—¿Qué es lo que pasa, Easy? —me preguntó Etta en la oficina principal. Estaba con Raymond. Aún no había empezado su turno, pero ya estaba esperando que dieran las tres, fumando otro Chester y mirando al vacío. Es posible que siguiera pensando en la religión.
—Han encontrado un fiambre en el jardín.
—¿Asesinato?
—Aja. Tenía la cabeza aplastada, detrás del bambú del señor Ito.
Raymond me miró pero no dijo nada.
—¿Lo ha encontrado Simona? —preguntó Etta.
—Ella y Jorge.
—Va—ya, va—ya —gruñó, subrayando cada sílaba con un movimiento de la cabeza—. Deberías haber venido a buscarme, Easy. Ya sabes que esa chica no sabe nada de la muerte.
Me encogí de hombros y fui a sentarme a mi escritorio. Me preocupaba que la investigación de Sanchez me creara problemas. No había conseguido mi puesto de trabajo por las vías habituales, y Mouse había entrado por recomendación mía. Si Sanchez sospechaba de uno de los dos, iría a preguntarle a Newgate por qué tenía gente como nosotros en nómina. Y al director Newgate nada le habría gustado más que verme despedido.
Algo olía mal.
—¿Quién era, Easy?
—No sé. Un hombre de piel clara, blanco no. Puede que negro, puede que no. Alto, bonito traje. Llevaba brillantina en el pelo, así que no sé cómo era de verdad.
—¿Un tipo como muy bronceado? —preguntó Etta.
—Sí.
—¿Tirando a delgado? ¿Y la cara también chupada pero con una nariz algo prominente?
—¿Lo conoces, Etta?
—Parece el marido de tu amiguita.
En ese momento identifiqué el mal olor que flotaba en el aire.
—¿Qué has dicho?
—Hace unos dos meses, cuando empezó el semestre, a ella se le estropeó el coche y él tuvo que venir a recogerla. Un tío alto, no muy pesado, cabello liso. Parecía de Haway o algo así, pero los ojos eran distintos.
—¡Mierda! —dije, poniéndome de pie.
—¿Adónde vas, Easy? —me preguntó Mouse.
—A comprobar esta mala noticia, hermano.
—¡Roger! ¡Roger! Vuelve a tu silla —le gritaba la señorita Falana a Roger McHenry. El niño, de cara aplanada, sonrió y miró a su alrededor como si las palabras de la maestra fueran flechas que hubiesen errado el blanco.
Pero cuando yo dije «Señorita Falana», Roger salió pitando hacia su silla. Me conocía del patio.
La bibliotecaria me ofreció una sonrisa de agotamiento y exasperación.
—Señor Rawlins —dijo, con un suspiro.
—¿Dónde está la señora Turner? . La pequeña mujer agitó las manos en un gesto que la hizo parecer un ardilla regordeta.
Cuando me acerqué a ella, murmuró:
—Al perro de la señora Turner lo ha atropellado un coche esta mañana. Ha ido a llevarlo al veterinario.
—¿A qué hora ha sido eso? —pregunté en un tono que no delataba sorpresa.
Se llevó un dedo a los labios para indicarme, en lenguaje de signos, que los niños no debían oírnos. Los profesores parecían confabulados para fingir que no tenían vida privada.
—Se ha ido antes del primer recreo. La ha llamado su vecina. Ha sido terrible porque no hemos podido conseguir que viniera una sustituta de la ciudad, así que todos hemos tenido que turnarnos. Ya sabe usted que yo sola no puedo manejar a estos niños tan difíciles.
A la señorita Falana no le gustaba la manera como los hombres y los chavales miraban a Idabell. Pensaba que tener la figura de la profesora de matemáticas era, en cierto modo, poco profesional.
Le di las gracias y salí.
Antes de que se cerrara la puerta, la oí gritar:
—¡Roger McHenry, vuelve a tu silla!
Tropecé con Etta delante de la oficina de mantenimiento.
—¿Qué piensas hacer con ese perro? —preguntó, refiriéndose al olor que salía del fondo.
—Etta —le dije—, voy a salir un rato. Escucha, no le digas nada a nadie de lo del perro, ¿entendido?
—No voy a decir nada. Pero ¿qué hacemos con esa inmundicia?
—Etta…
—No —dijo, sacudiendo la cabeza, la expresión tensa y dura.
Mouse se había marchado y la oficina estaba vacía. Imaginé que limpiar caca de perro no me costaría más de un minuto, pero cuando abrí la puerta del cuartito pensé que Faraón había desayunado ciruelas pasas.
Necesité una fregona y un cubo de agua con amoniaco. Faraón había andado por todos los rincones. Todo lo que era de papel y estaba cerca del suelo había que tirarlo. Se había metido también por debajo de la estantería metálica y había armado un lío que me costó más de veinte minutos de frenética limpieza.
Quería mantener la presencia del perro en secreto, y Faraón parecía entender que me encontraba en una situación difícil. Se sentó sobre el rabo y me saludó con una sonrisa perruna mientras con la lengua puntiaguda lamía mi desgracia.
Comprendí entonces por qué el muerto quería cargarse a Faraón. Yo mismo estaba a punto de hacerlo, pero me contuve y metí al muy cabrón en un saco de arpillera que había guardado para hacer trapos.
Ya sé que suena malvado tratar así a un animalito que no puede hablar. Y no voy a negar que verlo sufrir me produjo cierto placer, pero no tuve más remedio que hacerlo. Si alguien me veía en el patio con el perro de Idabell, me podía crear problemas. El perro era su coartada para algo. Y yo no quería causarle dificultades si podía evitarlo.