Feather estaba echada en el suelo junto al sofá, gritando de contenta, con Faraón encima moviendo su cola de rata de un lado al otro como si fuera un limpiaparabrisas. Mouse empezaba a abrir los ojos; se había quedo dormido en la silla.
—Hola, papá —dijo Jesús desde la mesa del comedor. Y luego a Feather—: Vamos, hermanita. A desayunar.
—No —dijo ella, juguetona.
Pero se levantó.
Mouse soltó un gruñido y se incorporó.
—Easy, ¿vas al curro?
—¿A ti qué te parece?
De pronto me volvieron a la cabeza todos los problemas del día anterior.
—¿Te importa si me echo en tu cama un rato?
—Claro que no.
Se levantó y fue bamboleándose hacia el pasillo.
—Raymond —dije, antes de que entrara en el dormitorio.
—¿Sí?
—Le dijiste a Sanchez que no conocías a ese tipo, ¿verdad?
—Ajá.
—Pero ¿lo conocías?
—Lo había visto una vez. En el colegio.
—¿A comienzos del semestre?
—Ajá, sí. Estaba con el señor Langdon en la carpintería.
—¿Qué estaban haciendo allí?
—No pregunté, tío. No era asunto mío.
Se metió en el baño y mientras estuvo dentro saqué ropa limpia del armario de mi dormitorio. Cuando Mouse salió me di una ducha y me afeité. Eran casi las ocho cuando estuve listo. Sería la primera vez que llegaba tarde al trabajo.
Faraón tenía que quedarse con nosotros al menos un día más. No habría soportado ver llorar a Feather esa mañana. Cuando salí, ella y Faraón estaban retozando por la sala, pasándoselo en grande.
Cuando llegué al colegio pasé primero por el aparcamiento descubierto del campus de abajo. El coche de Idabell no estaba. En el bungalow C2, un profesor blanco y alto, el sustituto, intentaba orientar a los alumnos por los arduos caminos del álgebra.
Después seguí hasta el campus principal, preguntándome cuánto tiempo más podría conservar mi puesto de trabajo.
Las adelfas que crecían en la fachada de la vieja escuela estaban decoradas con banderas blancas: camisetas, pañuelos, jirones de sábanas viejas que colgaban de las ramas o yacían desparramados por el césped.
Los trapos de los esnifadores de pegamento, chicos, y alguna que otra chica, que en plena noche se escondían detrás de los arbustos a esnifar cola de aeromodelismo. Vaciaban los tubitos en un trapo y aspiraban hondo, comiéndose casi el veneno, y después se iban por ahí dando tumbos, sonriendo como idiotas. Unos dos o tres meses de pegamento bastan para dejarles inservible la mitad del cerebro.
Todos los días el señor Burns salía a recoger los trapos para tirarlos a la basura. Era lo único que podíamos hacer.
Me dirigí luego al vestíbulo central del edificio de administración; ya había algunos alumnos en camino a sus clases de primera hora de la mañana.
—Señor Langdon —llamé, a través del atestado pasillo—. Señor Langdon.
Casper Langdon se dio vuelta al instante, como si mi voz lo hubiera agarrado por el hombro. Un adolescente rebotó contra su enorme panza y fue a dar de narices en una hilera de armarios metálicos.
Langdon no le prestó atención y gritó, un poco demasiado alto:
—¿Señor Rawlins?
Era un hombre acostumbrado a que la gente le rehuyera, no a que lo llamara.
De cabeza pequeña y calva, tenía un cuerpo descomunal casi completamente redondo; su cara, sin una nariz digna de ese nombre, apenas tenía labios. Casper respiraba con la boca abierta y parecía una gran tortuga albina vestida con un mono de carpintero.
—Hola, señor Langdon. ¿Cómo está usted hoy?
—Oh, bien, supongo. —Abrió mucho los ojos y luego los entrecerró. El señor Langdon era corto de vista, pero demasiado coqueto para ponerse las gafas—. Con todos estos muertos que aparecen por aquí… ¿Adónde vamos a ir a parar?
—Sí, claro —dije—. No hay garantías en esta vida.
Langdon resolló dos veces y me miró fijamente.
—¿Ya lo ha interrogado la policía?
—No, todavía no. Creo que Sanchez piensa pillarme hoy.
—¿Sanchez? ¿Así se llama? Espero que no quiera hablar conmigo.
—¿Por qué no?
Procuré que la pregunta sonara lo más intencionada posible sin que se notara que yo sabía algo.
—No me desenvuelvo bien con los representantes de la ley. Me ponen muy nervioso.
—Bueno, ¿sabe usted algo? Quiero decir, ¿algo sobre lo que ocurrió?
—No.
Y un huevo.
—Entonces no tiene nada de qué preocuparse, señor Langdon. Nada.
Le di una palmada en el hombro; Langdon me guiñó un ojo e intentó sonreír.
—¿Quería algo, señor Rawlins?
—No. ¿Por qué? —pregunté, haciéndome el inocente.
—No… Como me ha llamado.
—No, nada —sonreí—. Es que hacía meses que no lo saludaba.
La mentira es algo que se apoya básicamente en el tono de voz. Si lo que decimos suena como si fuera verdad, la mayor parte de la gente nos cree.
El señor Langdon me creyó.
Observé cómo se marchaba por el pasillo, repartiendo panzazos a niños y adultos por igual.
El despacho de la administración era una gran sala con paredes color crema parcialmente recubiertas de roble. Un tabique de madera de un metro de alto separaba el mundo exterior de las secretarias de Sojourner Truth. Las siete secretarias trabajaban en cuatro mesas detrás de las cuales había una fila de despachos. Entre cada despacho y el siguiente, dos grandes archivadores. Las mujeres iban de mesa en mesa y de despacho en despacho como abejas en un panal. De vez en cuando una de ellas desaparecía por una puerta y hacía una llamada o escribía una carta a máquina. Trudy Van Dial fumaba detrás de una puerta cerrada porque era adicta al trabajo y al tabaco al mismo tiempo, y no podía soportar la idea de bajar un rato a fumar en la sala de profesores.
Gladys Martínez, una norteamericana de origen mexicano de quinta generación, nacida en Los Angeles, era la jefa de secretaría. Gladys era una mujer de buen carácter que siempre tenía una sonrisa y una historia a flor de labios, pero aquel día ni siquiera se dignó contestarme.
Le pregunté si la señora Turner iba a venir esa mañana. Gladys me dio la espalda y sólo dijo: «Joanna, necesito unas grapas.» Estuvo un buen rato dándome la espalda. Cuando se volvió y vio que yo seguía allí, sonrió, alzó los hombros diciéndome que no podía hacer nada y se fue a toda prisa a uno de los despachos del fondo.
No salí corriendo por la puerta principal. No cogí el coche y abandoné el estado de California con mis hijos. No lo hice, pero debería haberlo hecho.
No había nadie en la oficina principal cuando llegué. Los pintores estaban sentados, esperando que les entregaran los botes de pintura y los rodillos. Los fontaneros habían venido a presentarme una petición que yo tenía que firmar autorizándolos a que levantaran el suelo de la sala de calderas. Me negué y se fueron a tratar de encontrar otra forma de cambiar las cañerías subterráneas.
—¿Se sabe algo del asesinato, Rawlins? —me preguntó Conrad Hopkins, un pintor de ojos acuosos de Detroit. A algunos de esos trabajadores les gustaba sentirse importantes, y había quien tenía hábitos molestos, como no llamarme señor, por ejemplo. Hopkins era especialmente pesado, por la prepotencia con que hablaba. Era un hombre mayor, más descolorido que blanco.
—No tengo ni idea —le mentí, porque mantenerse en forma es una buena garantía de supervivencia.
—El jardín está lleno de policías, y he oído decir que le han expropiado el despacho a Teale para los interrogatorios —dijo Hopkins.
La señora Teale, la vicedirectora de las niñas, tenía su despacho en el segundo piso del edificio de administración.
—Lo más seguro es que fuera por drogas —dijo uno de los pintores más jóvenes llevándose un cigarrillo a los labios, y añadió con autoridad—: Es lo más habitual en casos como éste.
—Tú no sabes una mierda, Hank —le dijo Hopkins.
Los otros rieron mientras el tal Hank miraba a su alrededor tratando de disimular su humillación. Entre los tipos de los que antes solía rodearme, Hopkins tendría que haber respaldado aquellas palabras con los puños. Hay veces en que la calle supera a la oficina.
Me senté en mi escritorio a repasar las solicitudes de vacaciones del trimestre. Fue entonces cuando observé el papelito en que desde secretaría me informaban de que Simona Eng había avisado que estaba enferma.
Los obreros seguían por ahí charlando y tomando café. Alargaban las pausas, pero sabían que al acabar el día el trabajo tenía que estar hecho, y por eso yo no les metía prisa. Me limitaba a redactar los partes y las recomendaciones al inspector de zona, Bertrand Stowe.
Poco después de que sonara el timbre de las nueve y cuarenta, se abrió de golpe la puerta de la oficina principal. Sanchez entró con dos policías blancos de uniforme. Los pintores y fontaneros se quedaron mudos. Tal vez pensaron que venían a arrestarlos por escaquearse.
—Discúlpennos, señores —les dijo Sanchez—, pero el señor Rawlins y yo tenemos que hablar de ciertos asuntos que interesan a la policía.
Salieron todos en menos de cinco segundos.
Sanchez tardó medio minuto en sentarse a mi escritorio. El sargento y sus agentes se sabían la letra de memoria. El poli número uno se puso a revisar los estantes y los papeles de mi mesa mientras el número dos tomaba posición a mi lado, por si a mí se me ocurría salir corriendo. Entretanto Sanchez escogía una silla, por alguna razón incomprensible para mí la sacudía y después la acercaba a mi mesa. Antes de sentarse sacaba un paquete nuevo de Kool y le daba unos golpecitos en el pulpejo de la mano, tiraba la cinta roja de celofán de la cajetilla y rasgaba el papel plateado sólo de un lado del paquete; después, con un gesto me ofrecía un pitillo. Yo no aceptaba y él se guardaba la cajetilla sin sacar un cigarrillo para él. Había visto esa comedia más de una vez.
No recuerdo haber sentido miedo; en realidad estaba tan concentrado en él y en lo que hacía que no había espacio en mí para ninguna emoción.
Sanchez no se había afeitado aquella mañana, y llevaba el traje marrón arrugado. Respiraba más deprisa que yo y tenía las uñas sucias. Se había puesto una corbata violeta con un nudo que hasta Jesús habría sabido hacer mejor. Todos aquellos detalles le conferían un aspecto vulnerable, casi humano, pero en sus ojos no se reflejaba nada de eso. Me han dicho que no hay ojos totalmente negros, pero los del sargento Sanchez no eran de otro color. Eran los ojos de un animal, y yo estaba perdido en el bosque.
—¿Conoce al teniente Lewis? —preguntó, inclinando la silla hacia atrás y recostándose en el respaldo.
Estaba seguro de que si le respondía se me quebraría la voz.
—Arno Lewis —dijo—. De la comisaría de la calle Setenta y siete.
—¿Qué pasa con Lewis?
—Ayer creí reconocerle a usted en el jardín, Rawlins. He trabajado ocho años en la Setenta y siete. Lo vi una vez, hace muchos años, pero no recordaba por qué motivo había caído en la comisaría. He hablado con el teniente Lewis hace un rato. —Sanchez demostró que sabía sonreír y observar al mismo tiempo—. Usted le cae bien.
Me sonó casi a proposición.
—Sin embargo —dijo Sanchez con un suspiro—, con amigos como Lewis, estoy seguro de que a sus amigos, Rawlins, les gustaría verlo colgado por los cojones.
Era una treta sencilla. Sanchez estaba al tanto de todas las veces que yo había caído y del tipo de gente con la que había estado mezclado. Lo que quería era que le confesara esa historia sin que él tuviera que mencionar nada. De ese modo yo estaría en posición de culpable, y cantaría sin que él tuviera que molestarse en preguntar.
—Cada uno tiene los amigos que puede —dije. Iba a tener que esforzarse más si quería verme atado de pies y manos.
—Ha estado buscando a Idabell Turner esta mañana.
—¿Cómo dice?
—La señora Turner —dijo Sanchez—. Preguntó por ella en secretaría hace un rato. Me lo ha dicho la señora Martínez.
—¿De veras?
—Y ayer quiso saber el nombre de la víctima.
—No —dije.
—Bueno, me preguntó si había averiguado el nombre.
No tenía por qué responder a eso.
—Se llamaba Roman Gasteau —prosiguió Sanchez—. Hermano mellizo de Holland Gasteau.
Los ojos del Sanchez estaban diciéndome, con todas las letras, que yo sabía de qué estaba hablando, invitándome a participar en la conversación.
Pero me negué.
—¿Por qué ha preguntado por la señora Turner esta mañana, señor Rawlins?
—Es amiga mía. Oí que le habían matado el perro o algo así.
—Si es tan amiga suya, ¿por qué no la llamó a su casa?
—La llamé, pero no estaba —dije—. Oiga, ¿por qué todas estas preguntas?
—¿Dónde estuvo anoche, señor Rawlins?
—En casa, la mayor parte del tiempo. Salí un rato a echar un vistazo a mis propiedades.
—¿Y dónde es eso si se puede saber? —preguntó. Había estado inclinado hacia adelante pero se había incorporado en la silla; cazarme no iba a serle tan fácil como pensaba.
—Tengo un edificio en Denker y otro en la calle Magnolia. Fui a ver cómo andaban las cosas por allí. —Hablar empezó a resultarme muy cómodo. Con Sanchez no tenía necesidad de fingir quién era—. Puede preguntarle a mi administrador… Mofass.
Me pidió el número de Mofass, y yo le di el de su servicio de mensajería. Mofass me comunicaría cualquier llamada del Departamento de Policía de Los Angeles antes de contestarles.
—Dígame, sargento, ¿a qué viene todo esto? —pregunté—. ¿Tiene algún problema conmigo?
Sanchez se encogió de hombros.
—¿Tenía la señora Turner algún problema últimamente?
Hay momentos en la vida en que uno sabe lo que anda mal y bien en uno mismo: el carácter. Yo quería conservar mi trabajo y la vida cotidiana que llevaba, quería ver a Jesús con su beca en la Universidad de California y a Feather convertida en la artista que yo sabía que podía ser.
Lo único que tenía que hacer era decirle: «Sí, me contó que se había peleado con el marido. Él la amenazó con matarle el perro. Lo sé porque ella me dejó el perro ayer por la mañana.» No tenía por qué decirle nada del buen rato que pasamos en el aula, ni confesarle que había entrado en su casa por la fuerza.
En cambio, lo que dije fue:
—No que yo sepa. Pero ella es muy reservada con sus asuntos privados. Tengo su número, pero anoche fue la primera vez que la llamé desde que la conozco.
Era un tonto, pero era mi propio tonto.
Sanchez se olió la mentira y se puso de pie de repente.
Antes de marcharse me apuntó con el dedo.
—Creo que volveremos a vernos pronto, señor Rawlins.
Se fueron, y yo volví a concentrarme en las solicitudes de vacaciones.