Me quedé un rato revisando otros papeles y notificaciones que se habían acumulado. Me puse a rellenar un impreso para suministros, pero, hiciera lo que hiciese, siempre terminaba pensando en Simona sentada en el banco y en Jorge llevándosela a casa.
—¡Eh, Peña!
Lo encontré una hora más tarde en el campus de abajo. Estaba regando la pista de balonmano que hay detrás del bungalow I.
—Hola, señor Rawlins. —Jorge cerró la boquilla de la manguera hasta que el agua dejó de salir—. ¿Cómo está?
—Bien, gracias. Quería preguntarle algo.
—¿Sí?
—¿Qué le pasa a Simona?
—¿A qué se refiere?
—Bueno, ha llamado diciendo que está enferma.
—No sé. ¿Por qué no le pregunta a ella?
—Escuche, Peña, la poli ha venido a la oficina principal a hacerme unas preguntitas hace un rato…
—Sí, me he enterado. Me lo ha dicho uno de los pintores.
—Querían saber cosas sobre Simona.
—¿En serio? ¿Qué querían saber?
—Todo lo que sabía de ella. Si tenía algún motivo para mentirles, por ejemplo.
Jorge y yo estábamos bastante cerca. Él sabía que yo quería lo mejor para él, y que sólo le mentía para hacerlo cantar, no para meterlos en líos a él y a su chica.
—No queríamos decirles nada a los polis, señor Rawlins, ya me entiende.
Esperé.
—Simona conocía a ese hombre. Salió con él un tiempo.
—¿Ah, sí?
—Aja. Su hermano es el marido de la señora Turner. A veces salían juntos después del cole, y se iban por ahí a encontrarse con amigos y fumarse unos porros. A la señora Turner Simona le caía bien porque estudiaba por la noche, y por eso la invitaba a salir con ella y otras profesoras. —Los ojos de Peña, por lo general alegres, tenían ahora el desagradable brillo del miedo—. Pero después empezaron a ponerse muy raros y Simona dejó de salir con ellos.
—¿Se lo dijo a la policía?
—No. Le dije que mejor no les dijera nada. Porque, ya sabe, si se enteran de que salían juntos, y de la hierba, tendría problemas, estoy seguro. Sería una mancha en su expediente.
Jorge estaba nervioso; él también se temía problemas. Tenía un buen trabajo, y a su hermana y sus sobrinos cubiertos con su seguro médico.
—No se preocupe, Jorge —dije—. Pero no se lo cuente a nadie. No va a pasar nada.
Le di una palmada en el hombro y lo dejé inundado de una vaga sensación de seguridad.
EttaMae estaba limpiando los desperdicios del almuerzo de las niñas en el piso de arriba del edificio de Letras. Tenía tan mala cara que me disuadió de acercarme; de pequeño aprendí a esquivar el peligro.
—Hola, Etta.
Etta siguió dándole a la fregona. El día anterior se había enfadado conmigo porque me había comportado como un hombre. Ahora estaba cabreada con todos los hombres.
—No pongas esa cara tan larga, cariño, o vas a fregar el suelo con la barbilla —dije—. Mouse durmió en casa anoche.
—¿Y qué dice?
—Escucha, Etta, los polis le enseñaron a Raymond una foto del muerto y a él se le fue un poco la olla. Empezó a beber y a pensar que William era su padre. No quería irse tan triste a casa, ni que su hijo lo viera en ese estado.
Etta tardó un minuto en soltar la rabia. Era odio a Mouse lo que se le revolvía en el alma, y nadie ignora que el odio tiene raíces profundas en el alma de una mujer negra.
—Vamos a la terraza —dije—. Descansa un poco.
Desde la terraza del edificio de Letras se veía un panorama de cientos de kilómetros. Alrededor de Watts, Los Angeles era una llanura que llegaba al mar. Las carreteras eran anchas, salpicadas de verde por todas partes. Pequeñas casas formaban tupidas filas entre las avenidas; parecían frágiles comparadas con las calles, como postas en una carretera interminable que llevaba a otra parte.
Encendí un Camel. Etta también cogió uno y se asomó por el muro de ladrillo a mirar el patio nuevo.
—Sigue furioso, Easy —dijo, exhalando el humo con fuerza.
—Te quiere, Etta. Y a LaMarque también.
—Sí, lo sé, pero está tan raro. Anteanoche estuvo sentado en el sofá sin decir una palabra, y de golpe se enderezó y se puso a gritar: «¡LaMarque, LaMarque!» Le dije que se callara, que el niño estaba durmiendo, pero él siguió hasta que por fin LaMarque salió de su cuarto frotándose las lágrimas, medio dormido y asustado al mismo tiempo.
Escuchaba a Etta, pero mi vista se había posado en una nube gigantesca que pasaba. Las palabras de Etta eran dolorosas para ella, pero tenía que decirlas y mientras hablaba, a mí me consolaba su voz y la familiaridad de nuestras vidas.
—¿Sabes qué dijo? —preguntó Etta.
—¿Qué?
—«LaMarque, nunca mates a un hombre que no merezca morir.» Después se quedó sentado mirándolo un largo rato hasta que dijo: «Y nunca mates a tu padre. Y a tu madre tampoco.»
—¿En serio?
En lugar de decir nada, la abracé. No era sexo, sólo necesitaba que me abrazaran, y ella también. Etta olía a cera y a pan, y al sudor del trabajo.
Nuestro abrazo habría ofendido a mucha gente; era un abrazo fuerte y crispado.
En el patio sonó dos veces el timbre.
Etta me acarició el pelo. Sentí aquella explosión en el pecho otra vez. El viento arreció, y avivó las brasas que habían quedado encendidas años atrás.
Otra vez, dos timbrazos.
—Te llaman, Easy —dijo Etta con una voz que no quería pronunciar esas palabras.
—Ya sé.
Nos besamos, una vez, y otra vez y otra. Pero aquellas brasas no tenían en qué prender. Mi mano derecha acarició su mano izquierda. Nuestras sonrisas eran dos muecas de dolor.
Cuando el timbre volvió a sonar, yo ya estaba bajando las escaleras.