9

Jesús estaba haciendo los deberes en la mesa del comedor cuando llegué a casa. Feather jugaba con el perrito destinado a desaparecer muy pronto.

—Hola, papá —dijo, contenta—. Frenchie sabe hacer gracias. Le he enseñado a saltar. ¿No podemos quedárnoslo?

—No, cariño. Tengo que devolverlo mañana. Pero podemos buscarte otro perro.

—¡No quiero otro perro! ¡Quiero a Frenchie!

Feather salió corriendo de la que era nuestra habitación principal y se fue al porche trasero. Faraón le fue detrás, pero antes se detuvo en la puerta y se volvió para echarme una mirada dura.

A lo mejor entendía inglés.

—Jesús —dije.

El perro salió como una flecha a buscar a Feather.

—¿Sí, papá?

—¿Habéis comido?

—Ajá. He hecho bocadillos de carne y sopa de pollo. —Jesús tenía mucha sangre india en las venas; era menudo y de pelo oscuro. También era el mejor corredor de larga distancia en pista del Instituto Hamilton; podría haber sido el mejor en la ciudad en aquella época.

—¿Has puesto tomate y lechuga en los bocadillos?

Yo intentaba enseñarles a comer verduras.

—Ajá.

—¿Vas a decirme algo de ese dinero que guardas en tu armario?

—¿Qué? —dijo, levantando la vista del cuaderno.

—No te hagas el tonto conmigo, Juice. Lo he visto. Dime de dónde lo has sacado.

—No sé —dijo.

Ésa fue la primera vez que no le pegué.

—Oye, Juice, estoy muy mosqueado, ¿sabes? He tenido un día de perros. Tienes no sé cuántos dólares escondidos en el armario y necesito saber si van a meterte en la cárcel o no, así que dime de dónde has sacado ese dinero o voy a cabrearme de verdad. —Lo dije todo con una voz serena, pero cualquiera que no fuera sordo podía percibir la violencia latente en mis palabras.

—Es nuestro.

—¿Y de dónde hemos sacado nosotros tanto dinero?

—Pues ya sabes… —dijo Jesús. Estuve a punto de sonreír; era tan muy raro verlo nervioso—. Lo he ahorrado.

—¿De dónde lo has sacado? —insistí.

Fue durante el largo silencio que siguió a esa pregunta que no le pegué por segunda vez.

—¿Bien…?

—Te lo he sacado a ti —dijo Jesús.

—¿A mí?

Me di cuenta de que se me habían calentado las palmas de las manos porque, de repente, sentí que se me enfriaban.

Jesús asintió con la cabeza; me miraba entrecerrando los ojos, como un marinero que intentara divisar tierra en medio de un temporal.

—¿Me lo has robado a mí?

No respondió.

—Juice, te estoy hablando. Esto es bastante más serio que coger veinticinco centavos del cajón de la calderilla.

—Lo he cogido… —dijo—, yo he cogido…

—¿Dónde? ¿De dónde lo has cogido?

Yo me acordé de la caja con dinero que tenía escondida bajo una pila de ladrillos al fondo del garaje, pero yo el garaje lo cerraba con llave y, además, había montones de ladrillos. Ningún ladrón la encontraría, pero, pensándolo bien, tal vez sí un niño curioso.

—Lo he ido separando del dinero de la compra —dijo Jesús.

—No me mientas, muchacho. No te doy tanto dinero para la compra.

—Ajá.

—¿Qué has dicho?

Di un violento paso hacia la mesa. Jesús se puso de pie y se fue hasta el otro lado con la velocidad y la torpeza graciosa de un cervatillo.

—Si me das diez dólares para comida y yo consigo unos cupones o unos puntos, entonces separo lo que ahorro y lo guardo en mi hucha.

—Eso es mentira, niño.

—No —dijo, sacudiendo la cabeza—. Es verdad, lo he sacado del dinero de la compra.

—Si es verdad, ¿de dónde han salido todos esos billetes grandes? No creo que te den veinte dólares de cambio en Safeway.

—Es que… como ahorraba muchas monedas y dólares sueltos, los iba usando y guardándome los billetes grandes. —Jesús estaba casi implorando. Yo sabía que lo que decía era cierto.

—¿Así que has estado robándome durante años?

La rabia que sentía en el pecho superaba el cabreo con mi hijo. Era una rabia que me provocaban el director Newgate, Idabell Turner y el sargento Sanchez. Lo sabía, pero no podía evitarlo.

—Mira, Jesús —dije—, la única razón por la que no te doy un par de hostias es porque no quiero. Volveremos a hablar de este asunto, pero hasta entonces no quiero que te gastes ni un maldito dólar de ese dinero, ¿entendido?

Empezó a decir algo pero se frenó y asintió con la cabeza.

—Ahora vuelve a tus deberes.

Me habría gustado seguir hablando con él, pero estaba demasiado enfadado.

A las dos de la mañana ya había revisado hasta el último papel de la abultada cartera. Di por supuesto que el hombre era Holland Gasteau porque ése era el nombre que figuraba en el carné de conducir. Pensé también que algo no encajaba. Gasteau tenía más de setecientos dólares en el bolsillo. Un trabajador común y corriente sólo lleva encima lo que necesita para un día o dos, el resto del dinero de un hombre honrado se va en las facturas o se guarda en el banco para días más negros. Así que el señor Gasteau era un imbécil que se daba aires enseñando por ahí los billetes, o era un delincuente. Vista la condición en que lo encontré, pensé que muy bien podía ser ambas cosas.

Pero también era un currante.

Encontré catorce resguardos de cheques de Los Angeles Examiner en su cartera. Había cobrado setenta y cuatro dólares y diecinueve centavos a la semana hasta mediados de abril de ese año. También había seis o siete boletos del hipódromo en apuestas de dos dólares.

Pero lo más interesante era una nota, una carta a decir verdad, garabateada en azul real y en la letra más pequeña que jamás había visto, en una hoja de papel de la mitad de una holandesa.

Idabell ya sabes que te quiero y también que te necesito. En este mundo sólo existimos tú y yo, y yo NUNCA te haría daño a menos que eso fuera lo mejor para los dos. Si me llevé a tu perro meón fue porque era la única manera de conseguir que hicieras eso que nos va a hacer ricos y felices. Ya no tendrás que trabajar más si no quieres y la gente ya no pensará que puede pisotearme porque tienen más dinero en los bolsillos mientras yo sigo arrodillado ensuciándome los pantalones en el almacén de los periódicos.

Tengo demasiada clase para eso, Idabell, tú lo sabes. Sé que ahora estás arriesgándote, pero no puedo hacer nada. Sólo tú podías hacerlo y por eso he tenido que tomar esa decisión y elegir lo que era mejor para los dos. No te preocupes. Si te metes en líos, yo me acusaré. Si lo haces todo bien, entonces podrás tener a tu perro meón y una casa y un hombre del que sentirte orgullosa. Pero para eso tienes que confiar en mí y ya verás como todo saldrá bien.

No comprendí toda la carta. No siquiera sabía muy bien qué era. ¿Una nota para él mismo? ¿Una carta que escribió con intención de enviar a alguien? Gasteau se cuidaba muy bien de decir qué era lo que Idabell estaba haciendo, pero no podía ocultar una naturaleza atolondrada e infantil. La nota me hizo pensar en un muchachito de doce años que jugara con ideas y palabras adultas; no un niño maduro como Jesús, sino un niño violento y no querido que va por ahí cortándoles la cola a las lagartijas y tirándoles piedras a las niñas.

También había pedacitos de papel llenos de anotaciones y números, pero nada parecía tener sentido. Cuando terminé, cogí la cartera y la enterré debajo de la pila de ladrillos del garaje.

No me abandonaba la sensación de que alguien me andaba buscando. Era mi imaginación, lo sabía, pero en el mundo en que crecí los pobres necesitan esa clase de fantasía para sobrevivir. Mi imaginación me estaba empujando, me decía que me diera prisa y que terminara el juego antes de perderlo todo.

No era exactamente miedo lo que sentía. Rara vez me asustaba, a menos que me enfrentara a un peligro inmediato. Pero esta vez la ansiedad me revolvía el estómago. Debe de ser eso lo que sienten las aves cuando les llega el día de emigrar hacia el sur.

Fuera lo que fuere, preocupación o instinto, no me dejaba dormir. Estaba tan cansado que hasta me resultó difícil levantarme de la silla; sin embargo, en mi cabeza los pensamientos corrían como un sabueso que acaba de percibir el olor de la sangre.

Como no podía dormir, me senté a leer los periódicos.

Es posible que fuera mi humor, pero las noticias me parecieron especialmente malas. Volcanes en erupción en Alaska. Un golpe militar en Irak. Treinta muertos en un incendio en una residencia de ancianos de Atlantic City. Lo único interesante era el pronóstico del tiempo: anunciaban lluvia para el día siguiente.

Estaba intentando recordar dónde había guardado el paraguas cuando por el rabillo del ojo vi algo que se movía. Faraón, junto a la puerta que da al pasillo, agachado con el morro hacia adelante, estaba echándome mal de ojo.

—Cuando un animal te odia, lo notas —me dijo una vez Momma Jo, la madrina de Mouse por el rito vudú, allá en los pantanos de Tejas—. Hay que encontrar algún maleficio para defenderse, porque eso significa que el mundo entero se ha vuelto en contra de uno.

Era un recuerdo tan lejano que me pareció que lo había inventado. Pero, verdad o mentira, aquellas palabras me impactaron. Era tarde, más de medianoche, una buena hora para hacer desaparecer a Faraón. No podía matarlo, pero sí llevarlo a algún lugar y soltarlo. Al menos así tendría una posibilidad de sobrevivir en la calle. ¿No había sobrevivido yo siendo todavía un niño?

Me moví para levantarme de la silla. Faraón gruñó y dio medio paso atrás. Me detuve, preparado para la embestida.

Había apoyado el dedo gordo del pie en la alfombra y estaba listo para saltar cuando sonó el timbre.

El timbre, a las tres de la mañana, sólo podía significar una cosa: la policía. Faraón y yo miramos a la puerta y, después, nos miramos a los ojos. El chucho de los cojones se puso a gañir como un desesperado, y aunque no creo que supiera que allí fuera había un poli, olfateó el miedo en mí.

No había nada que hacer. Taparme la cara con la mano no iba a salvarme de Sanchez. Los Horn podían cuidar a los niños mientras yo pasaba una temporada a la sombra. Tal vez Primo, mi viejo amigo, o EttaMae pudieran hacerlo después.

El timbre sonó dos veces más antes de que me armara de valor para ir a abrir la puerta. A aquellas alturas Faraón ya estaba aullando.

Abrí y entró, pasó delante de mí y se sentó en el sofá. Se desplomó como un hombre al final de una dura jornada de trabajo.

—¡Mouse!

—¿Tienes un trago, Easy?

—No, tío, ya sabes que lo dejé. —Era tal el alivio que sentía que no protesté; una sensación de alivio entremezclada con agotamiento.

—Eso está muy bien —dijo, suspirando—. No pasa nada. Ya sabes que siempre tengo algo encima. —Y sacó una botellita de escocés del bolsillo trasero.

Mientras se llevaba el licor a los labios, tuve la extraña sensación de que era yo el que echaba un trago.

Faraón apareció detrás de Mouse y le acarició la mano con el hocico, pidiéndole una caricia. Mouse le hizo mimos detrás de la oreja. Me senté frente a él con la sensación de haber estado de pie casi veinticuatro horas.

—Raymond, son más de las tres —dije, después de un rato.

Mouse clavó sus ojos gris piedra en los míos.

—¿Qué quieres? —pregunté.

—Easy, tú sabes que yo he hecho cosas terribles.

El silencio que siguió a esa declaración era tan denso que podíamos haber estado en un escenario, o en un tribunal. El espectáculo acababa de empezar.

—¿Te acuerdas de Agnes Varel? —preguntó—. Y de su amigo, ¿cómo se llamaba?

—¿Estás hablando de cuando vivías en Houston?

—Ajá. —Bebió otro trago. El olor del alcohol me llegó hasta el fondo de la garganta y me hizo toser.

—Cecil —dije—. El novio de Agnes se llamaba Cecil.

—Mmmm —dijo, con un movimiento de cabeza, pero seguía sin acordarse—. Etta se había ido a Galveston y él estaba en el curro. Agnes me dijo que subiera. Como te imaginas, no tuvo que pedírmelo dos veces. —Por un momento el viejo Mouse brotó del hombre triste—. Agnes te transportaba a la luna, nene. Esa mujer tenía cinco manos, dos bocas, y por si fuera poco, sabía volar. Estuvimos follando un buen rato y después nos quedamos en la cama, ella me miraba como un gato montés cuando mira un árbol. Y enseguida volvimos a revolcarnos otra vez.

Estuvimos dándole hasta la mitad de la noche, y entonces apareció su amiguito. Se puso como un loco, Easy, se puso a chillar como una mujerzuela. Yo salté de la cama con la polla tiesa como una piedra y le dije “Qué pasa”, y antes de que pudiera hacer nada cogí una botella y se la tiré por la cabeza.

Mouse miraba la pared, donde al parecer veía reflejada aquella remota escena. Faraón le saltó a las rodillas. Mouse parpadeaba lentamente y yo sentía los vahos del whisky flotando en mi cabeza.

—Yo quería seguir con Agnes y correrme, pero ella se asustó, le daba miedo que su chico estuviera malherido. Pero, en cuanto lo pusimos en la cama, volvió y terminamos nuestro asunto. Ya lo creo que lo terminamos. ¿Sabes una cosa, Easy?

—No, Raymond. ¿Qué?

—No me importó nada. No me importó un carajo. Quiero decir, sé que está mal hacer una cosa así, pero no me importa. Tampoco es que me haga sentir bien. Ocurrió y punto. Lo hice y punto. Podría haber matado a aquel cabrón. Si hubiera tenido un revólver cerca, es probable que lo hubiera matado. Como hice con William… Uff, qué calor, tengo la espalda empapada.

Calló un instante. Recuerdo que, medio dormido, pensé que lo más probable era que fuera sangre lo que le mojaba la espalda.

—Tú conociste a William en Pariah, ¿no, Easy?

—Sí —dije.

—Era un tío cojonudo, ¿no, Ease? Tocaba la guitarra… La hacía sonar como un pájaro, como un condenado pájaro.

—No es culpa tuya, Raymond.

—¿Qué? —Su voz era tan suave que podría haber sido la de un niño.

—No es culpa tuya. No habrías estado allí con Agnes si ella no te hubiera dicho que subieras. Y Cecil se casó con ella después. Y de William, bueno, ¿qué quieres que te diga? Sabía con quién se juntaba. Mierda. Murió, pero vivió más de lo que se atreven a soñar la mayoría de los hombres.

Mouse me oía, pero no parecía registrar mis palabras. Frunció el ceño cuando menté a William.

—He estado pensando en Agnes en el edificio de trabajos manuales; he estado pensando que lo que me pasó con ella fue la misma mierda por la que mandé a William a la tumba —dijo Mouse.

—¿Cómo te pones a pensar en eso?

—Ha sido ese poli… Se me ha acercado en el tercer piso del edificio de trabajos manuales. Yo estaba limpiando las ventanas y él se ha acercado y me ha preguntado si yo era Alexander.

—¿Qué quería?

—Ha dicho que sabía quién era, que me conocían muy bien en la comisaría. Después ha mirado, como si yo fuera a caerme redondo allí mismo, pero ya sabes que no le tengo miedo, a mí ése no va a sacarme nada. Pero después me ha enseñado una foto Polaroid de ese tipo que han encontrado y me ha preguntado si lo conocía.

—¿Y lo conocías?

—No, no. Pero esa foto se me ha quedado grabada, me ha estado dando vueltas por la cabeza toda la noche. Veo a ese tipo y después a todos los muertos que he visto en mi vida…, Papá Reese, aquel sheriff de Tejas…, William… —Mouse calló unos segundos. Faraón, sentado en sus rodillas, lo miraba con atención—. ¿Alguna vez pensaste que William se parecía a mí?

—No sé. Tú eres de complexión ligera y tienes los ojos claros, él no tanto.

—Mi vieja era parte india, parte negra, y también corría un poco de sangre blanca en mi familia. No sé cómo exactamente, pero yo podría ser una mezcla de ella y William.

Era extraño que pensara en Momma Jo por segunda vez en el mismo día. No me había acordado de ella en años. Momma Jo me había sugerido que William era el padre de Raymond. Ése era el motivo por el cual William venía desde Jenkins cada equis tiempo cuando Mouse todavía era un niño.

—No lo entiendo —mentí—. Si era tu padre, ¿por qué no iba a decírtelo?

—Puede que tuviera problemas con mi vieja, no lo sé.

—¿Qué estás diciendo, Raymond?

—Que a lo mejor maté a mi propia sangre.

Había una mirada peligrosa en los ojos de Mouse. Una mirada que decía que alguien le había hecho daño.

Cada vez que Mouse cogía la botella, Faraón se encogía entre sus rodillas.

Respiré hondo una vez, dos veces. Sentí que el sueño llegaba pero tenía miedo de entregarme. Raymond también cabeceaba.

—He venido a preguntarte qué pensabas, Easy. Tú entiendes mucho de sentimientos y esas cosas…

—¿Quieres saber lo que pienso?

—Sí.

Los dos estábamos luchando contra Morfeo.

—Creo que deberías esperar un poco. Esperar a ver qué pasa. Aún es demasiado pronto. No tienes ningún asidero, Ray. Tú y Etta y LaMarque están empezando otra vez. Creo que un día de éstos, muy pronto, te despertarás y serás feliz con tu familia, y ya verás como olvidarás todas esas cosas y te parecerán muy, muy lejanas.

Las palabras me venían solas.

—¿Quieres decir que recibiré una señal que me indicará el camino que debo seguir? —preguntó Mouse.

Yo tenía los ojos cerrados. Flotaba a la deriva hacia las aguas de un sueño.

—Sí —recuerdo que dije—. Como una señal.