5

Había por lo menos dieciséis coches de policía aparcados alrededor del porral del nuevo patio del colegio. Cuando me acerqué al aparcamiento exterior, un poli de uniforme dio un paso adelante y me interceptó el paso con la mano.

—Tendrá que dar la vuelta —me dijo el joven policía blanco.

—¿Qué ha ocurrido?

—Tendrá que dar la vuelta ahora —insistió; no había resquicio en su voz.

—Soy el responsable de mantenimiento del colegio, agente —dije—. El señor Rawlins.

—¿Tiene llave de los edificios del jardín?

—Sí.

—Entonces vaya por allí. Vaya hasta la entrada del jardín y pregunte por el sargento Sanchez.

Me volví a Raymond y le dije:

—Tú será mejor que vayas a la oficina principal.

—¿Cómo? —Mouse parecía no haberse percatado de la actividad policial que nos rodeaba.

—Ve y prepárate para empezar tu turno.

No quería que Mouse estuviera cerca de los policías si se había cometido algún delito importante. Los ex convictos son los mejores sospechosos.

—Vale, tío —dijo Raymond.

Bajó del coche y se fue andando despacio por el patio asfaltado. Mouse podía haber cambiado, pero lo cierto era que no se lo podía calificar de normal. Creo que no se habría inmutado ni aunque los rusos hubieran tirado la bomba en Nueva York.

Avancé un poco con el coche y aparqué delante del portal del jardín.

Dos policías uniformados me salieron al paso. Me identifiqué y pregunté por el sargento. Me señalaron a un hombre que se encontraba entre dos grandes limoneros delante del aula con paredes de cristal. Alto y enjuto, el sargento llevaba un traje gris barato y no se había puesto corbata. Mexicano, sin duda, un mexicano de piel oscura. Estaba hablando con Jorge. Por el modo en que Peña ladeaba la cabeza pude adivinar que hablaban en español.

Cuando me acerqué, Sanchez me miró con dureza.

—Éste es el señor Rawlins, sargento —le dijo Jorge, y añadió, dirigiéndose a mí—: El sargento Sanchez.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Hubo un asomo de reconocimiento en los ojos del policía; un reconocimiento pronto sustituido por la sospecha. Sanchez giró la cabeza hacia unas cañas de bambú que Wayne Ito, el jardinero, cultivaba al fondo del jardín. Seguí al sargento y a Jorge, abriéndonos paso entre las altas cañas.

Al otro lado de la cortina de bambú estaban Hiram Newgate y el profesor de jardinería, el señor Glenn, acompañados por ocho polis, con y sin uniforme. Tendido en el suelo delante de ellos yacía el cadáver más bello que he visto en mi vida. Un hombre alto con traje de tweed y rizos oscuros relucientes de brillantina, zapatos de piel de serpiente trabajada por la mano de un artesano, y las manos alzadas por encima de la cabeza en una pose femenina. No pensé que fuera un hombre blanco; tenía la piel olivácea y oscura y la nariz más ancha que la mayoría de los caucasianos. Tampoco lo tomé por un negro. Sus raíces raciales podían estar en cuatro continentes, como mínimo, o en un millar de islas de todo el mundo.

El muerto tenía la sien izquierda hundida y muy descolorida; los ojos, vueltos hacia arriba, habían visto la verdad, aunque demasiado tarde.

—¿Quién es? —pregunté, volviéndome hacia el sargento Sanchez, que seguía estudiándome.

—¿Se cierra con llave el portal? —preguntó sin el menor acento mexicano. Se notaba educación en su dicción: un duro aprendizaje fruto de la intensiva lectura nocturna de manoseados libros de texto de segunda mano.

—Siempre —dije—. A menos que haya alguna clase por la tarde.

—Nadie lo ha visto entrar. —El sargento parecía querer desafiarme—. No durmió aquí.

Yo no tenía nada que decir.

—¿Lo reconoce, señor Rawlins? ¿Lo ha visto alguna vez por aquí? —Sanchez me estaba tomando el pulso. Tal vez se olía los restos de mi vida en las calles.

Se habría desmayado si por casualidad llega a olerse la presencia de Mouse.

—¿Le parece que puede tener alguna relación con el colegio? —preguntó Newgate—. No hay duda de que es un ladrón o un delincuente al que han arrojado aquí después de matarlo. Oiga, sargento, tendremos que mantener a los niños alejados de aquí, y para eso tengo que organizar a los profesores. Así que con su permiso.

—Puede irse —dijo Sanchez—. Pero necesitaré que el señor Rawlins y el señor Glenn me ayuden a inspeccionar esta parte del colegio. Puede que vean algo que se salga de lo normal y que a nosotros se nos escape.

—Iré a buscar a Simona —dijo Jorge.

—¿Dónde está Simona? —pregunté.

—La llevamos al aula, señor Rawlins. No se encontraba bien. El cadáver lo hemos descubierto ella y yo.

—De acuerdo.

El sargento Sanchez sacó el labio inferior y movió la cabeza. Se lo veía muy seguro. Siempre les he tenido miedo a esos polis tan pagados de sí mismos.

—Yo también quisiera verla —dije.

—No tarde, señor Rawlins. Quiero poner en marcha la investigación.

El curso de jardinería de Sojourner Truth consistía en las clases vespertinas del señor Glenn sobre semilla y zigotos, y en salidas al jardín donde los alumnos aprendían a plantar y cultivar rábanos. El señor Glenn, licenciado en botánica por la UCLA, daba sus clases en un aula de cristal que olía a tierra. No había pupitres en esa clase; eran calificados por medio de un examen oral individual y por el estado de salud de sus cultivos. Aparte del alto escritorio de metal del señor Glenn, los únicos muebles eran cuatro largos bancos en los que los alumnos se sentaban mientras el profesor les pasaba lista antes de abalanzarse sobre la tierra.

La señorita Eng estaba sola, con la cabeza gacha, en uno de esos bancos. Lloraba y tenía un dedo apoyado en el centro de la frente; sus ojos aún seguían viendo aquel cadáver bien vestido.

Jorge se sentó y le rodeó los hombros con el brazo. Murmuró algo y Simona se puso de pie. La chica me miró y sonrió, pero no había alegría en su corazón.

—Nunca había visto un muerto —dijo.

—Creo que es mejor que la lleve a casa, señor Rawlins. No creo que deba conducir.

Hasta Jorge estaba un poco verde.

—De acuerdo. De todos modos no creo que vayamos a trabajar mucho hoy. Cuídate, Simona, ¿me oyes?

Simona sonrió otra vez y dejó que Jorge la sacara del aula. Me quedé solo un momento cuando se marcharon. El aula vacía parecía un lugar seguro, No quería volver a encontrarme con la policía, ni con el cadáver; estaba ansioso, aunque no tenía motivos para estarlo. Sin embargo, me entretuve comprobando que habían barrido bien el suelo y vaciado los cubos de basura.

Después respiré hondo y volví con el señor Glenn y la poli.

Di una vuelta con ellos por las instalaciones mientras Sanchez iba haciendo preguntas.

—¿Hay muchos atracos?

—No demasiados. No hace mucho alguien entró en la sala de música y se llevó unos mil dólares en instrumentos de viento.

—Me refería a las instalaciones de jardinería —dijo Sanchez.

—Oh, sí —dije algo brusco—. A los chavales les gusta demostrar que son capaces de saltar el portal de alambre de cuatro metros. Y una vez dentro les gusta husmear un poco.

—¿Por qué no ha hecho poner alambre de espino?

—¿Por qué habría de hacerlo? Casi nunca rompen nada y lo más que podrían robar son unas cuantas verduras.

Estaba tan molesto por el asesinato que lo único que quería era que el sargento se llevara el cadáver y volver a mi trabajo.

—¿Cómo explica esto? —preguntó.

Nos habíamos aproximado a un cobertizo medio destartalado que los niños usaban para guardar las palas, las azadas y las horquillas que usaban para arrancar la maleza y para «cosechar».

Alguien había cavado un hoyo de casi un metro de hondo cerca del cobertizo. Junto al pozo había aparecido un pequeño arcón de viaje sucio de barro. Dentro vi una bolsa de lona que parecía llena, pero no pude adivinar de qué.

—No sé —dije, respondiendo a la pregunta del sargento.

—Parece un hoyo —conjeturó sabiamente uno de los polis.

—¿No saben nada de esto? —nos preguntó Sanchez a Glenn y a mí.

Un agente de paisano se agachó al lado de una pala que yacía en un montículo de tierra junto al agujero. La pala tenía una abolladura en la cuchara.

—Le aseguro que no, sargento —dijo el señor Glenn.

Yo me tragué el «yo tampoco» que tenía en la punta de la lengua.

—¿No cree que usted sí debería saber algo? —me preguntó Sanchez como si yo también le hubiera respondido que no.

No tenía nada que responderle.

—¿Tienen llaves del portal del jardín? —nos preguntó a los dos.

—Por supuesto —dijo el señor Glenn. Vestido con su traje y chaleco marrones, parecía un balón desinflado con una mata de pelo rebelde en la frente.

—¿Qué quiere decir? —le pregunté a Sanchez.

—¿Tiene usted la llave del portal del jardín? —Hablaba despacio, como dirigiéndose a un niño pequeño o a un idiota.

—No, señor —dije—. Quiero decir, ¿por qué cree que el asesino tenía una llave?

Le hablé como un tipo listo —demasiado listo—, demostrando con mi pregunta que sabía en qué pensaba el sargento. Era un error que nunca había cometido en la calle.

Sanchez me dirigió una mirada penetrante y dijo:

—El portal estaba cerrado cuando han llegado los porteros, y no hay una sola mancha en esos elegantes zapatos. Alguien tenía una llave.

—Mucha gente tiene la llave —dije—. El director, mis porteros, yo mismo, el señor Glenn. Guardo un juego de llaves maestras en la oficina de mantenimiento. Hasta los jardineros del distrito tienen un juego para los días que pasan por aquí.

Sanchez tenía la vista clavada en mí.

—¿Había alguien anoche? —preguntó—. ¿A eso de las cuatro o las cinco de la mañana?

—No tenía que venir nadie. Nadie trabaja los domingos, y menos a esa hora.

Idabell Turner se me cruzó por la cabeza, pero volví a concentrarme en las preguntas de Sanchez.

—¿Dónde estaba usted cuando encontraron el cuerpo, señor Rawlins?

—Había ido a buscar a uno de mis hombres. Se le averió el coche y necesitaba que alguien lo trajera.

—¿Siempre presta ese servicio de taxi a sus porteros?

—Es el del turno de noche. Si falta, no podemos prepararlo todo para la mañana siguiente. Además, lo he hecho en la pausa del mediodía.

Sanchez sólo me miraba. Era un detector de mentiras con patas.

Y yo era una mentira con patas.

—Pueden marcharse ahora —dijo—. Señor Rawlins, dígale a su personal que pasaré esta tarde o mañana por la mañana. Tendré que interrogarlos uno por uno.

—Lo haré, sargento —dije. Quería cooperar. Quería cumplir con mi deber. No tenía nada que ver con la muerte de aquel hombre. Sin embargo, el modo en que Sanchez me miró me hizo sentir culpable. Tal vez el sargento ya se olía algo que yo aún tenía que descubrir.