7

Muchos habrían ahogado a Faraón allí mismo. Aquel perro no le hacía ningún bien a nadie. Pero yo había tenido una vida de perros y sabía lo que era tener este ancho mundo en contra.

Me alejé del colegio unas diez calles en coche y lo saqué de la bolsa.

Al menos había dejado de reírse de mí.

Tomé por calles asfaltadas para salir de Watts y regresar al oeste de Los Angeles y a casa. Estaba intentando llevar una vida tranquila con mis hijos, lejos de la gente y de los problemas que conocí en mis primeros años en Los Angeles.

Tenía una casa bonita, tres dormitorios pequeños y una cocina que daba a un césped verdísimo. Tenía rosales y dalias en la valla del fondo, y no había valla en la parte del jardín que daba al sur; allí dejaba que los helechos silvestres y el bambú de mis vecinos hicieran el trabajo.

—¡Papá! ¡Papá! —gritó Feather cuando me oyó entrar. Faraón se me escapó de un salto y se fue derecho a ella.

—¡Cuidado! —grité. Pero no tenía motivo para preocuparme. Faraón saltó a los brazos de Feather y empezó a lamerle la carita. Faraón saltó otra vez al suelo y enseguida volvió a saltarle a los brazos y a darle lametones hasta que se escapó otra vez. Como si hubieran jugado juntos toda la vida.

—Oh, papi, gracias —dijo Feather—. Es precioso.

—No vamos a quedárnoslo, cariño —dije. El ceño instantáneo de Feather hizo que odiara aún más a aquel perro—. Sólo va a quedarse un día o dos. Le he dicho a mi amigo que a ti no te importaría cuidarlo.

—¿Cómo se llama?

—Angina.

—¿Cómo?

—Angina. Es un nombre francés —dije—. Significa dolor en el corazón. ¿Dónde está tu hermano?

—Ha ido con Eddie al colmado.

Se suponía que Jesús tenía que quedarse con Feather hasta que yo regresaba del trabajo. Ése era su trabajo.

Feather no se parecía en nada a mí, y Jesús mucho menos. Los dos eran niños que yo conseguí rescatar en los años en que mi patrón era la calle. Ella tenía siete meses entonces, el pelo rubio muy rizado y la tez café con leche. Entonces tenía dos ojos como dos topacios, pero con los años habían ido cambiando de color. Jesús le había hecho dos trenzas tiradas hacia atrás, como los cuernos de una oveja.

Aquella tarde llevaba un vestido verde que ella misma había elegido, con un suéter rosa abullonado.

—Te quiero mucho —dije.

Cuando la cogí en brazos, Faraón empezó a ladrar. Feather lo miraba, y yo le besé la mejilla regordeta. Noté que algo le abultaba en el bolsillo del suéter.

—¿Qué es esto? —dije, señalando el bulto con el dedo.

La expresión de Feather parecía decir «ah, oh».

En el bolsillo abierto tenía un fajo de seis o siete billetes de veinte dólares.

—¿De dónde has sacado este dinero, bonita?

—Mmm. No sé. Me lo he encontrado.

Cuando dejé a Feather en el suelo, Faraón dio un salto y se metió entre nosotros, ladrándome primero antes de ponerse a lamerle a Feather la punta de los dedos.

—Feather, ¿de dónde has sacado este dinero?

—De un sitio.

—¿Qué sitio?

—Del cuarto de Juice.

Como nadie quería pronunciar el nombre del Señor en vano, Jesús se había convertido en Juice en el Instituto Hamilton.

Feather me llevó a un rincón del armario de Jesús donde había una caja de cartón en la él que solía guardar cientos de soldaditos de plástico; pero los soldados habían muerto, o habían desertado, y su lugar lo ocupaban ahora fajos de billetes de distintos valores, de uno a veinte dólares. En total, cuatrocientos ochenta y nueve dólares.

—Es el baúl del tesoro de Juice —dijo Feather—. Pero es un secreto, ¿vale?

Me senté en el suelo. Faraón se puso a gruñirme en la oreja. Había demasiado dinero para esperar que Jesús pudiera salir del juzgado sólo con un amonestación.

—¿Papá?

—¿Sí, cariño?

—¿Puedo bajar y darle de comer a Frenchie?

Ya había bautizado a su gusto al maldito chucho.

Salí al jardín a fumar un pitillo mientras esperaba a mi hijo. Tuvo suerte de no estar allí en aquel momento. Estaba de tan mal humor que podría haberle dado una paliza, algo que había jurado no hacer jamás.

Mi vecina de al lado, la señora Horn, llegó a casa antes que Jesús. Era una mujer delgada y nerviosa de familia blanca y cristiana, de California. Con todo, nunca tuve motivos para desconfiar de ella.

—Hola, señor Rawlins —dijo.

Me acerqué a ayudarla con la bolsa de la compra.

—Jesús ha salido, señora Horn —dije—. Y yo tengo una cita.

—Me parece muy bien. No se preocupe, yo cuidaré de Feather. Ya sabe que es un tesoro y que la quiero muchísimo, de verdad.

Estoy seguro de que no mentía.

Antes de dirigirme al coche, dije:

—Ah, cuando llegue Jesús, dígale por favor que no se vaya a ninguna parte. Que me espere.

La señora Horn me miró otra vez; pudo percibir la amenaza que latía en mis palabras.

El viaje de vuelta a Sojourner Truth fue rápido. Llegué muy poco antes de las seis. En el edificio de administración no quedaba nadie. Usé mis llaves para entrar en la secretaría; una vez dentro abrí, el armario donde guardan la llaves del archivador de los expedientes del personal.

Turner era el apellido de soltera de Idabell, a pesar de que se hacía llamar «señora». El nombre de su marido era Holland Gasteau.

Idabell tenía treinta y dos años; había nacido en la Guayana francesa, pero había emigrado a Estados Unidos cuando sólo tenía cuatro años. Abrí el listín de teléfonos y marqué el número de la residencia Gasteau—Turner. Dejé que sonara quince veces antes de colgar. Volví a marcar, pero tampoco esa vez contestó nadie.

Apunté su dirección —Butler Place, una calle por encima del bulevar Hollywood— y también la dirección y el número de teléfono de una tal señorita B. Shay, que figuraba como la persona a la que había que avisar en caso de emergencia.

Yo no sabía con certeza si el hombre muerto era el marido de Idabell, pero sí que ella estaba en un lío y que había mentido en el asunto del perro.

Al salir del edificio de la administración me topé con el sargento Sanchez. Un mechón de su largo pelo negro le colgaba sobre la frente.

—¿Trabajando hasta tarde, eh, señor Rawlins?

—¿Cómo va la investigación? —pregunté.

No le gustó mi respuesta. No le gustaba mi ropa ni mi modo de andar. Si hubiéramos trabajado codo con codo en una cuadrilla, dándole a martillos neumáticos de ocho kilos, tampoco le habría gustado mi olor.

—¿Ya saben quién es? —pregunté, aunque, a decir verdad, estaba sudando bajo su mirada.

—¿Dónde está el portero de noche? —preguntó Sanchez.

—No lo sé. El señor Alexander se organiza el trabajo como más le conviene. A mí lo único que me importa es que el trabajo esté hecho cuando llego por la mañana.

—¿Y siempre lo encuentra hecho?

—Es un buen trabajador.

—El señor Newgate dice que el año pasado desaparecieron algunos objetos del colegio… Televisores, instrumentos musicales.

Sanchez, el pescador.

Lo único que sabía con seguridad sobre aquellos robos era que Mouse no tenía nada que ver. Él nunca habría perdido el tiempo con botines de poca monta. Pero eso no se lo podía decir a Sanchez.

—¿Tiene un rato para dar una vuelta conmigo por el colegio? Me gustaría encontrar a Alexander.

—No. Tengo que preparar la cena a mis hijos.

Al sargento se le frunció el ceño.

—¿Está casado?

Por supuesto, ha leído mi expediente, pensé.

—No —dije—. Lo estuve, pero las cosas no iban bien.

—¿Y ella lo dejó con los niños?

Sentí que el corazón se me hinchaba de miedo. Ni Jesús ni Feather eran legalmente míos. A Jesús le había conseguido los papeles de un niño que había muerto siendo aún un bebé, pero su verdadera historia era peor que la de la mayoría de los huérfanos. Lo habían vendido para destinarlo a la prostitución cuando tenía dos años, y probablemente había venido de México, o de mucho más abajo.

Tampoco Feather tenía partida de nacimiento. Si el sargento empezaba a hurgar en mi vida privada, todo podía venirse abajo.

—¿Alguna cosa más? —le pregunté.

Sacudió la cabeza pero más en señal de desaprobación que como respuesta a mi pregunta.

—¿No le parece extraño que alguien entrara en la escuela a ocultar algo, señor Rawlins? —preguntó Sanchez—. ¿Cómo sabían por dónde entrar?

Yo quería que Sanchez me viera como a un trabajador decente y responsable, y por eso le pregunté qué era lo que habían escondido; no porque me importara, o porque quisiera saberlo, sino porque pensé que ése era el tipo de pregunta que haría un hombre decente.

—Eso es asunto de la policía —dijo—. ¿Por qué no responde a mi pregunta?

—No —dije—. No la entiendo. Pero me imagino que si alguien quiere entrar a robar tarde por la noche, el jardín es el lugar perfecto. Las luces del edificio del jardín no se ven desde la calle; está rodeado de árboles y arbustos.

—¿Ah, sí? —dijo, reflexionando—. ¿Y cómo podía alguien enterarse de eso?

—Bueno —dije, tartamudeando siempre con mi voz de buen ciudadano—. Los porteros lo sabemos simplemente porque no se puede mirar y ver. Hay que caminar hasta allí, abrir el portal y atravesar los árboles para saber si hay luz o no.

—Entiendo —dijo.

Sanchez empezaba a caerme tan gordo como el perro de la señora Turner.

—¿Por qué no damos una vuelta y buscamos al portero de noche? —preguntó otra vez Sanchez.

—Ya se lo he dicho, tengo que irme a casa. Mis niños están solos.

—Sólo nos costará unos minutos. Podríamos encontrar la respuesta a algunas preguntas importantes.

—Ése es su trabajo, sargento —dije—. El mío es cuidar a mis hijos.

Sanchez sacudió la cabeza otra vez.

—Disculpe —dije. Y le di la espalda.