Simona Eng vivía en el Valle de San Fernando con su padre, Conrad Eng.
En las charlas a la hora del almuerzo, en la oficina de mantenimiento, Simona nos había hablado de su padre. El señor Eng era un caballero chino que había llegado a los Estados Unidos desde Hong Kong cuando sólo tenía cinco años. Su padre ya había muerto por culpa de unos pulmones débiles y una dura vida de trabajo; su madre estaba muriéndose. A Conrad lo crió Hilda Coke, hija de un próspero cultivador de naranjas de Pomona. Hilda había conocido a los Eng a bordo del Sea Carnation, un transatlántico holandés que cubría una ruta por el Pacífico a principios de siglo. El niño, muy juguetón, le había hecho compañía a Hilda durante la travesía, y a la mujer se le partió el corazón cuando, la noche antes de llegar a San Francisco, la señora Eng sucumbió a la neumonía en un atestado camarote de tercera.
Tras dejar la casa de la familia Coke al final de su adolescencia, Conrad trabajó de mayordomo. Su esposa, Irene, era una cocinera italiana. Conrad sólo trabajó hasta los cincuenta, año más, año menos, cuando se le declaró una enfermedad crónica y una ligera confusión mental. Antes ya había muerto la madre de Simona, dejando a la hija y al marido, ya un poco chocho, solos en el Valle de San Francisco.
La casa era pequeña, pero la mantenían impecable. Los crisantemos y las madreselvas me dieron envidia; las naranjas eran de las mejores de California.
—Hola —dijo el señor Eng, que me abrió la puerta vestido con uniforme de mayordomo, chaleco y pajarita incluidos. Era cinco centímetros más alto que yo, pero debía de pesar unos veinte kilos menos. Temblaba un poco, y me recordó a un junco, o a una alta planta de maíz.
—¿Señor Eng?
—Sí —dijo, con un sonrisa radiante. La pregunta que me formulaba con los ojos no encontraba palabras para expresarse.
—¿Está Simona, señor? Me llamo Rawlins, soy un compañero de trabajo.
—Está muy triste hoy —me confió—. Ya sabe que los chicos no deberían quedarse en casa. Los viejos tenemos que cuidarnos del sol, pero ellos lo necesitan —dijo, siempre con aquella sonrisa maravillosa.
—¿Puedo ver a Simona?
—Un momento —dijo. Se volvió y entró en la casita.
Como dejó la puerta abierta, entré. No quería espiar a Simona, pero, si por casualidad veía algo, nadie podría acusarme.
Todo lo que vi fue belleza. El violeta pálido de las paredes; las alfombras, verdes y amarillas; los muebles de cerezo. Plata y cristal y luz entrando por todas las ventanas. En un espejo de pared vi, enmarcada, mi sonrisa.
—Señor Rawlins. —La voz de Simona me distrajo del espejo. Me volví y dije:
—Hola, Simona. ¿Cómo estás?
Se había puesto una camisa gris con unos ajustados pantalones de gimnasia y zapatillas de tenis rojas.
—¿Qué está haciendo aquí? —Al parecer su padre era el único que conservaba los buenos modales.
—La policía ha venido a verme esta mañana. —Decidí mantener la mentira en su lugar; no sabía si Jorge la había llamado o no.
—¿Por el asesinato?
—Por ti.
Simona miró a su alrededor para ver si su padre estaba cerca.
—¿Podríamos hablar fuera, señor Rawlins?
—Claro.
Cruzamos el jardín y después un pasillo, cubierto por una parra, que llevaba al fondo de la casa.
El patio, muy soleado, era un extensa parcela de tierra separada por tres paredes de la casa vecina. En el centro el césped formaba un promontorio, en cuyo punto más alto había un falso aljibe de pino curado. Simona se sentó en el césped, cerca del pozo, y me indicó por señas que me sentara a su lado.
—Bonito lugar —dije.
—Mi padre se ocupa de la casa todo el día —dijo—. Le gusta más hacer cosas que hablar o ver la televisión.
—¿La ha decorado de memoria?
—¿Qué quiere decir?
—Si la ha copiado de alguna casa china.
—Si quiere que le diga la verdad, no lo sé —respondió, algo perpleja—. Porque él vino cuando aún no tenía cinco años. Siempre dice que no se acuerda de nada, pero…
Arranqué una hoja de hierba.
—¿Qué han dicho? —preguntó—. La policía.
—Que pensaban que tú sabías más de lo que les dijiste sobre el hombre que encontraron en el jardín.
—¿Por qué?
—Eso no lo sé —dije—. Ya sabes que a ese Sanchez no se le escapa nada.
Simona se estremeció y asintió.
—Ya sé, pero… No sé qué puede tener conmigo.
—No hace falta que me mientas, Simona. Ya le he dicho a Jorge que la poli había estado preguntando por ti. Me dijo que conocías a ese hombre. Le dije que no creía que tú tuvieras nada que ver con ningún asesinato. Y lo sigo pensando, pero se me ha ocurrido que era mejor venir a verte y avisarte.
Simona se mordió el labio. Cambió de posición y observé lo torneadas que se le veían las piernas en aquellos ajustados pantalones.
Ella se dio cuenta y adoptó una pose más discreta.
—Tiene razón, señor Rawlins —dijo, acaso sólo para que volviera a mirarla a la cara—. Yo no podría estar implicada en nada semejante. Hacía más de un año que no veía a Roman.
—¿Roman?
—Sí, así se llamaba. Era el cuñado de la señora Turner.
—¿Así que es cierto que lo conocías? —Me sorprendía que una joven estudiante, criada en aquella casita de muñecas, se atreviera a mentirle a la policía.
—Fue a una de esas fiestas que daba la señora Turner…, tés más bien.
—¿Quién iba a esas fiestas? —pregunté—. Quiero decir, ¿iba más gente del colegio?
—Bueno, el señor Langdon —dijo, y frunció el ceño—. La señorita Charford y la señorita Hollings también… El señor Preston vino una vez. La señora Turner daba una fiesta cada mes y medio más o menos, pero de eso hace ya mucho tiempo.
—¿Y por qué dejó de darlas?
Simona bajó los párpados hasta tener los ojos casi cerrados; era su manera de ponerse dramática.
—Fue cuando llegó Roman —dijo—. El marido de Idabell lo trajo la primera vez, pero pronto Roman empezó a montar sus propias fiestas. Holland no quiso que Idabell siguiera organizando los tés. Prefería las fiestas de Roman.
—Sí, me imagino que Roman no servía precisamente canapés…
—No —dijo, en voz baja—. A veces fumaban marihuana. Bueno, yo nunca fumé, señor Rawlins, sólo tomé un poco de vino, pero había gente que fumaba. Y Roman…, bueno, Roman…
—¿Lo conocías bien? —Era la pregunta adecuada en el momento oportuno.
—Hablaba francés —dijo, como si eso lo explicara todo—. Era muy dulce. Al menos al principio; después, cuando ya no pude ayudarle, me dejó. Si no hubiera sido por Jorge no sé qué habría hecho. No podía comer ni trabajar…
—¿Qué era lo que quería? —me oí decir en una voz más suave que una gamuza.
—¿Cómo?
—Roman. ¿En qué no pudiste ayudarlo más?
—No sé. Le gustaba que yo hablara francés. Al principio pensé que se sentía solo por eso, sus padres hablaban francés en casa cuando era pequeño. Pero después quiso que me fuera a París con él, que allí podría estudiar en la Sorbona. Le dije que no podía ir y él me dijo que si algún día quería ser profesora me vendría muy bien haber estudiado en Europa. Pero yo le dije que no podía dejar solo a mi padre ni siquiera una semana. Además, necesitábamos mi sueldo.
—¿Y él qué dijo?
—Que me daría el dinero que necesitaba. Eso me asustó y le dije que no. Salimos algunas veces, pero un día dejó de llamar. No llamó nunca más.
—¿Dónde daba las fiestas? —pregunté.
Aquella pregunta sobraba. Simona me miró a los ojos preguntándose si no podría yo tener alguna razón especial para estar allí; un motivo personal, por ejemplo.
—No me acuerdo —dijo—. Yo nunca conducía. En distintos lugares, ya sabe.
Un arrendajo aterrizó en el suelo, muy cerca, apuntó la cabeza hacia nosotros y luego procedió a picotear a una lombriz.
—¿Quiere tomar algo, señor Rawlins? —preguntó Simona.
Vi a su padre, con su traje de mayordomo, asomado por la puerta trasera de la casa. Nos estaba observando. De repente tuve la sensación de que el viejo tenía una pistola antigua en el bolsillo. Lo único que tenía que hacer era coger a Simona por los hombros para que me contara dónde daban las fiestas y el viejo dispararía una bala que iría a alojarse en mi cerebro. Veredicto: defensa propia; un padre salva a su hija de una violación junto a un destartalado aljibe falso.
—¿Cuándo piensas volver a trabajar? —pregunté.
—Mañana —dijo—. ¿Señor Rawlins?
—¿Sí? —Me puse de pie.
—¿Cree que la policía sabe que yo fui a todas esas fiestas?
—No. Pero si también iban otros profesores del colegio, es mejor que le digas al sargento la verdad. Dile que el primer día estabas tan trastornada después de ver el cadáver de tu ex novio que no pudiste decirle que lo conocías. A Sanchez no va a gustarle nada, pero a la larga será mejor para ti.
—¿De verdad? —preguntó.
—Ajá. Y una cosa más, Simona.
—Sí, señor Rawlins.
—Los polis se pondrán furiosos si se enteran de que he venido a avisarte. Te sugiero que no lo menciones.
Me miró y asintió con la cabeza. Pero ¿quién sabe en qué pensaba Simona en aquel momento?