12

—Señor Rawlins —dijo con voz tímida la chivata de Gladys Martínez—. El señor Preston quiere verlo en el auditorio.

—De acuerdo —dije, y me di la vuelta. Si he de ser sincero, no estaba muy enfadado con Gladys. Imaginaba que el sargento Sanchez le había dicho que le informara de todos los que preguntaran por la señora Turner. En el mundo del trabajo la gente se comportaba según unas reglas, era el único modo de sobrevivir.

—Señor Rawlins —dijo Gladys cuando estaba a punto de salir.

—¿Sí?

—Y el señor Stowe ha llamado de la oficina central. Ha dicho que quería que pasara a verlo.

Cualquier otro día habría ido a ver al señor Preston sin mayores problemas. Era el vicedirector de los alumnos varones de Sojourner Truth, un tipo legal, aunque distante. Bajo y musculoso, rondaba ya los cincuenta. Bill Preston se había ganado su puesto a pulso, tras veinte años de profesor de gimnasia, hasta que lo ascendieron.

Yo era un trabajador como él, pero al dirigirme al ala este del edificio de administración recordé la última vez que Preston me había citado en el auditorio del colegio.

—¡… cabrón! —fue la primera palabra que oí cuando entré por la puerta trasera. Después oí el murmullo de otra voz. Era el tipo de conversación entre hombres que hacía que la gente sensata optara por seguir su camino.

El auditorio estaba casi a oscuras. Desde lo alto del pasillo veía a dos hombres de pie, iluminados por las luces del suelo, en el espacio que separa la primera fila de butacas del escenario.

—¡Me importa un carajo toda esa mierda! Quiero a mi hijo y lo quiero ahora mismo. —El hombre que hablaba era corpulento, más alto que yo, y más joven también, y por los bíceps que le marcaban unas ajustadas mangas cortas, era mucho más fuerte de lo que yo jamás había sido.

La navaja se me ablandó en el bolsillo.

—Su hijo está en buenas manos, señor Brown —dijo Bill Preston—. Lleva mucho tiempo sufriendo repetidos malos tratos, tiene unos huesos rotos que nunca han sido tratados y es posible que también algunas lesionas internas…

Pegado a las sombras me acerqué a los dos hombres.

—¡No sé de qué coño me está hablando! —gritó Brown—. Eric es un niño que tiende a tener accidentes. Tiene algo en los pies.

—Muchas de esas lesiones no pueden ser…

El señor Brown empujaba a Preston hacia atrás con las dos manos.

Me acerqué un poco más, veloz, amparado por la oscuridad.

Estaba ya junto a la primera fila, detrás del padre brutal; ninguno de los dos me había visto.

Preston sacó pecho y levantó las manos.

—¡Un momento, señor Brown! —dijo—. Ya hay demasiados problemas. Cuando vi lo que le pasaba a Eric tuve que llamar a la enfermera, y ella tuvo que llamar a la policía. Eso es lo que manda la ley. Se lo llevaron a un hospital.

—Es mi hijo —dijo Brown—. Y soy yo quien dice lo que tiene. Si digo que va a un hospital, vale, y si digo que se queda en casa, aunque sea con un brazo roto, es en casa donde va a quedarse, se lo aseguro.

Andrew Brown —averigüé su nombre después, a partir de los papeles que me hizo firmar la policía— medía un metro noventa y algo. Bill Preston no debía de medir más de uno ochenta a los veinte años, y en sus mejores días; sin embargo, pese a la diferencia de estatura, Preston tenía un punto a su favor: muelles de acero en las piernas. Dirigió el puño derecho a la mandíbula de Brown y despegó una especie de zancos a reacción.

Se podría haber oído el ruido de los huesos de Brown desde la última fila. Andy Brown trastabilló, sin llegar a caer; los puños de Preston se lo impidieron, lanzados al ataque como un pájaro que defiende su nidada. Cuando el hombre más alto finalmente se desplomó, sentí verdadero alivio por él.

El vicedirector saltó al escenario y se fue corriendo detrás de los bastidores. Me acerqué y me arrodillé junto al hombre inconsciente para ver si seguía respirando.

Tenía la mandíbula partida, no cabía duda, y la cara ya se les estaba hinchando a causa de los golpes.

Oí un ruido y cuando alcé la vista vi a Bill Preston que regresaba hacia nosotros con una vara de metal negra, blandiéndola como si fuera un palo. Me puse de pie delante de Brown, con la esperanza de que Bill entrara en razón. Pero ni siquiera me vio. Levantó bien alto el hierro y yo lo cogí por la cintura. Preston dejó caer el arma, que fue a caer sobre el pie de Brown, y empezó a darme puñetazos.

—¡Bill! ¡Bill! ¡Hombre, soy yo! —grité—. ¡Basta!

Peleaba con ímpetu, pero al tuntún. Cuando dijo «Ya puede soltarme», supe que había recuperado el control.

Nos quedamos los dos sentados en el suelo, jadeando. Preston se frotaba la cara, se la apretaba con tanta fuerza que pensé que iba a volver a enfurecerse.

—Tenemos que inventarnos una historia —dije.

—¿Qué?

—Él lo ha empujado —seguí diciendo—, y después ha intentado pegarle otra vez. Usted le ha dado un buen puñetazo y ha seguido peleando hasta dejarlo grogui. Yo bajaba por el pasillo y lo he visto todo.

—No le habría pegado si no me hubiera hablado del niño de esa manera —dijo Preston, recordando lo que había pasado—. No deberían dejar que tipos así tuvieran hijos. No deberían permitir que vivieran.

—Eh, eh, eh —dije, con las manos en alto para impedirle que viera a Brown—. Bajemos al despacho y llamemos a la policía.

—No podemos dejarlo aquí —dijo Preston—. Tenemos que atarlo o algo…

—Hoy no vamos a atar a ningún negro. —No sé de dónde salieron aquellas palabras, pero denotaban un buen cabreo; nadie iba a tomarlas a la ligera.

—Nosotros no somos polis, y aunque tengamos una historia, los dos sabemos lo que ha pasado.

—Pero debería ver lo que le hizo a su hijo.

—Usted le quitó al crío y le ha roto la mandíbula. Si consigue levantarse y quiere largarse antes de que llegue la policía, no podemos impedirlo.

La policía encontró a Andrew Brown cuando intentaba escabullirse del colegio. Ésa era la definición de un perdedor en Los Angeles: un hombre sin coche.

Eric estuvo todo el tiempo en la enfermería. Después de la pelea trataron de localizar a su madre, pero la mujer había tenido que ir a sacar a Andrew de la comisaría y llevarlo a un hospital.

Tuvieron que intervenir los tribunales para conseguir quitarles el niño. Brown lo había ingresado en un hospital. A la policía eso no le gustó, y le apretaron tanto las clavijas al padre que finalmente el juez decretó la retención de Eric para evitar que su propia policía acabara un día acusada de asesinato.

Preston se había portado muy bien conmigo desde aquel día. Bien pero con ese aire de superioridad que siempre tienen los blancos. Hacía cosas como darme palmaditas en el hombro, y consejos que yo no necesitaba.

Esta vez las luces estaban encendidas. Preston estaba abajo, sentado cerca del escenario, en una de las gradas de fresno. Miraba el telón como si se estuviera representando allí alguna función de teatro.

—Señor Preston —dije desde arriba.

Se puso de pie y me saludó con la mano. No parecía furioso, así que bajé con toda tranquilidad. Caminamos hasta el mismo lugar donde le había roto la mandíbula a Andrew Brown.

—Señor Rawlins —dijo con desgana—. ¿Cómo…, ejem, cómo está?

—Bien —respondí, suave y frío como el cristal.

—¿Y los niños?

—Tengo que ir a ver al inspector de zona por uno de ellos, señor Preston.

—¿Ah, sí? —dijo, fingiendo preocupación—. ¿Problemas?

—¿Qué quiere, Bill?

Respiró hondo y después miró por encima del hombro hacia el telón. Me pregunté si no iría a lanzarme su famoso gancho a la mandíbula.

No lo hizo.

—¿Ha hablado con la policía? —preguntó.

—Un poco.

—Me han dicho que lo habían hecho bajar al jardín.

Asentí y miré la hora.

—¿Qué han dicho?

—No lo sé. —Easy, el honrado, no estaba muy dispuesto a colaborar—. Bueno, eso, que todo era ultrasecreto, confidencial. Asunto de la policía.

—¿Han dicho algo de mí? —preguntó con aire inocente.

—No sé a qué se refiere —dije, con mi mejor cara de idiota—. ¿Por qué piensa que sé más que los demás?

—Por Gladys Martínez.

—¿Qué pasa con Gladys?

—Le ha dicho a Newgate que Sanchez lo había hecho picar. El sargento le había pedido que le informara si alguien preguntaba por Idabell.

—¿Y? Me han dicho que está enferma.

—A mí eso no me interesa, señor Rawlins. —Preston levantó la mano para tranquilizarme, pero en lugar de relajarme adelanté el antebrazo para detener cualquier cosa que pudiera arrojarme a la cara.

—¿Qué le pasa, Rawlins? —preguntó, sorprendido por mi reacción.

—No se preocupe por mí. ¿Qué era lo que quería saber y qué tiene usted que ver con la señora Turner y ese hombre que apareció muerto en el jardín?

—¿La policía ha dicho eso? —Se notaba auténtico miedo en su voz.

—No. Lo ha dicho usted.

De repente Preston pareció confundido.

—¿No acaba de preguntarme qué sabía de usted la policía? —le pregunté—. También ha dicho que era por algo relacionado con la señora Turner. No se necesita ser un genio para darse cuenta.

Preston era culpable de algo, de eso estaba seguro. Toda su seguridad militar y su pinta de duro de gimnasio se esfumaron en un segundo cuando lo pillé; por la boca muere el pez. Comenzó a respirar con dificultad y a mover las manos como tratando de borrar lo que acababa de decirle.

—¿Y bien? —pregunté.

—Olvídelo. Haga cuenta de que no le he preguntado nada. Vaya a la inspección. Yo, bueno…, estaba confundido.

Preston había caído en otra trampa. Es así como de vez en cuando mucha gente cae víctima del hechizo de su propia superioridad. Quién lo diría: un hombre blanco con estudios universitarios que dictaba las normas de conducta a los niños, a los padres de esos niños y a los profesores que tenía a su cargo. Ni una sola camarera, ni un solo portero o jardinero —es decir, ninguna persona de color—, iba a desobedecer esas reglas, y se suponía que yo debía borrar de mi cabeza todas sus preguntas y seguir como si no hubiera pasado nada.

—Lo siento, señor Preston, pero no puedo olvidar lo que ha dicho.

—¿Cómo?

—Quiero decir, ¿qué pasa si al sargento Sanchez se le ocurre interrogarme otra vez? Si miento y él descubre que yo sabía que usted andaba haciendo preguntas, entonces podría considerarme un…, ¿cómo se dice?, un cómplice.

—¿Se ha vuelto loco, Rawlins? Yo no he hecho nada.

—¿Cómo puedo saberlo? Me llama de repente, medio en secreto. Y ya sabe que la última vez que nos vimos aquí casi mató a ese Brown.

—¿Y por qué saca a relucir eso ahora?

—Al hombre que apareció en el jardín lo habían golpeado con algo parecido a esa barra de hierro con la que usted trató de darle a Brown.

Este último comentario le hizo abrir los ojos. Por primera vez comprendió cuántos problemas se había creado conmigo.

—Siéntese, señor Rawlins —dijo—. Por favor, siéntese.

—Después de usted.

Preston se sentó de un salto en el proscenio. Yo lo seguí.

—¿Qué puedo hacer para evitarle preocupaciones, señor Rawlins? —preguntó.

—Quiero saber a qué viene tanto secreto —dijo el preocupado y honesto portero.

—Bueno, digamos que yo no tuve nada que ver con lo que ocurrió, pero que sé algo sobre esa gente y no quiero que nadie se entere de que lo sé.

—¿Conocía al muerto?

—Escuche, Rawlins… —Estaba tratando de ser sensato.

—¿Lo conocía? —insistí. Le miré las manos como si tuviera miedo de la respuesta, como un pobre campesino temeroso de un mundo que apenas comprendía.

—Sí —dijo—. Se llama…, bueno, se llamaba Roman Gasteau. Era el cuñado de Idabell.

—Pero ella se llama Turner.

—De soltera. Mantuvo el apellido porque ya daba clases cuando se casó.

—¿Y qué estaba haciendo en el jardín? —pregunté, fingiendo una nerviosa impaciencia.

—No lo sé. Le juro que no lo sé.

Lo miré.

—Oiga, señor Rawlins. No soy el único por aquí que conocía a Idabell y su marido, ni a su cuñado. Ella organizó tertulias, tés, decía ella, en su casa durante años, puede que cinco o seis al año. Y cuando su cuñado llegó a Los Angeles…

—¿Se refiere al muerto, a Roman?

—Sí, Roman Gasteau. Cuando él se instaló aquí, algunos de los profesores varones empezamos a ir a… unas fiestas, bueno, cómo le diría, un poco más movidas que un «té», ¿me entiende?

—No, señor Preston, no le entiendo una sola palabra. Si la mitad del colegio conoce a ese tal… Roman, entonces ¿por qué le preocupa que alguien pueda relacionarlo con él?

O con Idabell Turner, pensé.

—Bueno, verá —dijo—. El marido de Idabell es un auténtico imbécil. Según Idabell, al principio era muy buen tío, pero después se vino abajo. Ella le echaba la culpa a Roman, por el estilo de vida que llevaba, pero Roman era un buen tipo. Y Holland lo exprimía. Tenía amiguitas, dejó su trabajo y gastaba el dinero de Idabell. Hasta llegó a pegarle una vez. La pobre no sabía qué hacer.

Bill Preston respiró hondo como si tuviera algún problema serio en el pecho.

—¿Y? ¿Qué tiene de malo que ella le haya contado esas cosas? Eso no lo convierte a usted en un delincuente que tiene que ocultarse de la policía.

Otro suspiro.

Otro silencio.

—Idabell solía venir a mi despacho, señor Rawlins. Venía porque yo era el único… —se detuvo un segundo—… el único con el que podía hablar, ya me entiende. No podía hacer otra cosa que consolarla. Nos hicimos muy amigos. Creo que nos enamoramos.

—¿Se enamoraron allí…, en su despacho?

Por lo menos yo no era el único tonto del colegio.

—Aquella vez que él la golpeó…

—¿Y eso cuándo fue?

—Hace dos semanas. Cuando lo hizo yo le rogué que lo dejara. Le dije que iría a decirle a Holland que ella se marchaba y que iba a llevarme su ropa y todas sus cosas. Al principio dijo que no, pero después consintió en pensárselo durante un viaje con una amiga que conseguía billetes baratos a Francia. Quería aclararse las ideas.

»Me alegré de que se marchara, porque si hubiera seguido con ese hombre, no sé cómo podría haber reaccionado yo. La noche antes de que se fuera pasé por su casa con algunas de las pruebas de aptitud y le dije que tenía que traerlas corregidas a la vuelta, sólo para asegurarme de que estaba bien.

—¿Y lo estaba?

—Me acompañó hasta el coche y me dijo que sí, que no me preocupara, que ya pasaría a verme cuando regresara.

—¿Y pasó?

—Sólo un momento. Ayer, el día que encontraron a Roman. Me dijo que usted tenía su perro y que Holland quería pegarle por algo, no dijo por qué. Sólo que iba a marcharse inmediatamente.

—¿Y usted cree que Sanchez va a sospechar de usted por lo de Roman? —pregunté.

—No. Lo mataron por la mañana temprano. Yo estaba en la cama con mi mujer, en mi casa del valle. Lo que me da miedo es que Sanchez descubra mi asunto con Ida. A lo mejor ella le dijo algo, puede que alguien nos viera juntos en alguna parte.

O puede que alguien lo viera llegar en coche a casa de Idabell a matar al marido. Podría haberlo hecho. Quizá. Pero eso a mí no me interesaba, no a menos que me creara problemas.

—Bueno —dije—, no me han preguntado nada sobre usted, señor Preston, pero sí sobre la señora Turner, y también han mencionado al marido.

—¿Pero de mí no han dicho nada?

—Ni una palabra.

—¿Me informará si se entera de algo?

—¿De la policía?

—O de Idabell. Si llama para preguntar por Faraón, dígamelo, y dígale que necesito verla, en serio.

—Dígame una cosa, señor Preston.

—¿Qué?

—¿Le ha enseñado la policía una foto de Roman?

—Sí, sí, claro.

—¿Y les dijo que lo conocía?

—Por supuesto. Claro que no les dije nada de Idabell. Ya sabe que en realidad ella no tiene nada que ver con esa muerte.

Preston se hacía el ignorante y el sincero, y yo también.

—¿Se le ocurre quién pudo haberlo matado? —pregunté.

—No. Roman era un tipo estupendo. No se parecía en nada a su hermano.

Salvo, pensé, en que los dos estaban muertos.