Ya había caído la noche cuando llegué al 1646 de Butler Place. La calle estaba en una colina tan empinada que tuve que subir la rueda delantera sobre el bordillo para ayudar a mantener el coche frenado.
La casita, bañada por la tenue luz de una farola de un poste de granito, estaba recubierta de yeso de un color claro y rodeada por setos de esa planta que llaman ave del paraíso. Un árbol no muy alto ocupaba casi por completo el exiguo patio; de él colgaban unas bayas oscuras. No sabía qué árbol era, pero eso no era ninguna novedad. En las calles de la ciudad crecían casi todas las plantas del mundo. Los Ángeles es un desierto abastecido de agua, un paraíso botánico, pero si alguna vez alguien cierra el grifo, el noventa por ciento de esas plantas se marchitará.
Había luz en la casa, y un Thunderbird del 58 oscuro aparcado en la entrada. El porche estaba a oscuras. Permanecí allí un minuto largo antes de tocar el timbre.
Me quedé esperando a la intemperie porque quería controlar mis nervios. Debería haberle contado a Sanchez lo del perro; si él hubiera sido amable yo probablemente habría cooperado. Pero aquel poli muy bien podía haber estado metiendo las narices en mis cosas: mis antecedentes laborales, mis hijos. Y sólo con mirar podía destruir todo lo que yo había tardado tanto en construir. Le eché la culpa a Idabell. Por dejarme a su maldito perro y después por la mentira del accidente. Yo era cómplice de algo y ni siquiera sabía de qué.
Nadie abrió la primera vez, ni la segunda. Acerqué el oído a la puerta después de probar cinco veces; ni un solo ruido. El picaporte no giraba. La ventana, oculta por el misterioso árbol, estaba cerrada.
Podría haberme ido entonces —debí hacerlo—, pero la calle había estado llamándome todo el día. Me había seducido una mujer, me había engatusado después, y, para colmo, me habían acusado de ladrón; me habían intimidado y mirado como a un delincuente y no como a un hombre honrado. Podría haberme ido a casa, pero sabía que no iba a poder dormir.
La entrada al garaje eran dos caminos estrechos de cemento, separados por un espacio cubierto de fango en el que crecía algún que otro hierbajo.
El patio trasero estaba oscuro, semioculto entre arbustos y parras. En aquella oscuridad podía haber pasado cualquier cosa. Ya no estaba en el mundo rutinario de los trabajadores respetuosos de la ley. Estaba solo, y otra vez mi vida pendía de un hilo.
La puerta de atrás no estaba abierta, pero sí la ventana corredera. Pasé la mano y abrí haciendo girar el picaporte.
En el cuarto trasero había una lavadora antigua, una máquina enorme con forma de barril y un arco cromado en la parte de arriba. Dentro del tambor había ropa que parecía llevar días en remojo: ya había empezado a criar moho.
De allí pasé a una cocina a oscuras, pero incluso en la oscuridad podía ver el desorden: platos sucios apilados por todas partes, olor a basura y una capa de grasa en el suelo que se me iba pegoteando a las suelas.
El comedor estaba tenuemente iluminado por una luz encendida en el cuarto que había un poco más allá.
Me quedé de piedra junto a la mesa de madera de arce cuando vi dos pies, con sus respectivos zapatos, por la puerta del cuarto de al lado. Eran los pies de un hombre repantigado en su sillón.
No sé cuánto tiempo estuve allí, pensando en volverme atrás, en gritar o tal vez en acercarme de una vez por todas. Busqué con la vista algún palo con el que defenderme en caso de que el tipo me saltara encima, pero en la mesa sólo vi unas delicadas tazas de té.
Por último, sin pensármelo más, entré.
No pensé, pero tenía los puños apretados, y las piernas prestas a correr en cualquier dirección.
Si creía que estaba preparado para todo, el cadáver que yacía sobre el sillón a cuadros casi me hace morir del susto. No podía ser verdad. ¿Lo había traído alguien desde el seto de bambú de Sojourner Truth? No. ¿Del depósito de cadáveres de la policía? No. ¿Sanchez?
El cuerpo tendido en el sillón era el mismo que había visto unas horas antes. El mismo traje de tweed, los mismos zapatos de piel de serpiente, la misma piel olivácea y el mismo pelo engominado.
—¡Mierda! —dije en voz alta—. ¡Mierda!
Se me doblaron las rodillas y tenía la nuca empapada de sudor. Era el miedo que regresaba desde mis días de infancia en Louisiana. Recuerdo que pensé que si el muerto se levantaba de aquel sillón, yo salía corriendo hasta llegar al mar.
Pero entonces mi mente racional se puso en funcionamiento. Este hombre tenía el pecho manchado de sangre. Había sido acuchillado o, más probablemente, le habían metido un balazo con el corazón. No tenía ninguna marca en la sien. Además, éste tenía los ojos cerrados.
La marca de unos labios le embellecía una mejilla, la marca de un beso rojo oscuro.
Un beso de despedida.
Quise salir corriendo pero me obligué a quedarme y echar un vistazo por la casa. La sangre estaba seca. El hombre tendido en la fría habitación llevaba muerto unas cuantas horas; podía perder unos minutos más.
Registré el dormitorio desordenado pero no encontré nada. Jadeaba y, por segunda vez en un solo día, sentí que mi corazón latía deprisa.
Me obligué también a revisar la mesa baja de café, a la izquierda del cadáver: un paquete arrugado de Salem, una bandeja repleta de cascaras rojas de pistachos, una botellita de ginebra casi vacía, marca Gilbey, un vaso y una cuchilla de hoja negra, curva como un bumerán, afilada como para abrirse paso a machetazos en plena selva.
El vaso, hecho a mano, tenía un culo grueso color verde.
No se había terminado la última copa.
El dormitorio también estaba patas arriba. Recordé que Idabell me había dicho que había estado fuera. Holland, supuse, era uno de esos hombres que esperaba que la mujer fuera limpiando detrás de él. El suelo estaba cubierto de calcetines, ropa interior y pantalones de toda una semana. Las sábanas formaban una pila en la cabecera; cuatro almohadas despanzurradas en el centro de la cama deshecha. También había unas gotas de sangre seca cerca de la pata de la cama, junto a las almohadas.
Dos maletas habían ocupado un rincón del gran armario empotrado, pero faltaba una; alguien se la había llevado dejando un hueco del tamaño de una maleta entre su pareja y la pared. También había un espacio vacío de unos cuarenta centímetros en el colgador. Sólo quedaba la ropa del hombre. Encima de los zapatos, tres grandes bolsas de la compra llenas de delgadas bandas de goma azules.
No me gusta tocar a los muertos, pero no tenía otra salida. En la casa no había ninguna pista que pudiera aclarar el asesinato de aquel hombre. Nadie había forzado la cerradura. Todo estaba fuera de lugar. Es posible que lo matara Idabell, me había dicho que tenían problemas. Puede que alguien quisiera matarla.
Eso era todo lo que sabía. Podría haberme ido sin mirar, pero ¿quién sabía lo que iba a ocurrirme más adelante? Lo mejor era enterarme de todo lo que pudiera antes de largarme. El lugar más apropiado eran los bolsillos del muerto.
Sólo encontré una cartera, pero ¡qué cartera! Llena a reventar de trozos de papel: recibos, notas, direcciones, anuncios, hasta una cana, más seis billetes de cien dólares y unos cuantos billetes más pequeños.
Estaba a punto de sentarme a revisar los papeles y tarjetas cuando una luz iluminó la persiana. Era sólo un coche que pasaba pero para mí fue una advertencia. Era hora de irse de allí.
Borré mis huellas de la puerta trasera y de la ventana; después abrí la puerta de calle y froté también esa superficie.
—¿Señor Gasteau? —dijo una mujer mayor, blanca, de pie en el portal. No creo que me viera la cara porque yo seguía parcialmente oculto por la oscuridad y el árbol sin nombre. Me enorgullece decir que el homicidio es algo que nunca se me pasó por la cabeza. En lugar de matarla, me tapé la cara con la mano izquierda, y espié por entre los dedos abiertos. Alcé la mano derecha, enseñando las llaves del coche. Me agaché lo suficiente para aparentar un metro sesenta y caminé tambaleándome hacia la mujer como un cangrejo gordo y con cascabeles.
La mujer retrocedió.
—Oh —dijo.
Me fui directo al coche, giré el volante hacia afuera y solté el freno de mano. Cuando encendí el motor ya estaba bajando por la colina. Con suerte, podía esperar que la mujer fuera miope o que no se le hubiera ocurrido apuntar la matrícula.
Con suerte.
La señorita B. Shay vivía en la segunda planta de un edificio de apartamentos de Culver City. Un brillante talismán colgaba de la mirilla de la puerta de entrada, un pequeño escudo hecho de cuentas de cristal de todos los colores, típico de algún lugar de América Central. O de Sudamérica. En otra época me habría gustado, y también el ojo que lo puso allí.
—¿Sí? —dijo alguien detrás de la puerta.
—¿La señorita Shay?
—¿Quién es?
—Me llamo Rawlins. Quería hacerle unas preguntas acerca de su amiga Idabell Turnen.
—¿Le ha ocurrido algo?
No la culpaba por no querer abrir a un hombretón que golpeaba su puerta de improviso.
—Es por el perro —dije—. Me le ha dejado hoy en el trabajo pero después se ha ido y ahora no sé qué hacer.
Supongo que la desesperación de mi voz la convenció. La señorita Shay abrió la puerta hasta donde lo permitía la cadena de seguridad y llenó ese hueco con su cuerpo.
Era alta, un metro ochenta, diría, con una espesa cabellera recogida con una cinta; la piel marrón oscuro; unos labios que sonreían con naturalidad y un rostro rebosante de sentimientos y recuerdos que, pensé, no me importaría nada conocer. Llevaba un holgado suéter color dorado que le llegaba hasta las rodillas. Las piernas, desnudas. Aunque se suponía que aquel suéter era amorfo, el contenido no lo era en absoluto. No me importó. Una cara bonita no iba a salvar mi puesto de trabajo ni a mis hijos de las garras del sargento Sanchez.
—¿Ida le ha dejado a Faraón? —preguntó.
—Sí.
—¿Y cómo se le ha ocurrido venir aquí?
—Bueno, trabajo con ella en el colegio, como ya le he dicho, así que cuando me he enterado de que se había marchado, he pedido la dirección de la persona que figura en su ficha para los casos de emergencia. No sé si lo sabe, pero tenía algún problema con el marido. En realidad, dijo que no pensaba volver y que iba a pasar la noche en casa de una amiga. Yo esperaba que fuera usted.
—No —dijo B. Shay. Cuando me miró a los ojos, mi mente aletargada comenzó a convertir su rostro en poesía—. Ida y yo no nos hemos visto mucho este año. Antes éramos íntimas, pero ahora hace meses que ni siquiera nos hablamos.
—Ajá. —Realmente yo no tenía nada más que decir.
—¿Ha probado en su casa?
—He llamado pero no ha contestado nadie, y si tenía problemas con su marido, no creo que aparezca por allí. ¿Podría dejarle mi número? ¿Por si acaso la ve o la llama…?
Vi que se le arrugaba la frente.
—Dígame.
—¿Tiene para apuntar?
—Dígame el número. Lo apuntaré cuando se vaya.
Volvió a fruncir el ceño mientras yo le recitaba mi número de teléfono; al menos me dio la impresión de que hacía un esfuerzo por memorizarlo.
—Perfecto —dijo, cuando terminé.
Me pareció que estaba pensando en algo más, pero que no iba a decírmelo. Tal vez sabía dónde estaba Idabell; a lo mejor le daba mi número. No podía saberlo.
Me fui con un plan en la cabeza. Le había dado a la pareja Turner/Gasteau todas las oportunidades posibles. Ahora iba a ocuparme de mí. Si Sanchez me interrogaba a la mañana siguiente, contestaría a todas y cada una de sus preguntas con total sinceridad. Si mencionaba al perro, le diría lo que sabía. Yo no era culpable de nada y el sargento tendría que darse cuenta.
Al menos, eso esperaba yo.
Pero cuanto más pensaba, más temía que Sanchez sospechara de mí por algún motivo. ¿Y si hurgaba en las fichas de la comisaría de la Setenta y siete? Mi nombre aparecía en todos aquellos papeles; Ezekiel Rawlins, sospechoso de todo, desde conspiración a asesinato.
Cuanto más cerca estaba de casa, más pensaba que me convenía librarme del perro. Idabell no iba a decirle a nadie que yo lo tenía, porque el perro, o su «accidente», había sido la excusa que había dado para marcharse del colegio por la mañana. Sanchez estaba obligado a seguir el rastro de la profesora de matemáticas. Había un cadáver en su casa, y el muerto del jardín tenía que estar relacionado con ella de un modo u otro.
Deshacerme del perro. No pensaba en otra cosa. Después de todo, era sólo un perro. Y un perro malo y sin ningún valor, para colmo.