13

Cogí el coche y me fui hasta la delegación local del Consejo de Educación.

Bertrand Stowe era un hombre bajo, de pelo gris, con una nariz que parecía empujar hacia afuera. Sus ojos denotaban una total seguridad respecto a todo, y tenía una voz que su madre debió de sacar del fondo de algún pozo.

Al verme, se puso de pie y me tendió la mano.

—Easy.

El hecho de que me llamara como me llamaban en la calle indica que Bertrand me había conocido antes de que me convirtiera en un trabajador honrado.

Nos conocimos en el otoño del 61. Yo acababa de salir del hospital, donde me habían curado una herida que me había infligido un viejo amigo. Mientras convalecía reflexioné sobre mi vida, preguntándome cómo era posible que peligrara incluso a manos de mis amigos, y decidí que, al volver a casa, me concentraría en la búsqueda de un trabajo decente.

Una tarde, mientras leía las demandas de empleo, recibí la llamada de una mujer.

—¿Easy? ¿Easy Rawlins?

—¿Sí? ¿Quién habla?

—Soy Grace Phillips. ¿Te acuerdas de mí? La amiga de John. Nos conocimos en su bar.

—Ah —dije, pensando: «Por favor, no»—. Sí, sí, me acuerdo.

No le pregunté qué quería.

—John me ha dicho que te llamara, Easy. Me ha dicho que a lo mejor tú podías ayudarme.

—¿Sí?

—Aja. ¿Podría pasar por tu casa?

—¿Qué quieres, Grace?

—Bueno…, mmm, sí. ¿Conoces a Sallie Monroe?

—Claro. —Sallie era, con Mouse, el gángster más duro de Watts.

—Bueno, Sallie cree que le pertenezco.

—¿Es tu chulo?

—No exactamente, Easy. Sallie da fiestecitas, eso es todo. Es cosa mía si a mí se me antoja ir y divertirme un rato. Pero yo nunca le he pertenecido.

Sabía de qué tipo de fiestas hablaba: Sallie o un gángster cualquiera le alquilaba el apartamento a alguien una noche y vendía entradas por cien dólares a sus clientes. El que organizaba la «fiesta» ponía la priva, la hierba y, a veces, algo más fuerte. También ponía las chicas. Les daba veinte dólares a cada una y ellas les sacaban una propina a los tipos con los que bailaban.

—Claro —dije—. Si no quieres ir, no vas y listo. —Estaba a punto de colgar, y lo habría hecho si no hubiera sido John el que le había dado mi número.

John era mi amigo, uno de mis mejores y más viejos amigos, un tipo íntegro, y más fuerte que una piedra. Conocía a John de los días del Quinto Pabellón, en Houston, Tejas. También era un tipo duro; tenía que serlo, vistos los negocios a los que se dedicaba. Había llevado un bar clandestino en Watts en los años cuarenta. Ahora era el dueño de un bar—restaurante.

—Aún no me has oído —se quejó Grace—. Ya no voy. Sólo fui alguna vez porque me parecía divertido. Pero ahora tengo un novio.

—¿Y?

—Es que… —vaciló un momento—. Bueno, lo conocí en casa de Sallie y ahora Sallie quiere amargarme la vida.

Me costó un buen rato sacarle toda la historia. Estaba cohibida, y no la culpo. Antes de mí, el encargado de mantenimiento de Sojourner Truth había sido un tal Bill Bartlett. Bill había llevado a su jefe, Bertrand Stowe, a una de las fiestas de Sallie, que le había pagado a Grace para que fuera especialmente simpática con Bert. Le dijo que no pidiera propina y que hiciera todo lo que Bert quisiera. Según Grace, a ella no le importó porque Bert era muy tierno. Ni siquiera sabía muy bien de qué iba la fiesta; el pobre se creyó que le había gustado a Grace, sin sospechar la intervención de Sallie.

—Ya sabes —dijo—, Bill Bartlett convenció a Bert para que fuera a echar una cana al aire, le dijo que de paso vería cómo se relajaba su personal. Bertie no creyó que fuera a conocer a una chica, y mucho menos que le iba a gustar.

Al día siguiente Bert Stowe le envió rosas y bombones. Ese fin de semana le dijo a su mujer que tenía que terminar algo en Sojourner Truth con el señor Bartlett, pero lo que de verdad hizo fue pasar dos largas tardes de amor con Grace.

Pronto comenzó a ayudarla a pagar el alquiler y consintió en echarle una mano para que entrara en Los Angeles College a estudiar secretariado. Si aprobaba, le dijo Bertrand, le conseguiría un trabajo en la delegación del Consejo, en las oficinas centrales.

Y hasta llegó a hablar de pedir el divorcio.

—Pero ahora Sallie quiere joderlo todo —dijo.

—¿Cómo?

—Tiene fotos.

—¿De vosotros dos?

Casi pude oír cómo hacía que sí con la cabeza al otro lado de la línea.

—¿Cómo las ha conseguido?

—Hizo que alguien las tomara a escondidas en la fiesta cuando Bertie y yo estábamos…, estábamos en uno de los dormitorios. La puerta no tenía cerrojo. Ni siquiera me di cuenta cuando las sacaron. Sallie me las enseñó y dijo que si Bertie no lo ayudaba, no iba a descansar hasta que lo echasen del trabajo.

—¿Ayudarlo a qué? —pregunté.

—No sé.

—Venga, Grace. No tengo tiempo para perderlo al teléfono.

—¡No sé! —gritó—. Era algo sobre el inventario para su distrito.

Quieren que Bill Bartlett sea su ayudante y que luego diga qué cosas están usadas y cuáles están rotas, yo qué sé.

Pero Grace sí sabía; y yo también.

Grace y yo fuimos a ver a John a su bar—restaurante y discutimos el asunto. A John le gustaba Grace y yo podía entender por qué. La chica tenía la piel del color de las moras, y sus labios no habían perdido un ápice de la voluptuosidad de sus antepasados africanos. Grace era esa clase de muchacha desvalida a la que todos los hombres querrían ayudar. Le pregunté qué pensaba que Bertie estaría dispuesto a hacer por ella.

—Es un buen hombre, Easy. O nos entrega, o se mata.

—Entonces, ¿por qué no os largáis a alguna parte? Marchaos de Los Ángeles y dejad que Sallie se cave su propia fosa.

Grace hizo un mohín con sus labios gruesos y hermosos.

—Ella no quiere escapar, Easy —dijo John—. Si eso fuera todo, podría ayudarla yo sólo.

—¿Cómo es posible que digas que ese Stowe es tan buen tipo y que luego vaya a una de esas orgías de Sallie? —pregunté.

—No hubo hierba esa noche —dijo Grace—. Alcohol solamente, y Sallie arregló todo para que pareciera una fiesta normal. Ya sabes que Bertie no tiene experiencia en ese ambiente.

Grace no estaba enamorada, pensé, pero algo había; en ese momento no supe qué, aunque pude ver que tenía algunas posibilidades.

—De acuerdo —dije.

—¿De acuerdo qué? —preguntó John.

—Ya sé qué vamos a hacer.

—¿De veras? —preguntó Grace.

—Sí. Tienes que contarle todo a Bert.

—¿Todo?

—Bueno…, no tienes por qué decirle que estuviste en un montón de fiestas de Sallie, sólo lo que está tramando con Bill Bartlett. Cuéntale lo de las fotos, todo eso, y después háblale de mí. Dile que me llame si quiere salir bien parado.

Yo ya había ido a la oficina de personal del Consejo de Educación a ver qué podía averiguar.

Tres días más tarde llegó la llamada. Me había echado a hacer una siesta porque aún seguía recuperándome de la grave infección que me produjo la herida. Stowe me dijo que había hablado con Grace y también con Bill Bartlett. Quería saber qué podía hacer yo. Concerté una cita para verlo en su despacho. Al principio se mostró reacio, pero yo me mantuve firme.

Stowe me cayó bien. Era directo y nervioso. Supongo que siempre me siento un poco eufórico cuando me encuentro en una posición de poder frente a un hombre blanco.

—Grace me ha dicho que puedo confiar en usted, señor Rawlins —dijo—. ¿Qué puede hacer por mí?

—Es muy sencillo, señor Stowe. Usted se queda sentado ahí donde está y espera que yo venga a verlo. Conseguiré esas fotografías, sean lo que sean, y una promesa de que Sallie lo dejará en paz.

—¿Y cómo piensa hacerlo?

—No puedo revelarle todos mis secretos ahora —dije. Sonreí, y él me devolvió la sonrisa.

—¿Y cuánto me va a cobrar, señor Rawlins?

—El puesto de Bartlett.

—¿Cómo ha dicho?

Del bolsillo de la chaqueta saqué un impreso de solicitud de empleo que ya había rellenado, y se lo entregué a Stowe; quería el puesto de responsable de mantenimiento.

—He llevado bloques de apartamentos con la inmobiliaria Mofass más de quince años, y sé trabajar con gente. En el manual que me dieron con el impreso dice que se puede contratar a alguien para un puesto de responsabilidad a discreción del inspector de zona. Creo que si consigo resolver su problema sin levantar mucho revuelo, usted podría…, digamos, recomendarme.

Al principio Stowe se quedó boquiabierto, y después comenzó a reír. Se rió muy fuerte y un largo rato.

Cuando terminó, hicimos un pacto.

Sallie Monroe era un perdonavidas, un hombre inteligente con una enorme fuerza física —y de voluntad— que no empleaba en nada legal. Ocupaba mucho sitio y dominaba casi todas las situaciones gracias a su imponente circunferencia. Sallie odiaba a los blancos porque, en general, no respetaban su inteligencia. Para ellos era un negro más, apto sólo para el trabajo sucio, y para sufrir sus consecuencias.

Como casi todos los hombres negros, Sallie descargaba su ira en otros negros, aunque siempre estaba buscando dominar a algún blanco, o, a alguna blanca. Por lo general era un mujer, una prostituta o una toxicómana. Las mujeres blancas, o los blancos desahuciados, eran un presa fácil para Sallie; sin embargo, no daba rienda suelta a su odio fácilmente, porque, ante todo, era un hombre de negocios y nunca hacía nada que no le reportara beneficios.

Yo estaba al corriente de todo lo que se cocía en el Asador de Petey, en la esquina de Central y Ochenta y tres.

El Asador Cabaña había comenzado como un chiringuito, un patio delante de un recinto pequeño donde Petey y su mujer asaban las costillas que vendían por la ventanilla. Con los años Petey hizo bastante dinero y pudo rodear el patio con una alta cerca de madera. Unos años más y la cerca se convirtió en paredes cerradas con techo de aluminio. El suelo era el mismo cemento pintado, y los muebles seguían siendo los bancos de secoya de siempre, pero Petey llamaba a su lugar «restaurante».

Sallie se pasaba todas las tardes sentado al fondo del Asador. Le gustaba chupar las costillas mientras hacía negocios al mismo tiempo.

Junto a él se sentaban Charles Moody, su chófer y guardaespaldas, y Foxx, un hombre bajito con pinta de dandy que siempre estaba susurrándole algo al oído a Sallie.

Little Richard aullaba «Good Golly, Miss Molly» en la máquina tocadiscos.

Cuando Sallie me vio llegar miró por encima de mi hombro. Buscaba a Mouse, lo sabía. Mouse era mi amigo, y eso imponía respeto, desde las calles de Galveston, Tejas, a la bahía de San Francisco.

—Easy —dijo Sally, con una sonrisa.

—Hola, Sal. ¿Cómo van las cosas?

—Dicen que voy a ser libre si me limito a pasear mi culo por las calles de Selma con las manos en los bolsillos. —Sallie le dio una palmada en la espalda a Charles Moody y soltó una carcajada] capaz de ahogar la voz de Little Richard. Sus esbirros le rieron el chiste, y parecían sinceramente divertidos, pero no creo que lo captaran.

Yo no tuve necesidad de reírme; Sallie no me pagaba las facturas.

—¿Qué quieres, Easy Rawlins?

—Hablar —dije.

—Entonces habla.

—A solas, Sal.

Charles y Foxx me miraron cómo preguntándose «¿Y éste quién se ha creído que es?», pero yo no hice caso. Tenía mi reputación en las calles, y Sallie lo sabía.

También conocía a Mouse.

—Dejadnos un minuto —les dijo a sus hombres. Cuando se marcharon murmuró—: Espero que valga la pena.

Me senté y me abroché la chaqueta, esperando que nadie notara el bulto de la 38 que llevaba en el bolsillo derecho.

—Se trata de un amigo mío —dije.

Con un gesto, Sallie le indicó a Petey que trajera más costillas.

—Bertrand Stowe —proseguí.

Sallie reaccionó.

—No te conviene meter la nariz en mis asuntos, Easy.

—No me estoy metiendo contigo, Sal —dije—. Stowe me llamó cuando se enteró de que tú querías meterte con él. Me dijo que no pensaba hacer lo que tú quieres y que iba a contárselo a la pasma.

—¿Contarles qué?

—Tienes que entenderlo, Sal. Bert es de una familia blanca y decente. Cruza las calles por los pasos de peatones y deja los diez centavos del periódico cuando el vendedor no está en el quiosco.

—Le voy a aplastar el hígado con los neumáticos traseros si se chiva a la pasma —dijo Sallie. Yo sabía que lo decía en serio. Sallie no se andaba con chiquitas. No jugaba.

Pero yo también iba en serio aquel día. Había respirado el mismo aire viciado con tipos como Sallie y sus lacayos toda la vida, y sabía que un día u otro uno de ellos iba a matarme, a menos que consiguiera salir de ese ambiente.

Podría haber conseguido trabajo de fregaplatos, o en la construcción, podría haberme convertido en portero del ayuntamiento; sin embargo, cuando se trataba de la falta de consideración por los negros, yo era como Sallie. Quería un trabajo con responsabilidad y que, como mínimo, me hiciera sentir un poco de orgullo.

—Eso le dije, Sal. Con Sallie no se juega, ojo que Sallie te va a romper el culo, le dije.

El gángster me miró. Seguía sin saber adónde apuntaba… todavía.

—¿Qué quieres, Easy Rawlins? —preguntó por segunda vez.

—Bert irá a la policía si lo sigues apretando —dije—. Eso tenlo por seguro. Es un tío honrado y sólo sabe andar en una dirección. Sé que irás detrás de él, eso es inevitable, pero… tal vez podría arreglarse.

Sallie seguía mirándome.

Dejé que mi mano fuera hasta el bolsillo.

—Te propongo una solución —dije.

—¿Cuál? —dijo Sallie, casi sin voz.

—Te doy mil setecientos sesenta y dos dólares y tú me das las fotos. Y los negativos.

Yo era una becacina llorando en el mar.

Sallie me miró un momento. Little Richard terminó su canción y empezó a sonar «Stagger Lee». Sallie no dijo nada hasta que empezó el solo de saxo.

—Me pregunto por qué no te parto el cuello ahora mismo, Easy Rawlins.

Lo que quería era que le mentara a Mouse. Quería verme salir corriendo a buscar la protección de mi amigo. Lo único que yo tenía que hacer era gritar el nombre de Raymond y Sallie me habría perdonado antes de sentarse a charlar y comerse unas costillas con él.

Tal vez hubiera sido más inteligente mencionar su nombre.

Pero no aquel día.

No.

—Porque si te mueves —dije, muy serio—, tengo una cosita para ti, aquí en el bolsillo.

Yo había conocido a más de un blanco que fardaba de lo que le había costado terminar una carrera en la universidad, o de cómo había tenido que romperse el lomo para llegar a donde había llegado. Mierda. Me gustaría ver a uno solo de ellos sudando como yo sudé aquel día con Sallie, el dedo en el gatillo y la vista clavada en él. Iba a ser la bolsa o la vida, y rápido, porque ninguno de los dos pensaba irse sin resolver la cuestión.

Si hubiera sido Mouse el que estaba al otro lado de la mesa, yo habría disparado sin pensarlo ni una vez. Si hubiera sido Mouse, ni siquiera habría ido a verlo. Mouse se habría olido el problema antes de que yo abriera la boca, y habría disparado sin preguntar nada.

Pero Sallie no estaba a la altura de mi amigo. Era un matón, un chulo, un hombre violento, pero no valiente.

—Dos mil quinientos —dijo.

Yo me planté en mil setecientos sesenta y dos porque era todo lo que podía conseguir. Decidí pagar por la libertad del señor Stowe, y que él me recompensara con un puesto de trabajo.

La operación tuvo lugar a la mañana siguiente.

Fui solo al Asador de Petey a encontrarme con Sallie y sus matones. Fui un imbécil, lo sé, por no llevar a Raymond conmigo. Pero aquel negocio era mío, era la oportunidad de comenzar una nueva vida y estaba dispuesto a apostarlo todo.

De todos modos, Mouse estaba en el Asador. Sallie seguramente pensaba que no podría evitar matarme. Mil setecientos dólares no eran nada comparado con lo que él podía robar en los almacenes del Consejo de Educación. Pero si me mataba, morir a manos de Mouse sólo era cuestión de tiempo.

Yo estaba jugando una carta que aún seguía en la baraja.

Sallie abrió juego.

Me dio la foto y el negativo. Era una foto bastante borrosa de Grace medio desnuda, sonriendo contenta por encima de un Bertrand arrodillado.

Supongo que todos tenemos que ponernos de rodillas alguna vez en la vida.

Me prometí que aquél sería el último favor en toda una vida de hacer favores. A partir de aquel día pensaba ganarme el sustento trabajando mis ocho horas y llevando la paga a casa.

Stowe pidió el cese de Bill Bartlett, lo obtuvo, y me contrató. Hubo mucho papeleo, pero sobrevivimos. Bertrand y yo nos hicimos buenos amigos. Yo era su confidente.

Había roto con Grace cuando todo terminó, pero me llamaba casi cada semana o venía a mi oficina y me hablaba de ella. Grace lo llamaba al trabajo y a casa. Yo sabía que era cierto porque también me llamaba a mí, intentando sonsacarme la manera de ponerse en contacto con él.

Por último, más de un año después, Stowe no aguantó más y volvió con Grace después de que otro tipo la dejara preñada. Bert era así, necesitaba ocuparse de alguien, y Grace necesitaba enormemente que la cuidaran.

—Bertrand —dije, dándole un apretón de manos.

—Siéntate, siéntate —me dijo—. ¿Qué tal va todo?

Bertrand llevaba unas gruesas gafas que le agrandaban unos ojos de por sí intensos. El bigote, entrecano, parecía un grueso cepillo de cerda.

—Vamos tirando —dije—. Podría ir mejor.

—La policía ha estado aquí —dijo.

—¿Cómo dice?

—Me han dicho que en la comisaría de la Setenta y siete te tenían fichado como sospechoso de varios crímenes.

—Entiendo —dije. Cada minuto que pasaba me parecía más al hermético Easy de los años en las calles.

—Nunca supe que fueras sospechoso de asesinato —dijo Stowe, mirándome a la espera de una respuesta.

Quería una declaración.

—¿Eso es lo que han dicho? —Lo único que obtuvo de mí fue otra pregunta.

—¿Es todo lo que tienes que decir? —me preguntó mi jefe.

—No pidió mis antecedentes cuando tuvo problemas con Sallie Monroe y Billie B. Entonces lo único que le importaba era su mujer…, y su amiguita, claro.

—¿Me estás amenazando, Easy? —Stowe se iba poniendo pálido, y por más de un motivo.

—Es usted el que me amenaza, Bert —dije—. Ahora resulta que en cuanto la pasma viene a verlo usted se asusta y ya está dispuesto a entregarme. Ya tiene una historia montada como si no supiera nada.

Bert se quitó las gafas y las limpió. Me miró con una expresión indescifrable.

—¿Has tenido algo que ver con ese asesinato? —preguntó.

—¿Y usted qué piensa? —repliqué.

—No sé qué pensar. La policía dice que ya has estado implicado en casos como éste.

—¿Y usted se lo ha creído?

Bertrand Stowe estaba confundido. No veía nada malo en preguntarle a un hombre si estaba envuelto en un asesinato. No veía nada malo en creer a un extraño uniformado antes que a un amigo. Para él no era una pregunta delicada.

—¿No me entiendes, Easy?

—Sí que lo comprendo. Es usted el que no me entiende a mí.

Bert se sentó y yo lo imité. Volvió a ponerse las gafas. Me crucé de piernas.

—¿Qué quieres? —me preguntó al final.

—Creí que me había llamado usted, señor Stowe. ¿No ha dejado dicho que viniera a verlo?

—Ya te lo he dicho, Easy. La policía ha estado aquí, me han dicho que eras sospechoso, que sabías algo sobre las personas implicadas y que en el pasado te viste envuelto en crímenes parecidos.

—¿Todo eso han dicho?

—Sí.

—¿Y usted qué les ha dicho?

—Nada. No he dicho nada —dijo Bertrand—. ¿Qué iba a decirles?

—Podría haberles dicho que me conocía, y que yo no era de esos que van por ahí matando gente. Podría haberles dicho que era un empleado excelente que llegaba puntual todos los días y que se rompía el lomo para que el colegio funcionara como se merecen los niños y los profesores. Podría haberles dicho que tenía un director muy jodido pero que, según todos sus datos, yo nunca perdía los nervios ni decía una palabra de más. —Me enderecé en la silla—. Podría haberles dicho que era un buen amigo suyo que nunca pedía nada sin dar algo a cambio. No le habría costado nada decirles que usted estaba de mi lado. No le habría costado ni un puto céntimo.

Bertrand Stowe tenía los gruesos dedos abiertos sobre el escritorio.

—¿Qué quieres? —me preguntó.

—No me mande a la silla antes que ellos. Eso es lo único que le pido. Eso, y un par de días de permiso. Puede decirle a Newgate que me necesita aquí. Llámelo y dígale que tengo algo que hacer en la oficina del distrito por unos días. Que me presentaré en el colegio por la mañana pero que pasaré fuera todo el día.

Stowe me miró como un animal mudo hipnotizado por una serpiente. Al cabo de unos segundos asintió, se quitó las gafas y volvió a ponérselas.

Iba a hacer lo que le pedía.

Y yo haría lo que tenía que hacer.