiere, papi.

—¿En serio? ¿Por qué lo dices?

—Porque siempre te está mirando.

El perrito los había engañado a todos.

—Cariño —dije otra vez.

—Sí.

—Ya sabes que si pudiera dejaría que te lo quedes, pero Faraón es de una señora que lo quiere más que tú.

—Yo le daré de comer, papá. Y le haré una casita en el patio.

—Pero no es eso, bonita, ya sé que vas a cuidarlo. Es que no es nuestro, ¿comprendes?

—Sí —dijo, haciendo un puchero—. ¿Puedo ir a jugar?

—¿No quieres contarme lo que has hecho hoy en la escuela?

—No. Quiero ir a jugar con Frenchie.

El señor Hong me mandó unas cuantas botellas de salsa de barbacoa junto con la carne. No tenía ni idea del perverso destino que yo les reservaba a sus bistecs.

Cuando regresé al edificio de Roman Gasteau los coches de policía ya se habían marchado. Saqué del maletero la caja de los bistecs y entré en el edificio por un pasillo de yeso color coral. Una vez dentro fui de puerta en puerta… Las paredes interiores eran del mismo color y reflejaban la luz de las lámparas eléctricas y de los televisores encendidos que salía de las puertas abiertas. Se oían voces y música. En el patio, unos niños corrían y gritaban entre ficus y palmeras enanas.

Mi plan era sencillo. Yo era Brad Koogan, nombre tomado de un amigo que murió en la batalla del Bulge. Brad iba de un apartamento a otro intentando vender chuletones a un dólar cada uno; se los pasaba un camionero amigo. Mi razonamiento era el siguiente: si alguien pensaba que yo robaba aquellos bistecs y a pesar de eso quería comprarme alguno, era muy probable que supiera algo de Roman y de los círculos que frecuentaba.

Nadie respondió en el primer apartamento. Puede que no hubiera nadie en casa o que tras espiar por la mirilla decidieran que era mejor no abrir.

En la puerta siguiente me abrió una mujer mayor, negra, vestida con una bata de cuadros rojos y negros y con unas gruesas gafas bifocales colgadas al cuello sobre un collar de perlas falsas. Era pequeña y casi calva.

—¿Qué desea? —Su sonrisa, desdentada, era sencilla y simpática.

Vacilé un momento porque la vi vieja y frágil. Pero la calle es un lugar salvaje donde la compasión es más cara que el oro. Tuve que preguntarme si aquella mujer valía tanto para mí.

—Hola. Me llamo Brad Koogan. Vendo carne de primera, señora, bistecs de novecientos gramos a un dólar cada uno.

—Hola. Me llamo Celia —dijo—. Pero, señor Koogan, hace más de diez años que no como un bistec.

—Celia —dijo una voz masculina desde el fondo de la casa.

Cuando el hombre se dejó ver, comprobé que era la versión masculina de Celia, bata de cuadros incluida.

—Celia —repitió.

—Sí, Cari —respondió ella, algo molesta—. Ya te he oído.

—¿Quién es? —preguntó, mirándome.

—Brad Koogan, señor —dije—. Vendo bistecs.

—No compro carne a vendedores ambulantes, señor —dijo.

Era brusco, pero me cayó simpático. Celia le sonreía, y a mí se me fueron los ánimos.

—Disculpe, señor —dije—. Ya me marcho.

—¿Cómo ha dicho que se llama? —preguntó Celia.

—Koogan. Brad Koogan.

—Nosotros somos los Blander, Cari y Celia —dijo.

Era una manera de disculparse por los malos modos del marido. Pensé que cuando me fuera se pasarían dos largas horas discutiendo que ella no debió abrirle la puerta a un desconocido y que él tenía que aprender a ser más amable con la gente.

Por mi parte, decidí tener menos miramientos.

Las dos o tres puertas siguientes me las cerraron educadamente en las narices. Me alegró constatar que había tanta gente honrada en el mundo, pero al mismo tiempo la experiencia debilitó mi capacidad de explotar la situación. Sabía que algunos de los que se negaban a atenderme llamarían al casero y le pedirían que mantuviera a los timadores lejos de su casa y de sus niños. Si era un buen casero, como el que yo quería ser, bajaría a ver qué pasaba o llamaría a la policía.

Y como no tenía ningunas ganas de ver a la pasma, me di prisa.

Cassandra Vincent me compró tres bistecs pero no conocía a ninguno de sus vecinos.

Butch Mayhew quiso que le dejara uno de muestra antes de decidirse a comprar. Cuando le dije que no, intentó convencerme diciendo:

—Se los compro todos si el que me deja probar está tierno.

No me dejé engañar. El muy listo quería que le dejara un bistec de prueba. Si me negaba, se ofrecería a prepararlo allí mismo. Al menos así daría unos cuantos bocados.

—Así que quiere probarlo antes, ¿eh? —pregunté.

—Sí. —A Butch le pasaba algo en la espalda. El pecho le salía hacia adelante y tenía el estómago hundido para adentro, como si alguien estuviera tratando de hacerle cosquillas. Llevaba una camiseta andrajosa y calzoncillos de rayas.

—Podría dejarme uno pequeño y seguir la ronda —dijo—. Cuando vuelva le compraré los que le queden sin vender. Si el que me deja es tierno, claro.

—De acuerdo —dije—. Pero yo se lo asaré. Enséñeme dónde está la cocina.

Butch tenía una Phillips—Regent a gas, de dos fuegos. Estaba tan grasienta y cubierta de costras que me sorprendió que encendiera cuando acerqué la cerilla. Tuve que freírle el bistec porque el horno no funcionaba.

—Huele bien —dijo Butch al aspirar el humo que echaba la carne.

—¿Hace mucho que vive aquí? —pregunté.

—Unos seis meses. Pero me voy el quince del mes que viene.

—¿Lo desahucian?

Butch sonrió y ladeó la cabeza.

—Dígame —dije—. ¿Vivía aquí Roman Gasteau?

—Todavía vive. Al menos eso creo. Hace unos días que no lo veo.

—¿Lo conoce?

—De vista. Eh, Koogan, ¿por qué no le da la vuelta ya? A mí la carne me gusta poco hecha.

—Ajá. ¿Tiene ajo en polvo?

Seguí la atribulada mirada de Butch por la alacena de la cocina. Vi un pañuelo todo arrugado, una lata de crema de afeitar Barbasol, un bote abierto de mantequilla de cacahuete y una hogaza de pan.

—No, no tiene —dije—. Hace unos años tenía algún trato con Roman. Daba unas fiestecitas…

—¿De veras? —preguntó Butch—. A mí nunca me ha invitado, pero si quiere hacerle una visita, vive en el primero B.

—Ajá. Dígame, por si acaso no estuviera, ¿sabe si alguien de aquí podría decirme cómo ponerme en contacto con él? No me vendría mal una fiesta cuando termine de vender toda esta carne.

—Ridley lo conoce.

—¿Vive aquí?

—Arriba. Tercero A.

Por el modo en que Butch me miraba supe que empezaba a desconfiar de mis preguntas. Aunque, en aquel momento, para él lo principal era el chuletón.

Puse la sartén con la apetitosa carne delante de Butch. Olía muy bien.

Me quedé impresionado viendo cómo Butch fingía que el tierno bistec del señor Hong estaba duro y seco como una suela: masticaba y masticaba, fruncía el ceño y gruñía.

—Eh, hermano —dijo, con la boca llena—. Esta mierda no es carne de primera.

Mayhew quería jugar, así que le hice una demostración. Di un golpe en la encimera de cerámica y me cagué en él y en toda su familia. Cuando terminé de gritar me largué dejándole el resto del bistec en la sartén.

Se había ganado la propina.

Ridley McCow era un personaje inclasificable. Pelo ondulado y unos ojos casi marrones. Nariz pequeña, piel oscura. Los pantalones que llevaba podrían haber pegado con una chaqueta deportiva, pero también podían ser de faena, y le sentaban muy bien con la camiseta de rayas. Ridley no me miró a los ojos, pero me di cuenta de que le interesaban los bistecs baratos.

—¿Dónde los consigue? —le preguntó a mi barbilla.

—De un tío que conozco.

—¿Puede conseguir más? —Aún no había probado uno y ya quería comprarme una docena.

—Puede que sí. ¿Por qué? ¿Quiere ser cliente fijo?

Ridley miró a ambos lados y luego dijo:

—¿Por qué no hablamos en un lugar donde no puedan oírnos?

Estoy seguro de que los muebles eran robados de algún motel. La consola de la televisión aún tenía las marcas de la caja para echar monedas. Había un mesita de formica con pie cromado en el rincón. Las persianas, muy gastadas, estaban bajas, y sólo había una lámpara, por lo que la habitación se encontraba en una desagradable oscuridad.

Una puerta entreabierta llevaba, tal vez, al dormitorio. Puede también que Ridley durmiera en el sofá.

—¿Cuántos chuletones podría conseguir? —preguntó en voz bajísima, ese tono de voz capaz de poner furioso a cualquiera por el esfuerzo que hay que hacer para oírlo.

—No le oigo, amigo —dije en voz bien alta—. ¿Hay alguien durmiendo ahí?

Ridley miró la puerta y después mi mentón.

—Mi novia —dijo.

—Bueno, entonces creo que volveré más tarde.

—No, hombre, no pasa nada. Ya es hora de que se despierte —dijo—. ¡Penny! ¡Penny, ven aquí!

Oí un crujido y luego un golpe; pasaron unos segundos y luego se oyó un gruñido. Después se abrió la puerta. Una joven morena cubierta únicamente con una camisa de hombre entró en la habitación. Cuando vio que Ridley no estaba solo se llevó dos dedos a la base del cuello. Creo que ése era todo el recato de que era capaz.

—¿Qué pasa?

—Éste es Brad, Penny. Vende bistecs.

—¿Y para eso me llamas? Estaba durmiendo.

Ridley se acercó a su compañera de piso y le dio un fuerte abrazo nada cariñoso, levantándole la camisa lo suficiente para ver que no tenía nada debajo. A ninguno de los dos pareció importarle.

—¿Por qué no nos sirves unos vinos, nena? —le dijo Ridley.

Penny regresó al dormitorio y encendió una luz. Por la puerta, abierta ahora de par en par, vi que la chica pasaba a otra habitación. Regresó con un cuarto de vino tinto Black Wren y una pila de vasos de papel; puso los vasos y el vino en una mesita de motel y se sentó en el sofá, con los pies descalzos bajo los muslos.

Hubo un tiempo en que yo hubiera sido capaz de andar sobre brasas por una mujer como aquélla. Todavía podía sentir el calor.

—Vamos, muñeca —se quejó Ridley—. ¿No puedes servirlo?

—Sírvetelo tú, mamón —replicó—. Me has despertado.

—Siéntese, Brad —me dijo Ridley, resignado a servir él mismo el vino.

Me senté al otro lado de Ridley y su amiguita. Penny tenía una cara grande y un pelo que no revelaba para qué lado iba. Los labios estaban allí para soltar juramentos, besar o quejarse. Y sus ojos, muy espaciados, captaban un espectro de luz que la mayoría de los hombres ni sospecha que existe.

—El señor Koogan vende bistecs —le dijo Ridley a Penny, y, dirigiéndose a mí, añadió—: ¿Cuántos más podría conseguir?

—¿Cuántos puede usted comer?

—No, había pensado que podría colocar algunos. Conozco a casi todo el mundo en este edificio, y a gente del edificio de enfrente también. Si consiguiera carne suficiente, podríamos hacernos socios, ¿qué le parece?

Así se hacían los negocios en Los Angeles: aparecía una oportunidad y era atrapada al vuelo. Ridley no sabía nada de mí, ni de mis chuletones, pero estaba dispuesto a fundar una sociedad. Se lanzó sobre mí más deprisa que yo sobre Idabell.

—Bueno, no es mala idea —dije, para probarlo—. ¿Cuántos quiere?

Los ojos de Ridley casi chocaron con los míos de lo entusiasmado que estaba. Penny bostezó y yo me pregunté si habría dentistas negros en Los Ángeles.

—Creo que podría vender unos cincuenta en un par de días, si son de primera calidad, se entiende.

—¿Cincuenta? —exclamé impresionado.

Penny me recorrió con los ojos. No tenía la menor idea de lo que estábamos hablando, pero seguía siendo una parte importante en nuestras negociaciones.

—Bueno —dije, haciendo números mentalmente—. Si me da treinta y cinco dólares, trato hecho.

—¡Treinta y cinco dólares!

Me sorprendió que pudiera gritar.

—Exacto —dije—. Usted se queda con quince dólares limpios de polvo y paja.

—Pero, hombre, el trabajo lo voy a hacer yo solo. Al menos debería quedarme con la mitad.

Traté de parecer molesto pero al mismo tiempo ansioso por tener un hombre que me vendiera la mercancía.

—Vale —dije—. Iremos a medias.

—¿Cuándo podría traerlos?

—Mañana, creo. Pero voy a necesitar la pasta.

—¿Qué pasta?

—Pues veinticinco dólares por cincuenta bistecs.

—Se los daré cuando los venda.

Sacudí la cabeza como lo haría un comerciante pesimista y con experiencia.

—No, hermano, de eso nada. Ya me engañaron una vez. Si he de ser franco, ésa es la razón por la que he venido a este edificio. —Contuve el aliento.

—¿Lo timaron?

—Sí, un tipo, un tal Roman, todavía me debe dinero. En cuanto termine de vender estos bistecs pienso ir a verlo y conversar un ratito con él. —Me acaricié la barbilla con gesto amenazador.

—Roman se ha ido —intervino Penny. La mención del hermano de Gasteau hizo que se enderezara en el sofá.

—¿Se ha mudado?

—No sé —dijo Penny—. La pasma ha pasado hoy por aquí a hacer unas preguntas. Se han llevado todas sus cosas en una bolsa.

Di una palmada en la mesa con tanta fuerza que mis dos anfitriones se pusieron de pie de un salto.

—¡Mierda!

Después de calmarse un poco, Ridley preguntó:

—¿Le debe mucho dinero?

—Quinientos dólares. ¿Le parece poco? —pregunté.

—¡Quinientos!

—¿No sabe dónde puedo encontrarlo? —le pregunté a Penny.

La chica miró a Ridley y dijo:

—No.

Pude observar que Ridley se debatía entre la codicia y los celos. No era un tipo feo, pero no podía decirse que fuera alto y guapo: no usaba zapatos de piel de serpiente. Estoy seguro de que Penny le había echado el ojo a Roman, y hasta es posible que alguna cosa más de su interesante anatomía. A Ridley no debía de gustarle nada la idea de que aquel hombre pisara su casa—motel. Sin embargo, de una cosa estaba seguro: Ridley habría pasado olímpicamente de ella en caso de que hubiera dinero en juego.

—¿Y qué sabes de esa casa, Penny?

—¿Qué casa?

—Esa a la que te dije que no volvieras más.

—Creía que ni siquiera querías oír hablar de eso —dijo Penny con una mueca de burla, moviendo la cabeza de un lado a otro con desdén—. Creía que habías dicho que me ibas a romper la cabeza si alguna vez me atrevía a mencionarlo.

—¡Y ahora te digo que se lo cuentes a este señor!

Ridley estaba imponiendo su autoridad.

Penny se volvió hacia mí.

—Hay un club en las colinas de Hollywood —dijo—. El Chantilly. Es un club para blancos, pero el tipo que lo lleva tiene un lugar para negros en la parte de atrás, el Black Chantilly. Es una caserón que funciona como club privado. Tienen una pista de baile y una sala de juego. Habitaciones privadas también…

—¿Y qué coño estuviste haciendo tú en ese sitio?

Ridley, que se había puesto de pie, se abalanzó sobre la chica con la mano abierta, pero le erró, a mí me pareció que a propósito. Penny gritó y cayó al suelo, y se metió bajo la mesita.

—¿No querías que le dijera dónde estaba Roman? —gritó—. ¡Yo no he dicho nada!

—¡Tú eres la que ha dicho que se había marchado! —Ridley le dio otra bofetada al aire—. A lo mejor sabes también adónde ha ido.

—¡No, no!

—Eh, eh, Ridley —dije, usando su nombre por primera vez—. Basta, hombre, cálmese. ¿Quiere que hablemos de los bistecs?

Ridley respiró hondo. Penny lo miró y él alzó la mano como si fuera a atizarle otra vez, pero sólo quería verla asustarse una vez más.

—Disculpe, Brad —dijo—. Pero esta zorra no anda bien. Se pasa el día rascándose el coño. Claro, yo pago el alquiler, y encima tiene el morro de andar jugando con ese mariconazo de arriba. ¡Que agradezcan que no les rompo el culo a los dos!

Penny se encogió un poco más.

—¡Fuera de aquí, zorra! —le gritó Ridley—. ¿Por qué coño te atreves a andar desnuda delante de un desconocido?

Penny se movió enseguida, pegadita al suelo, entró en el dormitorio y dio un portazo.

Ridley se quedó mirando la puerta.

—A las tías les gusta volvernos locos —dijo.

—No lo sabe usted bien —dije, con la esperanza de calmarlo—. Le diré lo que voy a hacer, hermano.

—¿Qué?

—Dejaré estos nueve chuletones aquí toda la noche y volveré mañana con otros cincuenta. Me da cuatro dólares cincuenta y en dos días paso a cobrar el resto.

Le pasé la caja y él la aceptó. En ese momento se permitió alzar la vista y mirarme a los ojos.

—¿Por qué hace todo esto? —preguntó.

—Voy vendiendo bistecs y, mientras tanto, busco a un hombre con zapatos de piel de serpiente.

—¿Piensa hacerle daño?

—Si puedo —dije—. Si puedo.